27
Cuando Falk y Raco llegaron a la mañana
siguiente, a primera hora, el hombre ya los esperaba pacientemente
fuera de la comisaría.
—El doctor Leigh —se lo presentó Raco a
Falk—. Muchas gracias por venir.
—No pasa nada. Pero si no les importa habrá
que darse prisa, hoy tengo la consulta llena y más tarde estoy de
guardia.
Raco no contestó, se limitó a sonreír
educadamente y a abrir la puerta de la comisaría. Falk miró al
doctor con curiosidad. Hasta entonces no había conocido al médico
de familia del pueblo, pero había leído su nombre en el informe de
los asesinatos de los Hadler. Había sido el primer sanitario en
llegar al escenario del crimen. A sus poco más de cuarenta años,
conservaba todo el pelo y tenía el aire saludable del que practica
lo que predica.
—He traído el historial de los Hadler. —El
doctor Leigh dejó una carpeta sobre la mesa de la sala de
interrogatorios—. Es lo que querían, ¿no? ¿Ha habido algún
avance?
Se sentó en la silla que le ofrecían y cruzó
las piernas. Estaba relajado. Tenía una vara de hierro por columna
vertebral, una postura excelente.
—Sí, alguno. —Esa vez la sonrisa de Raco no
llegó a asomarse a los ojos—. Doctor Leigh, ¿podría decirnos dónde
estaba la tarde del veintidós de febrero?
Jamie Sullivan se quedó
solo en uno de sus campos, mientras la camioneta de Luke Hadler
desaparecía en la distancia. En cuanto lo perdió de vista, sacó el
móvil y envió un único mensaje de texto. Esperó. Al cabo de dos
minutos, el teléfono vibró con la respuesta. Sullivan asintió con
la cabeza una vez y se dirigió a su cuatro por cuatro.
Un relámpago de sorpresa cruzó la cara del
médico, que sonrió confuso.
—Ya sabe dónde estaba esa tarde: con
ustedes, en el escenario del asesinato de los Hadler.
—¿Y dos horas antes de eso?
Una pausa.
—En la consulta.
—¿Con pacientes?
—Al principio sí. Después estuve descansando
un par de horas en el apartamento de arriba.
—¿Por qué?
—¿Cómo que «por qué»? Es lo que suelo hacer
cuando tengo turno partido. Estar de servicio desde primera hora de
la mañana hasta la noche es agotador. No me cabe duda de que lo
saben por propia experiencia.
Raco no reaccionó al intento de destacar la
afinidad entre ellos.
—¿Hay alguien que pueda confirmarlo?
Sullivan llegó al
pueblo en un momento. No se cruzó con nadie por la carretera y sólo
con un puñado de vehículos al acercarse al centro. Antes de llegar
a la calle principal, giró a la derecha y entró en una callejuela
que discurría por detrás de una hilera de locales comerciales.
Sabía que estaba siendo demasiado precavido, porque a nadie le
extrañaría ver que su coche estaba aparcado en el centro, pero
llevaba el secretismo pegado a la piel como una cicatriz y ya le
resultaba imposible prescindir de él. Al frente, la cámara de
circuito cerrado que estaba instalada en la pared de la farmacia
parpadeó a su paso.
El doctor Leigh se inclinó hacia delante con
el ceño fruncido. Toqueteó las esquinas de la carpeta de los
Hadler, sin saber si debía abrirla.
—En serio, ¿de qué va este asunto?
—¿Podría responder, por favor? —contestó
Raco—. ¿Esa tarde estuvo usted solo en el apartamento de la
consulta?
Leigh miró a Raco, después a Falk y luego de
nuevo al sargento.
—¿Debería llamar a mi abogada? ¿Tendría que
estar aquí conmigo?
Había un leve desafío en su voz.
—Quizá sería prudente —respondió Raco.
El médico se apartó de la mesa como si
acabara de quemarse.
Sullivan aparcó en el
garaje, que siempre estaba abierto y vacío. Salió del coche y bajó
la persiana para que no lo viese nadie. El chirrido del metal
contra el metal le dio dentera. Esperó un momento, pero no hubo
reacción. La callejuela estaba vacía.
Fue a la puerta anónima
que había junto a la de servicio de la consulta y llamó al timbre.
Miró a izquierda y derecha. Un momento después, la puerta se abrió
y el doctor Leigh le sonrió. Esperaron a estar dentro, con la
puerta bien cerrada, antes de besarse.
Leigh cerró los ojos y se frotó el puente de
la nariz con el índice. Su excelente postura ya no era tan
erguida.
—Vale. Entiendo que les han dicho cuál es la
situación —concluyó—. Pues sí. Esa tarde no estuve solo en el
apartamento. Estaba con Jamie Sullivan.
Raco hizo un ruidito medio de frustración
medio de satisfacción, y se recostó en la silla. Movió la cabeza en
señal de incredulidad.
—Ya era hora. ¿Sabe cuánto tiempo hemos
invertido, o mejor dicho, malgastado en investigar la coartada de
Sullivan?
—Lo sé, lo sé. Lo siento.
Las disculpas del médico parecían
sinceras.
—¿Que lo siente? Ese día murieron tres
personas, amigo. Y usted estuvo allí conmigo y vio los cadáveres.
Ese pobre niño. Seis años y un disparo en la cabeza. ¿Cómo ha
podido dejarnos dar palos de ciego? Quién sabe las consecuencias
que podría tener.
El médico se balanceó un poco en la silla
como si lo hubieran golpeado físicamente.
—Tiene razón —respondió. Se mordió la uña
del pulgar y parecía al borde de las lágrimas—. ¿Acaso cree que yo
no quería decirlo desde el principio? En cuanto supe que habían ido
a casa de Jamie a hacerle preguntas. Él mismo debería haberlo dicho
entonces, por supuesto. O yo. Pero supongo que nos asustamos. No
hablamos cuando era el momento y a medida que pasaba el tiempo
yo... nosotros no sabíamos cómo hacerlo.
—Bueno, quizá el retraso haya merecido la
pena, porque mientras tanto, anoche a Jamie le partieron la cara
—dijo Raco.
Leigh los miró pasmado.
—Ah, ¿no lo sabía? —preguntó Raco—. Pues sí,
se metió en una pelea en el bar. De no ser por eso, nunca me habría
dicho lo que estaba pasando, aunque el golpe se lo llevó en la
cabeza, no en la conciencia. Nos podían haber ahorrado todo esto
desde hace días, debería darles vergüenza.
El médico se tapó los ojos con la mano y
estuvo así un minuto largo. Falk se levantó a buscarle un vaso de
agua y el hombre se lo bebió de un trago, agradecido.
Esperaron.
—Total que entonces no fue capaz de
contárselo. Pues ha llegado la hora —lo instó Falk, sin abandonar
del todo la cortesía.
Leigh asintió.
—Jamie y yo llevamos juntos año y medio, más
o menos. Es una relación sentimental. Pero, como es evidente, lo
hemos mantenido todo en secreto —explicó—. Comenzó cuando él tuvo
que empezar a traerme a su abuela más a menudo. Ella estaba
empeorando y él tenía que bregar con eso solo. Necesitaba apoyo y
alguien con quien hablar, y a partir de ahí la cosa fue creciendo.
Yo siempre había pensado que podía ser gay, pero por estas
tierras... —Leigh interrumpió la frase y meneó la cabeza—. Lo
siento, todo eso no importa mucho. El día que asesinaron a los
Hadler, yo tenía consulta hasta las cuatro y después disponía de un
rato libre. Jamie me envió un mensaje y le dije que viniera, algo
bastante habitual. Llegó y hablamos un rato. Tomamos un refresco.
Luego nos fuimos a la cama.
Sullivan estaba
secándose en el pequeño cuarto de baño, después de darse una ducha,
cuando en el apartamento de la consulta sonó el teléfono de
emergencias. Oyó que Leigh contestaba la llamada. La conversación
fue breve y apresurada, y él no alcanzó a entender nada. El médico
se asomó a la puerta del baño con la cara desencajada.
—Tengo que irme. Ha
habido un accidente con arma de fuego.
—Mierda, ¿en
serio?
—Sí. Oye, Jamie, tengo
que decirte que ha sido en casa de Luke Hadler.
—No fastidies. ¡Acabo
de estar con él! ¿Está bien?
—No me han dado
detalles, pero luego te llamo. Márchate cuando quieras. Te
quiero.
—Yo también.
Y se fue.
Sullivan se vistió con
manos temblorosas y regresó a su casa en coche. Ya había visto uno
de esos accidentes; un amigo de un amigo de su padre. El hedor
ácido y cobrizo de la sangre se le había colado hasta lo más hondo
de las fosas nasales y había permanecido allí durante meses, o al
menos así se lo pareció a él. Casi le bastó con recordarlo para
volver a sentir aquel aroma cálido e intenso. Llegó a casa
sonándose la nariz y se encontró con dos camiones de bomberos
aparcados fuera. Un bombero vestido con uniforme ignífugo fue a su
encuentro mientras Jamie corría hacia la puerta.
—Tranquilo, chico. Tu
abuela está bien. Lo de la pared de la cocina es otro
asunto.
—Cuando ustedes aparecieron con sus
preguntas, me llamó asustado —les explicó Leigh—. Dijo que lo
habían pillado desprevenido y que había mentido sobre su paradero.
—Leigh los miró a ambos a los ojos—. Eso no es excusa. Los dos lo
sabemos. Pero les pido que, por favor, no nos juzguen con demasiada
dureza. Cuando se lleva tanto tiempo mintiendo sobre algo, se
convierte en una costumbre.
—No lo juzgo por ser gay, amigo, sino por
hacernos perder el tiempo cuando hay una familia entera en la tumba
—respondió Raco.
El médico asintió.
—Lo sé. Si pudiera volver atrás y hacer las
cosas de otra manera, lo haría. Por supuesto que sí. No me
avergüenza ser homosexual —dijo—. Y Jamie está en ello. Pero en
Kiewarra hay muchas personas que se lo pensarían dos veces antes de
dejar que un marica los atendiera a ellos o a sus hijos. Y lo mismo
a la hora de sentarse cerca de uno a tomar algo en el Fleece.
—Leigh miró a Falk—. Usted mismo ha vivido de primera mano lo que
ocurre aquí cuando alguien llama la atención. Eso es lo que
queríamos evitar.
Dejaron que el médico se marchase. Falk
pensó un momento y luego salió corriendo de la comisaría tras
él.
—Espere, antes de que se vaya quiero
preguntarle por Mal Deacon. ¿Su demencia es muy severa?
Leigh no tardó en contestar.
—No puedo hablar de eso con usted.
—Una cosa más para la lista, ¿no?
—Lo siento. Me gustaría, pero de verdad no
puedo. Es mi paciente.
—No necesito información detallada, me basta
con un comentario general. ¿Qué clase de cosas recuerda? ¿Algo de
hace diez minutos, pero no lo de hace diez años? ¿Al revés?
Leigh dudó y volvió la vista hacia la
comisaría.
—Hablando muy en general —cedió—, los
pacientes de más de setenta años que presentan síntomas similares a
los de Mal, tienden a sufrir un deterioro de la memoria muy rápido.
Puede que el pasado lejano les parezca más claro que los
acontecimientos más recientes, pero a menudo los recuerdos se
mezclan y se confunden. No son fiables, si es que se refiere a eso.
Y hablo muy en general, que conste.
—¿Se morirá de eso? Es la última pregunta,
se lo prometo.
Leigh lo contempló con expresión afligida.
Miró a su alrededor, la calle estaba casi vacía.
—No directamente —dijo en voz más baja—.
Pero todo eso complica muchas cosas relacionadas con la salud: aseo
personal básico, nutrición... Sospecho que, llegada esa fase, a un
paciente le queda más o menos un año, tal vez un poco más. O puede
que menos. Y tampoco ayuda mucho que el paciente lleve toda su vida
adulta bebiendo alcohol varias veces al día. Una vez más, hablando
en general.
Marcó el fin de la conversación con una
inclinación de la cabeza y dio media vuelta. Falk lo dejó
marcharse.
—Habría que imputarlos a los dos, a él y a
Sullivan —dijo Raco cuando Falk regresó a la comisaría.
—Sí, habría que hacerlo.
Pero ambos sabían que eso no
ocurriría.
Raco se recostó en la silla y se tapó la
cara con las dos manos. Soltó un suspiro profundo.
—Dios... ¿Y ahora qué demonios
hacemos?
Para engañarse a sí mismos actuando como si
no se hubiesen topado con otro callejón sin salida, Falk llamó a
Melbourne. Al cabo de una hora, tenía una lista de todas las
camionetas de color claro que había registradas en Kiewarra el año
que Ellie Deacon murió. La cifra total era de ciento nueve.
—Sin contar con que por aquí podría pasar
cualquiera de otro pueblo —comentó Raco con pesimismo.
Falk repasó la lista y vio muchos apellidos
conocidos. Antiguos vecinos, padres de sus excompañeros de clase.
Mal Deacon también estaba. Falk contempló el nombre un buen rato.
Pero también había más gente: Gerry Hadler mismo, los padres de
Gretchen, incluso el suyo. Ese día, Gerry podía haber visto a medio
pueblo en el cruce. Harto, Falk cerró el expediente.
—Voy a salir un rato.
Raco refunfuñó. Falk se alegró de que no le
preguntase adónde iba.