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Incluso los que no aparecían a las puertas de la iglesia entre una Navidad y la siguiente se daban cuenta de que ese día no habría asientos para tantos dolientes. Cuando Aaron Falk llegó con su coche levantando una nube de polvo y hojas secas, en la entrada se había formado ya un cuello de botella de color negro y gris.
Decididos a avanzar, pero disimulando, los vecinos se daban empujones para conseguir una posición ventajosa a medida que la aglomeración iba franqueando lentamente las puertas. Los periodistas se acumulaban al otro lado de la calle.
Falk aparcó su sedán junto a una camioneta que también había conocido tiempos mejores, y apagó el motor. El ventilador del aire acondicionado hizo un traqueteo al detenerse y el interior del vehículo empezó a calentarse de inmediato. A pesar de que no tenía tiempo, se tomó un momento para contemplar al grupo de gente. Había remoloneado durante todo el viaje desde Melbourne, con lo que había tardado más de seis horas en cubrir un trayecto de cinco. Tras comprobar que no había nadie cuyo rostro le sonara, salió del coche.
El calor de media tarde lo envolvió como una manta. Al abrir la portezuela trasera para sacar la chaqueta, se quemó la mano. Tras un instante de duda, cogió también el sombrero que había en el asiento. Ala ancha, lona rígida de color marrón; no quedaba bien con su traje de funeral, pero con un cutis que la mitad del año tenía el tono azulado de la leche desnatada y la otra mitad lucía un racimo de pecas de aspecto canceroso, a Falk no le importaba correr el riesgo de meter la pata en cuestiones de indumentaria.
Pálido de nacimiento, de pelo rubio casi blanco muy corto, y pestañas invisibles, a lo largo de sus treinta y seis años había pensado más de una vez que el sol australiano trataba de decirle algo. Era más fácil desoír el mensaje en las sombras alargadas de Melbourne que en Kiewarra, donde el refugio a la sombra era un lujo demasiado fugaz.
Falk echó un vistazo a la carretera que salía del pueblo y después miró la hora. El funeral, los pésames, una noche de hostal y se largaría de allí. «Dieciocho horas», calculó. No más. Con esa idea en mente, trotó hacia la multitud sujetándose el sombrero con una mano, justo cuando una ráfaga de aire caliente levantaba más de una falda.
Una vez dentro, vio que la iglesia era más pequeña de lo que recordaba. Apretujado entre desconocidos, Falk se dejó llevar por la corriente de los que allí se congregaban y, en cuanto vio un sitio libre junto a la pared, se dirigió hacia allí deprisa y se hizo un hueco al lado de un granjero con camisa de algodón, cuya barriga parecía a punto de hacer saltar los botones. El hombre lo saludó levantando la barbilla y continuó mirando al frente. Falk se fijó en las arrugas de la tela alrededor del codo; hacía muy poco que se había bajado las mangas.
Se quitó el sombrero y se abanicó con discreción. No podía evitar mirar a su alrededor. De pronto veía con más claridad algunas caras que al principio le habían parecido desconocidas, y se llevaba una sorpresa repentina e ilógica ante las patas de gallo, los cabellos canosos y los kilos de más que iba descubriendo entre los asistentes.
Un hombre mayor que él captó su mirada desde dos filas más atrás con una inclinación de cabeza e intercambiaron una sonrisa triste de reconocimiento. ¿Cómo se llamaba? Trató de recordarlo, pero no lograba concentrarse. Había sido maestro, y en la única imagen suya que Falk conseguía evocar lo veía al frente de la clase, tratando con mucho ánimo de que la Geografía o la Marquetería, o algo por el estilo, le pareciese entretenida a un grupo de adolescentes. Pero se trataba de un recuerdo muy borroso.
El hombre señaló con la cabeza el banco en el que estaba sentado, indicando que podía hacerle un hueco, pero Falk lo rechazó con educación y se volvió hacia delante. En circunstancias normales tenía por costumbre evitar las conversaciones de compromiso, y no cabía duda de que aquel día era mil veces peor que cualquier circunstancia normal.
Por Dios, qué pequeño era el ataúd del centro. Y al verlo entre los otros dos, mucho más grandes, el efecto era más acusado. Si es que eso era posible. Había niños pequeños peinados con la raya al lado y el pelo pegado al cráneo señalándolo:
—Mira, papá, esa caja tiene los colores del fútbol.
Los que tenían edad suficiente para saber qué había dentro lo miraban sumidos en un silencio consternado, revolviéndose en sus uniformes escolares mientras se acercaban un poco más a sus madres.
Encima de los tres féretros, los cuatro miembros de la familia los contemplaban desde una fotografía ampliada. Las estáticas sonrisas estaban demasiado ampliadas y se habían pixelado. Falk reconocía la imagen porque la había visto en las noticias. La habían mostrado muchas veces.
Debajo, los nombres de los fallecidos escritos con flores de la zona. Luke. Karen. Billy.
Falk miró la foto de Luke. En la cabellera negra se le adivinaba alguna cana, pero aun así parecía estar en mejor forma que la mayoría de los hombres al pasar la frontera de los treinta y cinco. El rostro le pareció algo más envejecido de lo que recordaba, pero habían transcurrido casi cinco años. La sonrisa franca y segura no había cambiado, y tampoco la mirada de complicidad. «Igual que siempre», fueron las palabras que le vinieron a la mente. Pero los tres ataúdes las contradecían.
—Joder, qué tragedia —se lamentó de pronto el granjero que Falk tenía al lado.
Tenía los brazos cruzados, los puños bien metidos bajo las axilas.
—Es terrible —respondió Falk.
—¿Los conocías mucho?
—No, no mucho. Sólo a Luke, el...
Durante un instante vertiginoso no encontró palabras para describir al hombre que estaba dentro del féretro más grande. Pensó con ahínco, pero lo único que le venía a la cabeza eran los clichés que había empleado la prensa sensacionalista.
—El padre —consiguió decir al final—. De jóvenes éramos amigos.
—Sí, ya sé quién es Luke Hadler.
—Creo que ahora lo sabe todo el mundo.
—¿Todavía vives por aquí? —preguntó el granjero, y volvió su figura corpulenta hacia Falk para mirarlo por primera vez con atención.
—No. Hace mucho que no.
—Vaya. Pero me parece que te he visto antes. —El granjero frunció el ceño, tratando de ubicarlo—. Oye, no serás uno de esos reporteros de los cojones, ¿verdad?
—No, soy policía. En Melbourne.
—¡No me digas! Pues deberíais estar investigando a la mierda de gobierno que tenemos, por dejar que las cosas se estropeen tanto.
El hombre señaló con la cabeza el lugar donde estaba el cadáver de Luke junto al de su esposa y al de su hijo de seis años.
—Nosotros estamos aquí, intentando dar de comer al país con el peor clima en cien años, y ellos no hacen más que hablar de recortar las subvenciones. Según cómo, no puedes ni echárselo en cara al pobre cabrón. Es un put...
Se calló y miró alrededor.
—Es un escándalo. Eso es lo que es.
Falk no dijo nada mientras reflexionaban los dos sobre la incompetencia de Canberra. En las páginas de la prensa ya les habían dado suficientes vueltas a los potenciales culpables de la muerte de la familia Hadler.
—Entonces, ¿has venido para investigar el caso?
El hombre señaló los ataúdes con el mentón.
—No, he venido sólo como amigo —contestó Falk—. No estoy seguro de que haya nada que investigar.
Sabía del asunto lo mismo que los demás, lo que había oído en las noticias. Por lo que se decía, todo estaba muy claro. La escopeta pertenecía a Luke. Más tarde la encontraron metida en lo que le quedaba de boca.
—No, ya me imagino que no —respondió el granjero—. Lo he pensado porque al ser su amigo y eso...
—Tampoco soy esa clase de policía. Soy federal. Investigo delitos financieros.
—Eso para mí no quiere decir nada, amigo.
—Significa que persigo el dinero. Cualquier cantidad con unos cuantos ceros al final y que no esté donde debería. Blanqueado o malversado, cosas así.
El hombre contestó algo, pero Falk no lo oyó. Había dejado de mirar los tres féretros para fijarse en los dolientes del primer banco. Era el espacio que estaba reservado a los familiares. Para que éstos pudiesen sentarse delante de todos sus amigos y vecinos y ellos, a su vez, les mirasen el cogote y diesen gracias a Dios por no estar en su lugar.
Habían pasado veinte años, pero Falk reconoció al padre de Luke de inmediato. Gerry Hadler tenía el rostro gris y los ojos hundidos. Aunque se había sentado en primera fila, como correspondía, tenía la cabeza vuelta hacia otro lado. No prestaba atención a su esposa, que sollozaba junto a él, ni a las tres cajas de madera que contenían los restos de su hijo, de su nuera y de su nieto. En su lugar, miraba fijamente a Falk.
De unos altavoces colocados en algún sitio del fondo salieron unas notas de música. El funeral comenzaba. Gerry le hizo una leve inclinación de cabeza y Falk se metió la mano en el bolsillo de manera inconsciente. Palpó la carta que le habían dejado sobre la mesa dos días antes. Era justamente de Gerry Hadler, siete palabras escritas con mala letra:
Luke mintió. Tú mentiste. Ven al funeral.
Falk fue el primero en apartar la vista.
Se le hacía difícil contemplar las fotografías: un montaje proyectado en bucle en una pantalla en la pared frontal, dentro de la iglesia. Luke celebrando un gol como benjamín; Karen de niña, saltando una valla montada en un poni. Aquellas sonrisas congeladas tenían un punto grotesco y Falk se dio cuenta de que no era el único que prefería no mirar.
La pantalla cambió de nuevo y Falk se sorprendió al reconocerse. Lo miraba una imagen borrosa de sí mismo con once años. A su lado estaba Luke, ambos con el torso desnudo y la boca abierta, mostrando un pez pequeño que colgaba de un sedal. Parecían felices. Trató de recordar el momento en que se la hicieron, pero no lo logró.
La presentación continuaba. Fotografías de Luke, seguidas de otras de Karen, ambos sonriendo como si no fuesen a dejar de hacerlo nunca, y entonces Falk apareció de nuevo. Esa vez se le cortó la respiración y, a juzgar por el murmullo que recorrió la nave como una ola, supo que no era el único a quien la imagen había afectado.
Era una versión más joven de sí mismo acompañado de Luke, los dos con brazos y piernas larguiruchos y la piel marcada por el acné. Sonreían igual que en las fotografías anteriores, pero esa vez formaban parte de un cuarteto. Luke tenía a una adolescente delgada de melena dorada cogida por la cintura, mientras que Falk, más cauto, le había posado la mano en el hombro a una chica de melena larga y negra y ojos oscuros.
No podía creer que hubiesen incluido esa instantánea. Miró a Gerry Hadler, que mantenía la vista fija al frente y apretaba la mandíbula. Notó que el granjero que tenía a su lado cambiaba de postura y se apartaba medio paso. Acababa de caer en la cuenta de quién era él, pensó Falk.
Se obligó a mirar la imagen. El cuarteto. A la chica que estaba a su lado. Miró aquellos ojos hasta que desaparecieron de la pantalla. De esa foto sí recordaba cuándo se la habían sacado: una tarde hacia el final de un largo verano. Había sido un día genial. Una de las últimas fotos de los cuatro juntos. Dos meses después, la chica de los ojos oscuros estaba muerta.
«Luke mintió. Tú mentiste.»
Se quedó un minuto mirando el suelo y, cuando levantó la vista de nuevo, las fotos habían dado un salto en el tiempo y Luke y Karen sonreían el día de su boda, con poses rígidas y formales. Habían invitado a Falk. Intentó recordar qué excusa les había dado para no ir. Demasiado trabajo, casi seguro.
Empezaron a aparecer las primeras imágenes de Billy. Un bebé de cara enrojecida y después un niño de uno o dos años con una buena mata de pelo. Ya se parecía un poco a su padre. Con pantalones cortos al lado del árbol de Navidad. Toda la familia disfrazada, un trío de monstruos con la pintura agrietada alrededor de las sonrisas. Un salto de unos años y una Karen algo más mayor acunaba a otro bebé.
Charlotte. La afortunada. Ella no tenía su nombre escrito con flores. Como obedeciendo una señal, Charlotte, que ya tenía trece meses y estaba sentada en primera fila en el regazo de su abuela, se echó a llorar. Barb Hadler la apretó contra su pecho con un brazo y la meneó con ritmo nervioso. Con la otra mano se llevó un pañuelo de papel a los ojos.
Falk, que no era experto en bebés, no estaba seguro de si Charlotte había reconocido a su madre en la pantalla. O tal vez le había molestado que la incluyeran en la presentación conmemorativa cuando todavía estaba bien viva. Pensó que acabaría acostumbrándose a eso; no le quedaba más remedio. Una cría destinada a crecer con la etiqueta de única superviviente no tenía muchos lugares donde esconderse.
La música se fue apagando y las últimas fotografías se proyectaron en medio de un silencio incómodo. Cuando alguien encendió las luces se notó una sensación de alivio colectivo y, mientras un capellán con sobrepeso se esforzaba por subir los escalones que llevaban al atril, Falk miró aquellos horribles féretros una vez más. Pensó en la chica de los ojos oscuros y en una mentira forjada y acordada veinte años antes, cuando el miedo y las hormonas de la adolescencia le corrían por las venas.
«Luke mintió. Tú mentiste.»
¿Tan corto era el trayecto entre esa decisión y el momento actual? La pregunta le dolía como una magulladura.
Una mujer mayor que estaba entre el gentío dejó de mirar el altar y se fijó en él. No la conocía, pero ella inclinó la cabeza de forma automática, en un educado gesto de reconocimiento. Falk apartó la mirada. Cuando se volvió de nuevo, la mujer continuaba con la vista clavada en él. De pronto frunció el ceño y se dirigió a la anciana que tenía al lado. A Falk no le hacía falta leer los labios para saber lo que le había susurrado.
«El chico de los Falk ha vuelto.»
De inmediato, la segunda mujer le echó un vistazo rápido y confirmó las sospechas de su amiga con una inclinación de cabeza. Se volvió hacia el otro lado y le musitó algo a la siguiente mujer. Falk sintió una opresión en el pecho. Miró el reloj. «Diecisiete horas.» Y entonces se marcharía. Otra vez. Gracias a Dios.