CAPITULO 12
El restaurante Paco's era un lugar refinado y muy concurrido, con las mesas muy juntas y un quinteto sensacional. Consiguieron una mesa alejada, desde la cual se observaba todo. Ella pidió un whisky sour y él una soda Perrier con jugo de lima.
—¿Sigues siendo abstemio?
—Tengo que mantenerme en forma; conservar el control. Hombre de mediana edad, mujer joven. ¿Entiendes?
—Sigue tomando vitaminas entonces —respondió ella—. Estás muy bien. Por supuesto que a mí sólo me interesa tu dinero.
—No —dijo él—. Te equivocas. Con la inflación que tenemos en la Argentina, es a mí a quien le interesa tu dinero. Hasta los Montero sufrirán la crisis cuando termine la guerra.
La mención de la guerra la devolvió a la realidad, cosa que quería evitar.
—Bailemos —dijo ella, y de un salto se puso de pie.
El quinteto tocaba bossa nova. Montero la llevaba a la perfección. Era un bailarín excelente.
Cuando terminó la pieza, Gabrielle dijo:
—Eres muy bueno. Deberías ser un gigolo.
—Es lo que decía mi madre. Los caballeros no bailan bien. —Sonrió con picardía—. Siempre me ha gustado. De joven, recorría los boliches tangueros. El tango es la única forma de baile que le cuadra a un argentino. Refleja todo: la vida, el amor, la crisis... la muerte. ¿Y tú, bailas el tango?
—En raras ocasiones.
Se volvió hacia el director del quinteto y le dijo en portugués:
—Oye, por qué no tocas un tango. Uno que llegue al corazón, como Cambalache.
—Así que el señor es argentino —dijo el director—. Está usted muy lejos de su país en estos momentos, de modo que voy a dedicarle este tango a usted y a la dama.
Desapareció detrás del escenario y volvió con un instrumento parecido a una concertina, aunque algo más largo.
—Muy bien —dijo Montero, complacido—, escucharemos tango en serio. Eso, mi amor, se llama un bandoneón.
El director empezó a tocar, acompañado únicamente por el piano y el violín. La música le llegó a Gabrielle hasta lo más hondo, porque expresaba una infinita tristeza, un deseo de amor, una resignación ante todo lo que vale la pena en la vida y está en manos de otro.
Bailaron como una sola persona, de una manera que a ella le habría parecido imposible. Montero no la dominaba ni la llevaba. Era un bailarín exquisito. Y al sonreír expresaba su amor, como una ofrenda honesta, sin pedir nada a cambio.
Muchos de los espectadores los contemplaban fascinados; uno de ellos era Félix Donner, sentado en la barra con Wanda.
—Dios mío —dijo—, qué belleza. Jamás he visto nada igual.
Al ver su expresión y su mirada, Wanda sintió un pánico como jamás había experimentado antes.
—Cualquiera resulta atractiva con semejante vestido.
—A la mierda con el vestido —dijo Donner—. Ella resultaría atractiva con cualquier cosa... o sin nada.
La pieza terminó. Varias personas aplaudieron. Montero y Gabrielle permanecieron abrazados, ajenos al mundo que los rodeaba.
—Realmente me amas —musitó ella suavemente, con un dejo de asombro en la voz.
—No tengo alternativa —dijo él—. Me preguntaste por qué vuelo. Te dije que porque soy así. Pregúntame por qué te amo. Te daré la misma respuesta.
Gabrielle se sintió invadida por una increíble ola de certeza y serenidad. Lo tomó de la mano.
—Sentémonos.
Al volver a la mesa pidió una botella de Dom Perignon.
—El tango es una forma de vida en Buenos Aires. Te llevaré a San Telmo, el barrio antiguo. Los mejores boliches de tango del mundo. Iremos a El Viejo Almacén. Allí te enseñarán a bailar como la mejor, en una noche.
—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Cuándo sucederá?
Pero la expresión de él se había enturbiado súbitamente.
—¡Qué extraordinaria casualidad! —exclamó Donner—. Señor Montero, qué agradable sorpresa.
Gabrielle giró la cabeza y vio a una pareja de pie junto a la mesa. Montero se incorporó a regañadientes.
Llovía. Paul Bernard descendió del taxi y le pagó al chófer, en la esquina de una calle próxima al Sena. Era una zona de oficinas y almacenes, muy activa de día pero desierta de noche. Recorrió la acera en busca de la dirección que García le había dado por teléfono en la Sorbona esa misma tarde.
Finalmente llegó a un almacén con un cartel que decía Lebel y compañía, importadores. Probó la puerta principal, que se abrió. Entró. El almacén estaba oscuro, pero había luz en una oficina de un piso superior.
—García —llamó—. ¿Dónde está?
Vio una sombra detrás del vidrio opaco de la pared de la oficina. La puerta se abrió y una voz dijo: «Aquí estoy.»
Bernard subió los desvencijados escalones de madera alegremente.
—No tengo demasiado tiempo. Una de mis alumnas, una muchacha de formas interesantes, me ha invitado a cenar para que la ayude a pasar revista a su tesis. Con un poco de suerte, seguiremos hasta la mañana.
Al franquear la puerta se encontró con Tony Villiers, sentado al escritorio.
—¿Quién es usted? —preguntó Bernard—. ¿Dónde está García? ¡Tenía que estar aquí!
—No pudo venir.
La puerta se cerró y, al volverse, Bernard se topó con Harvey Jackson. Por primera vez, sintió miedo.
—¿Qué pasa aquí?
Jackson lo tomó de los hombros y lo obligó a sentarse.
—Cállese y limítese a responder las preguntas que se le hagan.
Villiers sacó un Smith & Wesson de un bolsillo y un silenciador Carswell del otro y lo enroscó.
—Este revólver puede ser disparado sin hacer ruido, profesor, pero me imagino que usted ya lo sabía.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Bernard.
Villiers dejó el Smith & Wesson sobre el escritorio.
—Significa que queremos preguntarle sobre sus llamadas telefónicas a la Argentina, incluyendo los misiles Exocet. También queremos preguntarle sobre un sujeto llamado Donner.
Bernard estaba furioso, a pesar de su temor.
—¿Quién es usted?
—Tres días atrás estaba en las Falklands y he visto muchos muertos. Soy oficial del Special Air Service británico.
—¡Hijo de puta! —dijo Bernard, incapaz de contener su ira.
—Exactamente. Alguien dijo una vez, con cierta injusticia, que nosotros somos lo más parecido a los SS que pueda encontrarse en el ejército británico. Pero eso no importa. Si usted no responde a mis preguntas, le volaré su rótula izquierda con esto. —Cogió el Smith & Wesson—. Una broma bastante pesada que nos enseñó el IRA en el Ulster. Si con eso no basta, le volaré la derecha. Tendrá que caminar con muletas el resto de su vida.
Había una maceta con una planta sobre un estante en el otro extremo de la habitación. Villiers apuntó el Smith & Wesson. El sonido del disparo fue apagado y la maceta se desintegró.
—¿Qué sabe usted de Donner? —preguntó Bernard.
—Sé que en los próximos días piensa entregar varios misiles Exocet a los agentes argentinos que se encuentran en este país. ¿Dónde piensa obtenerlos?
—No me lo ha dicho —dijo Bernard—. En realidad, creo que no se lo ha dicho a nadie.
Villiers alzó la pistola como si fuera a apuntarle.
—¡No, no, escuche...! —dijo Bernard, asustado.
—Está bien, lo escucho, pero diga lo que sabe.
—Hay una base de pruebas de Exocets en una isla frente a la costa de Bretaña. Donner alquiló una casa allí. Creo que su plan es secuestrar uno de los camiones de Aerospatiale que los transportan al puerto para ser llevados a la isla.
Su rostro estaba pálido y bañado en sudor; evidentemente, decía la verdad tal como la conocía. Villiers asintió tranquilamente.
—Espérame en el coche, Harvey.
Jackson no replicó. Salió, cerró la puerta y sus pasos resonaron en los escalones de madera.
Villiers dejó el Smith & Wesson sobre el escritorio, encendió un cigarrillo y se puso de pie, con las manos en los bolsillos del impermeable.
—Usted no quiere mucho a los ingleses, ¿verdad? ¿A qué se debe?
—Ustedes nos abandonaron a los boches en 1940. Fusilaron a mi padre, incendiaron la aldea. A mi madre...
Se encogió de hombros, agobiado por los años y la desesperación.
Villiers se dirigió al otro extremo de la oficina y empezó a leer el tablero de informaciones. Bernard echó una mirada nerviosa al Smith & Wesson sobre la mesa.
—Mi padre estaba en el SOE durante la guerra —dijo Villiers—. La sección francesa. Entró tres veces en Francia en paracaídas para colaborar con la Resistencia. La última vez lo traicionaron, lo arrestaron y condujeron al cuartel de la Gestapo en la Rué de Saussaies. Un lugar horrible en un barrio elegante. Lo interrogaron durante tres días, de manera tan brutal que su pie derecho quedó inútil desde entonces.
Al volverse, siempre con las manos en los bolsillos del impermeable, vio que Bernard seguía sentado pero tenía el Smith & Wesson en la mano.
—Le ruego que me deje terminar, profesor, porque falta lo mejor. Su torturador era un francés al servicio de la Gestapo. Uno de esos fascistas que uno encuentra por todas partes.
Bernard lanzó un breve grito y disparó. Pero Villiers ya estaba rodilla en tierra, y su mano sostenía una Walther PPK que había sacado del bolsillo del impermeable. El francés cayó hacia atrás con un agujero en la frente.
Villiers recuperó el Smith & Wesson, apagó la luz y salió. Bajó la escalera, cerró la puerta y salió a la noche. Calle arriba se encendieron los faros de un coche, y el Citroen se detuvo junto a la acera, conducido por Jackson. Villiers se instaló en el asiento de atrás.
—¿Le dio una oportunidad? —preguntó Jackson.
—Por supuesto.
—Me lo imaginaba. ¿Por qué no lo mató de entrada? ¿A qué estaba jugando? ¿Se siente mejor así? ¿Tenía que darle la oportunidad de defenderse, como en una película del Oeste?
—En marcha, sargento —dijo Villiers, y encendió un cigarrillo.
—Le ofrezco mis disculpas —dijo Jackson—. Confío en que el señor mayor sabrá disculparme. Olvidaba que es un moralista.
Puso primera y partieron.
Donner pidió otra botella de champaña.
—Su copa está vacía —le dijo a Montero, y trató de llenársela.
Montero se lo impidió con un gesto.
—No, gracias. El champaña me sienta mal.
—Tonterías —dijo Donner—. El hombre que rechaza el champaña rechaza la vida, ¿no le parece, Mademoiselle Legrand?
—En realidad, eso es una idiotez —contestó ella—. No tiene la menor lógica.
Donner rió.
—Me gusta la mujer que dice lo que piensa. Que no calla. Wanda jamás dice lo que piensa. Ella sólo dirá lo que cree que usted quiere escuchar. ¿No es así, Wanda?
La muchacha no pudo ocultar su sentimiento de humillación. Aferró su cartera, cubierta de lentejuelas, para contener el temblor de sus manos. Gabrielle abrió la boca para dar rienda suelta a su ira, pero Raúl le dio una palmada en la mano.
—Si me permite, señorita Jones, será para mí un gran placer demostrarle cómo bailamos el tango en la Argentina.
Ella lo miró con asombro y luego miró brevemente a Donner. El la ignoró y se sirvió más champaña.
—Creo que me gustaría —dijo Wanda y fue hacia la pista.
—No tardaré —susurró Montero a Gabrielle con una sonrisa—. Si éste te molesta, dímelo y le haré lo mismo que al barbudo.
—¿Crees que podrás?
El se inclinó y la besó, haciendo caso omiso de la presencia de Donner, y luego fue a la pista, donde lo esperaba Wanda.
—Hermoso —dijo Donner—. Bello espectáculo. ¿Podré bailar yo también?
Gabrielle sorbió el champaña.
—Bajo ninguna circunstancia estaría dispuesta a bailar con usted, estimado señor Donner. Por la sencilla razón de que me desagrada.
Los ojos de Donner relampaguearon por un instante, pero su expresión afable no se alteró.
—Soy un nombre persistente. Podría llegar a impresionarla.
—Los hombres. —Gabrielle meneó la cabeza—. Qué arrogancia. Esa estúpida arrogancia masculina. Son todos iguales. Egoístas, exigentes. Tratan a las mujeres con desprecio, ¿lo sabía? Ese interés resulta insultante. El logró mantener su buen humor.
—De modo que usted se refiere a todos los hombres, no sólo a mí. ¿Y qué hay de nuestro galante comodoro? ¿El es diferente?
—El no pide nada, sólo da. —Lo dijo como si acabara de comprenderlo, y había felicidad en su rostro—. Puede que parezca una contradicción, pero es perfectamente lógico.
Antes de que Donner pudiera responder, se acercó el maitre.
—¿Monsieur Donner?
—Sí, soy yo.
—Usted dejó su tarjeta en el bar para el caso de que alguien lo llamara por teléfono. Hay una llamada para usted.
Donner lo siguió a la mesa de la recepción y tomó el teléfono.
—Aquí Donner.
—Habla Nikolai. Escucha, me llamó García. Bernard le dejó una nota esta tarde, con la lista de convoyes que parten de St.-Martin a la Ile de Roe en los próximos cuatro días. Hay uno solo que reúne las condiciones, y estará en el lugar exacto en la madrugada del 29.
—Es decir, pasado mañana.
—Exactamente. ¿Podrás hacerlo?
—No hay problema. Volaremos en el Chieftain mañana por la mañana. Llevaré al comodoro conmigo.
—Muy bien. ¿Qué te parece la chica Legrand?
—Me ha impresionado. Quizá le sugiera que viaje con nosotros.
—¿Crees que lo hará?
—Tal vez. Es evidente que están locamente enamorados.
—En realidad, es una buena idea —dijo Belov.
—¿Por qué?
—No sé. Hay algo extraño en ella. Me lo dice mi instinto.
—Entonces, verifica quién es.
—Lo haré. Te llamaré mañana, a la Maison Blanche.
Donner colgó el auricular y encendió un cigarrillo lentamente, mientras contemplaba a Gabrielle y pensaba en lo que Belov le había dicho. Era una mujer hermosa, pero había algo más. Toda su vida había despreciado a las mujeres, y era la primera vez que encontraba alguna dificultad en el trato con ellas. Meneó la cabeza con admiración y cayó en la cuenta, no sin sorpresa, de que jamás había deseado tanto a una mujer.
Wanda lo vio desde la pista, percibió la expresión en su mirada y le dijo a Montero:
—¿La dama que lo acompaña significa mucho para usted?
—Lo significa todo para mí.
—Entonces, cuídese de él —dijo Wanda—. Está acostumbrado a conseguir todo lo que se propone.
Al terminar la pieza él sonrió y le besó la mano.
—Usted merece algo mejor que él.
Ella sonrió con tristeza.
—Se equivoca. No merezco nada mejor.
Llegaron a la mesa al mismo tiempo que Donner.
—Acaban de llamarme por teléfono —le dijo a Montero—. Nuestra transacción tendrá lugar el sábado. Deberemos volar a Lancy mañana por la mañana. He alquilado una antigua residencia campestre, Maison Blanche. Buen lugar de descanso.
Montero se sintió embargado por la tristeza. Donner se volvió hacia Gabrielle.
—¿Le gustaría pasar un par de días en el campo?
—Creo que no —dijo.
Al ver la expresión de Montero y comprender que les quedaba poco tiempo juntos, olvidó la misión que le había encomendado Ferguson.
—Piénselo esta noche —dijo Donner.
Ella se puso de pie.
—Les ruego que me disculpen. Estoy muy cansada.
—Por supuesto —dijo Donner—. Ha sido un placer.
Los miró partir con expresión hosca, pagó su cuenta y salió sin decir una palabra a Wanda, quien lo siguió con esfuerzo por entre las mesas.
Donner esperaba un taxi en la acera. Encendió un cigarrillo protegiendo la llama del fósforo con las manos.
—Me hiciste quedar como un idiota —le dijo, sin mirarla.
—Lo siento, Félix.
—Pensaré en algo adecuado —dijo—. Algo muy especial. La clase de castigo que no olvidarás con facilidad. —Le tomó el mentón con la punta de los dedos—. Así tú también tendrás algo en qué pensar esta noche.
Gabrielle se preparó un whisky sour en su apartamento, y se paseó por la sala, furiosa.
—Ese nombre es la cosa más repugnante que he visto en mi vida. Representa todo lo que me desagrada en la vida. ¿Tienes negocios con él?
—Me temo que sí, pero olvídalo —dijo—. Te traigo un obsequio. —Sacó un paquete de su bolsillo—. Cuando nos separamos esta tarde llamé un taxi y me fui de compras.
El elegante envoltorio decía Cartier. Gabrielle lo abrió y se encontró con un estuche forrado en terciopelo. En su interior había un anillo, o mejor, tres anillos de oro de distintas tonalidades, entrelazados.
—Es un anillo de compromiso ruso —dijo—. Se lleva en el meñique de la mano izquierda.
—Lo sé.
—En cuanto al tamaño, tuve que adivinar. Si no es el adecuado, vas a Cartier en cualquier momento y preguntas por Monsieur Bresson. El te lo cambiará. ¿Me permites colocártelo?
Ella tendió la mano y él le colocó el anillo.
—Me parece que está flojo.
Ella meneó la cabeza y lo miró.
—No —susurró—. Encaja perfectamente.
—Es una prenda —dijo—. En señal de... —Vaciló, la miró con una sonrisa tonta—. Ha llegado el gran momento y no tengo palabras. Que Dios me ayude, debo hacer esto bien. Dime, ¿existe la menor posibilidad de que te interese casarte con un anciano piloto de combate que se está volviendo demasiado viejo para volar en un jet y podría resultar difícil para convivir?
Ella lo tomó del brazo. Había lágrimas en sus ojos.
—Raúl, quiero pedirte algo.
—Lo que quieras.
—Ve a dar un paseo. Quiero estar sola un rato.
Él la miró con preocupación.
—Lo lamento. Volveré a mi apartamento. Tal vez podamos vernos por la mañana, antes de mi partida.
—No —susurró Gabrielle, con un dejo de pánico en la voz—. Quiero que vuelvas.
—Por supuesto, mi amor. —La besó con suavidad—. Volveré dentro de media hora.
—Soy Gabrielle —dijo ella cuando Villiers tomó el auricular.
—¿Tienes algo que informar?
Tomó aliento antes de hablar.
—Donner estuvo con nosotros esta noche. Le dijo a Raúl que la transacción tendría lugar el sábado por la mañana y que mañana volarán a Lancy. No sé dónde es.
—Bretaña —dijo él—. Eso encaja con lo que ya sabíamos.
—Sugirió que viajara con ellos. Se alojarán en una casa llamada Maison Blanche.
—¿Aceptaste?
—Quiero terminar con esto. No lo soporto más.
—Es duro, lo sé, pero hay que hacerlo. Ya sé lo que sientes por Montero. Lo admiro como hombre, Gabrielle, pero es nuestro enemigo y éste no es un problema de personas. Se trata de detener una partida de Exocets.
—No me convencerás —dijo ella.
—Está bien. No te presionaré. Pero debes informar a Ferguson. Si cambias de parecer, llámame mañana.
Villiers cortó la comunicación e inmediatamente marcó el número del apartamento de Cavendish Place, en Londres. Harry Fox atendió la comunicación.
—Malas novedades en el frente —dijo Villiers—. Gabrielle me ha llamado. Los planes están en marcha, pero ella no lo soporta más. Quiere abandonar.
—Está bien —dijo Fox—. Yo me ocuparé.
Gabrielle se sirvió otra copa y la bebió de un trago para tranquilizarse. Había que hacerlo. Marcó el número de Ferguson en Londres. El respondió de inmediato.
—Habla Ferguson.
—Soy Gabrielle.
Su voz se alteró.
—Mi querida niña, ¿dónde has estado? Te he llamado varias veces.
—He salido a cenar —dijo—. ¿Por qué?
Hubo una pausa, y ella tuvo una premonición.
—No me resulta fácil decírtelo —dijo—. He tratado de comunicarme con tu madre y tu padrastro, pero parece que están en un crucero por las islas griegas.
—¿Richard? —susurró Gabrielle.
—Sí, querida. Me duele tener que transmitirte esta noticia. Desaparecido, probablemente muerto en acción cerca de Puerto Stanley.
—Dios mío —dijo Gabrielle.
Por un instante lo recordó en el desfile de graduación, un joven sonriente, bien parecido, muy elegante con su uniforme de oficial.
—Comprendo que esto te afectará mucho —dijo Ferguson—. Dadas las circunstancias, será mejor que abandones.
—No —replicó ella con cansancio—. No tiene objeto. Ya no. Gracias, que tenga buenas noches, brigadier.
Miró el teléfono unos instantes, luego tomó el auricular y marcó nuevamente el número de Villiers. El respondió de inmediato.
—He cambiado de parecer, Tony. Mañana iré con Raúl y Donner a Lancy. No conozco la ubicación de la casa de Donner allí.
—No te preocupes por eso. Harvey y yo iremos esta noche en coche. Ya la encontraremos. —Vaciló—. ¿Algún problema? ¿Por qué has cambiado de parecer?
—Richard murió en acción —dijo—. Hay que poner fin a todo esto, por el bien de todos, Tony. Ya hay demasiados muertos.
—Dios mío —dijo Villiers, y ella cortó.
—Una joven extraordinaria —suspiró Ferguson.
—¿No desertará? —preguntó Harry Fox.
—No.
—¿Cómo reaccionó?
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa, Harry? Lo que importa es hasta cuándo podrá soportarlo.
Al regresar, Montero vio que la puerta estaba entornada. La cerró y pasó a la sala.
—¿Gabrielle?
—Aquí estoy.
Yacía en la cama, en la oscuridad. El quiso encender la luz.
—No, no la enciendas, Raúl —pidió ella con voz suave.
El se sentó al borde de la cama, preocupado.
—Mi amor, si no te sientes bien puedo irme. No hay problema.
—No. —Le tomó del brazo—. No me dejes. Acuéstate conmigo.
El se desnudó, echó su ropa sobre una silla y se acostó a su lado. Ella se volvió hacia él, le echó los brazos al cuello y no pudo contener más su dolor y angustia. Las lágrimas empezaron a fluir, cálidas y lentas.
—Cuéntame —dijo él.
—No es nada, Raúl. No digas nada. Estréchame fuerte, nada más.
El la acarició y posó sus labios en su frente, como si fuera una niña, hasta que ella se durmió.