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Cuando Aaron Falk tenía once años, vio a Mal
Deacon aplicar con toda su brutalidad las tijeras de esquilar a su
rebaño y dejar a las ovejas tambaleándose, ensangrentadas. En
compañía de Luke y Ellie, había visto, con un dolor creciente en el
pecho, cómo Deacon las iba tumbando de una en una con un giro
brusco en el suelo del establo para pasarles las cuchillas
demasiado cerca del pellejo.
Se había criado en una granja, igual que los
demás, pero aquello era diferente. El balido lastimero de la hembra
más pequeña le hizo abrir la boca y tomar aire, pero Ellie lo cogió
de la manga y lo sacó de allí antes de que pudiera hacer algo más.
Lo miró y dijo que no con la cabeza una sola vez.
A esa edad, ella era una niña menuda e
intensa, propensa a largos periodos de silencio. A Aaron, que
también tendía a no hablar demasiado, eso le parecía bien. Lo
habitual era que dejasen hablar a Luke.
Ellie apenas había levantado la cabeza
cuando el ruido que venía del establo flotó hasta el destartalado
porche donde estaban sentados los tres. Aaron sentía curiosidad,
pero era Luke quien había insistido en que abandonasen los deberes
para ir a investigar. En ese momento, al oír los balidos de las
ovejas y encontrar en el rostro de Ellie una expresión que nunca le
había visto, Aaron supo que no era el único que hubiera preferido
no ir a ver qué pasaba.
Cuando dieron media vuelta para marcharse,
Aaron se sobresaltó al descubrir a la madre de Ellie observando en
silencio desde la puerta del establo. Estaba apoyada en el quicio y
llevaba un jersey marrón con lamparones de grasa que le quedaba
grande. Sin apartar la mirada de la esquila, bebió un trago del
líquido ámbar que tenía en un vaso. Compartía rasgos con su hija:
los mismos ojos hundidos, la piel cetrina y la boca grande. Sin
embargo, a Aaron le parecía que la mujer tenía al menos cien años.
Tardó muchos en darse cuenta de que aquel día ni siquiera debía de
tener cuarenta.
Mientras la observaba, la madre de Ellie
cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás suspirando. Cuando
abrió los ojos de nuevo, fijó en su marido una mirada tan clara y
transparente que a Aaron le dio miedo que Deacon se volviese y la
viera. Era un lamento.
Ese año las condiciones meteorológicas
estaban dificultando el trabajo a todo el mundo, y un mes más tarde
Grant, el sobrino de Deacon, se mudó a la granja para echarles una
mano. La madre de Ellie se marchó dos días después. Tal vez la
llegada de Grant fuese la gota que colmó el vaso. Con lamentar la
presencia de un hombre debía de tener bastante.
Metió dos maletas y una bolsa llena de
botellas en un coche viejo y, sin mucho empeño, trató de poner fin
a las lágrimas de su hija con la vana promesa de que regresaría
pronto. Falk no estaba seguro de cuántos años transcurrieron hasta
que Ellie dejó de creer que volvería. Se preguntaba si parte de
ella lo siguió creyendo hasta el día en que murió.
Falk salió al porche del Fleece con Raco y
éste encendió un cigarrillo. Le ofreció el paquete a Falk, pero él
respondió que no con la cabeza. Ya había pasado suficiente tiempo
en el baúl de los recuerdos por una noche.
—Haces bien —dijo Raco—. Yo intento dejarlo.
Por el bebé.
—Claro. Bien hecho.
Raco fumó sin prisa, echando el humo hacia
el cielo de la noche cálida. El volumen del ruido en el pub había
aumentado un poco. Deacon y Dow se habían tomado su tiempo para
marcharse y en el aire aún se percibían indicios de su
agresividad.
—Deberías habérmelo dicho antes —le
recriminó Raco.
Le dio una calada al cigarrillo y reprimió
una tos.
—Ya lo sé. Lo siento.
—¿Tienes algo que ver con eso? ¿Con la
muerte de la chica?
—No. Pero tampoco estaba con Luke cuando
sucedió. No dijimos la verdad.
Raco hizo una pausa.
—Entonces, ¿la coartada era mentira? ¿Dónde
estaba Luke?
—No lo sé.
—¿No se lo preguntaste?
—Claro que sí, pero él... —Falk se detuvo un
instante para hacer memoria—. Él siempre insistía en que nos
ciñésemos a nuestra versión. Siempre. Incluso cuando estábamos los
dos solos. Decía que era más seguro. Y yo no insistí demasiado.
Estaba agradecido, ¿sabes? Pensaba que lo hacía para
ayudarme.
—¿Quién más sabía que no era cierto?
—Más de uno lo sospechaba. Mal Deacon, eso
es obvio. Y alguno más. Pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Al
menos eso es lo que siempre he creído. Ahora no estoy tan seguro,
porque resulta que Gerry Hadler lo sabía desde el principio. Y a lo
mejor no es el único.
—¿Crees que Luke mató a Ellie?
—No lo sé —respondió, mirando la calle
desierta—. Pero quiero averiguarlo.
—¿Crees que todo esto está
relacionado?
—Espero que no, la verdad.
Raco suspiró. Apagó el cigarrillo con
cuidado y mojó la colilla con un chorrito de cerveza.
—Bueno, tu secreto está a salvo conmigo,
amigo. Al menos de momento. Pero si por cualquier motivo tiene que
salir a la luz, tú cantas como un canario y yo no sé nada de nada,
¿entendido?
—Sí. Gracias.
—Ven a la comisaría mañana a las nueve.
Iremos a ver al amigo de Luke, Jamie Sullivan. Según dice, es el
último que lo vio con vida. —Miró a Falk—. Eso si no te largas
antes.
Raco se despidió con un gesto de la mano y
se adentró en la noche.
De vuelta en su habitación, Falk se tumbó en
la cama y sacó el móvil. Lo sostuvo en la mano, pero no marcó
ningún número. La araña había desaparecido de encima de la lámpara
e intentó no pensar en dónde podría estar.
«Eso si no te largas antes», había dicho
Raco. Falk era del todo consciente de que esa alternativa existía.
Tenía el coche aparcado fuera; podía hacer la maleta, pagarle al
camarero de la barba y estar en la carretera de camino a Melbourne
en menos de quince minutos.
Puede que Raco entornara los ojos al
enterarse, y que Gerry tratase de llamarlo, pero ¿qué iban a hacer?
No les haría gracia, pero Falk podía soportarlo. En cambio, Barb...
—Recordó su rostro con una nitidez inoportuna—. Para Barb sería una
decepción muy grande, y eso ya no estaba tan seguro de poder
soportarlo. Sólo de pensarlo se inquietaba. Con aquel calor, sentía
que no había aire en el cuarto.
Él no había conocido a su madre, que había
muerto de una hemorragia en un charco de su propia sangre menos de
una hora después del parto. Su padre había intentado —con gran
empeño— llenar el hueco, pero toda la ternura maternal que Falk
había recibido de pequeño, todas las tartas recién salidas del
horno, todos los abrazos perfumados, los había recibido de Barb
Hadler. Aunque era la madre de Luke, siempre tenía tiempo para
él.
Ellie, Luke y él pasaban más tiempo en casa
de los Hadler que en cualquier otra. La de Falk estaba a menudo
vacía y en silencio; las exigencias de la tierra acaparaban el
tiempo de su padre, y siempre que alguien proponía ir a casa de
Ellie, ella respondía que no con la cabeza. «Hoy no», decía. Las
veces que Luke y él habían insistido, aunque fuese sólo por cambiar
de aires, Falk siempre se había arrepentido. La casa de Ellie
estaba desordenada y sucia, y en el aire se notaba el olor de las
botellas vacías.
En cambio, en la casa de los Hadler entraba
el sol y era un lugar lleno de actividad; de la cocina salían cosas
buenas y había instrucciones muy claras sobre los deberes, la hora
de acostarse o cuándo apagar el condenado televisor y salir a tomar
el aire. La granja de los Hadler siempre había sido un refugio.
Hasta que, hacía dos semanas, se había convertido en el escenario
de un crimen, y de los peores.
Falk continuaba inmóvil en la cama. Habían
pasado quince minutos. Ya podría estar en la carretera. Pero seguía
allí.
Suspiró, se tumbó de costado y acercó los
dedos a la pantalla mientras pensaba en a quién necesitaba
informar. Imaginó su apartamento de Saint Kilda, las luces
apagadas, la puerta de entrada bien cerrada con llave. Allí había
espacio suficiente para dos, pero a lo largo de los últimos tres
años había sido hogar para él solo. Ya no lo esperaba ninguna
persona recién salida de la ducha, con la música puesta y una
botella de tinto aireándose en la encimera de la cocina. No había
nadie deseoso de contestar a su llamada y averiguar por qué se
quedaba unos días más.
La mayor parte del tiempo, a Falk eso no le
suponía ningún problema. Pero en ese momento, tumbado en el piso de
arriba de un pub de Kiewarra, deseó haberse hecho un hogar más
parecido al de Barb y Gerry Hadler que al de su padre.
El lunes tenía que ir a la oficina, pero
allí sabían que había asistido a un funeral. No había dicho de
quién era. Podía quedarse, lo sabía. Podía cogerse unos días. Por
Barb. Por Ellie. Incluso por Luke. Con el caso Pemberley había
acumulado un montón inagotable de horas extras, así como un mayor
reconocimiento. Además, la investigación en la que estaba
trabajando iba, en el mejor de los casos, a paso de tortuga.
Mientras pensaba en eso, pasó otro cuarto de
hora. Al final cogió el teléfono y dejó un mensaje para la sufrida
secretaria de la división financiera, informándole de que se tomaba
una semana de permiso por motivos personales con efecto
inmediato.
Era difícil decir para quién era mayor la
sorpresa.