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El despacho de Whitlam estaba vacío. No encontraron la cartera ni las llaves ni el móvil. La chaqueta estaba en el respaldo de la silla.
—A lo mejor ha salido un momento —les dijo la secretaria, nerviosa—. Tiene el coche aquí.
—No, no ha salido un momento —contestó Falk—. Barnes, vete a su casa. Si su esposa está allí, detenla.
Se tomó un instante para pensar y luego se volvió de nuevo hacia la secretaria.
—¿La hija de Whitlam está en clase todavía?
—Sí, creo que...
—Muéstreme quién es. Ahora.
La secretaria no tuvo más remedio que correr tras Falk y Raco para seguirles el paso.
—Es aquí —dijo sin aliento al llegar a la puerta del aula—. Está ahí dentro.
—¿Cuál es? —preguntó Falk, buscando a través del ventanuco a la niña que había visto en los retratos familiares de los Whitlam.
—Ésa —confirmó ella, señalándola—. La niña rubia de la segunda fila.
Falk se dirigió a Raco.
—¿Crees que se marcharía del pueblo sin su hija?
—Es difícil de saber, pero creo que no. No si puede evitarlo.
—Yo tampoco lo creo. Debe de estar cerca. —Falk hizo una pausa—. Llama a Clyde, ya deben de estar a punto de llegar. Haz que corten las carreteras y reúne a todos los que puedas que hayan participado en alguna búsqueda.
Raco siguió la mirada de Falk hacia la ventana. Más allá de la escuela se extendía la maleza, densa y abundante. Con aquel calor, parecía que temblaba. No daba ninguna pista.
—Va a ser una cacería dificilísima —aventuró Raco, llevándose el móvil a la oreja—. Ese de ahí fuera es el mejor escondite del mundo.
Los equipos de búsqueda formaron una hilera, hombro con hombro, y se situaron a lo largo del camino con sus chalecos de seguridad de color naranja. En lo más alto, el viento arrancaba susurros y un golpeteo arrítmico a los gomeros. Las ráfagas más fuertes levantaban polvo y arenilla y los obligaban a entrecerrar los ojos o a tapárselos. A su espalda, se extendía el pueblo de Kiewarra, que centelleaba bajo la calima.
Falk tomó su puesto en la hilera. Era mediodía y ya notaba cómo se le acumulaba el sudor debajo del chaleco reflectante. A su lado, Raco esperaba con expresión seria.
—Las radios encendidas, señoras y señores —ordenó el líder de la partida a través del megáfono—. Les recuerdo que por aquí hay serpientes tigre, así que cuidado con donde ponen los pies.
Un helicóptero removía el aire caliente en las alturas. El líder dio la señal y la hilera naranja avanzó casi a una. Los matorrales se cerraron a su espalda y se los tragaron. A medida que se adentraban en la maleza, la espesura y los gomeros que se alzaban sobre sus cabezas iban separándolos. Al cabo de unos pasos, Falk sólo veía a Raco a mano izquierda y a la derecha un chaleco naranja en la distancia.
«Búsqueda de sonda», les había explicado el líder sin disimular su impaciencia. Perfecta para la maleza densa. Los participantes formaban una hilera y se adentraban en la espesura en línea recta, comprobando lo que tenían delante hasta que algo les impedía avanzar.
—La teoría es que si nosotros no podemos pasar, su director tampoco. Si algo les corta el paso, dan media vuelta y regresan al camino —les había dicho el líder, lanzándole un chaleco a Falk—. Abran bien los ojos. Ahí dentro las cosas pueden ponerse difíciles.
Falk avanzó. Salvo por el crujido de las ramas secas que iban pisando y el viento que azotaba las copas de los árboles, reinaba un silencio extraño. El sol estaba alto y blanco y de vez en cuando se abría paso entre los claros de la fronda como el haz de una linterna. Incluso el ruido del helicóptero parecía amortiguado mientras éste planeaba en las alturas como un ave rapaz.
Falk caminaba con precaución, mientras la luz que pasaba por la celosía de hojas se proyectaba caprichosamente en el suelo. No estaba del todo seguro de qué señales debía buscar y la mera idea de que éstas se le escapasen le revolvía el estómago. No había participado en una búsqueda a gran escala desde que estaba haciendo la formación de policía, pero de joven había pasado el tiempo suficiente entre aquellos árboles como para saber que te arrastraban hacia dentro y después no te dejaban salir con la misma facilidad.
Una gota grande de sudor le escocía en el rabillo del ojo y se la quitó con impaciencia. Los minutos iban pasando y a su alrededor la arboleda parecía espesarse a cada paso. Falk se dio cuenta de que tenía que levantar cada vez más los pies para pasar entre la hierba alta. Al frente veía un matorral amplio que incluso desde aquella distancia le pareció una maraña infranqueable. Estaba a punto de llegar al final de su sector. Ni rastro de Whitlam.
Se quitó el sombrero y se pasó una mano por la cabeza. No se oían gritos de celebración desde ningún punto de la fila. La radio que llevaba colgada del cinturón estaba en silencio. ¿Se les había escapado? Le acudió a la mente la imagen fugaz de Luke tumbado de espaldas en la camioneta. Se puso el sombrero y continuó hacia delante, abriéndose camino hacia la maleza impenetrable. Avanzaba lento y sólo había dado unos pasos cuando notó que un palo le rebotaba en el chaleco.
Levantó la mirada con sorpresa. A su izquierda, unos metros más allá y un poco más adelante, Raco se había detenido y se había vuelto hacia él. Se llevó un dedo a los labios indicándole que guardara silencio.
—¿Whitlam? —preguntó Falk, articulando en silencio.
—Quizá —contestó Raco del mismo modo.
Levantó la mano en un gesto de incertidumbre. Se acercó la radio a la boca y murmuró algo.
Falk oteó por los alrededores buscando motas naranja, y vio que la persona más cercana era un punto distante oculto tras una cortina de árboles. Se acercó a Raco con sigilo, haciendo muecas cada vez que sus pies hacían crujir alguna ramita del sotobosque.
Miró el lugar que señalaba su amigo. Un tronco caído formaba una oquedad en la hierba, delante del matorral. Aunque apenas se veía, había algo que sobresalía y que no estaba en consonancia con el entorno, algo rosáceo y carnoso. Dedos. Raco sacó la pistola reglamentaria.
—Yo no lo haría. —La voz de Whitlam llegó desde el tronco. Sonó extrañamente calmado.
—Scott, somos nosotros —contestó Falk, forzándose a hablar en el mismo tono—. Tienes que entregarte. Aquí hay cincuenta personas buscándote. Es la única salida.
La risa de Whitlam surgió de entre la hierba.
—Siempre hay más de una salida —replicó—. Pero qué falta de imaginación la de los policías. Dile a tu amigo que guarde el arma. Después puede volver a hablar por la radio y decirle a todo el mundo que se marche.
—De eso nada —respondió Raco.
Tenía el arma apuntando al tronco, firme entre sus manos.
—Vaya que sí.
Whitlam se levantó de pronto. Estaba sucio y sudoroso y en la mejilla tenía una serie de raspaduras que, en contraste con su piel sonrosada, se veían de color violeta.
—Quietos ahí —les advirtió el director—, estáis saliendo en la tele.
Señaló hacia arriba con un dedo. El helicóptero de la policía volaba en un cielo despejado. Describía un arco amplio e iba apareciendo y desapareciendo entre las copas de los árboles. Falk no estaba seguro de que los hubieran visto. Esperaba que sí.
De repente, Whitlam estiró el brazo hacia delante, como si estuviese haciendo un saludo nazi, y se separó un paso del tronco. Tenía algo en la mano.
—Apartaos —dijo, y volvió la mano hacia arriba.
Falk alcanzó a ver un destello metálico y su cerebro le gritó que era una pistola, mientras otra parte más profunda de su conciencia revoloteaba con frenesí tratando de procesar las imágenes que estaba viendo. A su lado, Raco se tensó. Whitlam abrió la mano dedo a dedo y Falk se quedó sin aliento. Oyó a Raco soltar un gruñido grave y prolongado. Era mil veces peor que un arma.
Era un mechero.