CAPITULO 5
El viento frío cruzó el Sena y la lluvia azotó las ventanas del café junto al puente, abierto toda la noche. Era un lugar sórdido, muy frecuentado por las prostitutas, pero no en una noche, o mejor, madrugada como ésa, porque ya eran las cinco.
Acodado en el mostrador de estaño, el barman leía un diario, mientras Nikolai Belov, el único parroquiano, bebía café.
Belov tenía poco más de cincuenta años, y durante los últimos doce había ejercido como agregado cultural de la Embajada Soviética en París. Vestía traje oscuro de confección inglesa, lo mismo que el abrigo azul que le sentaba a la perfección. Era un hombre robusto y bien parecido, con una melena plateada que le daba un aire de gran actor. En realidad, era coronel de la KGB.
El café era bueno.
—Sírvame otro —pidió al barman—, y un coñac. ¿Ese diario es la primera edición?
—Salió a las cuatro —asintió el barman—. ¿Quiere hojearlo? Malas noticias para los ingleses en las Falklands.
Belov sorbió el coñac y leyó la primera plana. Los Skyhawks argentinos seguían bombardeando la fuerza de operaciones inglesa en San Carlos y el estrecho de las Falklands.
—Aquí lo que define es el Exocet —dijo el barman—. Qué arma más extraordinaria. ¡Pensar que es francesa! Uno lo lanza a sesenta kilómetros, el misil cae a la superficie y se desliza a tres metros por encima de ella, a poco menos de la velocidad del sonido. Lo leí en un artículo en el París Match de ayer. Ese condenado aparato no falla nunca.
Lo cual no era cierto, pero Belov no tenía ganas de discutir.
—Es un triunfo de la tecnología francesa —se limitó a decir, alzando la copa, y el barman alzó la suya.
Una ráfaga de viento y lluvia entró al abrirse la puerta para dar paso a un hombre. Era pequeño, de pelo oscuro, rostro delgado y bigote. Su impermeable chorreaba agua y le costó un gran esfuerzo cerrar su paraguas. Se llamaba Juan García, era el primer secretario del departamento comercial de la Embajada Argentina en París. En realidad era mayor de Inteligencia del Ejército.
—Nikolai —dijo García en buen francés y tendió la mano al otro con genuina cordialidad—. Me alegro de verte.
—Lo mismo digo —dijo Belov—. Pide un café. Es excelente, y el coñac te hará bien a la garganta.
Hizo un gesto al barman y encendió un cigarrillo mientras García se quitaba el impermeable. El barman trajo el café y el coñac y se retiró a la cocina.
—Dijiste que era urgente —dijo Belov—. Así lo espero. Es una hora horrible para estar en la calle.
—Es urgente —dijo García—. De la mayor importancia para mi país. ¿Has leído los diarios?
—Parece que nuestros amigos británicos lo están pasando mal. Otra fragata destruida y un destructor dañado. La cuenta va en aumento.
—Desgraciadamente, ése es sólo un lado de la moneda —dijo García—. El otro es que la mitad de nuestros bombarderos Skyhawk no vuelven a sus bases. Un nivel de pérdidas inaceptable.
—Eso significa, hablando con franqueza, que en poco tiempo vosotros no tendréis pilotos. A su vez, la flota británica tiene que soportar los bombardeos en la bahía de las Falklands y el estrecho San Carlos, y vosotros todavía tenéis el Exocet. El ataque al Sheffield es muy elocuente.
—Pero no tenemos suficientes —dijo García—. Se lanzaron dos contra el Sheffield, y uno falló por completo. También fallaron en otros ataques. Se necesita tiempo para acostumbrarse a semejante arma. Creo que lo hemos logrado. Tenemos buen asesoramiento.
—¿De los expertos franceses?
—El presidente Mitterrand lo negará, pero sí, los franceses nos han ayudado con los lanzamisiles y los sistemas de control. Y, desde luego, tenemos un escuadrón de bombarderos Super Etendard, que son esenciales para esta tarea. No conozco el aspecto técnico, pero parece que su sistema de radar es compatible con el Exocet. No se puede decir lo mismo del Mirage.
García estaba ocultando algo. Belov le dijo con suavidad:
—Cuéntame, Juan.
García removió el café. Evidentemente, estaba tenso.
—Hace un par de días una unidad del Special Air Service británico efectuó un ataque comando a nuestra base en Río Gallegos. Destruyeron seis Super Etendard.
Belov, que estaba al corriente del hecho hasta sus últimos detalles, asintió, comprensivo.
—Eso habrá reducido vuestra capacidad ofensiva.
—Desde luego, los demás Etendards se encuentran en bases secretas. Aún nos quedan suficientes para lo que queremos hacer.
—¿Qué es?
—Los británicos tienen dos portaaviones, el Hermes y el Invincible. Si hundimos cualquiera de los dos, su cobertura aérea quedará drásticamente reducida. Tendrán que retirar la flota.
—¿Lo crees posible?
—Según nuestros expertos es cuestión de tiempo, pero necesitamos más Exocets. —Golpeó con el puño sobre la mesa—. Y los franceses, presionados por la comunidad Europea, no os los dan.
—Exactamente.
—Se dice que los libios ofrecen su ayuda.
—Ya sabes cómo es Kadhafi. Habla mucho pero, cuando se decide a hacer algo, ya es tarde.
Se hizo el silencio y Belov encendió un cigarrillo americano.
—¿Qué quieres de mí, amigo mío?
—Tu gobierno nos ha ayudado mucho. Con discreción, claro. Información proporcionada por el satélite, etcétera. Muy útil. Sabemos que estáis de nuestra parte en este asunto.
—No, Juan —dijo Belov—. En esto somos neutrales.
García dio rienda suelta a su exasperación.
—Por amor de Dios, deja de fingir, vosotros deseáis la derrota de los ingleses. Os vendría de perillas; semejante derrota sería un golpe psicológico desastroso para la Alianza Atlántica.
—Pues bien, ¿qué quieres?
—Exocets. Tengo dinero. Está en Ginebra, todo el que haga falta. En oro o la divisa que quieras. Sólo te pido un nombre, un intermediario. No me digas que no puedes hacer nada.
Nikolai Belov lo contempló por unos instantes y luego miró su reloj.
—Está bien, déjalo en mis manos. Te llamaré más tarde. A tu apartamento, no a la Embajada.
—¿Tienes a alguien?
—Tal vez. Vete. Yo te seguiré.
García se fue. Una nueva corriente de aire frío barrió el salón. Belov se estremeció, echó una mirada de disgusto al sórdido salón y se puso de pie.
El barman salió de la cocina.
—¿Algo más, Monsieur?
—No, gracias. —Dejó un billete sobre el mostrador y se abrochó el abrigo—. Me pregunto por qué Dios nos habrá enviado un clima como éste.
Abrió la puerta y salió.
Belov vivía en un apartamento en el último piso de un lujoso edificio del Boulevard Saint Germain. Después de su cita con García se dirigió allí directamente. Tenía frío y estaba cansado, pero la perspectiva de encontrarse con Irana Vronsky le causaba placer. Esa mujer atractiva, de treinta y cinco años y formas generosas, era secretaria de Belov desde hacía diez años, más o menos. La había seducido al mes de contratarla y ella le era totalmente fiel.
Al abrirle la puerta, Belov vio que vestía un magnífico salto de cama de seda negra, que se abría al caminar y dejaba ver asimismo provocativas medias negras. Belov la abrazó.
—Qué bien hueles.
Lo miró con preocupación.
—Nikolai, estás helado. Te traeré café. ¿Qué ha pasado?
—Primero trae el café. Luego iremos a la cama. Y después te diré qué quería García y tú te encargarás de todo con ese gran sentido común que te caracteriza.
Irana yacía de costado en la cama, mirándolo mientras fumaba un cigarrillo.
—¿Qué ganas con esto, Nikolai? Esos argentinos son unos fascistas. Gobierno militar y miles de desaparecidos. Prefiero a los británicos.
—Hablas asi porque quieres que pida el retiro y nos instalemos en Kensington para que puedas ir de compras todos los días a Harrods. —Sonrió e inmediatamente se puso serio—. Este asunto me interesa por varias razones. Una pequeña guerra en la que no participamos es siempre útil, sobre todo cuando se enfrentan dos países anticomunistas. Podemos obtener gran cantidad de información sobre el armamento que utilizan, etcétera.
—Es una buena razón.
—Hay otra importante, Irana. Con Exocets o sin ellos, los ingleses van a ganar. Sí, ya sé que la Fuerza Aérea argentina está haciendo un trabajo extraordinario, pero la Marina permanece anclada en puerto y el ejército de ocupación de las Falklands consiste principalmente en reclutas bisoños. Tiemblo al pensar en lo que les sucederá cuando los infantes de Marina y los paracaidistas ingleses se pongan en marcha.
—¿Significa eso que no ayudarás a García?
—Quiero hacer exactamente lo que me pidió, pero la cuestión es cómo hacerlo de manera tal que desacredite a la Junta que gobierna Argentina. Si pudiéramos derrocar al gobierno militar, se abrirían enormes posibilidades de instaurar un gobierno popular.
—Dios mío, qué imaginación. ¿En qué estás pensando, en una flota rusa instalada en Río Gallegos para controlar el Atlántico Sur?
—Exactamente. Suena hermoso, ¿verdad?
Belov permaneció tendido un rato más, y ella le acarició el muslo y el vientre. Bruscamente, él le apartó la mano, excitado.
—¡Ya lo tengo! Donner. Le encantará hacerlo. ¿Dónde está?
—Esta semana está en Londres, creo.
—Llámalo ahora mismo. Dile que tome el primer avión en Heathrow. Lo quiero aquí antes del mediodía.
Ella saltó de la cama y fue a telefonear, mientras Belov encendía otro cigarrillo. Se sentía satisfecho de sí mismo.
Félix Donner era un hombrón de más de un metro ochenta de estatura, hombros anchos y una cabellera negra que le ocultaba las orejas. Ser presidente del consejo directivo de Donner Development Corporation lo convertía en un personaje conocido y muy respetado en los círculos financieros londinenses.
Su trayectoria era ampliamente conocida. Se creía que era australiano de Rum Jungle, en el Northern Territory, que había combatido con el ejército de su país en Corea. Después de pasar dos años en un campo de prisioneros en China, lo habían liberado y él se había instalado en Londres. Se había hecho millonario durante el boom inmobiliario de los años sesenta. A partir de entonces había diversificado sus intereses, que abarcaban desde la electrónica a los astilleros.
Solía aparecer en los diarios entre varias estrellas en una premiére del espectáculo, jugando al polo, cazando perdices o incluso saludando a la realeza en alguna cena de beneficencia.
Todo lo cual resultaba bastante irónico, ya que ese personaje benévolo y popular era en realidad un tal Víctor Marchuk, un ucraniano que no pisaba su patria desde hacía treinta años.
Los rusos tenían escuelas de espionaje diseminadas por toda la Unión Soviética, cada una con sus propias características. En la de Glacyna, los agentes adiestrados para operar en los países de nabla inglesa vivían en una réplica de pueblo británico y aprendían todas las costumbres occidentales.
El auténtico Félix Donner, un huérfano sin parientes, había sido llevado de un campo de prisioneros de China a Glacyna para que Marchuk lo estudiara como una muestra de laboratorio.
Tiempo después, el falso Donner, que no era otro que Marchut, fue devuelto a los chinos, para trabajar en una mina de carbón en Manchuria. Y puesto que había sido el único superviviente de los seis prisioneros de su unidad, no quedó nadie que pudiera sospechar de ese gigante con veinticinco kilos de menos que fue dejado en libertad al año siguiente.
Esa mañana, un saludable Félix Donner se paró, se desperezó y se acercó a la ventana del apartamento de Belov.
—Parece interesante.
—¿Podrás hacer algo al respecto? —preguntó el dueño de la casa.
—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Quiero hablar con el argentino, García. Dile que venga y traiga todo el material en su poder sobre el asunto. Luego veremos.
—Muy bien —dijo Belov—. Sabía que podía contar contigo. Discúlpame un momento, lo llamaré desde mi escritorio.
El diplomático salió y entró Irana Vronsky con una bandeja de café. Llevaba el pelo recogido en la nuca con una cinta negra, una falda gris, blusa blanca y medias negras.
Donner la rodeó con sus brazos, la estrehó contra su cuerpo y la besó.
—¿Nikolai te cuida bien? —preguntó en ruso—. Si no, avísame. Tal vez pueda hacer algo al respecto.
—Hijo de puta.
—No eres la primera que lo dice —rió.
Irana salió del cuarto.
Juan García y Nikolai Belov bebían café en silencio junto a la ventana, mientras en el otro extremo del cuarto, sentado en una poltrona junto al fuego, Félix Donner leía los documentos de la gruesa carpeta que había traído el argentino.
Después de un rato el australiano cerró la carpeta y encendió un cigarrillo.
—Es un asunto extraño. El Etendard es producido por Dassault, cuyo paquete de acciones pertenece en un cincuenta y uno por ciento al gobierno francés.
—Exacto —dijo García.
—Y el fabricante del Exocet es Aerospatiale Industries, empresa estatal cuyo presidente es el general Jacques Mitterrand, hermano del presidente de Francia. Extraña situación, considerando que el gobierno francés ha suspendido toda ayuda militar a la Argentina.
—Sin embargo —dijo García—, afortunadamente, había un equipo de técnicos franceses en mi país antes del comienzo de las hostilidades. El equipo estaba en la base de Bahía Blanca y nos brindó una ayuda inestimable en la instalación y puesta a punto de los lanzamisiles y de los sistemas de control.
—Según he leído en la carpeta no es ésa la única ayuda con que cuentan ustedes. Este Bernard, el doctor Paul Bernard, les ha suministrado informes clave para el éxito de la operación.
—Es un ingeniero electrónico brillante —dijo García—. Anteriormente fue jefe de uno de los departamentos de investigación en la Aerospatiale. Ahora es profesor en la Sorbona.
—Me interesaría conocer sus motivos —dijo Donner—. ¿Por qué lo hace? ¿Por dinero?
—No, parece que detesta a los ingleses. Cuando estallaron las hostilidades y el presidente Mitterrand impuso el embargo, llamó a la Embajada para ofrecernos su ayuda.
—Muy interesante —dijo Donner.
—Hay mucha gente que simpatiza con nosotros aquí —añadió García—. Tradicionalmente, Francia y Gran Bretaña no han sido muy buenos amigos que digamos.
Donner abrió nuevamente la carpeta y frunció el entrecejo. Belov estaba maravillado por su actuación.
—¿Podrá ayudarnos? —preguntó García.
—Creo que sí. Por ahora no puedo decirle más. Desde luego, será sobre bases estrictamente comerciales. Francamente, no me interesa saber quién tiene la razón en este asunto. Puedo llegar a conseguirles algunos Exocets, por los que tendrán que desembolsar de dos a tres millones.
—¿Dólares? —preguntó García.
—Yo opero en la City londinense, señor García. Mi única divisa es la libra esterlina. Y el oro. ¿Dispone de los fondos necesarios?
García sintió un nudo en la garganta.
—No hay problema. Esos fondos están depositados en Ginebra.
—Bien. —Donner se puso de pie—. Quiero hablar con el profesor Bernard.
—¿Cuándo?
—Lo antes posible. —Donner miró su reloj—. Digamos a las dos de la tarde. En algún lugar público.
—¿Las dos? —preguntó García con angustia—. Es un plazo muy breve. Quizá resulte imposible.
—Pues le sugiero que lo haga posible —dijo Donner—. El factor tiempo es esencial en este asunto. Si actuamos, debemos hacerlo en una semana o diez días, como máximo. Después será demasiado tarde, ¿no le parece?
—Por supuesto —dijo García con precipitación. Se volvió a Belov—: ¿Me permites tu teléfono?
—Usa el del escritorio.
García salió.
—¿Ya tienes un plan? —preguntó Belov.
—Es posible —dijo Donner—. He leído algo en esa carpeta que nos cae como anillo al dedo.
—¿Estarás en tu apartamento de la rué de Rivoli?
—Sí. Wanda ya está ahí, para poner todo en orden.
—¿Cómo está? ¿Siempre tan hermosa?
—¿Alguna vez fui fácil de satisfacer?
Belov rió.
—Me pregunto qué harías si Moscú te ordenara volver a la patria después de tantos años.
—¿La patria? —dijo Donner—. ¿Qué patria? Además, no lo harán. Mis servicios son demasiado valiosos aquí. Soy el mejor, tú lo sabes.
Belov meneó la cabeza.
—No te comprendo, Félix. ¿Por qué lo haces? No eres ningún patriota, y siempre dices que para ti la política es un juego de niños.
—Es el único juego que vale la pena —dijo Donner—. Disfruto con él. Me gusta derrotar al enemigo, Nikolai, quienquiera que sea. Eso es todo.
—Te comprendo —asintió Belov—, de verdad. ¿Stavrou está contigo?
—Me espera en el auto.
García abrió la puerta y entró.
—Bien —dijo—, todo está dispuesto.
La cita con Bernard tuvo lugar en un vapor para turistas en el Sena, aunque, debido a la lluvia, los turistas no eran muchos. Sentados bajo un toldo en la popa, Donner y Bernard bebían una botella de Sancerre. A pocos metros de distancia, apoyado contra la baranda, un hombre aun más alto que Donner contemplaba el paisaje. Vestía un impermeable sobre un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata negra. Su pelo canoso estaba cortado al ras, y su rostro plano, ojos sesgados y nariz ancha le daban un aspecto oriental.
Su nombre era Yanni Stavrou, y se puede asegurar que tenía sangre turca en las venas. Había obtenido la ciudadanía francesa por sus servicios en el regimiento de paracaidistas de la Legión Extranjera en Argelia. Era un nombre sumamente peligroso. Desde hacía diez años era chófer, guardaespaldas y mano derecha de Donner.
—Creía que García estaría aquí —dijo Bernard.
—No es necesario —dijo Donner—. Ya me ha dicho todo lo que sabe. Necesitan más Exocets con suma urgencia.
—Me lo imagino. Y a usted, ¿por qué le interesa?
—Me han pedido que se los consiga. Usted ya les ha brindado gran ayuda. Eso resulta en extremo peligroso para un hombre en su posición. ¿Por qué se arriesga?
—Porque discrepo con la medida de embargo. El gobierno se equivocó. No debimos haber tomado partido por ninguno de los bandos. Ha sido un error.
—Pero usted lo ha hecho. ¿Por qué?
—No me gustan los ingleses.
Bernard se encogió de hombros.
—Eso no basta.
—¿No basta? —Bernard alzó la voz, furioso, y Stavrou, siempre alerta, se volvió hacia ellos—. Déjeme decirle algunas cosas sobre los ingleses. En 1940 huyeron. Nos abandonaron. Cuando los alemanes llegaron a la aldea, mi padre y otros trataron de oponer resistencia. Un puñado de campesinos con fusiles de la primera guerra mundial. Los ejecutaron en la plaza. Mi madre, junto con la mayoría de las mujeres, fue encerrada en la alcaldía para que divirtiera a los soldados. A pesar de los años transcurridos, todavía puedo recordar sus gritos. —Escupió al río—. No me hable de los ingleses.
En su fuero interno, Donner recibió esas palabras con satisfacción.
—Qué horror —dijo—. Comprendo perfectamente.
—Pero usted —dijo Bernard—, usted es inglés. No comprendo.
—Australiano —dijo Donner—. Hay una gran diferencia. Además, soy un hombre de negocios. De modo que vamos al grano. Hábleme de la Ile de Roe.
—¿La Ile de Roe? —dijo Bernard, perplejo.
—Allí están probando el último modelo de Exocet. Usted se lo dijo a García. He leído sus notas.
—Sí, claro. Es más bien un peñasco, a unas quince millas de la costa bretona, al sur de St.-Nazaire. Si se mira hacia el mar, desde allí sólo se ve el Atlántico y luego Terranova.
—¿Cuántas personas hay allí?
—Treinta y cinco, a lo sumo. Técnicos de Aerospatiale y personal militar de los regimientos de misiles. Oficialmente, es una base militar.
—¿Ha estado allí?
—Por supuesto. Varias veces.
—¿Cómo se llega hasta allí? ¿Por aire?
—No, es imposible. No hay dónde aterrizar. En realidad, no es del todo cierto. La aviación militar hizo aterrizar un avión pequeño en una de las playas en la bajamar. Pero no resulta práctico. Incluso los helicópteros aterrizan con dificultad debido a los fuertes vientos en la zona de los acantilados. El clima en general es horrible, pero el lugar es bueno debido a su aislamiento. Generalmente van a tierra firme por mar. Al puerto pesquero de St.-Martin.
Donner asintió.
—Supongamos que yo quisiera saber qué sucede en la Ile de Roe en la próxima semana, o diez días, ¿podría usted averiguarlo? ¿Tiene buenos contactos allí?
—Excelentes —dijo Bernard—. Puedo conseguirle la información que desee, en el menor plazo. Se lo garantizo.
Donner llenó de nuevo los vasos.
—Este Sancerre es excelente. —Miró a Stavrou—. Pídenos otra botella. —Encendió un cigarrillo, se reclinó en el asiento y miró a Bernard—. Bueno, hábleme de la isla. Empiece por contarme cuándo estuvo allí por última vez.
Wanda Jones era una muchacha agraciada; la blusa de seda blanca y la falda negra acentuaban las suaves curvas de su cuerpo, pero era menuda a pesar de los tacones altos. Su pelo era negro, sus ojos grandes y rasgados y su boca pequeña y sensual. Vestía con suma elegancia porque había aprendido a la fuerza la norma de Donner que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
Por sus venas corría en parte sangre negra, cosa que se reflejaba en su piel, y cuando abría la boca se notaba al instante que había nacido en los barrios bajos londinenses.
Donner la había recogido una noche en las calles del Soho, cuando su amiguito del momento intentaba obligarla a ejercer la prostitución. Stavrou lo dejó con dos costillas y el brazo izquierdo rotos, tendido en un portal. A partir de ese momento, Wanda se vio arrojada de cabeza en un mundo de lujos y placeres.
En ese momento tenía dieciséis años, pero a Donner le gustaban las mujeres jóvenes. El único temor de ella era que él la abandonara, ahora que había llegado a la edad crucial de veinte años. Era una perspectiva aterradora, porque realmente lo amaba.
Cuando entró en su escritorio en el lujoso apartamento de la rué de Rivoli, él estaba sentado en su sillón giratorio detrás de la mesa. Con los brazos cruzados estudiaba el mapa de la Ile de Roe y la zona costera de St.-Martin que Stavrou le había obtenido. Ya había discutido el problema esa tarde con ella, después de hacer el amor. Jamás le ocultaba nada, y Wanda estaba convencida de que eso reflejaba confianza por parte de él.
Dejó las tazas de café sobre el escritorio y le rodeó el cuello con un brazo. El deslizó su mano bajo su falda distraídamente y le acarició el muslo.
—¿Crees que se puede?
—Claro que sí. Siempre se puede, si uno lo estudia con cuidado.
—Nikolai y ese señor García te esperan.
—Muy bien. —Se volvió, la besó en el cuello y la atrajo hacia él para que se sentara sobre sus rodillas—. Le he dicho a Stavrou que alquile un avión privado. Quiero que vayas a St.-Martin —señaló el lugar con el dedo— a primera hora de la mañana. Alquila una casa para nosotros en la zona. Una buena casa que esté disponible. Algo habrá. Siempre las hay en esas zonas campestres.
—¿Algo más?
—El resto te lo diré después. Diles a Nikolai y García que pasen.
Ella salió e hizo entrar a los dos hombres. Donner se puso de pie y fue a la ventana. Le encantaba la vista panorámica de la ciudad.
—Gracias a Dios, ha dejado de llover.
—Por favor, señor Donner —dijo García con impaciencia—, usted dijo que tenía novedades.
Donner se volvió hacia él.
—Por supuesto. Está todo bajo control, amigo mío. Creo
Koder asegurarle que el lunes tendrá unos diez Exocets de i última serie.
García lo miró, reverente.
—¿Habla en serio?
—Absolutamente. Déjelo en mis manos. Hay algo que debe hacer. Quiero que mi contacto sea un oficial de la Fuerza Aérea argentina. No un burócrata sino un piloto de primera. Un vuelo de Buenos Aires a París dura quince horas. Si envía el mensaje esta misma noche, el piloto podría estar aquí mañana o pasado.
—Por supuesto, señor. Enviaré el mensaje de inmediato. ¿Y la cuestión financiera?
—Eso lo arreglamos después.
Cuando García hubo partido, Donner fue hasta el bar y sirvió dos vasos de whisky.
—¿Qué estás tramando? —preguntó Belov.
Donner le alcanzó un vaso.
—¿Qué dirías tú si, además de obtener los Exocets, hundo a los argentinos, obligo a los franceses a romper relaciones con medio mundo y provoco todo un escándalo internacional? ¿Te gustaría?
—Me encantaría —replicó Belov—. Cuéntamelo.
Donner le contó hasta el último detalle.