CAPITULO 1
El furgón amarillo de la empresa de teléfonos dobló la esquina. Llovía. Grosvenor Place estaba desierta, no había ni un vehículo a la vista, lo cual no era sorprendente, considerando el estado del tiempo y el hecho cíe que eran las tres de la mañana.
Harvey Tackson redujo la velocidad, sus manos sudorosas aferradas al volante. Vestía un impermeable amarillo: era un hombre robusto, de casi cuarenta años de edad; su cabello largo y oscuro enmarcaba un rostro que rara vez sonreía, de pómulos altos y mirada dura.
La lluvia era tan copiosa que los limpiaparabrisas se movían con dificultad. Se detuvo junto a la acera y sacó un cigarrillo de un paquete que había sobre el tablero. Lo encendió, bajó la ventanilla y contempló el alto muro de ladrillos coronado de alambre de púas que rodeaba los jardines detrás del Palacio de Buckingham.
Golpeó con los nudillos en el tabique a su espalda. La ventanilla se corrió inmediatamente y apareció el rostro de Tony Villiers.
—¿Qué pasa?
—Llegamos. ¿Listo?
—Dos minutos. Ocupa tu puesto.
La ventanilla se cerró, Jackson puso primera y partió.
El interior del furgón estaba fuertemente iluminado por un tubo de neón y atiborrado de instrumentos de reparación de teléfonos. Tony Villiers se afirmó contra la mesa de trabajo y, mientras el camión se sacudía, se embadurnó el rostro con crema negra de camuflaje, mirándose en un espejo apoyado en la caja de herramientas.
Tenía treinta años, altura mediana y hombros anchos. Sus ojos eran negros e inexpresivos. Alguna vez le habían roto la nariz. El cabello negro y enmarañado le llegaba casi hasta los hombros. Llevaba un uniforme negro de paracaidista y botas de comando francés que le daban un aspecto sumamente peligroso.
Había cansancio y amargura en sus ojos; su mirada era la de un hombre que ha estudiado a fondo el mundo y sus habitantes y no ha quedado muy satisfecho con lo que ha visto.
Se cubrió la cabeza con un pasamontañas de lana negra, dejando sólo sus ojos al descubierto, mientras el furgón cruzaba la calle, subía a la acera y se detenía junto al muro.
Sobre la mesa había un revólver Smith & Wesson Magnum con silenciador Carswell junto a un portafolio. Lo colocó en la cartuchera ajustada a su pierna derecha, abrió el portafolio y sacó una foto grande en blanco y negro. La habían tomado al anochecer del día anterior con lente telescópica y mostraba la Entrada de Embajadores a un lado del Palacio de Buckingham. También mostraba una escalera de albañil apoyada contra el muro, junto al pórtico. Más importante aún, se veían dos o tres ventanas semiabiertas por encima del techo plano.
Villiers guardó la foto y abrió la ventanilla.
—Veinticinco minutos, Harvey. Si para entonces no he vuelto, desaparece.
—Haga lo que tenga que hacer y vámonos a casa, mayor —dijo Jackson.
Villiers cerró la ventanilla, se subió a la mesa y abrió una escotilla. Trepó al techo del furgón, la cerró y permaneció agazapado bajo la lluvia. El muro se hallaba a un par de metros. Saltó el alambre de púas, se aferró a la rama de un árbol y, tras deslizarse hasta el tronco, se dejó caer en la oscuridad.
El policía de guardia en los jardines de Palacio del lado de Grosvenor Place pensaba que la vida era una verdadera porquería. Mojado hasta la médula de los huesos, el infeliz se había refugiado bajo un árbol, cuando el perro alsaciano a su lado comenzó a gruñir. De inmediato, el policía estuvo alerta.
—¿Qué pasa, muchacho? —susurró, quitándole la trailla—. ¡Busca, busca!
El alsaciano partió a la carrera. Villiers, agazapado junto a un árbol a veinte o treinta metros de distancia, advirtió el gruñido y tomó el aerosol que llevaba en otro bolsillo del uniforme. Cuando el perro, adiestrado para atacar en silencio, se le abalanzó, Villiers levantó su brazo izquierdo, envuelto en material acolchado justamente para enfrentarse a esa contingencia, dejó que el alsaciano mordiera salvajemente y le roció el hocico con el aerosol. El perro cayó fulminado, sin el menor ruido.
Minutos más tarde el guardia comenzó a acercarse con cautela.
—Rex, aquí.
La mano experta de Villiers le dio un golpe seco en la nuca. El policía gimió y se derrumbó. Villiers le ató las manos a la espalda con sus propias esposas, le quitó el transmisor de radio y lo guardó en otro bolsillo de su uniforme. Luego corrió a través del oscuro jardín hasta la puerta trasera del Palacio.
Harvey Jackson salió del furgón y abrió la portezuela de atrás. Tomó un par de garfios de su interior, se inclinó sobre la tapa de una boca de alcantarilla en la acera y la quitó. Luego sacó del furgón una lámpara con un cable largo para suspenderla en la oscuridad, un letrero rojo donde decía «Peligro, hombres trabajando», varias lonas y una tienda. Se introdujo en la cámara, abrió uno de los tableros de inspección, poniendo al descubierto una maraña de cables multicolores, y se sentó a esperar.
Cinco minutos más tarde oyó el motor de un automóvil y, al asomarse, vio que un coche patrulla policial se detenía junto a la acera. El conductor lo miraba con una sonrisa burlona.
—Bonita manera de ganarse la vida. Te lo mereces, por buscarte un trabajo como éste.
—¿Y qué me dices de ti? —replicó Jackson.
—Supongo que te pagarán extra por trabajar a estas horas.
—Sí, ya lo creo.
El policía sonrió otra vez.
—Ten cuidado. Si sigue lloviendo así, cuando amanezca estarás nadando allí adentro.
Se alejó. Jackson encendió un cigarrillo y se sentó. Mientras silbaba suavemente en la oscuridad, se preguntó qué estaría haciendo Villiers.
Villiers halló la escalera de los albañiles bajo el pórtico y trepó al techo plano de la Entrada de Embajadores sin la menor dificultad. Dos de las ventanas que había visto en la foto seguían semiabiertas. Se deslizó por una cornisa hasta la más cercana de ellas, la alzó, saltó sobre el alféizar y penetró en una pequeña oficina. Abrió la puerta con cautela y salió a un pasillo oscuro.
La Cámara Real se encontraba al otro lado del Palacio. Gracias a los planos que le habían suministrado, conocía la disposición de los cuartos, de modo que recorrió rápidamente el laberinto de corredores, todos tan desiertos como era previsible a esa hora. Cinco minutos más tarde se encontró en el extremo del corredor que conducía a la suite privada. A pocos metros de distancia estaba el apartamento de la reina: sabía que consistía en un comedor que daba a una sala de estar y luego un dormitorio. Más allá, doblando una esquina, estaba el cuarto donde dormían los guardaespaldas. Frente a él, en el vestíbulo, un agente de policía leía una novela barata.
Villiers lo observó cautelosamente por unos momentos, luego retrocedió por el pasillo y sacó el transmisor de radio que le había quitado al policía en el jardín. Oprimió el botón del canal cuatro y aguardó.
El aparato crepitó y se oyó una voz:
—Aquí Jones.
Villiers respondió con voz suave:
—Aquí oficina de seguridad. Está sonando la alarma en la pinacoteca. Estamos recibiendo una señal intermitente. Échele un vistazo, ¿quiere?
—De acuerdo —dijo Jones.
Villiers se asomó con cautela: el policía echó a andar por el corredor en dirección opuesta. Dobló una esquina y desapareció. Inmediatamente, Villiers llegó hasta la puerta del apartamento de la reina, se detuvo un instante, tomó aliento y la abrió.
Su Majestad la reina Isabel II se encontraba cómodamente sentada junto a la chimenea en su sala de estar, leyendo un libro. A pesar de la hora, estaba esmeradamente peinada y vestía chaqueta azul, falda de tweed y un collar de perlas. Al oír el crujido de la puerta levantó la cabeza. Villiers entró en el cuarto y cerró la puerta a sus espaldas.
El uniforme negro y el pasamontañas, que sólo dejaba sus ojos al descubierto, le daban un aspecto sumamente amenazante. Se detuvo un instante y luego se quitó el pasamontañas.
—Ah, es usted, mayor Villiers —dijo la reina—. ¿Tuvo alguna dificultad?
—Me temo que no, madam.
La reina frunció el entrecejo.
—Comprendo. Bueno, manos a la obra. Supongo que tiene poco tiempo.
—Muy poco, madam.
Cogió un diario y se lo mostró:
—Es el Standard de anoche. ¿Servirá?
—Creo que sí, madam.
Villiers tomó una cámara Polaroid portátil de uno de los bolsillo del uniforme y se acomodó para retratarla. La reina alzó el diario, Villiers disparó el flash y luego, con un suave zumbido, la cámara extrajo la foto. Villiers la expuso al calor del fuego y el rostro de la reina apareció lentamente.
—Excelente, madam.
Se la mostró.
—Muy bien, entonces será mejor que se retire. No conviene que lo encuentren aquí, arruinaría todo el plan.
Villiers volvió a colocarse el pasamontañas, hizo una breve reverencia, cerró la puerta tras de sí y desapareció. La reina permaneció inmóvil unos instantes, preguntándose si no convendría retirarse a dormir. La lluvia repiqueteaba en la ventana. Se estremeció ligeramente, tomó el libro y siguió leyendo.
Diez minutos más tarde, Tony Villiers saltó el muro como un fantasma negro y cayó sobre el techo del furgón de la empresa telefónica.
—Rápido, Harvey —susurró mientras abría la escotilla y se introducía en el furgón.
Jackson se levantó al instante, guardó la tienda, el letrero y la lámpara en el furgón y cerró la portezuela de atrás. Villiers oyó desde adentro el ruido metálico de la puerta al encajar en su lugar y a continuación unos pasos que corrían a la cabina del furgón. Se quitó el pasamontañas, abrió un frasco de crema cosmética y empezó a limpiarse el rostro. Momentos más tarde el vehículo partió.
En 1972, cuando el problema del terrorismo internacional adquirió carácter de epidemia, el director general del D15, el Servicio de Inteligencia británico, autorizó la creación de un departamento llamado Grupo Cuatro, con poderes otorgados directamente por el primer ministro, para coordinar la investigación de todos los casos de terrorismo, subversión y asuntos afines.
El brigadier Charles Ferguson estuvo a cargo del grupo desde su creación. Era un hombre robusto, de aspecto bondadoso, cuyos trajes estaban siempre arrugados y parecían demasiado grandes para él. Lo único militar en su indumentaria era la corbata negra. El pelo canoso revuelto y la prominente papada le daban un leve aire de profesor universitario venido a menos.
En ese momento vestía el típico abrigo de los guardias reales, con el cuello levantado para protegerse del frío matinal. El Bentley estaba aparcado en Eaton Square, no muy lejos del Palacio. El único acompañante del brigadier era su chófer, Harry Fox, un hombre delgado y elegante de veintinueve años de edad, que hasta tres años antes había sido capitán en el regimiento de los Blues and Roys. El guante de cuero liso en su mano izquierda disimulaba una mano ortopédica, ya que había perdido dicha extremidad al estallarle una bomba cuando se hallaba de servicio en Belfast.
Sirvió té de un termo en tazas de plástico y le pasó una a Ferguson.
—Me pregunto cómo le irá.
—¿A Tony? Pues estará actuando con la implacable eficiencia de siempre. Jamás permite que nada lo detenga. Rastros de haber sido presidente del centro estudiantil en Eton.
—Sin embargo, señor, si lo atrapan habrá problemas. Y eso no servirá para mejorar la imagen del SAS.
—Se preocupa demasiado, Harry —dijo Ferguson. Su mirada se posó en un furgón amarillo de la empresa de teléfonos, aparcado al otro lado de la plaza junto a una alcantarilla rodeada por una cortina de lona—. Mire a esos pobres infelices. Qué manera de ganarse el pan. Metidos en un pozo a esta hora inverosímil y bajo semejante lluvia.
Un Ford Granada negro, con un hombre al volante y otro sentado en el asiento trasero, se detuvo junto a la acera. Un hombre gordo de impermeable negro y sombrero blando bajó, se acercó al coche de Ferguson y se introdujo en él.
—Cómo está, superintendente —dijo Ferguson—. Harry, le presento al superintendente Carver, jefe de detectives del Servicio Especial, enviado por las autoridades de Scotland Yard como observador oficial de este procedimiento. Tenga cuidado, superintendente. —Ferguson sirvió té en una taza y se la ofreció—. Antiguamente ejecutaban a los portadores de malas noticias.
—Tonterías —replicó Carver afablemente—. Su agente no tendrá la menor oportunidad, y usted lo sabe. ¿Cómo pensaba entrar?
—No tengo la menor idea —dijo Ferguson—. No me interesan los métodos, superintendente, sólo los resultados.
—Atención, señor —elijo Fox—. Creo que tenemos visitas.
Los dos operarios de teléfonos habían salido de la alcantarilla y cruzaban la plaza hacia el coche con los impermeables empapados bajo la lluvia. Fox abrió la guantera y sacó una pistola Walther PPK.
—Qué ingenioso —dijo Ferguson. Bajó la ventanilla—, Buenos días, Tony. Buenos días, sargento.
—Buenos días, señor —dijo Jackson, entrechocando los talones.
Villiers se inclinó y le pasó la foto Polaroid de la reina.
—¿Algo más, señor?
Ferguson estudió la foto y, sin decir palabra, se la tendió al superintendente. Carver se irguió bruscamente en el asiento.
—¡Dios mío!
Ferguson tomó la foto, sacó un encendedor y la hizo arder. Luego se dirigió a Villiers.
—No convendría que esa foto anduviera circulando por ahí. Bueno, cuéntenos todo.
—El dispositivo de alarma del jardín está apenas a medio metro del muro. Se puede eludir sin dificultad. El sistema de alarma del Palacio propiamente dicho es anticuado y defectuoso. Cualquier ladronzuelo podría entrar. —Le tendió la foto del exterior del Palacio tomada el día anterior—. Los albañiles dejan su escalera, las criadas dejan las ventanas abiertas...
Carver parecía abatido.
—Nosotros iremos a dar una vuelta. Siga usted, señor —dijo Villiers.
Él y Jackson se pararon bajo el farol más cercano y encendieron sus cigarrillos.
—¿Quién diablos es este tipo? —preguntó Carver—. Habla como un aristócrata y parece un ladrón de los bajos fondos.
—En realidad, es un mayor de Granaderos, en comisión en el SAS —dijo Ferguson.
—¿Con semejante melena?
—Los del SAS tienen permiso especial para no cortarse el pelo. El camuflaje personal es vital, superintendente, si uno quiere hacerse pasar por un vagabundo en los muelles de Belfast.
—¿Es de confianza?
—Sí, por supuesto. Dos condecoraciones. Cruz Militar en combate contra las guerrillas marxistas en Omán y otra medalla por un asunto en Belfast, información reservada.
Carver sacudió la cabeza.
—Mala cosa. Habrá problemas.
—Les enviaremos el informe completo.
—Lo enviarán con todo placer, ¿verdad?
Cuando Carver salió del auto, Villiers se le acercó, con el rostro pálido a la luz del farol.
—Me olvidaba de mencionar un detalle, superintendente. Su agente de guardia en los jardines de Palacio, frente a Grosvenor Place. Tuve que hacerle perder el sentido. Lo encontrará bajo un árbol junto a la laguna, amarrado con sus esposas. Se encuentra bien, lo vi al salir. Dígale que lamento lo del perro.
—Hijo de puta —dijo Carver.
Se introdujo rápidamente en el Granada, dio un portazo y el coche partió.
—Suba, Tony —dijo Ferguson—. Sargento, confío en que podrá deshacerse del furgón. No preguntaré cómo lo obtuvo.
—Sí, señor —dijo Jackson.
Entrechocó los talones, giró y cruzó la plaza.
Villiers se sentó al lado de Ferguson en el Bentley y Fox arrancó.
—Tiene una semana más de licencia, ¿verdad, Tony?
—Oficialmente, sí.
Ferguson abrió la ventanilla cuando rodeaban el monumento a la reina Victoria frente al Palacio para tomar el Malí.
—¿Ha visto a Gabrielle últimamente?
—No —dijo Villiers con calma.
—¿Vive aún en el apartamento en Kensington Gardens?
—Sólo cuando yo estoy ausente. Tiene su apartamento en París.
—Lamento lo del divorcio.
—No lo lamente —dijo Villiers con voz tajante—. Es lo mejor para los dos.
—¿Lo dice en serio?
—Claro que sí.
Ferguson se estremeció, levantó las solapas del chaquetón para protegerse, pero abrió aun más la ventanilla para que entrara libremente el húmedo aire de la mañana.
—A veces me pregunto qué es la vida.
—Pues no me lo pregunte a mí —dijo Villiers—. Yo sólo estoy de paso.
Cruzó los brazos, se reclinó en el asiento, cerró los ojos y se durmió al instante.
Montero admiró su serenidad.