CAPITULO 11

La mañana era lluviosa. Gabrielle cabalgó hasta los árboles y allí se detuvo siguiendo las instrucciones de Villiers. No había otro ruido que el susurro de la lluvia entre los árboles. Todo tenía un aire irreal y nuevamente tuvo esa extraña sensación onírica, de ser espectadora de sus propios actos.

En ese momento, a lo lejos, un hombre con chandal negro apareció entre los árboles junto al lago y empezó a ascender la cuesta a la carrera. Raúl. Lo reconoció de inmediato, lo observó unos instantes, tal como le habían dicho, y luego espoleó el caballo.

Oyó un ruido a su derecha y dos hombres aparecieron entre los árboles. Uno de ellos tenía barba y vestía un impermeable. El otro era más joven, vestía jeans, camisa de algodón con remiendos y tenía el cabello rubio y muy largo. En el instante en que los vio, supo que eran peligrosos.

El barbudo corrió hacia ella y alzó los brazos para asustar al caballo. Cuando éste se encabritó, tomó las riendas mientras el otro la agarraba del brazo derecho para bajarla de la montura. Ella lanzó un grito de pavor al caer.

El barbudo le aferró los brazos por detrás y el muchacho rubio le palpó los pechos bajo el suéter. Él caballo se había alejado.

—Llevémosla bajo los árboles —masculló el barbudo.

Gabrielle volvió a gritar, no tanto por temor sino por ira contra todos los hombres que alguna vez hubieran tratado de ponerle una mano encima.

Al oír el primer grito, Montero se detuvo y alzó la vista, justamente cuando ella caía de la montura. No la reconoció, sólo vio a una mujer en dificultades y corrió a toda velocidad por la cuesta; sus zapatillas pisaban el césped mojado sin el menor ruido.

Gabrielle estaba tendida en el suelo; el barbudo la estiraba de un brazo mientras el otro miraba. Montero cayó sobre ellos como una tromba y lanzó un terrible golpe al riñón del más joven. El muchacho chilló y cayó de rodillas. El barbudo levantó la cabeza y Montero le dio un puntapié.

La zapatilla blanda no le hizo daño; el barbudo rodó y se puso de pie de un salto, sacando una navaja del bolsillo.

En ese momento, Gabrielle logró ponerse de pie y Montero la vio. Se detuvo, estupefacto, e instintivamente le tendió la mano.

Ella gritó asustada ante la arremetida del barbudo. Montero la apartó de un violento empujón y, con un ágil movimiento de cintura, eludió la embestida.

Raúl Montero jamás había sentido semejante ansia de matar. Aguardó la carga del otro, sólidamente plantado sobre sus pies. El hombre arremetió nuevamente con su navaja. Montero le aferró la muñeca y, manteniendo el brazo tenso como una barra de acero, se lo retorció hacia arriba y atrás. El barbudo gritó y Montero lo derribó de un golpe terrible en el cuello con el canto de la mano. El muchacho rubio vomitaba. Gabrielle se apoyó contra un árbol, el rostro pálido y manchado de barro.

—¡Gabrielle, Dios mío! —gritó Montero sin poder contenerse.

Luego rió y la tomó de los brazos.

—No te gusta hacer las cosas a medias, ¿verdad? —dijo ella, temblorosa.

—No veo para qué. Estas cosas hay que hacerlas bien o no hacerlas. Traeré tu caballo.

Lo halló pastando en una mata cercana.

—¿Quieres montar?

—Me parece mejor que no.

El barbudo gimió y trató de incorporarse. El muchacho estaba apoyado contra un árbol.

—¿Qué quieres que haga con estas bestias? ¿Llamo a la policía?

—No, déjalos. Ya tienen suficiente castigo.

Caminaron juntos hacia la verja.

—Es asombroso, realmente asombroso. Llegué ayer. No tenía tu dirección en París. Llamé al apartamento en Londres, pero no contestaba nadie.

—Lógico. Estaba aquí. —Había llegado el momento de empezar con el libreto—. ¿Qué pasa, Raúl? Tu país está en guerra. ¿Por qué estás aquí y no en Buenos Aires?

—Es largo de explicar. Vivo cerca de aquí, en la Avenue de Neuilly. ¿Y tú?

—Mi apartamento está en la Avenue Victor-Hugo.

—Bastante cerca. —Sonrió—. ¿Vamos a mi apartamento o al tuyo?

La felicidad de Gabrielle era tal que por un instante olvidó el libreto.

—Raúl, estoy tan feliz de verte.

Alzó el rostro para besarlo. El la estrechó por un instante.

—Creo que esto debe de ser lo que los ingleses llaman serendipity. Felicidad plena, total, pero absolutamente inesperada.

—Sí, creo que así lo llaman.

El rostro de Montero dejó ver esa expresión inimitable que ella conocía tan bien.

—Creo que lo que necesitas en este momento es un buen baño caliente.

Ella sonrió.

—Mi coche está junto al establo.

—Vamos, pues.

Ascendieron la cuesta. Él le rodeaba la cintura con el brazo. El caballo los seguía detrás.

Cuando desaparecieron, Tony Villiers y Harvey Jackson salieron de entre los árboles y se acercaron a los asaltantes. El barbudo, de pie, se aferraba el brazo, el rostro retorcido de dolor. El muchacho seguía vomitando.

—Les dije que la asustaran, nada más —dijo Villiers—. Lo tienen bien merecido por excederse.

Jackson sacó varios billetes y los metió en el bolsillo de la camisa del barbudo.

—Cinco mil francos.

—Quiero más —gimió el barbudo—. Ese tipo me ha roto el brazo.

—Tú te lo buscaste —dijo Jackson en mal francés.

Villiers estaba furioso, su mirada sombría continuaba viendo la expresión aterrorizada de Gabrielle. Parte de su furia estaba dirigida contra sí mismo, por haberla puesto en peligro.

—Si no tienes bastante, podemos romperte el otro —susurró con malicia.

El barbudo alzó su brazo sano para defenderse.

—¡No, no, ya es bastante!

Con su mano sana tomó al muchacho del hombro y se alejaron tambaleándose.

—Malditos aficionados —dijo Jackson—. Deberíamos haberlo previsto.

Villiers ya se alejaba por la cuesta con la cabeza gacha, caminando muy rápido.

El apartamento de la Avenue Victor-Hugo era espacioso y ventilado, con techos altos y ventanales. Los muebles eran sencillos pero de excelente gusto y las cortinas, de color verde pálido, un descanso para la vista. Un par de cuadros impresionistas daban una nota de color en is paredes blancas.

Montero estaba sentado en el extremo de una enorme bañera de mármol verde, empotrada en el suelo. Gabrielle volvió de la cocina, desnuda, con dos tazas de loza en una bandeja. Le dio una y entró en la bañera por el otro extremo.

—Por nosotros —dijo él, brindando con el té.

—Por nosotros.

Por un instante, ella olvidó su horrible situación para saborear ese maravilloso momento con él.

El se introdujo en el agua tibia y sorbió el té.

—Creo que alguna vez ya hicimos esto.

Ella frunció las cejas y con la punta del dedo rozó una larga cicatriz, no del todo cerrada, bajo su hombro derecho.

—¿Qué pasó?

—Una esquirla de cañón. Tuve suerte.

Ella debió fingir ignorancia nuevamente.

—¿Has estado pilotando un avión? ¿En las Falklands?

—Malvinas —sonrió él con picardía—. Recuerda que ése es el nombre. Sí, pilotaba un bombardero Skyhawk llamado Gabrielle. Aparece en los noticiarios televisivos varias veces al día.

—¿Estás bromeando?

—No, es cierto. Tu nombre está pintado en el morro de mi avión, bajo la carlinga. Has estado varias veces en el estrecho San Carlos, mi amor.

Bruscamente, recordó el incidente en Harrods, la voz del locutor, los aviones que bajaban sobre San Carlos, el misil destruyendo el Skyhawk y los aplausos de los espectadores.

—Sí —dijo él con una sonrisa irónica—. Quién hubiera dicho que a mi edad sería una estrella de la televisión.

Ella sintió un destello de indignación.

—A tu edad, salir a combatir en un jet. Es lo más ridículo que he oído en mi vida. —Le acarició la mejilla—. ¿Lo pasaste muy mal, Raúl?

—He estado en el infierno varias veces —dijo—. He visto cómo los muchachos caían destrozados a mi alrededor. ¿Y todo para qué? —Sus ojos enrojecidos miraban al vacío—. Cuando me fui de Río Gallegos, ya habíamos perdido a la mitad de nuestros pilotos. Y todo en vano, Gabrielle. Todo en vano. Es inútil.

Ella sintió instintivamente su dolor.

—Cuéntame, Raúl. Quiero saberlo. No te contengas.

Estrechó sus manos con fuerza y se miraron.

—¿Recuerdas a mi pariente, el torero?

—Sí.

—Antes de salir al ruedo solía arrodillarse ante la Virgen para rezar. «Sálvame de los cuernos de esas bestias», decía. Yo he enfrentado esos cuernos varias veces en las últimas semanas.

—¿Por qué, Raúl? ¿Por qué?

—Porque soy así. Vuelo. Es parte de mí, y allá no había alternativa. No podía quedarme sentado a un escritorio mientras los muchachos salían a combatir. ¿Sabes cómo llamamos al estrecho de las Malvinas? El Valle de la Muerte.

Tenía la mirada fija y la piel tensa sobre los pómulos.

—Alguna vez me explicaron que en la plaza de toros hay una puerta roja, por allí salen los toros. La llaman la Puerta del Miedo. Por esa puerta sale la muerte, Gabrielle, bajo la forma de una bestia negra que debe matar. Cuando volaba a San Carlos lo único que mantenía esa puerta cerrada eras tú. Una vez, en uno de los peores momentos, cuando el avión dejó de responder a los mandos, estuve a punto de saltar. En ese momento, sentí el aroma de tu perfume. Aunque te parezca una locura, estabas allí, conmigo.

—¿Qué pasó?

—Aquí estoy, ¿no? —Sonrió—. Debería tener una foto tuya en la carlinga, con la leyenda «Soy Gabrielle, vuela conmigo». Si me das una, la llevaré conmigo.

Ella lo miró, estupefacta.

—¿Quiere esto decir que volverás allá?

Se encogió de hombros y respondió con evasivas.

—Permaneceré aquí un par de días más. No sé qué me espera a mi regreso.

—¿Qué haces aquí?

—Asuntos de mi gobierno. —Lo cual, en cierta forma, era verdad—. El embargo que impusieron los franceses a la venta de armas nos causa problemas. Pero no hablemos de ellos. ¿Qué haces tú?

—Escribo una serie de notas para París Match.

—Y tu amoroso padre te mantiene.

—Por supuesto.

—Un Degas en una pared, un Monet en la otra.

Gabrielle se arrodilló y lo besó en la boca con suavidad.

—Había olvidado lo espléndido que eras.

—Otra vez usas esa palabra —dijo él, burlón—. ¿No se te ocurre otra?

—En este momento, no, pero si me llevas a la cama lo intentaré.

Más tarde, en la penumbra del dormitorio con las cortinas cerradas, ella se apoyó en un codo para mirarlo dormir. Repentinamente, la piel del rostro de él se crispó dolorida. Gimió, le brotó sudor de la frente, comenzó a bambolear la cabeza.

Ella le apartó el pelo de la frente y lo besó suavemente, como si fuera un niño.

—Todo está bien. Estoy aquí.

El sonrió débilmente.

—Otra vez lo mismo. Me sucede con frecuencia últimamente. Recuerdas el sueño que te conté en tu apartamento en Londres.

—Un águila que se abate sobre ti.

—Así es. Como una tromba.

—Bueno, recuerda lo que te dije que debes hacer. Baja los alerones. El águila se estrellará.

El la estrechó contra su cuerpo y la besó en el cuello.

—Dios, qué bien hueles. Eres tan cálida, tan femenina. —Se interrumpió—. ¿Puedo decírtelo sin parecer machista? Nunca sé cómo conducirme con vosotras, las feministas.

—Yo te explicaré cómo conducirte, con todo detalle. —Sonrió con picardía, y le rozó el brazo con un dedo—. ¡Soy Gabrielle, vuela conmigo!

Cuando despertó, él se había ido. Sintió una horrible sensación de pánico. Se sentó y miró el reloj junto a la cama. Eran las cuatro. Entonces lo vio. Vestía el chandal negro y tenía un diario en la mano.

—Lo encontré en tu buzón.

Montero se sentó al borde de la cama y comenzó a leer la primera página.

—¿Algo de interés? —preguntó ella.

—Sí. Las fuerzas británicas iniciaron el avance desde San Carlos. Los Skyhawks atacaron a las tropas de tierra, pero cayeron dos. —Dejó el diario a un lado y se cubrió el rostro con las manos—. Demos un paseo.

—En cinco minutos estaré lista.

La esperó en la sala, fumando, y cuando ella apareció, vestía los mismos jeans y el impermeable de Londres.

Bajaron y partieron en el coche de ella al Bois de Boulogne. Allá pasearon, tomados de la mano, hablando poco.

—Pareces más tranquilo y relajado.

—Me sucede cuando estoy contigo. —Se sentaron en un par de sillas plegables que habían quedado abandonadas bajo la lluvia—. A algunos les gusta la droga, a otros el alcohol, pero mi vicio es Gabrielle. Es mucho más fuerte.

Ella se inclinó para besarlo.

—Eres bueno, Raúl. Nunca conocí a un hombre tan bueno como tú.

—Eso te lo debo a ti. Soy mejor gracias a ti.

Volvieron al parking, abrazados.

—¿Qué sucederá con nosotros?

—¿Quieres saber cuáles son mis intenciones? Las mejores. Me casaré contigo en el momento apropiado, aunque sólo sea para quedarme con el Monet y el Degas.

—Me refiero al futuro inmediato.

—Un par de días juntos, si tenemos suerte. Luego volveré a la Argentina.

Ella hizo un esfuerzo para parecer alegre.

—Eso quiere decir que tenemos esta noche. ¡Vamos a algún lugar a cenar y bailar y estar solos!

—¿Qué sugieres?

—Un lugar en Montmartre que se llama Paco's. Brasileño. La música es excelente.

—De acuerdo. Pasaré a buscarte a las ocho.

—Muy bien.

Al abrir la portezuela del coche, Gabrielle vio a Villers junto al quiosco de revistas, al otro lado del parking. Sintió un destello de furia.

—Te llevaré a tu apartamento.

Así lo hizo.

Frente al apartamento de Montero, uno de los agentes de Nikolai Belov leía un diario sentado en un banco. Cuando Montero entró en el edificio, anotó el número de la matrícula del coche de ella y se fue.

Gabrielle se paseaba por la sala de su apartamento, a la espera de la inevitable llamada. Cuando ésta se produjo, fue rápidamente a la puerta y la abrió para dar paso a Villiers. Volvió a la sala, furiosa y se giró para enfrentarse con él.

—¿Y bien? —dijo él—. ¿Tienes algo que informar?

—El gobierno argentino lo ha enviado aquí por un problema relacionado con el embargo de armas.

—Excelente. ¿Algo más?

—Sí. No quiero que estés pisándome los talones constantemente. Hablo en serio. Ya tengo bastantes problemas sin eso.

—Quieres decir que te inquieto.

—Puedes pensar lo que te plazca. No te necesito esta noche. Cenaremos en Montmartre.

—Y luego volveréis aquí.

Ella fue hasta la puerta y la abrió.

—Adiós, Tony.

—No te preocupes —dijo él—. Harvey y yo tenemos otras cosas que hacer esta noche. ¡Hasta luego!

Salió. Gabrielle fue al baño para darse la segunda ducha del día. Se prometió que pasaría una buena noche. No importaba lo que sucediera después; esa noche no se la robarían.

Donner estaba en la ducha cuando Wanda le alcanzó el teléfono.

—Belov quiere hablarte —musitó.

Donner se secó las manos y tomó el auricular.

—¿En qué puedo servirte, Nikolai? —Escuchó unos instantes, con el rostro impasible—. Muy interesante, en verdad. Sí, mantenme al corriente. Si salen esta noche, infórmame.

Le devolvió el teléfono.

—¿Hay algún problema? —preguntó ella.

—Parece que nuestro héroe de guerra se consiguió una amiguita. Según Belov, es una joven de belleza espectacular, que vive en la Avenue Victor- Hugo.

—Eso significa que tiene dinero.

—Es una deducción lógica. Se llama Gabrielle Legrand. Belov me tendrá al corriente. Si es tan hermosa como dice, valdrá la pena verla.

—Claro —asintió ella con amargura y dejó el teléfono sobre la mesa junto a la puerta—. ¿Algo más?

—Sí —dijo él—. Ven a lavarme la espalda.

Wanda se desnudó lentamente. Pensaba con temor en esa muchacha a quien no conocía. Su extraña intuición le dijo que le traería problemas.

Montero había llevado un solo traje formal a París, y se lo puso esa noche. Era un mohair azul oscuro. Eligió además una camisa blanca y corbata negra.

—Estás sumamente elegante —dijo ella, cuando se acomodaron en el taxi.

—Una pálida imagen a tu lado.

Ella se había puesto el mismo vestido plateado de la noche en que se conocieron en la Embajada Argentina en Londres. Su cabellera dorada volvía a lucir el peinado sauvage.

—La última vez que salimos juntos me llevaste a conocer el romántico terraplén del Támesis. ¿Qué has preparado para esta noche?

Gabrielle sonrió y le tomó la mano.

—No es gran cosa. Sólo yo.

Cuando Belov lo llamó por segunda vez, Donner miraba el último boletín informativo sobre las Falklands en la televisión.

—Han salido a divertirse —dijo el ruso—. Un restaurante brasileño en Montmartre. Se llama Paco's.

—Interesante —dijo Donner—. ¿La comida es buena?

—Más o menos, pero la música es excelente. La joven es hija de un empresario industrial sumamente adinerado, de nombre Maurice Legrand.

—¿Cuál es su ramo?

—Actividades múltiples. Casa matriz en Marsella. Si llegara a fundirse, quebraría el Banco de Francia.

—Más interesante aún —dijo Donner—. Bueno, yo me ocuparé. —Cortó la comunicación y se volvió a Wanda, que leía una revista junto a la chimenea—. Ponte lo mejor que tengas. Saldremos a bailar.

Después de hablar con Donner, Belov permaneció sentado durante un buen rato junto al teléfono, con las cejas fruncidas. Irana Vronsky apareció con una cafetera y tazas.

—¿Algún problema?

—No lo sé. Esta joven Legrand. Hay algo raro.

—¿Qué cosa? —preguntó, y sirvió el café.

—No lo sé —dijo con fastidio—. Ese es el problema.

—Si quieres tranquilizarte, ya sabes qué hacer —dijo ella entregándole la taza de café—. Pide que la verifiquen.

—Muy buena idea. Ocúpate de eso mañana a primera hora. —Sorbió el café e hizo una mueca—. Montero tiene razón. El café es horrible. ¿Puedes traerme una taza de té?