CAPITULO 9

El día anterior había amanecido muy silencioso en las montañas de North Falkland; el único sonido era el ladrido de un perro en una de las granjas que poblaban las laderas de la montaña, en un valle profundo.

El equipo de reconocimiento del SAS, integrado por cuatro hombres, estaba operando detrás de las líneas argentinas desde hacía diez días. Un submarino los había dejado allí, diez días antes del desembarco británico en San Carlos.

Los integrantes del equipo eran Villiers, Harvey Jackson, el operador de radio Elliot, cabo del Cuerpo de Señaleros Reales, y Jack Korda, soldado de la Guardia de Granaderos que, al igual que Villiers y Jackson, servía en el . SAS como voluntario.

El frío era intenso. Cuando Villiers despertó, su manta poncho estaba cubierta de escarcha. Se encontraba en un hueco junto a una caverna, apenas una fisura en la roca, donde Korda calentaba té en una estufa de alcohol.

Todos vestían pasamontañas negros, principalmente por el frío. El uniforme camuflado de Villiers estaba empapado, sus dedos rígidos de frío. Comía con plato y cuchara reglamentarios. Jackson, soldado de pies a cabeza, estaba sentado en el suelo, las piernas cruzadas, afeitándose con una navaja de mango de plástico.

Villiers raspó el fondo de su plato con la cuchara. Guardó todo en su mochila y tomó el jarro de té que le tendía Korda.

—Nunca en mi vida voy a volver a comer suprema de pollo. ¿Tú qué dices, Harvey?

—Me da lo mismo —dijo Jackson—. La comida no es tan importante. Cuando tenía diecisiete años, la comida en la cantina de los Guardias era tan horrible que jamás volví a darle importancia.

Villiers miró a Elliot, agazapado junto al aparato de radio.

—¿Todo bien?

—Un minuto, nada más —asintió Elliot.

La tarea de la patrulla era bastante sencilla: recoger la mayor información posible sobre los movimientos de tropas argentinas en la zona. Esa información resultaría imprescindible cuando las fuerzas británicas se abrieran desde su cabeza de playa en San Carlos.

El equipo de Elliot era de último modelo. Tenía un tablero cíe máquina de escribir y un sistema que permitía grabar y almacenar mensajes cifrados. Cuando todo estaba dispuesto, bastaba apretar un botón para enviar un mensaje de varios cientos de palabras en cuestión de segundos. La transmisión era tan rápida que no había modo de que el enemigo la rastreara.

Elliot alzó la vista, sonriendo.

—Ya está.

Empezó a guardar su equipo.

Korda salió de la cueva con otro jarro de té.

—¿Cuándo volvemos, señor? ¿Cuánto tiempo nos queda?

—Nos quedan raciones para cuatro días —replicó Villiers.

—Que nos pueden durar una semana —dijo Harvey Jackson—. Y más si estamos dispuestos a comer carne cruda. Hay ovejas por todas partes. Los argentinos se arreglan perfectamente con esta dieta.

Korda iba a responder, pero Villiers lo detuvo.

—Esperad. Alguien viene.

El ronroneo se hizo más fuerte. Villiers y los otros se acercaron al borde de la hondonada y miraron hacia afuera. Todos llevaban la misma arma, la ametralladora Sterling con silenciador.

Un camión argentino avanzaba por la senda a unos cien metros de distancia. Las ruedas delanteras patinaban en el suelo helado, sólo las cadenas en las ruedas traseras le permitían avanzar.

El chófer y su acompañante, que llevaba un fusil sobre las rodillas, tenían la cara y las orejas envueltas en bufandas, debido al frío intenso.

—Blanco fácil —dijo Elliot—, aunque haya otro tipo atrás. Pero la patrulla tenía por misión recoger información, no combatir.

—Dejadlos ir —dijo Villiers.

Y entonces el camión patinó, hizo un medio trompo y quedó cruzado sobre el camino, justamente debajo de la cueva.

—¡Cuidado! —dijo Villiers.

Se agazaparon. El chófer bajó de la cabina y Villiers le oyó decir en español: «Este camión de mierda con este aceite también de mierda que se supone que no se congela, no sirve para nada. ¿Qué carajo estamos haciendo aquí?» Levantó el capó para revisar el motor. El acompañante bajó de la cabina con el fusil y encendió un cigarrillo.

—Ocultémonos —susurró Villiers.

Cuando se deslizaban hacia la cueva, Korda extendió una mano para mantener el equilibrio. Pedazos de tierra y rocas se desprendieron del borde y cayeron en la senda con estrépito.

Los soldados argentinos se sobresaltaron. El que estaba armado alzó instintivamente el fusil. No había alternativa: Harvey Jackson lo bajó con su Sterling silenciada. El único ruido fue el del cerrojo al saltar. El argentino soltó el fusil y cayó muerto.

El chófer alzó las manos rápidamente y esperó a que los cuatro hombres bajaran por la senda. Korda lo empujó contra el camión con las piernas abiertas y Jackson lo registró con implacable eficiencia.

—Nada —le dijo a Villiers. Obligó al soldado a volverse.

Era un muchacho de apenas diecisiete o dieciocho años y estaba muy asustado.

—¿Qué hay detrás? —preguntó Villiers en español.

—Provisiones, equipo —dijo el muchacho, tratando de congraciarse—. Nada más, se lo juro. Por favor, no me mate.

—Está bien. —Villiers le hizo un gesto a Jackson—: Echa un vistazo.

Encendió un cigarrillo y le tendió uno al muchacho, que lo tomó con mano temblorosa.

—Parecen zapadores. Llevan gran cantidad de minas, explosivos y demás —gritó Jackson desde la parte de atrás del camión.

—¿Estás en una unidad de ingenieros? —le preguntó Villiers al argentino.

—De transportes —dijo el muchacho—. Creo que los hombres que llevé anoche a Bull Cove eran ingenieros.

Villiers y la patrulla conocían muy bien Bull Cove. Una de sus primeras tareas al llegar había sido estudiar la posibilidad de desembarcar tropas detrás de las líneas argentinas cuando comenzara el avance desde San Carlos. La ensenada resultó un lugar excelente; estaba bien resguardada del mar y poseía un canal de aguas profundas; sobre la entrada había un faro abandonado. Villiers había enviado un informe favorable.

—¿Cuántos eran?

—Un oficial y dos soldados, señor. El capitán López. Descargaron su equipo y el capitán descubrió que le hacían falta unas mechas especiales. —Sacó un papel arrugado de su bolsillo—. Es esto, señor. Me envió a la base a buscar estas cosas.

Jackson miró por encima del hombro de Villiers.

—Cartuchos Kaden. Eso es potente. ¿Para qué diablos lo quiere?

—Para volar el faro, señor —dijo el muchacho con paciencia—. También las rocas, creo.

—¿Volar el faro? —dijo Jackson.

—Sí, señor —asintió el muchacho—. Anoche lo discutían, yo los escuché.

—Tonterías —dijo Jackson—. ¿Para qué tomarse la molestia? Hace treinta años que no lo usan. No tiene sentido.

—Sí que lo tiene, Harvey —dijo Villiers—, si recuerdas su posición encima de las rocas. Si lo derriban, bloquearán el único canal de aguas profundas que da acceso a la ensenada.

—Dios mío —dijo Jackson—. Tendremos que hacer algo enseguida. —Se volvió hacia el muchacho y le dijo en mal español—: ¿A qué distancia estamos por este camino?

—Quince o dieciséis kilómetros, bordeando la montaña.

—Creo que esto no va a funcionar. —Villiers pateó al camión. Había un fuerte olor a gasolina, que fluía del tanque y derretía la nieve en el suelo—. Hiciste un buen trabajo, Harvey —dijo con sorna.

—¿Y ahora qué diablos haremos? —preguntó Jackson con furia.

Villiers se volvió a mirar la montaña, cuya cumbre se perdía en la bruma.

—Bull Cove está al otro lado. Diez kilómetros, más o menos. Iremos por el camino difícil. Tú, yo y Korda. Dejaremos el equipo aquí. Sólo llevaremos las Sterling. Ahora descubriremos por qué nos sometieron a esas pruebas de resistencia en Brecon.

Volvieron al campamento oculto; Jackson llevaba al muchacho a empellones. Villiers se despojó de su equipo.

—Tú nos sigues con el muchacho —le dijo a Elliot—. Deja todo esto. Lleva solamente la radio y tu equipo.

—Entendido, señor.

—También al muchacho —dijo Villiers—. Quiero verlo llegar contigo. No vengas a decirme después que intentó huir y tuviste que matarlo. ¿Entendido?

—¿Usted me cree capaz de semejante cosa, señor? —preguntó Elliot.

—Sí —dijo Jackson, hosco—. Así que no lo hagas. Te doy dos horas y media para unirte a nosotros, puedes tomar el camino más fácil en consideración al chico. Si te demoras cinco minutos más, te arrancaré las tripas.

—Bueno, vamonos —dijo Villiers.

Se volvió, salió de la cueva y corrió hacia la ladera.

Se dice que sólo uno de cada cincuenta voluntarios que solicitan ingresar al Special Air Service logra pasar las pruebas. El proceso de selección, salvaje y extenuante, culmina con una marcha de resistencia por la selva de Brecon Beacons.

El aspirante debe marchar setenta kilómetros, atravesando el terreno más abrupto de Inglaterra, cargado con una mochila que pesa poco menos de cuarenta kilos, más seis kilos de equipo colgado del cinturón. Además debe llevar el fusil, que pesa unos nueve kilos, en brazos: el SAS no permite que las armas tengan correa porque deben estar preparadas en todo momento para ser utilizadas.

Al trepar a través de la bruma, Villiers recordó ese infernal recorrido. Jackson se acercó, jadeando.

—Igual que en Brecon. Sólo falta la lluvia para que nos sintamos como en casa. ¿Por qué tanta prisa? Si enviaron al chico a buscar más equipo es porque se están tomando su tiempo.

—Hay algo raro aquí —dijo Villiers—. Lo siento en el estómago. Y sabes que cuando tengo esa sensación, siempre acierto.

—De acuerdo —dijo Jackson, y se volvió hacia Korda, que venía retrasado—: ¡Vamos, condenado holgazán, apura el paso!

En lugar de ascender por la empinada ladera en diagonal, Villiers optó por un camino recto y los demás lo siguieron. La ladera se hizo más empinada hasta volverse casi perpendicular, con montecillos de hierba congelada en la roca desnuda.

Al llegar a una falda de la ladera se volvió hacia sus compañeros.

—¿Todo bien?

—No, como la mierda —dijo Jackson.

—Las cosas que soy capaz de hacer por Inglaterra —dijo Korda—. Mi mamá se sentirá orgullosa.

—Tú no tuviste madre —dijo Jackson.

Cuando reiniciaron la marcha empezó a lloviznar.

—Cuidado —dijo Villiers—. Este terreno es resbaladizo.

Guardó la Sterling bajo el chaquetón de su uniforme y cerró la cremallera. Eso entorpeció sus movimientos, pero le dejó las manos libres. En una ocasión se aferró a una roca pero ésta se soltó y él saltó a un costado con un grito de advertencia. La roca rodó por la ladera con gran estrépito, hasta perderse en la bruma.

—¿Estáis bien los dos?

—Por los pelos —exclamó Jackson.

Villiers siguió ascendiendo hasta llegar, momentos más tarde, al borde de una amplia meseta. Jackson y Korda llegaron poco después.

—¿Y ahora?

Villiers señaló el gran muro rocoso frente a ellos, semioculto por la niebla. Estaba surcado de grietas y fisuras, como dedos negros. Cruzaron la meseta al trote, bordeando las rocas más grandes. Al llegar a la base del muro descubrieron que en realidad no era perpendicular, sino que estaba inclinado levemente hacia ellos y lo formaban enormes losas.

—Dios me libre —dijo Korda, mirando hacia la cumbre.

—Dios no te librará de esto —dijo Jackson—, así que en marcha.

Villiers los precedió, trepando con fuerza, con la vista fija en la roca. No quería mirar hacia abajo, porque, aunque nunca lo había confesado a nadie, sufría de vértigo. Si el jurado selector lo hubiera sabido, jamás lo habría admitido en el SAS 22.

En determinado momento se detuvo y se apretó contra la roca. Se sentía flotar en el espacio, como si una mano gigantesca tratara de arrastrarlo.

—¿Se encuentra bien, señor? —gritó Jackson.

Villiers sacudió la cabeza y reinició el ascenso, sin reparar en el dolor de sus brazos, el viento helado y sus manos congeladas. Finalmente, después de trepar una losa inclinada, llegó a una cornisa ancha. Encima quedaba un tramo de apenas treinta metros de roca y, más allá, el cielo gris.

Esperó a los otros, que llegaron unos pocos minutos después.

—Dios mío, todavía hay más —dijo Jackson.

Villiers señaló el cañón sombrío y recto en medio de la roca.

—Parece feo, pero es la parte más fácil.

—Si usted lo dice... —musitó Jackson.

Villiers se internó en la penumbra y empezó a trepar a la manera clásica de los alpinistas, con la espalda contra el muro y los pies contra el otro. Cada seis o siete metros se detenía a descansar. A los pocos metros le fue posible seguir trepando normalmente. En diez minutos llegó a la cumbre.

El viento cortaba como un cuchillo y la lluvia se había vuelto nevisca en las alturas. Se puso los guantes y zapateó para calentarse los pies. Poco después llegaron Jackson y Korda. Parecían cansados y tensos, y los pasamontañas estaban cubiertos de escarcha.

La montaña bajaba hacia el mar, envuelta en bruma y niebla. Repentinamente el viento hendió la bruma y por un instante vieron el Atlántico y, muy abajo, la pequeña ensenada y el viejo faro, erguido como un dedo en la entrada.

—Ahí está Bull Cove —dijo Villiers al cerrarse la cremallera—. En marcha.

Sacó la Sterling de su chaquetón, la apretó contra su pecho con las dos manos e inició el descenso a la carrera.

El capitán Carlos López desenrolló cuidadosamente el cable que acababa de fijar a la carga explosiva del segundo piso y encendió un cigarrillo. Ya había instalado la carga en los cinco pisos, sólo quedaba la planta baja. Terminaría antes de lo pensado, se dijo mientras descendía la escalera desenrollando el cable y silbando alegremente. Al llegar a la planta baja llevó el cable hasta un gran cilindro azul. Le quitó la tapa con gran cuidado. En el interior había varias terminales eléctricas, un botón amarillo y uno rojo. Con suma pericia conectó los cables, contempló el dispositivo con satisfacción y luego, muy suavemente, oprimió el botón amarillo.

Alzó la vista y sonrió.

—En apenas una hora volarás por los aires, amor mío.

Entonces oyó un tableteo de ametralladora ligera y el soldado Olivera apareció en la puerta.

—Soldados ingleses en la ladera.

—¿Cuántos?

—He visto a tres.

No hubo ruido alguno; sin embargo, repentinamente, Olivera giró con brusquedad, sangrando, y cayó; su abrigo acolchado soltaba humo.

López tomó una ametralladora Uzi, se agazapó junto a la puerta y esperó.

Carvallo, el tercer argentino, se encontraba en un viejo cobertizo en la ladera, cuyo techo de cinc lo protegía de la lluvia, mientras fumaba un cigarrillo y escribía una carta a su novia en Bahía Blanca.

Se desperezó, fue a la entrada y vio con asombro que tres hombres avanzaban cautelosamente por la senda, pegados a la pared.

En ese mismo instante ellos lo vieron. El argentino tomó su pistola ametralladora y soltó una ráfaga que se perdió en el aire, mientras Jackson y Korda disparaban juntos, arrojándolo al centro del cobertizo.

—¡Ahora! —gritó Villiers—. ¡Rápido!

Korda bajó por la senda, Jackson por la izquierda y Villiers por la derecha. Al bajar a la carrera vieron que Olivera se detenía en la puerta del faro. Villiers y Korda dispararon, y Olivera cayó hacia adentro.

Villiers puso la rodilla en tierra para cargar el arma, pero Korda siguió bajando al descubierto.

—¡Detente! —gritó Villiers.

López disparó una ráfaga desde la puerta que derribó a Korda.

El chico trató de alejarse a rastras. López volvió a disparar desde la puerta y las balas levantaron nubéculas de polvo cerca de la cabeza de Korda.

Jackson corrió hacia Korda, soltando una ráfaga que barrió la puerta. Entonces su Sterling se trabó debido al recalentamiento, cosa que suele sucederle a esa arma cuando se la usa con silenciador.

Jackson tomó al chico por el pescuezo y lo arrastró hasta ponerlo a salvo detrás de un abrevadero. En el faro, López recargó la Uzi y soltó una serie de ráfagas contra el abrevadero, hasta que el agua empezó a chorrear por una decena de agujeros.

Villiers quitó el silenciador de su Sterling, metió un nuevo cargador y bajó a la carrera, soltando una ráfaga continua. Cuando el arma se descargó, se arrojó de cabeza a un matorral y extrajo el Smith & Wesson Magnum que llevaba en la cartuchera de la pierna izquierda.

Al cesar la ráfaga de la Sterling, López cayó en la trampa: apareció en la puerta con la Uzi lista para disparar. Villiers lo hirió en el hombro izquierdo y la Uzi saltó en el aire.

El argentino se dejó caer junto a la pared, Villiers se acercó y alejó la Uzi de un puntapié.

—Muy bien —dijo López—. Lo felicito.

Villiers abrió el bolsillo de su pierna izquierda, tomó un vendaje de emergencia y se lo tendió.

—Ponga esto sobre la herida.

Se volvió y fue hacia el abrevadero. Korda estaba tendido en el suelo con la espalda apoyada en él, el rostro contraído de dolor. Jackson le aplicaba un vendaje en el muslo izquierdo.

—Vivirá —dijo Jackson—. Aunque no se lo merece. Idiota —agregó al inyectarle morfina en el brazo—, ¿quién te creías que eras? ¿Audie Murphy?

—¿Y ése quién es? —preguntó Korda con un hilo de voz.

—No importa.

Jackson le dio un cigarrillo y él y Villiers volvieron al faro a hablar con López.

—Vigílalo —dijo Villiers, y entró.

Su ojo clínico se posó en el tambor azul y los cables que subían por la escalera. Se volvió hacia López.

—¿Cargas explosivas en todos los pisos y todo conectado?

—Por supuesto, amigo mío. Si sus camaradas tenían la intención de usar este puerto, deberán pensarlo bien. Cuando esto explote, el faro caerá en la entrada. Conozco mi oficio.

—¿Por qué mandó buscar los cartuchos Kaden?

—Pensaba derrumbar parte del precipicio.

—Suerte que llegamos a tiempo —dijo Villiers.

—Toque ese tambor si quiere estar seguro. Tiene un dispositivo de tiempo. —López miró su reloj, el rostro contraído de dolor—. Faltan cuarenta y cinco minutos, pero además tiene un dispositivo que lo hace explotar al tacto.

—No me diga. —Villiers le hizo un gesto a Jackson—. Tráelo adentro, Harvey.

Entró y se sentó de cuclillas junto al tambor. Jackson ayudó al argentino a entrar y sentarse en el suelo. Allí se quedó con el vendaje cubriendo la herida.

—Conozco estos aparatos, pero sólo manuales —dijo Villiers—. Ruso, ¿verdad?

—Sí.

—Usted oprimió el botón amarillo, que controla el dispositivo de tiempo. Si yo trato de desconectarlo el aparato explota, dice usted. —Sacó una cajetilla de cigarrillos de su bolsillo y se puso uno entre los labios—. Y, si mal no recuerdo, este botón rojo produce un cortocircuito.

—Usted sabe lo que hace, viejo.

—Eso anula el dispositivo de tiempo y nos da tres minutos para salir, ¿verdad?

Oprimió el botón rojo.

—¡Santa madre de Dios! —exclamó López.

—De usted depende —dijo Villiers—. Me imagino que sabe cómo desconectarlo. —Miró a Jackson—. En cuanto a usted, sargento mayor, sería prudente que saliera cuanto antes.

Jackson sacó un encendedor y le dio fuego.

—Cuando usted era cadete en Caterham, señor —dijo en tono neutro—, tuve que romperle el culo a patadas, por así decirlo, en varias ocasiones. Estoy dispuesto a hacerlo una vez más si vuelve a sugerir semejante cosa.

—¡Dios mío! —dijo López—. Estos ingleses están locos.

Se arrastró hasta el tambor y le dijo a Villiers—:

Bien, haga exactamente lo que le digo.

Elliot bajó por la senda una hora y media más tarde, con el joven prisionero argentino. Korda y López se encontraban en el interior del faro, a resguardo de la lluvia. Villiers, que había empezado en el piso superior, desconectaba la última carga. Jackson salió al encuentro de Elliot.

—Llegas tarde.

—Recibí una señal de alarma. Tengo un cable de emergencia para usted y el mayor.

Villiers apareció en la puerta.

—¿Dijiste algo sobre un cable de emergencia?

—Llamaron del cuartel general, señor. Quieren que responda de inmediato. Suma urgencia.

Villiers se despertó sobresaltado por la vibración de los motores, pero permaneció tendido en su catre, junto a la mampara de acero, tratando de recordar dónde se hallaba. Finalmente lo recordó. Era el HMS Clarion, submarino convencional, no nuclear, propulsado por motores diesel y eléctricos. Los había recogido esa tarde en Bull Cove. Sentado en un rincón, Jackson lo miraba.

—Estuvo hablando en sueños, sabe.

—Lo que me faltaba. Dame un cigarrillo.

—Creo que ha estado en esto demasiado tiempo.

—Lo mismo nos sucede a todos. ¿Por qué encendieron los diesel?

—Porque vamos por la superficie. El comandante Doyle me mandó decirle que estuviera listo en un cuarto de hora.

—Está bien, subiré en cinco minutos.

Jackson salió y Villiers se sentó en el catre. Se puso los jeans y el chandal que le habían dado, mientras se preguntaba qué estarían tramando. Nadie había podido decirle nada, o al menos nada importante.

«Un soldado no hace preguntas», susurró, y se colocó las botas de goma y el chaquetón.

El cigarrillo tenía un gusto horrible; lo apagó. Estaba demasiado cansado y las cosas perdían nitidez. Necesitaba un largo período de descanso.

Salió, atravesó la sala de control y subió al puente por la torreta. Era de noche y el cielo estaba salpicado de estrellas. Llenó sus pulmones de aire marino y se sintió mejor.

Doyle contemplaba la costa a través de sus prismáticos; Jackson estaba a su lado.

—¿Falta mucho? —preguntó Villiers.

—Esa es la costa uruguaya. La Paloma está a un par de millas a estribor. El mar está bastante picado, pero no creo que tengan problemas. Me imagino que habrán hecho esto antes.

—Alguna que otra vez.

Después de escrutar la costa a través de los prismáticos, Doyle se inclinó y dio una orden a través del intercomunicador.

El submarino disminuyó su velocidad y Doyle se volvió a Villiers:

—No puedo acercarme más a la costa. Ya sale la lancha neumática por la escotilla.

—Le agradezco el paseo —dijo Villiers, y estrechó su mano.

Saltó por la borda y descendió por la escalerilla hasta el casco circular, seguido por Jackson. La lancha estaba en el agua, sostenida por dos marineros. Jackson ocupó su lugar y Villiers lo siguió. Había mucho oleaje y uno de los marineros resbaló sobre las planchas húmedas de la cubierta.

—¿Listo, señor? —preguntó el suboficial a cargo.

—Listo.

Los marineros soltaron las amarras e inmediatamente la marea arrastró a la lancha hacia la orilla.

El viento era fuerte y las olas estaban coronadas de espuma. Cuando Villiers se inclinó para tomar el remo, la lancha hizo agua por la borda. Se colocaron mejor y empezaron a remar.

Vieron a través de la espuma que la costa se hallaba muy cerca. La lancha seguía haciendo agua y Jackson maldecía; bruscamente, al alzarse sobre la cresta de una ola, vieron la playa y las dunas.

Al llegar al rompiente de las olas, viraron y Jackson se dejó caer al agua, que le llegaba a la cintura, para arrastrar la lancha a la orilla.

—Viva la vida —dijo, y Villiers salió de la lancha en la orilla.

—Basta de quejarte. Vámonos de aquí.

Llevaron la lancha hasta la duna más próxima, Jackson la pinchó con su navaja, y la enterraron en la arena. Al atravesar las dunas vieron un café sobre la playa, oscuro y con las celosías cerradas.

—Parece que es ahí —dijo Villiers.

Había un coche junto a la muralla. Cuando se acercaron, se abrió la portezuela y un hombre vestido con anorak descendió y los esperó.

—Bonita noche para dar un paseo, señores —dijo en español.

Villiers le dio la respuesta convenida, en inglés:

—Somos forasteros, no hablamos español.

El otro sonrió y les tendió la mano.

—Soy Jimmy Nelson. ¿Todo bien?

—Estamos empapados hasta los huesos —dijo Jackson.

—No se preocupen. Suban, iremos a mi casa.

—¿Hay alguien que pueda decirnos de qué diablos se trata todo esto? —preguntó Villiers cuando el coche se puso en marcha.

—No tengo ni la menor idea, amigo. Cumplo instrucciones. Son órdenes de arriba. Tengo ropa para ustedes. La persona que se ocupó de esto es muy eficiente. También tengo pasaportes, con sus nombres verdaderos, ya que no parecía haber motivo para que fueran falsos. Son ingenieros en ventas, ambos.

—¿Adónde vamos?

—A París. Eso presentó un problema. Hay un solo vuelo directo a esa bella ciudad, y sale los viernes. Sin embargo, gracias a mis contactos, pude obtener dos plazas en un jumbo carguero de Air France que parte dentro de —miró su reloj— tres horas, más o menos, de modo que todo saldrá bien. Llegarán a París en catorce horas.

—¿Y luego?

—No lo sé. Me imagino que el brigadier Ferguson les explicará todo cuando lleguen.

—¿Ferguson? —gimió Villiers—. ¿El es quien está detrás de todo esto?

—Exactamente. ¿Algún problema, amigo?

—Ninguno, salvo que preferiría estar de vuelta en las Falklands, operando detrás de las líneas argentinas.