32
Falk sintió que la tensión de sus hombros
empezaba a aflojarse más o menos cuando Gretchen sirvió la tercera
copa de vino tinto. Un peso que llevaba tanto tiempo oprimiéndole
el pecho que ya apenas lo percibía, había empezado a ceder. Notó
que se le relajaban los músculos del cuello. Bebió otro trago y
disfrutó de la sensación que le provocaba constatar que la
saturación desordenada de su mente cedía el paso a una niebla más
placentera.
La cocina estaba en penumbra, y la mesa,
recogida. Habían cenado estofado de cordero. De los suyos, según
había explicado Gretchen. Habían fregado la vajilla entre los dos,
ella con las manos sumergidas en la espuma y él secando con el
trapo, trabajando juntos y disfrutando, aunque cohibidos, de la
domesticidad.
Al terminar fueron al salón, donde él,
saciado y con la copa en la mano, se había arrellanado en un sofá
viejo y hundido. Desde allí la había observado moverse despacio por
la habitación y encender varias lamparitas que había en las mesas
auxiliares, creando un resplandor dorado. Tocó un interruptor
invisible y una discreta melodía de jazz llenó la estancia. Algo
lento y tenue. Las cortinas de color granate estaban descorridas y,
al otro lado de la ventana, nada se movía en el paisaje.
Gretchen había recogido a Falk un rato antes
en el pub con su coche.
—¿Qué le ha pasado? —le había preguntado,
refiriéndose al vehículo.
Falk le había contado los destrozos. Ella
había insistido en verlo y habían ido caminando hasta el
aparcamiento, donde Gretchen había levantado la lona con mucho
cuidado. Le habían dado un buen manguerazo por fuera, pero el
interior seguía destrozado. Compasiva, Gretchen se había reído con
cariño al tiempo que le acariciaba el hombro. Así no parecía tan
grave.
De camino a casa por carreteras secundarias,
Gretchen le había dicho que Lachie iba a dormir a casa de la
niñera. Sin más explicaciones. Su melena rubia resplandecía a la
luz de la luna.
Se sentó en el sofá, en el mismo que él pero
al otro extremo. Le tocaba a él salvar la distancia. Siempre le
resultaba un poco difícil. Interpretar las señales. Encontrar el
momento justo. Demasiado pronto podía ofender; demasiado tarde,
también. Ella sonrió. Falk pensó que tal vez esa noche no le
costaría tanto.
—Así que todavía logras resistirte a la
llamada de Melbourne —dijo ella, y bebió un sorbo.
El vino tenía el mismo color que sus
labios.
—Algunos días es más fácil que otros
—respondió él, y le devolvió la sonrisa.
Notaba una sensación cálida en el pecho, en
el abdomen. Y más abajo.
—¿Crees que acabaréis pronto?
—La verdad es que resulta difícil decirlo
—contestó con vaguedad.
No quería hablar del caso. Gretchen asintió
y se sumieron en un silencio cómodo. El calor sofocaba las notas
tristes del jazz.
—Tengo que enseñarte una cosa —dijo
ella.
Se volvió en el sofá y estiró el brazo para
alcanzar la estantería de libros que tenía detrás. El gesto la
acercó a él y, por un breve instante, le mostró la piel suave de su
espalda. Cuando Gretchen se recostó de nuevo, tenía dos álbumes de
fotos en las manos. Eran tomos grandes, con gruesas cubiertas.
Abrió el primero por el principio, pero lo descartó y lo dejó a un
lado. A continuación abrió el segundo y se acercó a Falk.
La distancia ya estaba salvada. Lo había
conseguido sin siquiera acabarse el vino.
—El otro día encontré esto —dijo
Gretchen.
Él echó un vistazo. Sentía el roce de sus
brazos desnudos. Se acordó del día del funeral, cuando la vio en la
calle después de tanto tiempo. Pero no. No quería pensar en eso
justo en ese momento. No quería pensar en los Hadler. Ni en
Luke.
Falk miró el álbum. Había tres o cuatro
fotos por página, cubiertas con una lámina de plástico. En las
primeras aparecía ella de pequeña: imágenes luminosas, con los
clásicos tonos amarillos y rojizos de los revelados de laboratorio.
Pasó algunas páginas.
—¿Dónde...? Ah, aquí está —dijo.
Volvió la página hacia él y le señaló una
foto. Falk se acercó. Era él. Y también ella. Una fotografía que
nunca había visto. Treinta años atrás: Falk llevaba unos pantalones
cortos de color gris y Gretchen un uniforme escolar que le quedaba
grande. Estaban uno al lado del otro entre un pequeño grupo de
niños uniformados. Los demás estaban sonriendo, mientras que ellos
dos miraban a la cámara con recelo. Rubio infantil: ella de un
luminoso tono dorado, él blanco. A juzgar por su expresión
enfurruñada, Falk pensó que posaban obligados por la persona que
estaba detrás de la cámara.
—Creo que era el primer día de colegio.
—Gretchen lo miró de reojo y enarcó una ceja—. Así que, por lo que
parece, tú y yo fuimos amigos antes que los demás.
Él se rio y se acercó un poco más, mientras
ella pasaba un dedo por aquella imagen del pasado. Gretchen levantó
la cabeza y lo miró, en el presente, y sus labios rojos se
separaron para ofrecerle una sonrisa de dientes blancos. De pronto
estaban besándose. Él le pasó el brazo por detrás de la espalda, se
la acercó y sintió la calidez de su boca, le rozó la mejilla con la
nariz y le enredó los dedos en el pelo. Sintió el roce suave de su
pecho y tuvo una intensa conciencia de la presión de la falda
vaquera contra sus muslos.
Se separaron, se rieron, avergonzados,
respiraron hondo. En la penumbra, los ojos de Gretchen parecían
casi azul marino. Él le apartó un mechón de la frente y ella se
acercó de nuevo y lo besó. El olor del champú, el sabor del vino
tinto en el aliento.
Falk no oyó el móvil. Sólo cuando ella se
quedó quieta, registró que había algo más allá de ellos dos.
Intentó no hacer caso, pero Gretchen se llevó un dedo a los labios.
Él se lo besó.
—Chis —objetó entre risas—. ¿Es el tuyo
o...? No, es el mío. Perdona.
—Déjalo —le pidió él.
Pero Gretchen ya estaba apartándose para
levantarse del sofá y alejarse.
—Lo siento, no puedo. Podría ser la
niñera.
Y le sonrió. Una sonrisa traviesa que
despertó un hormigueo por las zonas de su piel que acababan de
estar en contacto con ella. Aún notaba el tacto de su piel.
Gretchen miró la pantalla del móvil.
—Es ella. Ahora vuelvo. Ponte cómodo.
Y le guiñó un ojo. Un adelanto juguetón de
lo que le esperaba. En cuanto ella salió de la habitación, Falk
sonrió de oreja a oreja.
—Hola, Andrea. ¿Qué tal? ¿Pasa algo? —la oyó
decir.
Él cogió aire y lo soltó de golpe y después
se frotó los ojos con los nudillos. Meneó la cabeza, bebió un trago
de vino y se irguió. Se espabiló un poco, pero no demasiado, para
no romper el hechizo antes de que Gretchen regresase.
Desde la habitación contigua, la voz de ella
no era más que un murmullo. Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá
y escuchó el sonido indistinguible. Percibía una cadencia que subía
y bajaba, tranquilizadora. Sin querer, pensó que sí, que casi sería
capaz de acostumbrarse a aquello. No en Kiewarra, sino en alguna
otra parte. En algún lugar donde lloviese, con hierba y espacios
abiertos. Sabía cómo desenvolverse en ese tipo de entorno.
Melbourne y su vida real parecían estar a cinco horas y un millón
de kilómetros de distancia. Por mucho que creyese que la ciudad se
le hubiese metido dentro, se preguntó por primera vez qué escondía
él en su corazón.
Cambió de postura y su mano rozó la fresca
cubierta de los álbumes de fotos. La voz de Gretchen seguía
llegándole desde la habitación de al lado como un murmullo. Hablaba
sin prisa, explicando algo con paciencia. Falk se puso el álbum en
el regazo, lo abrió sin demasiadas ganas y parpadeó para combatir
la pesadez del vino.
Buscaba la foto de los dos, pero enseguida
se dio cuenta de que había cogido el álbum equivocado. En la
primera página, en lugar de las instantáneas de la niñez, aparecía
una joven Gretchen de unos diecinueve o veinte años. Falk se
disponía a cerrarlo, pero cambió de parecer. Miró las fotos con
interés. No la había visto nunca con esa edad. La conocía de más
joven y ahora, cuando ya era algo mayor. En medio, nada. Ella aún
miraba a la cámara con cierta suspicacia, pero su reticencia a
posar había desaparecido. Llevaba faldas más cortas y su expresión
era más coqueta.
Pasó la página y se sobresaltó al verse cara
a cara con Gretchen y con Luke, inmortalizados en una fotografía
brillante a todo color. Ambos con poco más de veintipico, con
complicidad y las cabezas juntas, riéndose y sonriéndose el uno al
otro. ¿Qué le había dicho ella?
«Estuvimos saliendo uno o dos años, nada
serio. Como te puedes imaginar, la cosa no salió bien.»
En las dos siguientes dobles páginas
encontró una serie de imágenes similares. Excursiones, vacaciones
en la playa, una fiesta de Navidad. De pronto se acababan. Justo
cuando el rostro de Luke cambiaba de un joven de veintipico años a
un hombre de casi treinta. Más o menos en la época en que había
conocido a Karen, había desaparecido del álbum de Gretchen. Falk se
dijo que era normal. No pasaba nada. Tenía sentido.
Echó un vistazo al resto de las páginas,
mientras la voz amortiguada de ella flotaba desde la habitación
contigua. Estaba a punto de cerrar el álbum cuando se le quedó la
mano paralizada.
En la última página, debajo de la lámina
protectora, había una foto de Luke Hadler. No estaba mirando a la
cámara, sino otra cosa, con una sonrisa serena en la cara. La
imagen era un primer plano, pero parecía que estuviera en una
habitación de hospital, apoyado en el borde de una cama. En los
brazos tenía un recién nacido.
Entre los pliegues de la manta azul asomaba
una carita rosácea, pelo oscuro y una muñeca rechoncha. Luke
sostenía al bebé con naturalidad. Paternalmente.
Billy, pensó Falk de inmediato. Había visto
mil fotos como ésa en casa de los Hadler. Pero en cuanto el nombre
le vino a la cabeza, se dio cuenta de que algo no cuadraba. Se
inclinó sobre el álbum de fotos de Gretchen y se frotó los ojos, de
pronto totalmente despejado. La foto, tomada en una habitación en
penumbra y con un flash demasiado fuerte, no era buena. Pero era
nítida. Acercó el álbum a la lámpara de la mesita y la tenue luz le
mostró la imagen con mayor claridad. Entre los pliegues de la
mantita azul, alrededor de la muñeca regordeta, el niño llevaba un
brazalete de plástico donde estaba escrito su nombre en letras
mayúsculas: «LACHLAN SCHONER.»