CAPITULO 15
Desde la cabina de la lancha de desembarco, Donner contemplaba el otro extremo de la embarcación, a través de un ojo de buey. La bodega era un casco de acero. La carga consistía en unos cajones de embalaje y el camión donde se hallaban sus hombres. Más allá estaban los portones de acero que permitían el desembarco sobre la playa.
El mar estaba picado debido a una suave brisa, y aunque la lluvia y la bruma reducían la visibilidad, efectuaron el trayecto desde St.-Martin a buena velocidad. El comandante, un joven teniente de la Marina, entró en la cabina a dar una orden al timonel.
—Cinco a babor.
—Timón cinco a babor, señor.
—Mantenga ese rumbo.
—Rumbo dos cero tres, señor.
—Falta poco —le dijo el teniente a Donner—. Veinte minutos, tal vez.
—¿Me permite invitarlo a un trago cuando lleguemos?
El joven meneó la cabeza.
—Me detendré apenas el tiempo suficiente para que desembarquen usted y sus hombres, y luego seguiré viaje a St.-Nazaire. Llevo equipo electrónico al cuartel general de misiles teledirigidos.
—Otra vez será —dijo Donner con una sonrisa.
Salió al puente, cubriéndose los hombros con el impermeable de plástico que le habían prestado, y contempló los enormes acantilados de la Ile de Roe que se alzaban desde el mar.
El puerto no era grande. La lancha atracó junto a un muelle de piedra. Había un par de botes amarrados en la arena lejos del agua, pero la única embarcación bastante grande era una hermosa lancha a motor de color verde.
Al abrirse los portones, el camión salió a una playa de cemento, construida especialmente, y de allí a un camino de asfalto; Donner iba a pie. Los esperaba un Landrover, cuyo único ocupante, un hombre alto de mediana edad y cabello entrecano que vestía un chaquetón de trinchera con cuello de piel sobre el uniforme, salió a su encuentro.
—¿Capitán Leclerc?
—Soy yo —dijo Donner.
—Maldita lluvia. Soy el mayor Espinet, al mando de la base. Lo llevaré en el Landrover. Dígale al camión que nos siga.
Donner le hizo una señal a Stavrou y se sentó junto al mayor. Cuando el Landrover se puso en marcha, le dijo a Espinet:
—He visto un hermoso bote en el muelle. ¿Es suyo?
—Exactamente —dijo Espinet con una sonrisa—. Construido por Akerboon. Casco de acero y doble hélice. Levanta hasta treinta y cinco nudos.
—Muy bonito —dijo Donner.
—Me ayuda a pasar el tiempo en este lugar perdido. No es un destino muy deseable.
—Eso nos pasa por perder las colonias —dijo Donner amablemente.
El camino sinuoso que salía del puerto estaba bordeado de viejas casas de piedra.
—Esta isla, como la mayoría de las otras que se encuentran cerca de la costa, fue abandonada por sus pobladores hace años —comentó Espinet—. Eran campesinos y pescadores que vivían de lo que producían. Un billete de diez francos era una rareza aquí.
Pasaron la colina que dominaba el puerto y se encontraron en el campamento. Era un conjunto de casitas pequeñas, feas, con techos planos de cemento, construidas para soportar la furia de las tormentas que venían desde el Atlántico en los meses de invierno. Sobre ellas se alzaba una torre de cemento de unos trece metros de altura, con paredes de vidrio rodeadas por un estrecho balcón de hierro en la cima y una escalera de emergencia, también de hierro, empotrada en uno de los muros exteriores.
—¿Qué es esa torre? —preguntó Donner, aunque conocía perfectamente la respuesta.
—Allí está la sala de transmisiones —dijo Espinet—. También hay una antena direccional de onda corta, último modelo, que opera cuando se prueban los misiles. Por eso necesitamos una torre tan alta.
Más allá se veía una hilera de recipientes planos.
—¿Son los depósitos de los misiles? —preguntó Donner.
—Así es. Es necesario almacenarlos bajo tierra.
—Me han dicho que la mitad del personal es civil.
—Efectivamente. En este momento hay dieciocho militares. Sólo tres oficiales, de modo que la cantina no está demasiado animada. —Espinet guió el Landrover hacia la entrada—. ¿No se ofende si le digo que su acento me resulta algo extraño?
—Es que mi madre era australiana —dijo Donner.
—¡Ah! Ahora me lo explico —rió Espinet.
Se detuvo ante una de las casitas de cemento, donde lo esperaban dos hombres vestidos con idénticos uniformes camuflados y boinas negras. Uno era sargento y el otro tenía galones de capitán. Cuando este último se acercó al Landrover, Espinet dijo:
—El es Pierre Jobert, el segundo jefe de la isla.
Bajaron y Espinet los presentó. Jobert, un joven afable de bigote fino y aspecto de estar cansado de la vida, le estrechó la mano y sonrió.
—¿Ha leído usted Beau Geste, capitán Leclerc?
—Por supuesto —dijo Donner.
Jobert hizo un gesto que abarcó a todo el conjunto.
—Entonces comprenderá por qué llamamos a este encantador infierno Fort Zinderneuf. Hay café en la oficina, mi mayor.
—Muy bien —dijo Espinet—. Con un poco de coñac, espero. —Se volvió hacia Donner—: El sargento Deville se ocupará de sus hombres.
—Iré dentro de un instante —dijo Donner—. Debo hablar con ellos antes.
Los oficiales entraron en la casucha y Donner fue hacia el camión, que Stavrou había detenido a cierta distancia.
—¿Montero está bien?
—Está atrás con los muchachos.
—Bien. Voy a tomar un trago con el jefe de la base. Apenas entre en la casita vosotros ocupáis la torre de radio y luego todo lo demás, tal como está planeado. Hay sólo dieciocho militares en este momento. El resto es personal civil. Son menos de lo que pensábamos.
—Algunos estarán de licencia —dijo Stavrou.
—Tienen suerte —sonrió Donner.
Giró y fue hacia la puerta, que el sargento Deville mantenía abierta.
Stavrou fue a la parte trasera del camión y el mercenario que actuaba como su segundo, un hombre llamado Jarrot, le entregó una bolsa de lona. En ese momento se acercó el sargento Deville.
—Primero iremos a la cantina de suboficiales y luego llevaré el resto a la cuadra.
Stavrou le propinó un rodillazo en la ingle. Antes de que el sargento cayera, varias manos lo aferraron y lo metieron en el camión.
—En marcha, Claude —dijo Stavrou a Jarrot.
Jarrot bajó del camión junto con Faure, el radiooperador, cada uno con una bolsa de lona, y los tres fueron a la base de la torre. Stavrou abrió la puerta y encabezó la marcha por una escalera de caracol hasta lo alto de la torre. Cuando salió al balcón, el viento lo arrojó contra la puerta y debió agarrarse de la baranda. Podía ver el puerto, pero tanto el mar como la región más elevada de la isla estaban cubiertos por la bruma.
Jarrot y el otro llegaron al balcón y los tres echaron una mirada por el vidrio blindado de la puerta de la sala de comunicaciones. Había tres radiooperadores y dos sargentos en un escritorio en el centro de la sala, que alzaron la vista sorprendidos al verlos entrar. Stavrou dejó caer su bolsa sobre la mesa, entre los sargentos, desparramando los papeles. Sonrió con insolencia.
—Buenos días, muchachos —dijo. Abrió la bolsa y sacó una pistola ametralladora Schmeisser—. Esta es el arma que usó la SS durante la segunda guerra mundial. Todavía funciona a la perfección, de modo que no perdamos el tiempo en discusiones.
Uno de los suboficiales trató de desenfundar la pistola que llevaba al cinto, pero Jarrot, que había sacado un fusil de asalto AK de su bolsa, lo golpeó en la sien con la culata. El hombre cayó con un gemido.
El otro sargento y los tres radiooperadores alzaron las manos rápidamente. Stavrou sacó unas esposas de acero de su bolso y las arrojó sobre la mesa.
—Material sobrante de prisiones militares francesas. —Gozaba con la situación. Se volvió hacia Jarrot—. Ocúpate, Claude.
Pocos minutos después, los cuatro hombres yacían boca abajo sobre el piso junto al sargento, todavía inconsciente, las manos esposadas a la espalda. Faure examinaba el equipo de trasmisión.
—¿Algún problema? —preguntó Stavrou.
Faure meneó la cabeza.
—Equipo militar estándar.
—Muy bien. Ya sabes lo que tienes que hacer. Comunícate con el pesquero, diles que pueden venir y que te informen cuánto tiempo tardarán en llegar.
—Entendido —dijo Faure, y se sentó ante uno de los transmisores.
Stavrou se volvió hacia Jarrot.
—Dieciocho militares, dijo el señor Donner. Van cinco, faltan once. —Sonrió—: A la cantina de suboficiales, Claude. Tú ve delante.
Desde la ventana de la oficina del mayor Espinet, copa de coñac en mano, Donner vio a los dos hombres salir de la puerta en la base de la torre. Fueron al camión, Stavrou tomó el volante, Claude se quedó de pie en el estribo y el camión partió.
—¿Cuándo empezamos a trabajar, mayor? —le preguntó.
—No hay prisa —dijo Espinet—. Hay que aclimatarse. En este maldito lugar hay tiempo de sobra.
—No para mí —dijo Donner, y sacó una Walther de su bolsillo, con un enorme silenciador.
Espinet se quedó, con los ojos desorbitados.
—¿Qué diablos pasa?
—Pasa que voy a tomar el mando —dijo Donner.
—Usted está loco —dijo Espinet—. Pierre, llama a la guardia.
Donner le disparó un tiro en la nuca que lo mató instantáneamente. Espinet cayó hacia atrás arrastrando la silla. Su muerte resultó tanto más obscena, por cuanto la Walther silenciada casi no produjo ruido.
—¿Quién es usted, por Dios? —dijo Jobert.
—Piense un poco. Sólo le diré que mi país está en guerra y necesitamos Exocets. Un bote pesquero llegará en las próximas horas. Pensamos llevarnos todos los misiles que podamos. Usted nos ayudará.
—Oh, no lo creo.
—Conque queremos jugar al héroe francés. —Donner le apoyó la punta del silenciador entre los ojos—. Usted obedecerá mis órdenes, porque en caso contrario haré formar a toda la unidad y mataré a uno de cada tres.
El brillo en los ojos de Jobert demostró que le había creído; sus hombros se abatieron. Donner se sirvió más coñac y alzó la copa.
—Salud, viejo —dijo—. La cosa podría ser peor. Podría haberlo matado como a su superior. Ahora, manos a la obra.
Salieron juntos y fueron hacia el camión, detenido frente a una de las casitas. Stavrou y Jarrot salían de otra, a la izquierda, y tres mercenarios más de la de enfrente.
—Cinco en la sala de radio, seis en la cantina de suboficiales, dos cabos en la de enfrente —dijo Stavrou—. Todos boca abajo y esposados.
—Quedan tres y los civiles —dijo Donner a Jobert—. ¿Dónde están, capitán?
Jobert vaciló, pero sólo durante un instante.
—De guardia en el depósito de misiles.
—Bien. Y faltan los civiles. Veinte, ¿verdad?
—Creo que sí.
—¿Cuántos en los depósitos?
—Cinco, creo. Trabajan por turnos. Los demás estarán comiendo o durmiendo.
—Excelente. Tenga la amabilidad de llevarnos allá para que podamos presentarnos.
Desde su escondite en el desván, Wanda veía a Rabier por la ventana de la cocina. Sentado a la mesa, el piloto comía pan y queso y bebía coñac abundante.
Wanda sentía frío y hambre. Fue a un rincón del desván, alzó la trampilla y bajó por una escalera de madera. Se halló en el establo que había servido de alojamiento a los hombres de Roux. Había sacos de dormir y, sobre una mesa de caballetes, distintos objetos, incluso varias armas.
Abrió la puerta y miró al exterior. Llovía aún, y caminó cautelosamente, de puntillas, atravesando el patio de adoquines hacia la puerta de la cocina. Gabrielle la vio por la ventana del sótano.
—¡Wanda! —susurró con voz apremiante—. Estamos aquí.
Villiers se levantó al instante.
—¿Qué sucede?
Wanda vaciló, luego fue hasta el muro y se agachó junto a la ventana.
—Se han ido todos menos Rabier, el piloto.
—Ya lo sé —dijo Gabrielle—. Baja y sácanos de aquí lo antes posible.
—Lo intentaré —dijo Wanda—, pero Rabier vigila.
Fue rápidamente a la puerta trasera, la abrió con cautela, recorrió el pasillo y se detuvo ante la puerta de la cocina, que estaba entornada. Junto a la mesa, Rabier abría una nueva botella de coñac. Wanda siguió de puntillas y abrió la puerta que daba a la sala. A pesar de hacerlo con sumo cuidado, la puerta crujió. Rabier se detuvo en el momento de servirse coñac y aguzó el oído, con expresión tosca. Salió al pasillo con la botella de coñac en la mano.
Wanda se detuvo un instante en la sala. En la casa reinaba el silencio. Al bajar encendió la luz y susurró:
—Gabrielle, ¿dónde estás?
—¡Aquí, Wanda, aquí!
Wanda se detuvo ante la puerta de la celda, vio a Gabrielle en el interior y a Villiers detrás. El gran cerrojo oxidado de la parte superior de la puerta se corrió sin mayor dificultad, no así el de abajo. Se arrodilló y empezó a estirarlo con las dos manos. Se produjo un movimiento a su espalda, una mano la tomó del pelo, le echó la cabeza atrás brutalmente y la arrastró hasta ponerla de pie. Al volverse vio el rostro sonriente de Rabier.
—Niñita mala —dijo—. Qué traviesa. Voy a tener que darte tu merecido.
Estaba muy ebrio. Le introdujo la botella de coñac en la boca, golpeándole los dientes. El líquido ardiente le quemó la garganta. Rió nuevamente, con una sonrisa desagradable, los ojos vidriosos y una expresión repulsiva. Dejó la botella sobre un estante.
—Ahora te enseñaré a obedecer.
La apretó contra el muro, puso su boca sobre la de ella, aferrándole el pelo con una mano y manoseando sus senos con la otra.
Gabrielle gritó con rabia, entonces Villiers la apartó, pasó una mano entre los barrotes, tomó a Rabier por el cabello y lo tiró con fuerza contra la puerta.
—¡La botella, Wanda! —ordenó—. Usa la botella.
Para Wanda, Rabier representaba en ese momento a todos los hombres que se habían aprovechado de ella. La furia y la humillación de tantos años salió a la superficie, convertida en furia asesina. Tomó la botella de coñac por el cuello y golpeó a Rabier en la sien. El gritó y se tambaleó, Wanda lo golpeó nuevamente, haciéndolo caer de rodillas, lo apartó de una patada y, con la fuerza que le daba la furia, corrió el cerrojo sin dificultad. Gabrielle y Villiers salieron de inmediato.
Cuando sonó el teléfono, Ferguson salía de la ducha. Escuchó con parsimonia el informe de Villiers.
—Entendido, Tony. Quédense donde están. Los franceses se harán cargo de todo. Buen trabajo.
Dejó el teléfono y corrió a la sala, envuelto en una toalla.
—Harry, ¿dónde diablos está?
Fox vino de la cocina.
—¿Llamaba, señor?
—Tony resolvió el caso. Los franceses deben actuar de inmediato. Llame al coronel Guyon en París. Máxima urgencia.
Y se dirigió a su dormitorio a vestirse.
Dejaron a Rabier maniatado en la alacena. Villiers le quitó la Walther.
—Me imagino que el brigadier ya se habrá comunicado con París.
—Puede pasar mucho tiempo hasta que se pongan en marcha —dijo Gabrielle—. Raúl está allí. Tony, debes hacer algo.
—Sí, ya lo sé —dijo Villiers y se volvió al capitán Leclerc—. ¿Se atreve a volar en el Chieftain a la Ile de Roe y hacerlo aterrizar en la playa?
—Sería una bonita sorpresa para ese Donner —sonrió Leclerc—. Podemos llevar a seis de mis hombres.
Villiers los miró. Dos de ellos usaban gafas.
—Estos chicos son técnicos, ¿verdad? ¿Ases de la electrónica?
—Créame, son buenos soldados. Sólo nos faltan armas.
—Hay fusiles y otras armas en el establo donde se alojan los hombres de Donner —dijo Wanda—. Acabo de verlos.
—Al trabajo, entonces —dijo Leclerc a sus hombres—. Rápido, no hay tiempo que perder.
Salió seguido por ellos.
Gabrielle tomó el brazo de Villiers.
—Cuídate, Tony. Trata de llegar a tiempo.
—Lo haré.
Impulsivamente, la besó en la frente y luego se encaminó a la puerta.
—Tony.
—¿Sí?
—Siempre pensé que merecías algo mejor.
—¿Mejor que tú?
—No, no. Jamás diría semejante cosa. Soy demasiado orgullosa. —Sonrió—. Mejor que lo que haces. Mereces algo mucho mejor que los trabajos sucios que te encomienda Ferguson. Mereces un poco de felicidad. Y quiero decirte que lamento lo que sucedió entre nosotros. Me arrepiento de muchas cosas.
Entonces él le dedicó una sonrisa tan encantadora como la del primer encuentro.
—Yo no. Fue algo maravilloso. Jamás me arrepentiré de que hayas sido mía.
La miró un instante.
Salió. Momentos más tarde se oyó el ruido de la camioneta Peugeot al ponerse en marcha, y luego sólo el silencio.
Raúl Montero estaba sentado en la oficina de Espinet, las manos aún atadas con la media de mujer. El cadáver del mayor yacía en un rincón, cubierto con una manta. Donner tomó una botella de la alacena.
—El infeliz se daba todos los gustos. Krug 71. Gran año. Lástima que no tengamos tiempo para enfriarlo. Bueno, no se puede tener todo en la vida. —La descorchó y rió cuando el líquido espumoso desbordó por el cuello de la botella—, ¿Quiere una copa?
—Ya le dije varias veces que no me gusta —dijo Montero con serenidad.
—Pues a mí me sienta muy bien, amigo. —Donner se sirvió una copa y fue a la ventana—. Debe reconocer que todo ha salido a pedir de boca. Sólo es cuestión de organizar las cosas bien.
—Oí unos disparos.
—Nada de importancia. Un par de centinelas en los depósitos pudieron hacer algunos disparos antes de que los muchachos los liquidaran. Eso nos viene de perillas. Todo resultará más coherente cuando lo encuentren a usted echado boca abajo acribillado por las balas. Disparadas por las armas de algunos de los centinelas, claro.
La puerta se abrió y entró Stavrou.
—¿Ya conseguiste el contacto con el pesquero? —preguntó Donner.
—Sí, llegará en treinta y cinco minutos, más o menos.
—¿Todo en orden?
—Todo el mundo encerrado, menos diez civiles que están cargando los Exocets en camiones.
—Perfecto —dijo Donner—. Vuelve allá y diles que se den prisa. Nosotros iremos dentro de unos minutos. El comodoro querrá gozar del espectáculo.
Stavrou salió. Donner se sirvió otra copa y la alzó con expresión burlona.
—Brindo por usted, amigo. Falta poco.
La lluvia repiqueteaba en la ventana.
En la carlinga del Chieftain, sentado junto a Leclerc, Villiers contemplaba la Ile de Roe, que se alzaba del océano sobre el horizonte, como una giba gris bajo las nubes de tormenta. Los acantilados del norte de la isla estaban envueltos en la bruma. Volaban a apenas cien metros sobre el mar. Leclerc pilotaba con serenidad. La superficie del mar estaba coronada de picos de espuma.
—¿Cuál es la dirección del viento? —preguntó Villiers—. ¿Podremos aterrizar?
—Creo que nos favorece. Tal vez las corrientes descendentes de los acantilados nos causen problemas.
La isla parecía una enorme fiera al acecho: en un extremo se alzaban los enormes precipicios de hasta cien metros de altura, el resto era un yermo desolado que descendía hacia el desembarcadero.
—Advertirán nuestra presencia —dijo Leclerc—. No hay manera de evitarlo. Eso es seguro.
—Lo sé —dijo Villiers—. Ya que no podemos ocultarnos, será mejor que sobrevuele toda la isla para echar un vistazo. Además, siempre es bueno generar un poco de pánico y confusión.
El Chieftain cruzó los acantilados, abriéndose paso entre la bruma. Abajo sólo se veía un paisaje lunar desolado, empapado por la lluvia, un mundo alucinante de piedra gris cortada por profundas quebradas. Aquí y allá se veía la mancha verde de alguna ciénaga o mata de brezo. Leclerc llevó la palanca de mando hacia atrás, el aparato se elevó para cruzar una cresta y entonces vieron los depósitos de misiles y los edificios de cemento, apenas treinta metros más abajo.
En ese momento, Donner y Raúl Montero se dirigían hacia los depósitos de misiles. Donner alzó la vista, desconcertado, e inmediatamente corrió a refugiarse en la entrada del túnel que conducía a los depósitos, arrastrando consigo a Montero. El avión viró, volvió a sobrevolar el campamento, esta vez a menos de veinte metros de altura y se alejó hacia el mar.
Stavrou había observado todo desde la entrada del túnel. Donner y Montero se reunieron con él.
—No comprendo. Ese es nuestro avión. ¿Qué diablos pasa?
—Tiene que ser Villiers, idiota —dijo Donner—. Dios sabe qué habrá ocurrido en la casa.
Desde la entrada del túnel vio que el Chieftain viraba sobre el mar, volvía hacia la isla y desaparecía detrás de los acantilados.
—¿Qué diablos piensan hacer? —exclamó Stavrou—. No hay lugar donde aterrizar.
—Sí que lo hay —dijo Donner—. Cuando baja la marea queda una playa amplia al descubierto. Ya efectuaron aterrizajes allí el año pasado. No lo hacen siempre porque resulta poco práctico establecer un contacto aéreo regular.
—¿Qué haremos? Si es Villiers, ya se habrá puesto en contacto con las autoridades francesas. En cuestión de minutos empezarán a llover paracaidistas.
—Entremos a ver qué pasa —dijo Donner con serenidad.
Dio un empujón a Montero y entraron. Recorrieron el túnel hasta llegar a una gran cueva de cemento, iluminada por reflectores. Sobre una rampa había cuatro camiones, acondicionados especialmente para transportar los Exocets. Empleados civiles con monos de Aerospatiale cargaban los Exocets con ayuda de grúas hidráulicas, estrechamente vigilados por los mercenarios armados. Jarrot dirigía la operación.
—¿Cuánto falta? —preguntó Donner.
—No lo puedo decir con exactitud. Con suerte, podremos bajar al puerto en unos veinte minutos.
—Yo me quedaré aquí —dijo Donner a Stavrou—. Tú vete al acantilado con un par de muchachos. Si alguien trata de pasar, deténlo. Hay que ganar tiempo.
—No se preocupe —dijo Stavrou con una sonrisa maligna—. Vamos, Claude, tenemos mucho que hacer.
Los dos se fueron por el túnel a la carrera. Donner encendió un cigarrillo.
—Qué tipo más increíble, ese Villiers —exclamó—. Maldito sea, es casi tan bueno como yo.
—Como usted decía hace un rato —dijo Montero—, sólo es cuestión de organizar las cosas bien.
—Un mal día, nada más —dijo Donner en tono afable—. Pasa en las mejores familias.
—Y ahora, ¿qué?
—Nos sentamos a esperar, amigo, pero cómodamente, en la oficina de Espinet. Todavía queda algo del Krug, y está demasiado bueno, aunque no esté frío.
—Se acabó el juego —dijo Montero—. Usted lo sabe.
—Veremos, amigo, veremos.
Donner sonrió burlón y lo condujo nuevamente al túnel.
Leclerc sobrevoló la playa para probar la dirección del viento. Los golpeó una contracorriente que venía desde la isla; el avión se estremeció violentamente en la turbulencia. Efectuó un viraje cerrado, descendió sobre las olas, bajó los alerones y echó la palanca hacia atrás. Las ruedas tocaron la superficie del agua y luego mordieron la arena húmeda de la orilla, levantando grandes chorros de espuma a ambos lados. Leclerc se dirigió hasta el extremo de la playa, viró hacia el viento y detuvo los motores.
—La marea está subiendo. En menos de una hora ya no habrá espacio para despegar.
—No importa —dijo Villiers—. El avión no es nuestro.
Empuñó la Walther que le había quitado a Rabier, verificó el mecanismo y se la guardó en el bolsillo. Los soldados de Leclerc ya habían abierto la portezuela y saltaban a la playa, uno a uno, cargando las armas que habían hallado en el establo de la Maison Blanche. Villiers tomó un Armalite y una granada y bajó. Los hombres lo rodearon en semicírculo.
—¿Alguno de ustedes ha estado en combate? —preguntó.
Leclerc señaló a un joven alto y atlético, de pelo muy corto, cuyas gafas de montura metálica estaban empañadas por la lluvia.
—El sargento Albray estuvo en Chad hace dos años, con la Legión Extranjera. Ha estado bajo el fuego más de una vez. En cuanto a los demás...
Se encogió de hombros.
—Está bien —dijo Villiers—. Sólo hay tiempo para decirles una cosa importante. Olvídense de ía ética y el juego limpio cuando se enfrenten a estos hijos de puta. Si tienen la oportunidad de matarlos por la espalda, háganlo, porque eso es precisamente lo que ellos tratarán de hacer con ustedes. En marcha —gritó y cruzó la playa a la carrera hacia la base del acantilado.
Visto desde el aire, el macizo parecía inexpugnable, pero vieron que lo horadaba una enorme quebrada, por el centro de la cual corría un arroyo. Por ese camino agotador ascendieron desde la playa.
Diez minutos más tarde llegaron a la cumbre e iniciaron el descenso en medio de las gigantescas piedras y la hierba rala. Todo estaba envuelto en una niebla espesa. Villiers oyó voces que llegaban desde abajo y alzó la mano para hacer callar a Leclerc y los demás.
Se abrieron paso en medio de la bruma y al llegar a una hondonada vieron a Jarrot, seguido por tres hombres, que ascendían penosamente. Villiers fijó la vista en Stavrou, que cerraba la marcha y recordó el rostro torturado de Harvey Jackson en el chalet cerca de Lancy.
Cogió la granada que llevaba en el bolsillo y le quitó el seguro con los dientes. Por primera vez en su vida, la furia pudo más que su penosa serenidad y entrenamiento riguroso.
—¡Stavrou, hijo de puta! Este regalo te lo envía Harvey Jackson.
Arrojó la granada a la quebrada. Alertado por el grito y por ese reflejo condicionado en años de vida violenta, Stavrou se arrojó de cabeza por la cuesta hasta desaparecer bajo la bruma y la lluvia. Sus compañeros tuvieron menos suerte. Se produjo una tremenda explosión. Villiers se acercó al borde, con el Armalite listo, Jarrot y sus tres compañeros estaban malheridos. Los jóvenes soldados franceses contemplaron la escena, horrorizados. Villiers alzó el Armalite para dispararle a un hombre que trataba de alejarse a rastras. Leclerc lo tomó del hombro y lo hizo girar.
—¡Por Dios! ¿No le basta con eso?
Entonces sonó un disparo. Una bala perforó la cabeza de Leclerc, astillándole el cráneo. El oficial francés cayó a la quebrada, muerto.
Uno de los suboficiales se arrodilló en tierra y vació la carga de su pistola ametralladora sobre Jarrot, quien había disparado apuntando desde la cadera. Este giró ante el impacto de las balas en la espalda de su chaqueta acolchada.
Los demás soldados se acercaron a Villiers y contemplaron el cadáver de Leclerc.
—¿Hemos terminado, señor? —preguntó uno.
Villiers meneó la cabeza.
—Los demás están en la base y, entre ellos, el hombre que más nos interesa, Félix Donner. Lamento lo del capitán. Era un buen hombre, pero la bondad, la decencia y el honor no tienen cabida en la guerra, al menos en estos tiempos. Espero que esto les sirva de lección para cuando bajemos a la base. —Introdujo un nuevo cargador en el Armalite—. Bueno, en marcha. Cumplan mis órdenes al pie de la letra y saldrán vivos de ésta.
Desde la oficina de Espinet, Donner oyó la explosión de la granada y el posterior tableteo de las armas ligeras. Fue a la ventana con la copa en la mano y vio que Stavrou bajaba corriendo por la cuesta.
—Parece que la cosa no anduvo del todo bien —dijo Montero.
Donner se giró. Sonreía, pero había un destello sombrío en sus ojos.
—Le gusta abusar de mi paciencia, ¿verdad, amigo?
Dio un paso rápido hacia Montero y lo derribó de un puñetazo en la mejilla derecha.
Abrió la puerta y salió en el momento en que Stavrou cruzaba la calle hacia el túnel del depósito de misiles. Stavrou lo vio al instante y corrió hacia él.
—¿Malas noticias?
—Villiers nos sorprendió en una quebrada. Tiene media docena de hombres, por lo menos.
—¿Dónde están Jarrot y los demás?
—Los hizo volar con una granada. Yo escapé por los pelos. ¿Qué haremos?
Donner fingió pensar, aunque ya había tomado una decisión, al menos en cuanto a su propio futuro. El asunto había fracasado. Si Villiers ya estaba en la isla con varios hombres, significaba que los refuerzos no tardarían en llegar. Eso de resistir hasta el final era cosa de idiotas: era mucho más sensato partir en el Chieftain que se encontraba en la playa al pie del acantilado.
—Vete a la sala de radio, Yanni, y comunícate con el capitán del pesquero. Dile cualquier cosa. No le digas la verdad, porque el hijo de puta virará en redondo. Ordénale de parte mía que venga a toda velocidad. Luego buscaré a los demás. Nos veremos en el puerto.
—¿Y los Exocets? —preguntó Stavrou.
—Se acabó. Démonos por satisfechos con salir de aquí con vida. ¡Vamos, rápido!
—Me da la impresión de que acaba de entregar a su amigo a los lobos —dijo Montero cuando Stavrou hubo salido.
—Es culpa de él, por haber confiado en mí —dijo Donner. Tomó la botella de Krug—. Ya que la abrimos, terminémosla.
—No tiene adonde ir —susurró Montero—. Se acabó, ¿no comprende?
—Se equivoca, amigo; no olvide que tengo un avión en la playa y un as de la aviación argentina para pilotarlo.
Vació la copa de un trago y la arrojó contra la pared.
Villiers ordenó a sus hombres que se arrojaran cuerpo a tierra y se asomó por encima de las rocas. En ese momento, Stavrou abría la puerta en la base de la torre de comunicaciones y entraba. A sus pies estaba la base, desplegada como un mapa. Villiers señaló el depósito de los misiles con el dedo.
—Supongo que le habrán informado sobre este lugar —le dijo al sargento Albray—. ¿Allí están los Exocets?
—Exacto —dijo Albray—. La sala de radio está en el último piso de la torre.
A la derecha había otro edificio de cemento, largo y bajo. Dos de los hombres de Donner montaban guardia en la entrada.
—¿Qué es eso?
—De acuerdo con el plano, ése debe ser el depósito de combustibles.
—Seguramente casi todo el personal de la base está encerrado allí —asintió Villiers.
—El pesquero no da señales de vida —comentó Albray, mirando hacia el puerto.
—Debe de estar en camino. Donner no querrá quedarse atrapado aquí, aunque fracase su plan. O quizá sí: habrá recordado que es ruso y que ha llegado la hora de hacer el último sacrificio por su querida patria. En ese caso, le habrá ordenado al pesquero que desaparezca, lo cual sería una lástima: sería mejor atraparlos a todos.
—¿Qué haremos? —preguntó Albray.
—Usted y yo atacaremos la torre. Probablemente ahí adentro sólo están el canalla de Stavrou, que acaba de entrar, y un radiooperador. —Se volvió hacia los soldados—: Después que el sargento Albray y yo ataquemos la torre, esperen cinco minutos y bajen disparando. Eliminen a los dos centinelas del depósito de combustibles y bloqueen la entrada del túnel. Si alguien trata de salir, liquídenlo. Y no olviden lo que les dije: esos hijos de puta no les darían la menor oportunidad a ustedes.
Bordearon una de las casitas de cemento y desde su refugio contemplaron la torre, que se encontraba a apenas diez metros. Villiers señaló la escalera de hierro empotrada en el muro de la torre, que llegaba hasta el balcón.
Fue hacia allá con la Walther en la mano derecha e inició el ascenso. Cuando se encontraba a tres o cuatro metros de altura, Albray avanzó hasta la entrada de la torre.
En ese momento, Yanni Stavrou llegó al pie de la escalera de caracol. Llevaba la pistola en una cartuchera pero, gracias a sus excelentes reflejos, en cuanto vio a Albray, logró escabullirse. Albray logró disparar una vez y luego lo siguió, sin la menor vacilación.
En la mitad de su ascenso, Villiers oyó los disparos en el interior de la torre. Se detuvo, aferrado a la escalera con una mano v empuñando la Walther en la otra. Miró hacia abajo y el suelo empezó a girar cuando lo asaltó el vértigo.
Los centinelas del depósito de combustibles lo vieron y alzaron sus armas, pero los hombres de Leclerc irrumpieron entre dos casitas de cemento y comenzaron a disparar.
El radiooperador se inclinó sobre la baranda, pistola en mano, pero los reflejos y el entrenamiento de Villiers pudieron más que el miedo y disparó. El hombre gritó y cayó hacia atrás. Villiers reinició el ascenso.
Al iniciarse el tiroteo afuera, Donner corrió a la ventana y extrajo su revólver.
Raúl Montero rió.
—Amigo, creo que esta vez dejó pasar demasiado tiempo.
Donner no se molestó en responder; entreabrió la puerta y permaneció agazapado y expectante. Los tres centinelas del depósito de combustibles yacían en la calle, y uno de los hombres de Leclerc se introducía en el depósito. Hubo más disparos al otro extremo de la calle y vio que otros dos mercenarios huían hacia el puerto.
Cerró la puerta, obligó a Montero a levantarse y lo llevó a la cocina. Sin demostrar el menor temor, abrió la puerta trasera.
—¡En marcha! —ordenó, y empujó a Montero delante de él.
Villiers echó una mirada cautelosa por encima del borde del balcón, pero no había nadie allí salvo el radiooperador muerto, echado contra la pared. Su pistola ametralladora yacía en el suelo, a su lado. Villiers la recogió y avanzó hasta la puerta de la sala de radio, que oscilaba por el viento. No había nadie en el interior.
Oyó unos pasos a su espalda y se giró, alzando a la vez la pistola: Stavrou se detuvo en la puerta, con una automática en la mano. Su mirada fue muy elocuente: un destello de furia apagado enseguida por la frialdad del asesino profesional. Calculó que no tendría oportunidad contra una pistola ametralladora y, muy lentamente, bajó la automática.
Villiers alzó la pistola ametralladora listo para oprimir el gatillo. Stavrou sonrió.
—No, mayor Villiers, usted no disparará. Eso no sería digno de un inglés, estudiante de Eton. Ustedes creen en el fair play.
Villiers dio un paso hacia él.
—¿Quiere decir que soy un caballero?
—Digamos que sí.
El cuchillo de pescador con mango de hueso que Stavrou llevaba en la manga desde hacía años se deslizó hacia la palma de su mano. Su pulgar, encontró el botón, la hoja se abrió con un chasquido, y buscó con un rápido movimiento el cuello de Villiers.
El inglés se había anticipado a ese movimiento y en su fuero interno había rogado que se produjera. Soltó la pistola ametralladora y bloqueó con celeridad el golpe; en el mismo movimiento aferró la muñeca con ambas manos y la retorció brutalmente, hasta que el otro soltó la navaja y gimió de dolor. Villiers le retorció el brazo hasta que sintió un crujido. Stavrou seguía gritando cuando lo arrastró al balcón y lo arrojó de cabeza al vacío.
En ese preciso instante Donner y Montero salieron por la puerta trasera de la cantina de oficiales. El cuerpo de Stavrou cayó sobre el pavimento y, cuando Donner alzó la vista hacia el balcón, vio que Villiers se asomaba por encima de la baranda, con el sargento Albray a su espalda. El sargento alzó la pistola para disparar, pero Donner se escudó detrás del cuerpo de Montero.
Villiers golpeó el brazo del sargento para desviar el tiro.
—Este es mío —dijo, y bajó la escalera de caracol a la carrera.
Donner y Montero treparon por la quebrada detrás de la base, llegaron a la cumbre y cruzaron la meseta hacia el acantilado. El ruso llevaba al argentino a empujones.
—Le dije que no tendría por dónde escapar —dijo Montero.
—Usted y yo nos iremos en el avión, comodoro.
Llegaron al borde del acantilado. Vieron el Chieftain en medio de la niebla, un objeto extraño en el desolado lugar. El único problema era que las enormes olas ya barrían la playa. La mitad de la zona sobre la cual se había deslizado el Chieftain estaba anegada, y el agua ya lamía el resto.
—Se acabó —dijo Montero—. Mire.
—¡Muévase!
Donner lo empujó hacia la quebrada y los dos se deslizaron a la playa entre un estrépito de piedras y tierra suelta. Al llegar a la playa los golpeó fuerte el viento que soplaba del mar.
Montero cayó de espaldas, con las manos todavía atadas. Donner lo puso de pie de un tirón y, al oír un nuevo desprendimiento de piedras, disparó ciegamente hacia la niebla. Luego tomó a Montero del cuello y corrió con él hacia el avión.
Cuando llegaron al Chieftain aplastó a Montero contra el costado del avión, le apoyó el cañón del revólver bajo el mentón, tomó una navaja de su bolsillo y cortó las ataduras del argentino.
—Suba. Nos iremos de aquí antes de que suba la marea.
Montero permaneció impasible, pero algo en su mirada hizo que Donner girara bruscamente. Tony Villiers se acercaba a la carrera con la Walther en la mano derecha.
—¡Suéltelo, Donner! —gritó y se detuvo junto a un promontorio.
Donner se volvió hacia Montero y suspiró.
—No hay nada que hacer. Este es uno de esos días en que nada sale bien.
—No intente nada. Lo matará —dijo Montero.
—Quizá tenga razón —dijo Donner—, pero ya estoy cansado de correr, amigo.
Giró rápidamente, alzando el revólver. Villiers disparó tres veces, con gran rapidez. La primera bala le dio en el hombro derecho y lo hizo girar. Las otras dos le destrozaron la columna y lo arrojaron contra el avión. El cuerpo se deslizó hasta tocar la arena. Una ola lo barrió y lamió las ruedas del avión. Montero lo miró y musitó casi para sí:
—Sólo es cuestión de organizar las cosas bien.
—¿Qué dice? —preguntó Villiers al acercarse.
—No tiene importancia. ¿Cómo está Gabrielle?
—Muy bien, nos espera en la Maison Blanche. Tuvimos suerte. La chica de Donner nos soltó, y después fuimos improvisando sobre la marcha.
—¿Quién pilotó el avión?
—Leclerc, el capitán francés.
Oyeron un zumbido en la distancia y Montero señaló tres helicópteros que se acercaban bajo las nubes, en diagonal.
—¿Quiénes son?
—Si no me equivoco, son los franceses; siempre llegan cuando la función acaba de terminar. Supongo que serán paracaidistas. ¿Podrá sacar este aparato de aquí?
Montero echó una mirada a su alrededor.
—No tenemos pista, el agua ya ha ablandado la arena. ¿Por qué?
—Creo que sería una buena idea que usted se fuera de aquí lo antes posible y, dadas las circunstancias, estoy dispuesto a correr el riesgo de irme con usted. Esto va a provocar un tremendo escándalo, y no quiero verme envuelto. No les debo nada a los franceses. Fueron ellos quienes les vendieron los Exocets que hundieron el Sheffield, el Coventry y el Atlantic Conveyor.
—También les vendieron algunos a ustedes.
—Muy cierto. Lo cual demuestra que... bueno, no sé qué, pero algo demuestra. ¿Vamos o no? Sólo se muere una vez.
—En marcha —dijo Montero.
Se sentó frente al tablero de mando, Villiers tomó asiento a su lado y cerró la puerta. Los motores despertaron con un rugido que apagó el viento de fuera.
—¿Qué le parece? —gritó Villiers.
Montero no respondió. Había en sus labios una sonrisa extraña y rígida. Se dirigió contra el viento y aceleró el avión al máximo. El Chieftain se estremeció y de un salto avanzó hacia el tramo de playa más largo.
Cruzaron un canal y luego otro y otro más, levantando grandes chorros de espuma a ambos lados. Montero presionaba con toda su fuerza el timón con el pie para mantener el rumbo. Súbitamente el aparato se alzó, con un ala levemente inclinada, y las ruedas rozaron las crestas de las primeras olas. El avión aceleró y el ruido del motor se volvió un rugido grave.
Después de un par de horas Gabrielle ya no pudo soportar la espera en la casa, y se dirigió al aeródromo con Wanda. Llovía copiosamente, de modo que se refugiaron en un hangar.
—¿Qué harás de ahora en adelante? —preguntó Gabrielle.
—No tengo la menor idea. —Dijo Wanda, encogiéndose de hombros—. Félix me recogió de la calle. Fue como un sueño, de la cloaca al lujo. Creo que llegó la hora de despertar. —Meneó la cabeza—: Era un hijo de puta, sabes. Le tenía tanto miedo...
—¿Por qué te quedaste con él?
—Porque la idea de volver a la calle me atemorizaba aun más.
—¿Y ahora?
—No lo sé. Me parece que no tengo alternativa.
—He estado pensando —dijo Gabrielle—. Tengo buenos amigos en el periodismo, y me parece que eres sumamente fotogénica. Tal vez podamos hacer algo.
—¿Quieres decir que podría aparecer en la página central de Vogue? —sonrió con ironía Wanda—. Eso sí sería interesante.
Oyeron un rugir de motores a distancia y el Chieftain apareció hacia el oeste, contra el viento, con el tren de aterrizaje listo.
—Ahora que lo pienso —dijo Wanda—, ¿qué pasará si no son ellos? Quizá sea Félix quien pilote el avión.
Gabrielle la miró con asombro.
—¿Crees que un hombre como él puede con Tony Villiers? —Lanzó una carcajada—. Realmente tienes mucho que aprender, Wanda.
Se encaminó hacia el avión que se dirigía hacia ellas.
El Chieftain se detuvo, pero Montero no apagó el motor sino que permaneció con la vista fija en el parabrisas.
—Baje rápido, por favor. Quiero irme.
—¿No se queda?
—No hay motivo para que me quede.
—Creo que ahí tiene uno más que suficiente.
Montero abrió la ventanilla y la miró. Gabrielle reía, aliviada, y agitaba la mano. Se volvió hacia Villiers.
—Por favor, Tony. Baje.
Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, y Villiers notó un dejo de angustia en su voz.
—Voy con usted —dijo—. ¿Adonde?
—De vuelta al punto de partida. Brie-Comte-Robert.
—¿Y de ahí?
—Hay un Air France a Buenos Aires esta noche.
El Chieftain giró e inició el despegue. Gabrielle ya no sonreía: su boca se abrió en un grito, ahogado por el ruido de los motores, y enseguida quedó detrás de ellos, en la pista.
No había demasiada gente esa mañana en el aeropuerto Charles de Gaulle. Tony Villiers esperaba junto a un puesto de libros cerca de la salida internacional de pasajeros, mientras Montero registraba su equipaje en el mostrador de Air France. El argentino se volvió y se detuvo a encender un cigarrillo, extrañamente elegante con su vieja chaqueta de aviador y jeans.
«Es increíble —pensó Villiers—, pero ese tipo me gusta.»
—¿Todo bien? —preguntó, cuando Montero se le acercó.
—Trasbordo en Río. Problemas con la zona de exclusión. Evidentemente, los franceses no quieren correr riesgos. Con el trasbordo, estaré en Buenos Aires dentro de diecisiete o dieciocho horas.
—Y de ahí al escuadrón de Skyhawks en Río Gallegos.
—¿Y tú qué crees?
—Creo que lo harás, como buen idiota. La guerra está perdida, Raúl. Se acabó. Ya has leído los diarios vespertinos. Para esos comandos será un paseo llegar hasta Stanley. Todos decían que era imposible, pero lo harán. Lo único que se interpone entre el ejército británico y la victoria final, son esos hombres atrincherados en Stanley y lo que queda de la Fuerza Aérea.
—Precisamente. Mientras yo estoy jugando aquí en Europa, mis muchachos son derribados como moscas en el Atlántico Sur.
—Y tú quieres caer con ellos. —Villiers descubrió con sorpresa que estaba realmente irritado con él—. Por el honor.
—Algo de eso.
—¿Y Gabrielle? Te ama, lo sabes; te lo dice un experto en todo lo que concierne a Gabrielle. Un experto fracasado, sí, pero que no puede equivocarse. Nunca me miró como te mira ti.
—No podría seguir con Gabrielle después de todo lo que pasó —dijo Montero.
—¿Cómo es posible que no comprendas su situación? Ferguson la tenía atrapada. ¡No tenía alternativa!
Montero rió.
—Comprendo perfectamente, pero debo pensar en su hermano. —Se estremeció—. Siempre se interpondría entre nosotros, Tony, ¿no lo comprendes?
Los altavoces anunciaron la orden de embarque. Montero soltó el cigarrillo, lo aplastó con el pie y sonrió.
—Creo que llegó la hora.
Se estrecharon las manos.
—Suerte —dijo Villiers—. Te hará falta.
—Lo único que importa es que sea rápido, ¿verdad? —Montero fue a la salida y se volvió—: Cuídala, Tony.
Villiers fue al bar y pidió un café con coñac. Se sentía inquieto y molesto. Qué hombre. Era su enemigo, como él mismo había dicho una y otra vez, y sin embargo, qué pérdida. Bebió otra copa d.e coñac, luego fue al teléfono internacional y marcó el número de Cavendish Place.
—Está en el Charles de Gaulle, ¿verdad? —dijo Ferguson—. ¿Se despidió de Raúl Montero?
—¿Cómo diablos lo supo?
—Pierre Guyon y la sección cinco del SDECE han estado vigilándolos desde que aterrizaron en Brie—Comte—Robert, Tony.
—Entonces, ¿por qué no lo detuvieron?
—Porque quieren que vuelva a la Argentina. Los f rance—
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ses quieren reserva total sobre este asunto. Nada de esto ocurrió, ¿entendido?
—Por supuesto, señor —dijo Villiers—. Sólo fue una pesadilla mía. Suelo tenerlas.
—Me imagino que él vuelve para jugar al héroe.
—Digamos que sí.
—Bueno, no es asunto nuestro. Hay un asunto importante que quiero encomendarle, Tony. Se refiere a Gabrielle. Estará de vuelta en París esta noche.
—Ordene, señor.
—Sucede que en medio de todo el asunto, empezó a desmoralizarse. Quería desertar, ¿recuerda?
—¿Y bien? —preguntó Villiers.
Sentía un nudo creciente en el estómago.
—En ese momento fue necesario tomar alguna medida drástica para hacerla reaccionar. Por eso le dije que Richard había desaparecido en acción y lo creían muerto.
—¿Quiere decir que no es verdad?
—De acuerdo con los últimos informes se encuentra perfectamente bien —dijo Ferguson—. Sigue allí, desde luego.
—¡Maldito hijo de puta! —masculló Villiers y cortó con violencia.
Corrió hacia la puerta de salidas internacionales, pero se detuvo. Era tarde para alcanzar a Montero. Demasiado tarde. Se volvió y se encaminó a la salida con paso cansino. Se preguntó cómo diablos le daría la noticia a Gabrielle.