28
El cementerio estaba a escasa distancia del
pueblo, en una parcela grande de tierra, resguardada del sol por
unos gomeros enormes. De camino, Falk pasó por delante de la señal
de alerta de incendios y vio que el nivel había subido a «extrema».
Empezaba a soplar el aire.
Como el entierro había sido privado, él no
había visto dónde estaban las tumbas de los Hadler, pero no le
costó encontrarlas. Recién colocadas, las lápidas pulidas parecían
muebles de interior que alguien hubiese dejado por error a la
intemperie entre los de los vecinos, estropeados ya por el tiempo.
Las tumbas estaban rodeadas por un mar de celofán de un palmo de
altura, peluches y ramos de flores, ahora ya marchitos. Incluso
desde un par de metros de distancia, el olor acre de las flores
medio podridas era difícil de soportar.
Los sepulcros de Karen y de Billy quedaban
casi ocultos bajo una montaña de ofrendas, mientras que el de Luke
estaba casi despejado. Falk se preguntó si Gerry y Barb serían los
responsables de limpiar las tumbas cuando los regalos dejaran de
ser ofrendas para convertirse en desechos. Barb ya había tenido
suficiente con la granja, como para tener que arrodillarse con una
bolsa de basura en la mano y pasar el mal trago de recoger los
ramos secos y decidir con qué quedarse y qué tirar. No podía ser.
Falk tomó nota de que debía preguntárselo.
Se sentó en el suelo y se quedó un rato
junto a las tumbas, sin hacer caso de la capa de polvo que le
ensuciaba los pantalones del traje. Pasó la mano sobre la
inscripción de la lápida de Luke, intentando ahuyentar la sensación
de irrealidad que lo atenazaba desde el funeral: «Luke Hadler está
en ese ataúd —repitió para sí—. Luke Hadler está enterrado
aquí.»
¿Dónde se encontraba Luke la tarde en que
murió Ellie? La pregunta emergió de nuevo como una mancha. Tenía
que haberle insistido cuando tuvo la oportunidad. En aquel momento
había llegado a creerse que la mentira lo protegía a él. Si hubiera
sabido lo que iba a ocurrir...
Se quitó ese pensamiento de la cabeza. Era
una objeción que ya había oído en demasiadas bocas desde su regreso
a Kiewarra: «De haberlo sabido, habría actuado de otra manera.»
Demasiado tarde. Con ciertas cosas había que convivir el resto de
la vida.
Falk se puso en pie y dio la espalda a los
Hadler. Se adentró en el cementerio hasta que encontró la calle que
buscaba. En aquel sector las lápidas habían perdido el lustre hacía
ya mucho tiempo, pero muchas le resultaban tan familiares como si
fueran viejos amigos. Las acarició con afecto al pasar, hasta
detenerse frente a una en concreto, una que el sol había
blanqueado. Allí no había flores, y en ese instante se le ocurrió
que debería haber comprado un ramo. Eso era lo que haría un buen
hijo: llevarle flores a su madre.
Para compensarlo, se agachó y limpió la
tierra y el polvo que cubría la inscripción del nombre con un
pañuelo de papel. Después hizo lo mismo con la fecha de la muerte.
Nunca le había hecho falta que le recordasen esa fecha. Toda la
vida había sabido que su madre murió el día que nació él.
«Complicaciones y pérdida de sangre», era la respuesta seca que le
dio su padre cuando tuvo edad suficiente para preguntárselo. Por la
mirada que le dedicó a continuación, Falk sintió que su nacimiento
casi había compensado la pérdida, pero no del todo.
De pequeño le dio por ir solo al cementerio
en bicicleta y al principio, a modo de penitencia solemne, montaba
guardia junto a la tumba de su madre. Pero al cabo de un tiempo se
dio cuenta de que a nadie le importaba que él estuviera allí
plantado y su relación acabó derivando en algo parecido a una
amistad de dirección única. Ponía todo su empeño en sentir algún
tipo de amor filial, pero incluso en aquel momento le resultaba un
sentimiento artificial. Era incapaz de prender esa llama por una
mujer a la que no había conocido. Se sentía culpable, porque en el
fondo sentía más afecto por Barb Hadler.
Aun así, le gustaba visitar a su madre, y
ella lo escuchaba mejor que nadie. En un momento dado, había
empezado a acudir allí con la merienda, libros, los deberes, y se
tumbaba en la hierba junto a la tumba y le contaba cómo le había
ido el día, cómo le iba la vida, en forma de monólogo
ininterrumpido.
Sin darse cuenta del todo, en ese momento
hizo justo eso: estiró las piernas y se tendió sobre la hierba
rala, junto a la lápida. La sombra de los árboles atenuaba el
calor, y con la mirada fija en el cielo y un tono de voz que era
poco más que un murmullo, le habló de los Hadler y de su regreso al
pueblo. Del reencuentro con Gretchen. De lo desagradable que había
sido el encuentro con Mandy en el parque y con Ian en el quiosco.
Le contó que temía no averiguar la verdad sobre Luke.
Cuando se quedó sin cosas que decir, cerró
los ojos y permaneció inmóvil a su lado, arropado por la calidez
del suelo que le calentaba la espalda y la del aire que lo
rodeaba.
Al despertarse, vio que el sol se había
desplazado en el cielo. Bostezó, se levantó y estiró las
articulaciones, que se le habían quedado rígidas. No estaba seguro
de cuánto tiempo había pasado allí tumbado. Se sacudió la ropa y se
dirigió hacia la entrada principal. No obstante, se detuvo a medio
camino. Tenía que visitar otra tumba.
Tardó mucho más tiempo en dar con ella,
puesto que antes de marcharse de Kiewarra para siempre sólo la
había visto una vez, el mismo día del entierro. Al final topó con
ella casi por casualidad. Tenía una lápida pequeña que pasaba
desapercibida, encajonada entre otros monumentos funerarios mucho
más ornamentados. La hierba amarillenta la cubría casi por completo
y a los pies de la lápida había un ramo de tallos secos envueltos
en papel de celofán hecho trizas. Falk cogió el pañuelo de papel y
se agachó para limpiar la mugre del nombre. Eleanor Deacon.
—No la toques, capullo.
La voz sonó a su espalda y lo sobresaltó.
Dio media vuelta y vio a Mal Deacon oculto en la penumbra, sentado
a los pies de un ángel enorme que había en la siguiente hilera de
tumbas. Tenía una cerveza en la mano y un perro rollizo y marrón
dormido a su lado. El animal se despertó y, al bostezar, dejó ver
la lengua del color de la carne cruda. Deacon se puso en pie con
algo de dificultad y dejó la botella a los pies del ángel.
—Aparta las manos o te las corto.
—No hace falta, Deacon. Ya me voy.
Falk se apartó. El viejo lo miró con los
ojos entornados.
—Eres el chaval, ¿no?
—¿Cómo?
—Eres Falk hijo, no el padre.
Él miró al anciano a la cara. Apretaba la
mandíbula con ademán agresivo y su mirada parecía más lúcida que la
vez anterior.
—Sí, soy el hijo —contestó Falk, sintiendo
una punzada de tristeza al decirlo.
Echó a andar.
—Muy bien. Espero que esta vez te largues
para siempre.
Deacon fue tras él con paso tembloroso. Le
pegó un tirón a la correa de su perro y el animal se quejó.
—Todavía no me marcho. Y cuidado con ese
animal.
Falk no se detuvo. Oyó que Deacon trataba de
alcanzarlo. Sus pisadas en el terreno irregular eran lentas e
inestables.
—Ni siquiera ahora puedes dejarla en paz,
¿verdad? Puede que seas el hijo, pero eres igual que tu padre. Das
asco.
Falk se dio media vuelta.
Del jardín llegaban dos
voces diferentes: una que hablaba fuerte y otra con más calma.
Aaron, con doce años, dejó la mochila en la mesa de la cocina y se
dirigió a la ventana. Su padre tenía los brazos cruzados y cara de
hartazgo, mientras Mal Deacon lo señalaba repetidas veces con el
dedo.
—Faltan seis —decía
Deacon—. Un par de ovejas y cuatro corderos. Unos cuantos de ésos a
los que estabas echándoles el ojo el otro día.
Erik Falk
suspiró.
—Te digo que no están
aquí, amigo. Si quieres perder el tiempo en ir a echar un vistazo,
hazlo. Como si estuvieras en tu casa.
—Y dirías que es una
coincidencia, ¿no?
—Más bien diría que es
una prueba de la chapuza de valla que tienes. Si quisiera tus
ovejas, te las habría comprado. Pero yo diría que no están a la
altura.
—A mis ovejas no les
pasa nada. Para qué pagar por ellas cuando puedes trincármelas, ¿no
es así? —preguntó Deacon, levantando la voz por momentos—. No sería
la primera vez que te quedas con algo mío.
Erik Falk lo miró un
momento y negó con la cabeza sin dar crédito.
—Ya es hora de que te
vayas, Mal.
Fue a dar media vuelta,
pero Deacon lo agarró del hombro con malos modos.
—Me ha llamado desde
Sídney para decir que no piensa volver, para que te enteres. ¿Ya
estás contento? Te sientes un gran hombre, ¿no? Porque tú la
convenciste para que se largase.
—Yo no convencí a tu
mujer de nada —respondió Erik, apartándole la mano—. Más bien diría
que te bastaste tú solito con la botella y los puños. Lo único que
me sorprende es que aguantase tanto tiempo.
—Ay, vaya, menudo
príncipe azul. Siempre dispuesto a dejarla llorar en tu hombro y a
ponerla en mi contra. Le comiste el coco para que se marchara y, de
paso, para que se metiese en la cama contigo, ¿verdad?
Erik Falk enarcó las
cejas de golpe. Soltó una carcajada, una risotada genuina de
diversión.
—Mal, yo no me he
tirado a tu mujer, si es eso lo que te preocupa.
—Y una
mierda.
—No, amigo, te
equivocas. No te miento. Y sí, alguna vez, cuando ya no podía más,
ella se pasaba por casa a tomar un té y llorar un poco. Cuando le
hacía falta alejarse un poco de ti. Pero nada más. Era bastante
agradable, eso no te lo niego, pero le daba a la botella casi con
la misma ansia que tú. A lo mejor, si cuidases mejor lo que te
rodea, como por ejemplo tu esposa o las ovejas, no se largarían así
como así. —Erik Falk meneó la cabeza—. En serio, no tengo tiempo
que perder contigo ni con tu mujer. La única que me da lástima es
tu hija.
El puño de Mal Deacon
se abalanzó como el perro que abandona de un salto la caseta, y lo
alcanzó en un golpe de suerte, justo encima del ojo izquierdo. Falk
se tambaleó y cayó de espaldas, y el cráneo aterrizó en el suelo
con un fuerte crujido.
Aaron salió corriendo y
dando gritos y se agachó junto a su padre, que miraba al cielo
aturdido. Tenía un corte junto al nacimiento del pelo por donde ya
brotaba sangre. Aaron oyó a Deacon reírse y entonces se abalanzó
contra él y le dio un cabezazo en el pecho. Deacon tuvo que dar un
paso atrás, pero su corpulencia lo sostuvo y no perdió el
equilibrio. En un abrir y cerrar de ojos, agarró a Aaron del brazo
con una mano de hierro que se hundía en su carne y tiró de él para
acercárselo a la cara.
—Escúchame bien. Cuando
tu padre se levante del suelo, dile que lo de ahora le parecerá una
palmadita en la cabeza en comparación con lo que le va a pasar si
lo encuentro haciendo el tonto con algo que me pertenece. A él o a
ti, a cualquiera de los dos.
Tiró a Aaron al suelo
de un empujón, dio media vuelta y se marchó a grandes zancadas,
silbando entre dientes.
—¿Sabes que vino suplicándome? —dijo
Deacon—. Sí, tu padre. Después de lo que le hiciste a mi Ellie.
Vino a verme. Ni siquiera intentó convencerme de que no habías sido
tú, de que no podrías haberlo hecho. Nada de eso. Lo que quería era
que les pidiese a todos los del pueblo que os dejasen tranquilos
hasta que la policía se hubiese pronunciado. Como si me importase
lo que os pasara.
Falk respiró hondo y se obligó a dar media
vuelta y alejarse.
—Ya lo sabías, ¿verdad? —Las palabras de
Deacon flotaban detrás de él—. Sabías que tu padre pensaba que
podías haber sido tú. ¿Cómo no ibas a saberlo? Debe de ser una
sensación aterradora, que tu propio padre confíe tan poco en
ti.
Falk se detuvo. Ya estaba casi demasiado
lejos para oírlo. «No te pares», se dijo. Sin embargo, se volvió a
mirar. Deacon sonrió.
—¿Qué? —le gritó desde lejos—. No irás a
decirme que se tragó esa mierda de excusa que os inventasteis con
el chaval de los Hadler. Puede que tu padre fuese un cobarde y un
necio, pero no era idiota. ¿Al final le aclaraste las cosas? ¿O
siguió sospechando de ti hasta el día que murió?
Falk no respondió.
—Ya me lo parecía —apuntó Deacon,
sonriendo.
No, quería gritarle Falk. Nunca lo habían
aclarado. Le echó una mirada prolongada al viejo y luego, con gran
esfuerzo, se obligó a dar media vuelta y alejarse de él. Paso a
paso, sorteando las lápidas que ya había olvidado. A su espalda aún
podía oír a Mal Deacon reírse con los pies bien plantados sobre la
tumba de su hija.