5
Estuvieron un rato sentados con la espalda
apoyada en un lado de la casa, junto al tablón suelto, con la
hierba pinchándoles la parte posterior de las piernas. Aprovecharon
la estrecha franja de sombra lo mejor que pudieron, mientras Raco
repasaba los hechos. Empezó a hablar con el aire indiferente de
quien está repitiendo algo que ya ha contado.
—Fue hace justo dos semanas —dijo,
abanicándose con las páginas arrugadas de la revista erótica—. Un
mensajero que traía un paquete encontró a Karen y llamó al número
de emergencias. Eso fue a las 17.40 h más o menos.
—¿Te avisaron a ti?
—Y a Clyde y al médico de la zona. El
operador nos lo notifica a todos. El médico era el que estaba más
cerca, así que fue el primero en llegar al escenario. El doctor
Patrick Leigh. ¿Lo conoces?
Falk dijo que no con la cabeza.
—Bueno, pues él llegó antes que nadie y yo
al cabo de un par de minutos. Aparco y me encuentro la puerta
abierta y al médico agachado al lado de Karen, en el pasillo,
buscándole el pulso o lo que sea.
Raco hizo una pausa larga. Dirigía la mirada
hacia la arboleda, pero tenía la vista perdida.
—Yo no la conocía. En ese momento no sabía
ni quién era, pero el médico sí. Tenía las manos empapadas de su
sangre y se puso a gritar, a chillarme: «¡Tiene hijos! ¡Podría
haber algún crío!» Así que...
Raco suspiró y abrió el paquete de tabaco
viejo de Luke. Se llevó uno a la boca y le ofreció otro a Falk, que
se sorprendió al aceptar. No recordaba la última vez que había
fumado, pero no le extrañaría que hubiese sido en ese mismo lugar,
con su mejor amigo, ahora difunto, sentado a su lado. Por el motivo
que fuese, en ese momento fumar le pareció natural. Se acercó a
Raco para que se lo encendiese. Le dio una calada y se acordó de
por qué le había costado tan poco dejar ese hábito. No obstante,
cuando inhaló y el olor del tabaco se mezcló con el aroma
penetrante de los eucaliptos, la sensación embriagadora de volver a
tener dieciséis años lo golpeó con la misma fuerza que el subidón
de nicotina.
—Bueno —prosiguió Raco en voz más baja—, el
caso es que el médico está dando voces y yo recorro la casa como un
rayo. Ni idea de quién hay allí ni de con quién voy a encontrarme.
No sé si hay alguien esperando detrás de una puerta con una
escopeta. Quiero llamar a los críos, pero me doy cuenta de que no
sé cómo se llaman, así que me pongo a gritar: «¡Policía! Estáis a
salvo, podéis salir», o algo parecido. Aunque tampoco sé si lo que
les digo era verdad.
Le dio una larga calada al cigarrillo,
recordando.
—Entonces oigo un llanto... más bien un
aullido, así que sigo sin saber lo que me espera. Entro en el
dormitorio y veo a la pequeña en la cuna, llorando desesperada. En
serio, en la vida me he alegrado tanto de ver a un bebé llorando de
esa manera.
Raco soltó una columna de humo.
—Porque estaba bien —continuó—, y yo no me
lo podía creer. Era obvio que estaba asustada, pero no estaba
herida. Al menos a primera vista. Me acuerdo de que en ese momento
pensé que las cosas aún podían salir bien. Sí, lo de la madre era
triste. Una tragedia. Pero, gracias a Dios, al menos los hijos
estaban bien. Sólo que entonces miro al otro lado del pasillo y veo
que hay una puerta entreabierta.
Con mucho cuidado, Raco apagó la colilla en
la tierra sin mirar a Falk, que sintió un escalofrío porque ya
sabía lo que venía.
—Veo que es otro dormitorio infantil.
Pintura azul y pósteres de coches. Sabes, ¿no? Un cuarto de niño.
Pero de ahí no sale ningún ruido. Así que cruzo el pasillo, empujo
la puerta y me doy cuenta de que la cosa no va a salir bien, ni
mucho menos. —Hizo una pausa—. Ese cuarto era como una escena del
infierno. Lo peor que he visto en mi vida.
Guardaron silencio hasta que Raco
carraspeó.
—Vamos —le dijo, y se levantó y sacudió los
brazos como para deshacerse del recuerdo. Falk se puso en pie y lo
siguió hacia la entrada.
—Los equipos de emergencias de Clyde
llegaron poco después —continuó Raco mientras caminaban—. Policía,
ambulancia. Ya eran casi las seis y media. Habíamos registrado el
resto de la casa y, gracias a Dios, no había nadie más. Todo el
mundo estaba desesperado por localizar a Luke Hadler. Al principio
la gente estaba preocupada, claro. ¿Cómo se supone que hay que dar
una noticia como ésa? Pero resulta que no contestaba al teléfono, y
su coche no estaba, y él tampoco regresaba a casa. De pronto el
ambiente cambió.
—¿Qué suponían que estaba haciendo
Luke?
—Dos de los que se ofrecieron a colaborar en
la búsqueda, un par de amigos suyos, sabían que esa tarde había
estado ayudando a otro amigo a hacer un descaste de conejos en su
finca. Un tal Jamie Sullivan. Alguien lo llamó y éste lo confirmó.
Pero, según dijo, ya hacía un par de horas que Luke se había
marchado de su granja.
Habían llegado a la puerta de la casa y Raco
sacó un juego de llaves.
—Como todavía no sabíamos nada de Luke y él
no contestaba al teléfono, llamamos a más gente de las partidas de
búsqueda y rescate. Los emparejamos con policías y se marcharon a
buscarlo. Fueron un par de horas horribles. Teníamos a gente
desarmada rastreando los campos y el bosque sin saber qué iban a
encontrar. ¿Luke estaba vivo? ¿Muerto? No teníamos ni idea de en
qué estado se encontraría. Todos temíamos que se hubiera metido en
alguna parte con una escopeta y con deseos de muerte. Por fin, uno
de los voluntarios dio con la camioneta, más por casualidad que
otra cosa. Estaba aparcada en un pequeño claro, a unos tres
kilómetros de aquí. Al final, resulta que no había de qué
preocuparse. Luke estaba muerto en la caja de la camioneta. Le
faltaba casi toda la cara. Tenía su propia arma en la mano,
registrada y con licencia. Todo legal.
Raco giró la llave de la puerta de la casa y
empujó para abrir.
—Parecía que todo estaba resuelto. Tan claro
como el agua. Pero aquí es donde las cosas empiezan a ponerse raras
—añadió el sargento, y se echó a un lado para que Falk viese toda
la extensión del pasillo.
El aire del vestíbulo estaba viciado y
apestaba a lejía. La mesita donde se había acumulado una montaña de
facturas y de bolígrafos no estaba en su sitio, sino al fondo,
colocada de cualquier manera. El grado de limpieza de las baldosas
era un mal presagio; habían frotado todo el pasillo hasta dejar al
descubierto la lechada original de los azulejos.
—Los de la limpieza industrial ya han pasado
por aquí, así que no hay sorpresas desagradables —lo tranquilizó
Raco—. Eso sí, la moqueta del cuarto del chico no la pudieron
salvar. Pero tampoco hacía falta.
Las paredes estaban llenas de fotografías
familiares. Las poses inmortalizadas le resultaban conocidas y Falk
se dio cuenta de que ya había visto la mayoría en el funeral. Lo
que lo rodeaba parecía una parodia grotesca del acogedor hogar que
él conocía.
—El cadáver de Karen estaba aquí mismo, en
el pasillo —explicó Raco—. La puerta estaba abierta, así que el
mensajero la vio nada más llegar.
—¿Corría hacia la puerta?
Falk trató de imaginar a Luke persiguiendo a
su esposa por la casa.
—No, ésa es la cuestión. Ella iba a abrir.
Le disparó quienquiera que estuviese en el umbral. Se sabe por la
posición del cadáver. Pero dime una cosa, cuando vuelves a casa por
la noche, ¿tu mujer te abre la puerta?
—No estoy casado —respondió Falk.
—Pues yo sí. Y llámame liberado o lo que
quieras, pero tengo las llaves de mi propia casa.
Falk lo pensó.
—¿Es posible que quisiera sorprenderla?
—aventuró mientras imaginaba la escena.
—¿Para qué? Si papi llega a casa con una
escopeta cargada, creo que todos se llevan ya una buena sorpresa.
Los tiene a los dos dentro y conoce la distribución de la vivienda.
Demasiado fácil.
Falk se colocó en el pasillo y abrió y cerró
la puerta unas cuantas veces. Con ella abierta, el hueco era un
rectángulo de luz cegadora que contrastaba con la penumbra del
corredor. Imaginó a Karen yendo a abrir al oír la llamada con los
nudillos en la madera, tal vez algo distraída, o fastidiada por la
interrupción. Parpadeando para protegerse de la intensidad de
fuera, justo en el momento en que el asesino levantaba el
arma.
—Me parece extraño —añadió Raco—. No
entiendo por qué le disparó desde la entrada. Con eso no consigues
más que darle la oportunidad al chaval de mearse encima y salir
corriendo, no necesariamente en ese orden.
Miró detrás de Falk.
—Lo que me lleva al siguiente punto. Cuando
estés listo.
Falk asintió y lo siguió hacia las entrañas
de la casa.
Cuando Raco encendió la luz del pequeño
dormitorio azul, la primera impresión vertiginosa que tuvo Falk fue
que estaban haciendo reformas. Había una cama de niño arrinconada
contra la pared, formando ángulo con ella y sin sábanas en el
colchón. Juguetes amontonados de cualquier manera en cajas y en
pilas, debajo de los pósteres de jugadores de fútbol y de
personajes de Disney. La moqueta estaba arrancada, los tablones de
madera cruda del suelo, al descubierto.
Las botas de Falk dejaron huellas en la capa
de serrín. En un rincón habían lijado la madera del suelo, pero la
mancha persistía. Raco se quedó en la puerta.
—Todavía me cuesta entrar aquí —admitió, y
se encogió de hombros.
Falk sabía que aquél había sido un
dormitorio agradable. Hacía veinte años era el de Luke, y él mismo
había dormido allí muchas veces. Cuando les apagaban la luz,
hablaban entre susurros. Y cuando Barb Hadler los mandaba callar y
dormir, aguantaban la respiración para reprimir las carcajadas.
Dormía bien abrigado en un saco de dormir, no muy lejos de aquellos
tablones donde ahora había una mancha espantosa. Aquella habitación
había sido un lugar acogedor, pero ahora apestaba a lejía tanto
como el pasillo.
—¿Podemos abrir la ventana?
—Mejor que no —respondió Raco—. Hay que
mantener las persianas bajadas. Poco después de lo ocurrido, pillé
a un par de críos intentando hacer fotos.
Sacó la tablet y le dio unos toques a la
pantalla antes de entregársela a Falk con la galería de fotos
abierta.
—Ahí ya habían sacado el cadáver del niño
—explicó—, pero puedes ver cómo estaba la habitación cuando lo
encontré.
En las imágenes, las cortinas estaban
abiertas y la luz se derramaba sobre una escena espeluznante. Las
puertas del armario abiertas de par en par, la ropa arrinconada de
cualquier manera. Una cesta de mimbre llena de juguetes yacía
volcada. Encima del colchón, un cubrecama con un dibujo de una nave
espacial estaba hecho un gurruño, como si lo hubiesen apartado para
ver qué había debajo. La moqueta era casi toda beis, a excepción
del rincón donde había un charco de un color rojo intenso, que
sobresalía por detrás de una cesta de la colada puesta del
revés.
Por un momento, Falk intentó imaginar los
últimos instantes de la vida de Billy Hadler. Acurrucado detrás de
la cesta, con la pierna mojada de orina caliente mientras trataba
de silenciar sus jadeos.
—¿Tienes hijos? —preguntó Raco.
Falk respondió que no con la cabeza.
—¿Y tú?
—En camino. Es una niña.
—Enhorabuena.
—Pero tenemos un ejército de sobrinos y
sobrinas. No aquí, sino en Australia Meridional. Más de uno tiene
la misma edad que Billy, y hay un par más pequeños —le explicó
Raco, que le cogió la tablet para mirar las fotografías—. Lo que te
quiero decir es que mis hermanos se saben todos los escondites de
sus críos. Puedes enviarlos al cuarto de cualquiera de ellos con
los ojos vendados y los encontrarán en dos segundos.
Dio un toque en la pantalla antes de
continuar.
—Pero lo mire como lo mire, esto tiene pinta
de registro. Alguien que no sabía dónde acostumbraba a esconderse
Billy estuvo revolviéndolo todo de forma metódica. ¿Está en el
armario? No. ¿Debajo de la cama? No. Es como si le hubiese dado
caza.
Falk observó el borrón oscuro que había sido
Billy Hadler.
—Enséñame dónde encontraste a
Charlotte.
El dormitorio del otro lado del pasillo
estaba pintado de amarillo. Un móvil musical colgaba del techo
sobre un espacio vacío.
—Gerry y Barb se han llevado la cuna —le
aclaró Raco.
Falk miró a su alrededor. La sensación que
transmitía era muy distinta de la del resto de la casa. Los muebles
y la moqueta seguían intactos. Allí no se notaba el olor acre de la
lejía. Parecía un santuario ajeno al horror que había tenido lugar
al otro lado de la puerta.
—¿Y por qué Luke no mató a Charlotte?
—preguntó Falk.
—Todo el mundo da por hecho que tuvo un
arrebato de conciencia y culpa.
Falk salió de allí y entró de nuevo en el
cuarto de Billy. Se puso sobre la mancha del rincón, giró ciento
ochenta grados y volvió al dormitorio de Charlotte.
—Ocho pasos —dijo—. Pero yo soy bastante
alto, así que podemos decir que para la mayoría serían nueve. Nueve
pasos desde el cadáver de Billy hasta donde esperaba Charlotte sin
escapatoria. Y Luke hasta las cejas de adrenalina, con el corazón a
cien, enajenado, lo que quieras. O sea, nueve pasos. La pregunta
es: ¿da tiempo para un cambio tan radical?
—A mí no me parece suficiente.
Falk pensó en el hombre que él había
conocido. La imagen que tiempo atrás era tan nítida se había
distorsionado y desenfocado.
—¿Llegaste a conocer a Luke? —le preguntó a
Raco.
—No.
—Le cambiaba el humor en un abrir y cerrar
de ojos. De esos nueve pasos puede que incluso le sobraran
ocho.
Sin embargo, por primera vez desde que había
puesto un pie en Kiewarra, sintió el aguijonazo de la duda.
—Pero se supone que algo así es una
declaración, ¿no? —continuó—. Es personal. «Asesinó a toda su
familia», eso es lo que quieres que digan de ti. La mujer con la
que Luke lleva casado siete años está desangrándose en la entrada y
él ha invertido, ¿qué, dos o tres minutos en poner la habitación de
su hijo patas arriba para asesinarlo? Además, tiene pensado matarse
cuando haya acabado. Así que si era Luke —vaciló en el «si»—, ¿por
qué deja a su hija con vida?
Ambos se quedaron un momento contemplando el
móvil que colgaba inerte y en silencio sobre el espacio que antes
ocupaba la cuna. ¿Por qué matar a toda una familia salvo al bebé?
Falk le dio vueltas hasta que se le ocurrieron unas cuantas
razones, pero sólo una era buena.
—Tal vez quien estuvo aquí ese día no mató a
la niña simplemente porque no necesitaba hacerlo —dijo finalmente—.
No era nada personal. Quienquiera que seas, un bebé de trece meses
no es un buen testigo.