Prólogo

 

 

No se puede decir que la muerte fuera una novedad en esa granja, y las moscardas no sabían distinguir. Para ellas, apenas había diferencias entre los restos de un animal y un cadáver humano.
Ese verano, la sequía había tratado a las moscas a cuerpo de rey. Se lanzaban en busca de los ojos abiertos y las heridas viscosas en cuanto los granjeros de Kiewarra apuntaban con los rifles a sus famélicas reses. Sin lluvia, no había comida. Sin comida, había que tomar decisiones difíciles mientras el pueblo centelleaba un día tras otro bajo el cielo ardiente y despejado.
—Pronto pasará —decían los granjeros a medida que transcurrían los meses, camino ya del segundo año.
Se repetían esas palabras en voz alta unos a otros como si fueran un mantra y las pronunciaban a solas entre dientes, como una oración.
Sin embargo, los hombres del tiempo de Melbourne no estaban de acuerdo. Trajeados y con ademán compasivo, lo decían casi todas las tardes a las seis desde sus platós con aire acondicionado: eran, oficialmente, las peores condiciones en un siglo. El patrón climático tenía un nombre en cuya pronunciación Australia no se había puesto de acuerdo: El Niño.
Al menos las moscardas estaban contentas. No obstante, ese día les deparaba un hallazgo distinto. Más pequeño y con una carne más tierna. Aunque eso tampoco era relevante. Lo importante no cambiaba: los ojos vidriosos, las heridas húmedas.
El cadáver del claro era el más fresco. Las moscas tardaron un poco más en descubrir los dos de la casa, a pesar de la puerta abierta de par en par como una invitación. Las que se aventuraron más allá de la ofrenda que había en la entrada obtuvieron otro cuerpo como recompensa en el dormitorio. Era más pequeño, pero había menos competencia.
Fueron las primeras en llegar al escenario y, con el calor, se agolparon satisfechas mientras la sangre aún formaba un charco negro en las baldosas y en la alfombra. Fuera, la colada colgaba del tendedero giratorio, seca como un hueso y tiesa por el sol. En el camino de losas de piedra había un patinete abandonado. Sólo un corazón humano latía en un radio de un kilómetro a la redonda de la granja.
Por eso no hubo ninguna reacción cuando, en el interior de la vivienda, el bebé empezó a llorar.