CAPITULO 2
Al brigadier Charles Ferguson le gustaba trabajar, cuando podía, en su apartamento de Cavendish Square. Era su mayor placer. La chimenea Adam era auténtica, como lo era el fuego que ardía en ella. El resto del mobiliario era estilo georgiano. Todo hacía juego, incluso las cortinas. Eran las diez de la misma mañana en que Villiers había realizado su hazaña en el Palacio, y él se encontraba sentado al lado del fuego, leyendo el Financial Times, cuando la puerta se abrió y entró Kim, su criado, un cabo retirado de los gurkhas.
—Mademoiselle Legrand, señor.
Ferguson se quitó las gafas para leer, las dejó junto al diario y se puso de pie.
—Dile que pase, Kim, y trae té para tres, por favor.
Kim salió y a continuación entró Gabrielle Legrand.
Como siempre, pensó Ferguson, lucía excepcionalmente hermosa. Gabrielle era la mujer más bella que había conocido en su vida. Ese día parecía una amazona. Llevaba botas, unos gastados pantalones de montar, camisa blanca y una vieja chaqueta de tweed verde. El cabello rubio estaba sostenido por una cinta roja y recogido atrás en un moño. Todo su porte era de aspecto grave y sus grandes ojos verdes miraban inexpresivos, mientras se golpeaba la rodilla con la fusta que llevaba en la mano izquierda. «Con esas botas, su estatura debe de superar el metro setenta», pensó Ferguson. Avanzó hacia ella con una amplia sonrisa, tendiéndole ambas manos.
—Mi bella Gabrielle. —La besó en la mejilla—. Me han dicho que ya no eres la señora de Villiers.
—No —dijo ella en tono inexpresivo—. He vuelto a ser yo misma.
Tenía una voz de aristócrata inglesa, pero con un matiz especial y único. Dejó la fusta sobre la mesa, fue a la ventana y miró hacia la plaza.
—¿Has visto a Tony últimamente?
—Creía que tú lo habías visto —dijo Ferguson—. Se encuentra en la ciudad. De licencia, creo. ¿No ha ido a su apartamento?
—No —dijo ella—. No lo hará mientras yo esté allí.
Permaneció junto a la ventana. Ferguson le preguntó, con suavidad:
—¿Qué es lo que fue mal entre vosotros dos, querida?
—Todo —dijo ella—, y nada. Durante un largo y cálido verano, creímos estar enamorados. Yo era hermosa y él un ejemplar nunca visto en uniforme.
—¿Y qué pasó?
—No funcionó... nunca lo logramos. Algo no funcionó entre los dos. —Su voz era tranquila e inexpresiva, pero Ferguson percibió su tristeza—. Quería a Tony, todavía le quiero, pero me enojaba con él por cualquier cosa, sin motivos. —Se encogió de hombros—. Había demasiados huecos y nunca pudimos llenarlos.
—Lo lamento —dijo Ferguson.
Se abrió la puerta y Kim entró con una bandeja de plata. La dejó junto al fuego.
—Aquí está el té —dijo Ferguson—. Kim, llama al capitán Fox.
El gurkha salió y Gabrielle se sentó junto al fuego. Ferguson se situó frente a ella y le sirvió té en una taza de porcelana.
Ella bebió un sorbo y sonrió.
—Excelente —dijo—. Mi parte inglesa ama estas cosas.
—El café es dañino —dijo él.
Le ofreció un cigarillo, pero ella lo rechazó con un gesto.
—Gracias, prefiero ir al grano. Tengo una cita para el almuerzo. ¿Para qué me necesita?
En ese momento se abrió la puerta y entró Harry Fox. Vestía corbata militar y traje de franela gris, y traía una carpeta que dejó sobre el escritorio.
—Gabrielle, me alegro de verte.
Su voz sonó cálida. Se inclinó para darle un beso en la mejilla.
—Harry —dijo ella, dándole un golpecito en la mejilla—. ¿Qué estará tramando tu jefe?
Fox tomó la taza de té que le ofrecía Ferguson y lo miró. Ferguson hizo un movimiento de cabeza y el joven capitán, de pie junto a la chimenea, decidió internarse en el tema.
—¿Has oído hablar de las islas Falkland, Gabrielle?
—Atlántico Sur —dijo ella—. A unos quinientos cincuenta kilómetros de la costa argentina. El gobierno argentino las reclama desde hace años.
—Exactamente. El territorio pertenece a la Corona Británica, pero está a trece mil kilómetros de aquí y resulta difícil defenderlo.
—Para más datos —añadió Ferguson—, tenemos allí en este momento sesenta y ocho hombres de los Royal Marines respaldados por la fuerza de seguridad local y una nave de la Royal Navy. Es el rompehielos HMS Endurance, armado con dos cañones de 20 mm y un par de helicópteros Wasp. Nuestros amos en el Parlamento han dicho claramente, en público, que piensan reducirlo a chatarra para ahorrar dinero.
—Y a escasos seiscientos kilómetros de distancia hay una fuerza aérea extraordinariamente bien equipada, un gran ejército y una marina importante —dijo Fox.
Gabrielle se encogió de hombros.
—¿Y qué? ¿Acaso consideran que el gobierno argentino está dispuesto a invadir las islas?
—Eso es precisamente lo que creemos —dijo Ferguson—. Existen fuertes indicios de ello desde enero y la CÍA está casi segura. Tiene su lógica. El país está gobernado por una junta militar. El presidente, y a la vez comandante en jefe del Ejército, es el general Galtieri, quien se ha comprometido a mejorar la situación económica. Desgraciadamente, el país está al borde de la quiebra.
—La invasión de las Falklands les vendría muy bien —intervino Fox—. Serviría para desviar la atención de la gente.
—Como los romanos —dijo Ferguson—. Pan y circo, para mantener contenta a la turba. ¿Más té?
Volvió a llenar la taza de Gabrielle, quien dijo:
—No comprendo qué tengo que ver yo con esto.
—Es muy sencillo.
Ferguson le hizo una señal a Fox, quien abrió la carpeta, tomó una vistosa tarjeta de invitación y se la entregó. Decía en inglés y español que Su Excelencia el embajador argentino ante la Corte de Saint James, Carlos Ortiz de Rosas, invitaba a Mademoiselle Gabrielle Simone Legrand a un cóctel y cena fría a las 19:30, en la Embajada Argentina, Wilton Crescent.
—Cerca de Belgrave Square —dijo Fox amablemente.
—¿Esta noche? —dijo ella—. No puedo. Tengo entradas para el teatro.
—Esto es importante, Gabrielle.
Ante otro gesto de Ferguson, Fox abrió la carpeta, sacó una foto en blanco y negro y la colocó sobre la mesa frente a Gabrielle.
Ella la tomó. El retratado vestía uniforme de aviador militar, del tipo que usan los pilotos de jet. Llevaba un casco de aviador en la mano derecha y un pañuelo al cuello. No era joven, tenía por lo menos cuarenta años y, al igual que la mayoría de los pilotos, no era demasiado alto. Su cabello era oscuro y ondulado, levemente canoso en las sienes, su mirada era apacible y tenía una cicatriz que surcaba su mejilla derecha hasta el ojo.
—El comodoro Raúl Carlos Montero —dijo Fox—. En la actualidad es el agregado aeronáutico especial de la Embajada.
Gabrielle miró la foto. A pesar de que jamás había visto al hombre, tuvo la impresión de estar mirando a un viejo amigo.
—Háblenme de él.
—Cuarenta y cinco años de edad —dijo Fox—. Su madre es una destacada figura de la sociedad de Buenos Aires. Su padre murió hace un año. Sólo Dios sabe cuántas hectáreas de tierra posee la familia, además de todas las vacas del mundo. Son muy ricos.
—¿El es piloto?
—Sí, y un tipo obsesivo. Estudió idiomas en Harvard y luego ingresó en la Fuerza Aérea argentina. Se entrenó en la base de la Royal Air Force en Cranwell y luego con los sudafricanos y los israelíes.
—Algo que debemos tener en cuenta —dijo Ferguson, parándose ante la ventana— es que no estamos ante un típico fascista sudamericano. En 1967 pidió la baja. Durante la guerra civil nigeriana fue piloto de Dakotas para Biafra. Volaba de noche de Fernando Po a Port Harcourt. Muy arriesgado.
»Luego se juntó con un aristócrata sueco, el conde Cari Gustaf von Rosen. Biafra compró cinco Minicon, aviones de adiestramiento suecos. Les pusieron ametralladoras y todo lo demás. Montero fue uno de los idiotas que salió en ellos a combatir a los Mig rusos, pilotados por egipcios y alemanes orientales. Tiempo después se reincorporó a la Fuerza Aérea. —Fox le mostró otra foto—. Esta es en Port Harcourt, justo antes del fin de la guerra.
Montero vestía una vieja chaqueta de aviador, tenía el cabello revuelto, ojeras y el rostro fatigado. La cicatriz en la mejilla estaba inflamada y roja, como si la herida fuese reciente. Gabrielle sintió un fugaz impulso de reconfortar a ese hombre a quien ni siquiera conocía. Al dejar la foto sobre la mesa, su mano temblaba levemente.
—¿Qué se supone que debo hacer?
—El asistirá a la cena esta noche —dijo Ferguson—. Seamos francos, Gabrielle: por lo general, los hombres te encuentran irresistible y, si haces un pequeño esfuerzo...
La frase quedó flotando en el aire, inconclusa.
—Comprendo —dijo ella—. Se supone que debo seducirlo y llevármelo a la cama, con la esperanza de que diga algo importante sobre las Falklands. Todo sea por Inglaterra.
—Es una forma bastante grosera, aunque precisa, de decirlo.
—Y usted es un hijo de puta, Charles.
Se puso de pie y tomó su fusta.
—¿Lo harás? —preguntó él.
—Creo que sí. De todas maneras, ya he visto la obra a la que pensaba asistir y Raúl Montero parece muy interesante.
Cuando hubo partido, Fox se sirvió otra taza de té.
—Por supuesto —dijo Ferguson—. A nuestra Gabrielle le fascina el teatro de la vida. ¿Qué sabe usted de ella, Harry?
—Si no me equivoco, ella y Tony Villiers estuvieron casados durante cinco años.
—Exacto. Padre francés, madre inglesa. Se divorciaron cuando ella era muy joven. Estudió política y economía en la Sorbona y pasó un año en la universidad ae St. Hugh, en Oxford. Conoció a Villiers en la Fiesta de la Primavera en Cambridge y se casaron. Gran error, eso de asistir a una fiesta en una universidad de segunda categoría. ¿Cuántas veces trabajó para nosotros, Harry?
—Cinco. Una en la que yo tuve participación directa. Las otras cuatro fueron a través de usted.
—Así es —dijo Ferguson—. Es una lingüista brillante. No sirve para el trabajo sucio, sea físico o de cualquier otro tipo. Nuestra Gabrielle es una auténtica moralista. ¿Tiene parientes vivos?
—El padre vive en Marsella. Su madre y su padrastro inglés viven en la isla de Wight. Tiene un medio hermano, Richard, veintidós años, que es piloto de helicópteros en la Royal Navy.
Ferguson encendió un cigarro y se sentó al escritorio.
—Harry, usted y yo hemos conocido mujeres hermosas y de gran cultura, pero Gabrielle es especial. Y una mujer de su clase necesita un hombre especial.
—Me temo que no tenemos ninguno disponible, señor —dijo Fox.
—Como de costumbre, Harry. Como de costumbre. Ahora, veamos esos papeles del Foreign Office.
Ferguson se colocó las gafas de lectura.