CAPITULO 7

Raúl Montero salió a la terraza de su casa en Vicente López y contempló los jardines con placer. Una brisa suave agitaba los árboles y el aroma de flores perfumaba el aire. Más allá, el Río de la Plata brillaba bajo la luz del sol del atardecer.

Su madre y Mercedes estaban sentadas junto a una fuente en la terraza y la niña lo vio primero. Lanzó una exclamación de placer y corrió a su encuentro con los brazos extendidos. Vestía pantalones de montar y un chandal amarillo, y llevaba el cabello recogido con una cinta.

—¡Papá, qué sorpresa! ¡Qué sorpresa!

El la estrechó con fuerza y ella sonrió, orgullosa.

—Te vi por televisión, cuando estabas en Gallegos con Lami Dozo. Todas las chicas del colegio te vieron.

—Ah, ¿sí?

—Y vimos los aviones en el Valle de la Muerte y yo sabía que estabas en uno de ellos.

—¿El Valle de la Muerte? ¿Qué sabes de eso?

—¿No es así como llamáis los pilotos al lugar donde atacáis a la flota inglesa? Dos chicas de mi clase han perdido a sus hermanos allí. —Lo abrazó nuevamente—. ¡Qué suerte que estés a salvo! ¿Volverás para allá?

—A Gallegos, no, pero salgo para Francia mañana temprano.

—Tenía clase de equitación, pero voy a cancelarla —dijo Mercedes.

—Nada de eso —dijo doña Elena—. Tu padre estará aquí cuando vuelvas.

Mercedes se volvió hacia él.

—¿Lo prometes?

—Palabra de honor.

Se alejó corriendo. Montero se volvió y tomó las manos de su madre.

—Madre —dijo formalmente, besándole las manos—, me alegro de verte.

Ella contempló su rostro demacrado, los ojos angustiados.

—Por Dios —susurró—, hijo, ¿qué te han hecho?

Era por naturaleza una persona sumamente controlada, que había aprendido muchos años antes que jamás debía expresar excesiva emoción. Por eso, la relación entre ambos siempre había sido muy formal. Pero en ese momento dejó de lado todo protocolo, se puso de pie de un salto y lo abrazó.

—Es bueno que estés de vuelta sano y salvo, Raúl. Muy bueno.

—Mamá.

No usaba esa palabra desde la infancia, y sintió que sus ojos se humedecían de cálidas lágrimas.

—Siéntate. Cuéntame.

El encendió un cigarrillo y se tendió en el césped, completamente relajado.

—Qué bien se está aquí.

—De modo que no vuelves al sur.

—No.

—Hay que agradecérselo a la Virgen. Pilotar aviones a tu edad. Qué tontería, Raúl. Es un milagro que hayas vuelto.

—Pensándolo bien —dijo Montero—, yo también debería encenderle un par de velas a algún santo.

—¿A algún santo o a santa Gabrielle? —El frunció el entrecejo, pero ella prosiguió—: Dame un cigarrillo. No soy tonta. Tres veces te he visto por televisión, volando en ese Skyhawk. Es imposible no ver la inscripción en la carlinga. ¿Quién es, Raúl?

—La mujer que amo —dijo llanamente, empleando los mismos términos con que había respondido a Lami Dozo.

—Háblame de ella.

Montero se puso de pie y comenzó a describirla mientras se paseaba por la terraza.

—Parece una chica extraordinaria.

—Te quedas corta —dijo Montero—. Es el ser humano más excepcional que he conocido. Al menos para mí. Me enamoré perdidamente, a primera vista. No sólo por su belleza, asombrosa de por sí; tiene una alegría que trasciende la pasión física.

Rió en voz alta y las arrugas desaparecieron de su rostro. Ya no parecía cansado.

—Es maravillosa en todos los sentidos, mamá. Siempre esperé en lo más íntimo que la vida me brindaría algo especial, y ahora se ha cumplido.

Elena Llorca de Montero tomó aliento.

—Bueno, no hay nada más que decir. Supongo que me la presentarás cuando lo consideres oportuno. Ahora cuéntame por qué viajas a Francia.

—Lo siento, pero es confidencial. Sólo puedo decirte que Galtieri me lo pidió en nombre de lo que él llama la causa. Cree que, si tengo éxito, podemos ganar la guerra.

—¿Podemos ganar?

—El que crea eso es un ingenuo. La causa... —Fue hasta el borde de la terraza y miró hacia el río—. Hemos perdido ya la mitad de nuestros pilotos, mamá. La mitad. Eso no aparece en los diarios. Las multitudes gritan y agitan banderas, Galtieri pronuncia discursos, pero la única realidad es la carnicería en San Carlos.

Ella se puso de pie y lo cogió del brazo.

—Vamos, entremos.

Subieron juntos a la casa.

En Cavendish Place, Ferguson leía el cable cifrado de la CIA por enésima vez, cuando entró Harry Fox con un par de carpetas.

—Esto es todo lo que se sabe de Félix Donner, señor.

—¿Gabrielle está en la ciudad o ha vuelto a París?

—Sigue en Kensington Palace Gardens. Anoche fui a cenar a Langans y ella estaba allí con algunos amigos. ¿Por qué lo pregunta?

—Por una razón obvia, Harry. Quedó atrapada por los encantos de Raúl Montero y él por los de ella. Podemos aprovechar eso. —Vio la expresión de Harry Fox y alzó una mano—. No se haga el moralista, Harry. Se trata de una guerra, no de un juego de niños.

—Hay días en que preferiría el juego de niños.

—Olvídese de eso por el momento. Hábleme de Donner. Lo más importante.

—Multimillonario. Presidente de la Donner Development Corporation, que opera en un amplio espectro. Construcción, barcos, electrónica, lo que quiera.

—¿Y él?

—Evidentemente, es un personaje muy popular en los medios periodísticos. Empezó con una pequeña empresa inmobiliaria, con el boom de los años sesenta.

—¿Y nunca pierde?

—Jamás, señor. Dadas las circunstancias y el volumen de su cuenta bancaria, parece extraño que se meta en semejante asunto, aunque gane un par de millones de libras.

—Precisamente. —Ferguson contempló la carpeta, con expresión ceñuda—. Algo huele a gato encerrado aquí. Primero el contacto ruso. ¿Cómo sabía Belov, después de hablar con Galtieri, que Donner era el hombre que necesitaba?

—Cierto. ¿Qué opina usted, señor?

—Veo que Félix Donner era huérfano, lo cual resulta muy conveniente. Todos sus compañeros de armas que cayeron prisioneros con él en Corea murieron en cautiverio, lo cual resulta aun más conveniente.

Se produjo un largo silencio.

—Entonces, usted sugiere...

Ferguson se puso de pie, fue a la chimenea y contempló las llamas.

—Es un hombre de negocios muy respetado, señor —dijo Fox—. No tiene sentido.

—Tampoco tenía sentido en el caso de Gordon Lonsdale, ¿recuerda? Un hombre de negocios muy respetado. Por lo que se sabía, era canadiense. Aun hoy, después de tantos años, algunos dudan de su verdadera identidad.

—Un agente profesional. Ruso.

—Exactamente.

—Entonces, usted sugiere que Donner es un nuevo Lonsdale...

—Por el momento sólo podemos contemplar esa posibilidad. También puede que sea un hombre de negocios corrupto, capaz de cualquier cosa con tal de ganar más dinero. Debemos investigarlo.

—¿Qué hacemos, señor? ¿Lo arrestamos?

Ferguson volvió a su escritorio.

—Es difícil mientras siga en Francia. Yo puedo mover algunos hilos allá, pero si esto se hace público se armaría un escándalo y perderíamos las ventajas a largo plazo. Si lo hacemos bien, Harry, derribaremos todo un castillo de naipes. Todos los contactos de la KGB en este país. Por supuesto, siempre que mis sospechas resulten fundadas.

—En efecto.

—Ni siquiera sabemos qué está tramando. No le ha dicho nada a García. Sólo sabemos que le ha prometido los Exocets para la semana entrante. Necesitamos a alguien que se pegue a él y nos informe día a día.

—¿Y dónde diablos conseguirnos a alguien así?

—Me parece obvio. La clave del asunto es el comodoro Raúl Montero y nuestro vínculo con Montero es Gabrielle Legrand.

Se hizo un largo silencio y luego Fox dijo:

—Gabrielle no nos quiere demasiado, señor.

—Ya veremos. Llámela.

En ese momento sonó el teléfono rojo. Ferguson lo tomó rápidamente.

—Aquí Ferguson.

Escuchó con expresión seria, dijo «por supuesto, señor», y cortó.

—Era el director general. La señora Thatcher quiere verme.

Por lo general, a Donner no le gustaba viajar en aviones pequeños: eran ruidosos, incómodos y carecían de las comodidades más elementales. Pero no había nada que objetarle al aparato que Stavrou había alquilado, un Navajo Chieftain con una excelente cabina y mesas a las que uno podía sentarse civilizadamente.

Partieron de una pequeña pista aérea privada ubicada en las afueras de París, en un lugar llamado Brie—Comte—Robert. El piloto, llamado Rabier, era un hombre de unos treinta años y, según los informes recogidos por Stavrou, se había retirado de la Fuerza Aérea francesa bajo sospecha. En la actualidad regentaba una pequeña empresa de transporte aéreo y, si el dinero era suficiente, no hacía preguntas. Justamente lo que buscaban.

Descendieron en la costa de la Vendée, al sur de St.-Nazaire. Donner se había sentado junto al piloto.

—Aterrizaremos aquí —dijo Rabier—. El lugar se llama Lancy. Fue una base aérea de la Luftwaffe durante la segunda guerra mundial. Alguien instaló una escuela para pilotos que fracasó. Desde entonces está desierta.

Donner señaló unas letras en el mapa.

—¿Qué significa?

—Espacio aéreo reservado. Hay una isla cerca de la costa, la Ile de Roe. Es un campo militar de pruebas. Está prohibido sobrevolarla. No se preocupe, soy buen piloto.

Veinte minutos más tarde aterrizaron en Lancy. Los cuatro hangares y la torre de control estaban intactos, pero la hierba entre las pistas crecía hasta la cintura y el lugar tenía aspecto de abandono.

Un Citroen negro los esperaba frente al viejo edificio de operaciones. Wanda Brown apareció cuando el Navajo empezó a recorrer la pista. Llevaba unos jeans, una campera de cuero y el cabello negro recogido con un pañuelo de seda.

Donner descendió del avión, le rodeó los hombros con el brazo y la besó.

—¿Dónde conseguiste el coche?

—Lo alquilé en una garaje en St.-Martin. Y he encontrado un lugar que creo que te gustará. Está a cinco millas de aquí y a igual distancia de la costa. —Sacó un manojo de llaves del bolsillo—. El agente de la inmobiliaria local me las prestó. Le dije que a mi jefe no le gusta ocuparse de estos detalles. Cree que estoy instalando un nidito de amor para fines de semana.

—¿Qué otra cosa se le podía ocurrir al verte? Bueno, vamos. Conduce tú, Yanni.

Stavrou se sentó al volante y Wanda detrás. Donner se dirigió a Rabier, que lo miraba desde el Navajo.

—Tardaremos un par de horas a lo sumo, y luego volveremos a París.

—Perfectamente, Monsieur.

Donner se sentó junto a la muchacha en el coche y partieron.

La casa se llamaba Maison Blanche y estaba oculta en una hondonada, entre las hayas. Era enorme y había sido un edificio imponente, pero ahora tenía aspecto de abandono.

Donner salió del Citroen y se paró al pie de la escalera, mirando el pórtico. La pintura verde de la puerta estaba desconchada.

—Catorce habitaciones y un establo detrás. Calefacción central. Bastante moderna. Los depósitos de combustible están llenos. Creo que aquí estarás bien por unos días.

—¿Por qué la alquilan?

—El dueño es un funcionario diplomático en el Pacífico. Su madre murió hace dos años. No quiere venderla porque desea vivir aquí cuando se jubile. Está amueblada. El agente suele alquilarla en verano. El resto del año está abandonada.

Abrió la puerta y lo hizo pasar. Había olor a humedad, típico de una casa en la que nadie ha vivido por un tiempo, pero también un aire de lujo decadente: suelos y muebles de caoba, alfombras persas.

Pasaron a una sala con un gran hogar y una enorme araña en el techo. Wanda abrió los ventanales y las celosías para que entrara la luz.

—Tan cómodo como en casa. ¿Lo imaginas con calefacción central y un fuego de leños? ¿Te parece bien?

—Excelente —dijo Donner—. Puedes alquilarla.

—Ya lo hice.

La estrechó en sus brazos.

—Eres una perrita astuta.

—A veces. Me gusta complacerte.

Como siempre, Donner sintió excitación al abrazarla, lo cual era inconveniente porque no era el momento ni el lugar. La besó una vez y la apartó.

—Bien, llévame a St.-Martin. ¿Se ve la Ile de Roe?

—Cuando hace buen tiempo.

—Vamos.

Salió. Cuando ella se volvió para seguirlo, percibió la mirada de Stavrou, siempre enigmática y especialmente cruel cuando sus ojos se posaban en ella. Se volvió rápidamente y él la siguió.

St.-Martin era una aldea pequeña. Tendría a lo sumo quinientos o seiscientos habitantes, calles estrechas y empedradas, casas con tejas rojas y un pequeño puerto con una sola escollera donde estaban amarrados treinta o cuarenta botes pesqueros.

En el muelle había una lancha militar de desembarco, color verde oliva; apenas un casco de acero con una rampa para descender a la playa. En su interior había un camión militar. En ese preciso instante la embarcación partía del muelle hacia el mar.

—Aparentemente ése es su medio de transporte hacia la isla —comentó Donner.

—Así parece —asintió Wanda.

—Paul Bernard dice que el comandante de la isla posee una lancha a motor que es la luz de sus ojos.

—Así es. Ayer la vi en el muelle.

Siguiendo las indicaciones de Wanda, salieron del pueblo por un camino costero hasta llegar a dos pilares de piedra, giraron y siguieron por un camino de tierra.

Donner y Wanda descendieron del coche y se acercaron al borde del precipicio. Ella le tendió un par de prismáticos Zeiss. Mucho más abajo se veía la bahía, pero la senda para descender hacia allí no era apta para cardíacos: un camino de cornisa frente a los precipicios de granito, cubierto de cal. Las bandadas de aves marinas aturdían con sus chillidos; alcas, cormoranes, gaviotas, pardelas y alcatraces, más que nada alcatraces.

La Ile de Roe era una mancha en el horizonte cuyas formas se hicieron más nítidas cuando enfocó los prismáticos. El nombre era adecuado, puesto que no era más que una masa de acantilados que se alzaban del mar, con una mancha verde en la cumbre. No se veían construcciones, pero él ya sabía que la base se encontraba en el lado occidental de la isla.

Bajó los prismáticos.

—Está bien, vamos.

Volvieron al Citroen, Stavrou arrancó y partió.

Al volver pasaron nuevamente por la Maison Blanche. Unos cien metros más adelante, al tomar el camino hacia Lancy, Donner tocó a Stavrou en el hombro.

—Detente. ¿Qué tenemos aquí?

En un prado junto a los árboles había tres carretas junto a una fogata. Eran viejas y destartaladas, con toldos de lona llenos de parches. Todo denotaba pobreza, desde los vestidos de las cuatro mujeres que bebían café junto al fuego en cacharros de lata, hasta los harapos de unos niños que jugaban junto al arroyo donde pastaban tres caballos flacos.

—¿Gitanos?

—Sí. El agente me avisó que andaban por aquí. Dice que no causarán problemas.

—Sí, claro. —Donner le hizo una señal a Stavrou—: Vamos, Yanni. Esto puede sernos útil.

Cuando se les acercaron, las mujeres los miraron curiosas, pero sin decir nada. Donner las miró, con las manos en los bolsillos, y finalmente preguntó en francés:

—¿Dónde está el jefe?

—Aquí está, Monsieur.

El hombre que apareció entre los árboles era un anciano, de por lo menos setenta años. Llevaba una escopeta apoyada en el brazo derecho. Vestía un traje de tweed lleno de remiendos y una boina azul. La piel del rostro era de color de roble, llena de arrugas y cubierta de una barba de tres días.

—¿Quién es usted? —preguntó Donner.

—Soy Paul Gaubert, Monsieur. ¿Puedo hacerle la misma pregunta?

—Me llamo Donner. Soy el nuevo inquilino de Maison Blanche. Creo que no me equivoco al decir que ustedes están acampando en mis tierras.

—Así lo hacemos todos los años en esta época, Monsieur. Jamás hemos tenido problemas.

El joven que lo acompañaba era de mediana altura y rostro hosco y enfermizo. Necesitaba un afeitado, su ropa estaba tan gastada como la de Gaubert y su pelo negro asomaba bajo una gorra de tweed. Llevaba una escopeta en el brazo derecho y un par de liebres en el izquierdo.

Donner lo miró y Gaubert, turbado, le dijo:

—Es mi hijo Paul.

—Y esas liebres son mías, ¿verdad? ¿Qué dirían los gendarmes de St.-Martin si yo los denunciara?

El viejo Gaubert abrió los brazos.

—Por favor, Monsieur. En todos lados es igual. Nos llaman sucios gitanos, nos echan y nuestros hijos pasan hambre.

—Está bien —dijo Donner, sacando su billetera—. Ahórreme sus cuentos. Pueden quedarse. —Sacó un par de billetes de mil francos y los metió en el bolsillo de la camisa de Gaubert—. Eso es para que se arreglen. No me gustan los extraños, ¿comprende?

El viejo sacó los billetes, los miró y el rostro se le iluminó con una amplia sonrisa.

—Comprendo perfectamente, Monsieur.

—Vigilen el lugar hasta que vuelva yo o Monsieur Stavrou, aquí presente.

—No se preocupe, Monsieur —dijo el viejo Gaubert, y le dio un puntapié a su hijo que tenía los ojos clavados en Wanda.

Volvieron al Citroen.

—¿Adonde vamos ahora? —preguntó ella.

—A París. Debo esperar la llegada del piloto argentino. García dice que ha efectuado once misiones en las Falklands y ha sobrevivido.

—Un verdadero héroe —dijo ella—. Creí que ya no existían.

—Lo mismo creía yo, pero me viene de perillas. Cuando acabe con él, será famoso en el mundo entero.

Le rodeó los hombros con el brazo y se reclinó en el asiento.