21

 

 

Cuando Gretchen vio llegar a Falk al aparcamiento del pub con el coche en esas condiciones, se quedó boquiabierta a media frase. Estaba hablando con Scott Whitlam en la acera, mientras Lachie jugaba a sus pies. Falk los vio por el espejo retrovisor mientras aparcaba.
—Mierda... —masculló en voz baja.
Entre la comisaría y el pub no había más que unos cientos de metros, pero Falk tenía la sensación de haber recorrido un largo trayecto por el centro del pueblo. Salió del vehículo y los arañazos plateados titilaron al cerrar la portezuela.
—Dios mío, ¿cuándo ha sucedido esto?
Gretchen se acercaba corriendo con Lachie a remolque. El niño saludó a Falk con la mano antes de reparar en el coche y quedarse mirándolo con los ojos muy abiertos. Estiró un dedo regordete para reseguir las letras grabadas, y cuando empezó a pronunciar la primera palabra, Falk se horrorizó y Gretchen se apresuró a apartarlo de allí. Lo mandó a jugar al otro extremo del aparcamiento y el niño lo hizo a regañadientes, arrastrando los pies, y empezó a meter cosas en una alcantarilla con un palo.
—¿Quién ha sido? —preguntó ella, al regresar a donde estaba Falk.
—No lo sé —respondió él.
Whitlam emitió un silbidito de condolencia mientras rodeaba el coche despacio.
—Sea quien sea, se ha empleado a fondo. ¿Qué han usado? ¿Un cuchillo, un destornillador o algo así?
—No tengo ni idea.
—Vaya panda de cabrones —exclamó el director—. Este sitio a veces es peor que la ciudad.
—¿Estás bien?
Gretchen le tocó el codo.
—Sí —respondió Falk—. Mejor que el coche, eso seguro.
Sintió un ramalazo de rabia. Tenía aquel coche desde hacía más de seis años. No era un vehículo para presumir, pero nunca le había dado problemas. No merecía que un paleto del campo lo destrozara.
«TE VAMOS A DESPELLEJAR.»
Se volvió hacia Whitlam.
—Tiene que ver con un asunto del pasado, una chica de la que éramos amigos...
—Sí, tranquilo. —Whitlam asintió—. Ya me han contado la historia.
Gretchen resiguió las marcas con el dedo.
—Escucha, Aaron, tienes que ir con cuidado.
—No me pasará nada. Esto es una lata, pero...
—No, es mucho peor.
—Ya, bueno. ¿Qué más van a hacer, despellejarme de verdad?
Ella tardó un momento en contestar.
—No sé. Mira lo que les pasó a los Hadler.
—Eso es distinto.
—¿Estás seguro? No puedes saberlo con certeza.
Falk miró a Whitlam buscando apoyo, pero el director se encogió de hombros.
—Esto es una olla a presión, amigo. Antes de que te des cuenta, cualquier cosita de nada se convierte en algo muy grande. Aunque eso ya lo sabes. De todos modos, por si acaso, más vale prevenir. Sobre todo cuando ambas cosas han sucedido el mismo día.
Falk lo miró.
—¿Ambas cosas?
Whitlam echó un breve vistazo a Gretchen, que se movió incómoda.
—Lo siento —se disculpó—, pensaba que ya los habrías visto.
—¿El qué?
Whitlam sacó un trozo de papel cuadrado del bolsillo trasero del pantalón y se lo entregó. Falk lo desplegó. Una corriente de aire caliente removió las hojas secas del suelo.
—¿Quién ha visto esto?
Ninguno de los dos contestó y Falk los miró.
—¿Y bien?
—Todo el mundo. Están por todo el pueblo.
El Fleece estaba lleno de gente, pero Falk distinguía el acento celta de McMurdo por encima de la cacofonía general. Se detuvo a la entrada, detrás de Whitlam.
—No pienso ponerme a debatir contigo, amigo mío —decía McMurdo desde detrás de la barra—. Mira a tu alrededor. Esto es un bar, no una democracia.
Tenía un puñado de octavillas arrugadas en la mano. Eran iguales que la que estaba quemándole a Falk en el bolsillo, y tuvo que reprimir el impulso de sacarla y mirarla una vez más. Era un retrato muy burdo que debían de haber fotocopiado quinientas veces en la diminuta biblioteca del pueblo.
En la parte superior se leía en letras mayúsculas: «RIP ELLIE DEACON, 16 AÑOS.» Debajo había una foto del padre de Falk con poco más de cuarenta años, aunque ya se lo veía envejecido, y a su lado una instantánea de Falk tomada con prisas. Por lo visto, se la habían hecho saliendo del pub uno de esos días. Aparecía mirando de reojo, su expresión congelada en una mueca momentánea. Debajo de las fotos, en letra más pequeña: «Estos hombres fueron interrogados en relación con la muerte de Ellie Deacon. Se necesita más información. ¡Proteged vuestra población! ¡Seguridad para Kiewarra!»
Antes, en el aparcamiento, Gretchen le había dado un abrazo y le había susurrado al oído:
—Son una panda de completos gilipollas, pero ándate con ojo.
Después de eso, había cogido en brazos a Lachie y se había marchado pese a las quejas del niño. Whitlam había dirigido a Falk hacia el pub después de rechazar sus protestas con un gesto de la mano.
—Aquí son como tiburones, amigo —había dicho el director—, en cuanto huelen la sangre, se te echan encima. Lo mejor es que te sientes aquí conmigo y te tomes una cerveza fría. Tenemos derecho a ella por la gracia de Dios, como hombres nacidos bajo la Cruz del Sur.
Sin embargo, en ese momento los dos se habían detenido en la entrada. McMurdo estaba discutiendo con un hombre corpulento de rostro purpúreo, que, según recordaba Falk, una vez le había dado la espalda a su padre en la calle. El tipo señalaba enfáticamente las octavillas con el dedo y decía algo que desde allí él no alcanzaba a entender. Entretanto, el camarero negaba con la cabeza.
—No sé qué decirte, amigo —contestó McMurdo—. Si quieres protestar sobre algo, coge papel y boli y escríbele a tu representante en el Parlamento. Pero éste no es el lugar para hacerlo.
Tiró las hojas a la basura y al volverse vio a Falk, que lo miraba desde el otro extremo de la sala. Con un movimiento de cabeza apenas perceptible, le sugirió que no entrara.
—Vámonos —le dijo éste a Whitlam, y se apartó de la entrada—. Muchas gracias, pero no es buena idea.
—Creo que tienes razón. Por desgracia. Joder, a veces esto parece aquella peli que se llamaba Defensa —se quejó Whitlam—. ¿Qué piensas hacer?
—Refugiarme en la habitación, supongo. Repasar unos papeles, esperar a que pase.
—A la mierda. Vente a casa a tomar algo.
—Muchas gracias, pero no. Será mejor que no me vea nadie por ahí.
—Eso no suena mejor en absoluto. Venga, vamos. Pero en mi coche, ¿eh? —Whitlam sacó las llaves y sonrió de oreja a oreja—. A mi esposa le irá bien conocerte. Tal vez la hace sentirse un poco mejor. —Su sonrisa perdió un poco de brillo, pero enseguida se recuperó—. Además, quiero que veas una cosa.
Whitlam le envió un mensaje de texto a su esposa desde el coche y recorrieron el trayecto en silencio.
—¿No te preocupa que me vean en tu casa? —preguntó Falk finalmente. Pensaba en el incidente del parque—. A las madres no les hará ni pizca de gracia.
—Que se jodan —respondió Whitlam sin apartar la mirada de la carretera—. Así a lo mejor aprenden algo: «No juzguéis para no ser juzgadas por una panda de zumbadas de miras estrechas», o como sea el versículo. Bueno, ¿quién crees que ha repartido por ahí esas declaraciones de amor?
—Supongo que Mal Deacon. O su sobrino Grant.
Whitlam frunció el ceño.
—Grant tiene más números. Según he oído, Deacon ya no está muy presente. Mentalmente quiero decir. Pero no lo sé, no me relaciono con esos dos. Vivo mejor sin ese fastidio.
—Puede que tengas razón. —Falk miró por la ventana apesadumbrado, pensando en su coche y en las palabras plateadas que le habían grabado en la carrocería—. Pero ninguno de los dos dudaría a la hora de ensuciarse las manos —añadió.
Whitlam lo miró y sopesó su respuesta. Al final se encogió de hombros. Había dejado atrás la calle principal y estaba recorriendo el laberinto de callejones que en Kiewarra pasaba por barrio residencial. Después de ver los extensos terrenos y la serie de edificios que conformaba cada granja, aquellas casas parecían compactas y muy cuidadas. Alguna hasta tenía césped verde, pero Falk pensó que no había mejor modo de anunciar que era artificial. Whitlam aparcó en un patio asfaltado, junto a una elegante casa unifamiliar.
—Qué sitio tan bonito —dijo Falk, pero Whitlam torció el gesto.
—Una zona residencial en el campo: lo peor de ambos mundos. La mitad de las casas de alrededor están vacías, lo cual es una pesadez. La seguridad se resiente, ¿sabes? Vienen muchos chavales a hacer el idiota. Pero todos los que tienen granjas viven en sus terrenos, y el pueblo no tiene un gran atractivo para los de fuera. —Se encogió de hombros—. De todos modos, es alquilada, así que ya veremos.
Condujo a Falk hasta una cocina moderna y luminosa, donde su mujer estaba preparando un aromático café con un aparato bastante complicado. Sandra Whitlam era una mujer esbelta, de piel clara y ojos grandes y verdes que le daban aspecto de estar permanentemente sobresaltada. Whitlam los presentó y ella le estrechó la mano con cierto aire de suspicacia, pero aun así le señaló una confortable silla de la cocina.
—¿Una cerveza? —preguntó Whitlam con la puerta de la nevera abierta.
Sandra, que estaba colocando tres tacitas de porcelana en la mesa, se detuvo.
—¿No acabáis de venir del pub?
Hablaba en tono alegre, pero sin volverse a mirar a su marido.
—Sí, bueno, es que al final no hemos llegado a entrar —contestó él y le guiñó un ojo a Falk.
Sandra apretó los labios, que formaron una línea fina.
—Tomémonos ese café, Sandra —dijo Falk—. Huele muy bien.
Ella forzó una leve sonrisa y Whitlam se encogió de hombros y cerró la nevera. Sandra sirvió los tres cafés y se movió por la cocina con paso ligero y silencioso, mientras colocaba una selección de distintos quesos y galletas saladas en un plato. Falk tomó un sorbo de su taza y miró una foto de familia enmarcada que había junto a su codo. En ella se veía a la pareja con una niña pequeña de pelo rubio oscuro.
—¿Es vuestra hija? —preguntó para llenar el silencio.
—Sí, Danielle —contestó Whitlam, y cogió la foto—. Debe de estar por aquí.
Miró a su esposa, que estaba delante del fregadero y, al oír el nombre de la niña, había dejado a medias lo que estaba haciendo.
—Está viendo la tele en la salita —confirmó Sandra.
—¿Está bien?
Su esposa se limitó a encogerse de hombros y Whitlam se dirigió a Falk:
—Danielle está bastante confusa, la verdad —le explicó—. Ya te dije que era amiga de Billy Hadler y no entiende muy bien lo que ha ocurrido.
—Gracias a Dios —apuntó Sandra, mientras plegaba furiosamente el trapo de cocina en un cuadrado—. Espero que nunca tenga que comprender algo tan horroroso como lo que ha ocurrido. Cada vez que lo pienso me pongo enferma. Para lo que ese hijo de puta les ha hecho a su esposa y a su hijo, el infierno es demasiado poco.
Se inclinó sobre la encimera y empezó a cortar queso. Empujó el cuchillo con tal fuerza para atravesar el bloque que la hoja se estrelló contra la tabla con un fuerte golpe.
Whitlam carraspeó levemente.
—Aaron vivía aquí, en el pueblo. Era amigo de Luke Hadler cuando eran jóvenes.
—Vaya. A lo mejor en esa época él era diferente. —Estaba desatada. Enarcó las cejas y se dirigió de nuevo a Falk—: ¿Pasaste la infancia en Kiewarra? Se te debió de hacer muy larga.
—Bueno, tuvo sus momentos. Entonces, ¿a ti no te está gustando el pueblo?
A Sandra se le escapó una carcajada.
—Digamos que no ha sido el nuevo comienzo que esperábamos —contestó con voz cortante—. Sobre todo para Danielle. Bueno, para nosotros tampoco.
—Bueno, supongo que no soy el más adecuado para defender este sitio —dijo Falk—, pero ya sabéis que lo que les ha sucedido a los Hadler es uno de esos incidentes que ocurren una vez en la vida como mucho.
—Puede que sí —respondió Sandra—, pero lo que no entiendo es la actitud de la gente. He oído a algunos que casi se compadecían de Luke Hadler, que lamentaban lo mal que debían de estar yéndole las cosas para hacer algo así. Me daban ganas de sacudirlos y decirles, ¿cómo puedes ser tan imbécil? Da igual cómo estuviese pasándolo, ¿a quién le importa? ¿Te imaginas los últimos instantes de vida de Billy y de Karen? Y, sin embargo, la gente le tiene una especie de... no sé, de piedad provinciana. —Señaló a Falk con el dedo. Él vio que se había hecho la manicura—. Y me da igual que se suicidase después. Asesinar a tu mujer y a tu hijo es el colmo de la violencia doméstica. Ni más ni menos.
Durante un breve momento, lo único que se oyó en la cocina fue el sonido de la cafetera, que humeaba sobre la encimera impoluta.
—Tranquila, cariño. No eres la única que piensa así —dijo Whitlam.
Alargó un brazo y posó una mano encima de las de su esposa. Ella parpadeaba deprisa y empezaba a corrérsele el rímel por la comisura del ojo. Esperó un momento antes de retirar las manos y coger un pañuelo de papel. Whitlam se volvió hacia Falk.
—Ha sido un golpe terrible para todos. Yo he perdido un alumno, Danielle a su amiguito. Y Sandra lo siente muchísimo por Karen, eso es evidente.
Sandra hizo un ruido apenas perceptible con la garganta.
—Me comentaste que Billy tenía que venir a jugar la tarde en que murió —dijo Falk, recordando la conversación que habían tenido en la escuela.
—Sí —respondió Sandra, antes de sonarse la nariz.
Sirvió un poco más de café mientras hacía un esfuerzo visible por recuperar la compostura.
—Venía bastante a menudo. Y viceversa. Danielle también iba a casa de ellos. Se llevaban de maravilla, era una delicia verlos juntos. Lo añora muchísimo, no entiende por qué no lo verá más.
—Entonces, ¿era un plan habitual? —preguntó Falk.
—No es que estuviese programado, pero desde luego no era inusual —respondió Sandra—. Esa semana Karen y yo no habíamos organizado nada, pero Danielle encontró un juego de raquetas de bádminton que le habíamos regalado para su cumpleaños. Se les daba fatal, pero a Billy y a ella les encantaba entretenerse con eso. Llevaba algún tiempo sin usarlas y de repente se obsesionó con ellas, ya sabes cómo son los críos. Quería que Billy viniera lo antes posible para jugar con él.
—¿Cuándo hablaste con Karen para quedar? —preguntó Falk.
—Me parece que fue el día anterior, ¿verdad? —Sandra miró a su marido, que se encogió de hombros—. Creo que sí. ¿Te acuerdas de que Danielle estaba dándote la lata para que le colocases la red en el jardín? Bueno, yo llamé a Karen por la noche y le pregunté si Billy querría venir a casa con Danielle al día siguiente. Me contestó que sí, que de acuerdo, y ya está.
—¿Cómo te pareció que estaba?
Sandra arrugó el ceño como si estuviera sometiéndose a una prueba.
—Bien. No recuerdo gran cosa. Tal vez un poco... distraída. Pero fue una conversación muy corta y además era tarde, así que no charlamos casi nada. Le propuse el plan, ella dijo que sí y nada más.
—Hasta que...
—Hasta que al día siguiente me llamó después de comer.
—Diga.
—Hola, Sandra. Soy Karen.
—Ah, hola, ¿qué tal estás?
Hubo una pausa breve, seguida de un ruido leve, quizá una risita.
—Buena pregunta. Mira, Sandra, siento mucho hacerte esto, pero al final Billy no podrá ir a vuestra casa.
—Oh, ¡qué pena! —respondió Sandra, reprimiendo un gemido.
Eso significaba que por la tarde Scott o ella, o tal vez ambos, tendrían que estar disponibles para jugar uno o dos partidos de bádminton con su hija. Elaboró una lista mental de posibles sustitutos.
—¿Pasa algo? —preguntó algo tarde.
—Sí. Es que... —La línea se quedó en silencio y Sandra pensó que la llamada se había cortado—. Billy ha estado un poco pachucho. Me parece que es mejor que venga directamente a casa. Lo siento, espero que Danielle no se disguste.
Sandra sintió una punzada de culpa.
—No seas tonta, no pasa nada. Si no está al cien por cien, qué le vamos a hacer. Además, con los planes que tiene Danielle, seguro que es mejor que descanse. Ya quedaremos otro día.
Otro silencio. Sandra miró el reloj de la pared. Debajo, una corriente de aire agitó la lista de cosas pendientes que colgaba del panel de corcho.
—Sí —contestó Karen finalmente—. Sí. Puede ser.
Sandra tenía una despedida cortés en la punta de la lengua, cuando oyó que Karen suspiraba. Dudó, pero pensó que las únicas madres con niños en edad escolar que no suspiran a diario son las que tienen niñera. Aun así, le pudo más la curiosidad.
—Karen, ¿estás bien?
Silencio.
—Sí —contestó Karen, y luego, tras otra pausa larga—: ¿Y vosotros?
Sandra Whitlam puso los ojos en blanco y miró la hora de nuevo. Si salía ya hacia el centro tendría tiempo de poner la lavadora a su regreso y de hacer unas llamadas para buscar un sustituto antes de ir a recoger a Danielle a la escuela.
—Sí, todo bien, Karen. Gracias por avisarme, espero que Billy se recupere pronto. Hasta luego.
—No pasa ni un día en que no me sienta culpable por esa llamada —admitió Sandra, y volvió a llenar las tazas de café como con un tic nervioso—. Por haber acabado la conversación con esas prisas. A lo mejor necesitaba a alguien con quien hablar y yo...
Antes de acabar la frase le saltaron las lágrimas.
—No es culpa tuya, mi amor. ¿Cómo ibas a saber lo que ocurriría?
Whitlam se levantó y abrazó a su esposa. Sandra se puso algo tensa y miró a Falk cohibida mientras se secaba los ojos con un pañuelo de papel.
—Lo siento —se disculpó—. Es que era muy buena persona. Una de las que hacía que estar aquí fuese tolerable. Todos la querían, todas las madres del colegio, y seguro que algunos padres también. —Hizo un amago de risa que cortó al instante—. Dios, lo siento, no quería... Karen nunca... Quería decir que era popular.
Falk asintió.
—No pasa nada, lo he entendido. Es evidente que caía muy bien.
—Sí, exacto.
Hubo un silencio y Falk aprovechó para acabarse el café y levantarse.
—Ya va siendo hora de que os deje tranquilos.
Whitlam dio cuenta también del último sorbo que le quedaba en la taza.
—Espera, enseguida te llevo. Pero antes quiero enseñarte una cosa. Ya verás, te gustará. Ven conmigo.
Falk se despidió de una Sandra todavía llorosa y siguió a Whitlam hasta un despacho muy acogedor. Desde el otro lado del pasillo le llegaba el sonido amortiguado de unos dibujos animados. El estudio tenía un estilo mucho más masculino que el del resto de la casa, al menos la parte que él había visto, con muebles gastados pero bien cuidados. Las paredes estaban cubiertas de arriba abajo con baldas llenas de libros de deporte.
—Esto casi parece una biblioteca —comentó Falk, mirando el contenido de las estanterías, que abarcaba desde el críquet hasta las carreras de trotones, y de biografías a almanaques—. Que no se diga que no eres aficionado.
Whitlam agachó la cabeza fingiendo estar abochornado.
—Hice un posgrado en historia moderna pero, si te digo la verdad, centré toda la investigación en la historia del deporte. Carreras, boxeo, los orígenes de los partidos amañados, etcétera. O sea, todo lo divertido. Pero me gusta pensar que a pesar de eso también sé manejarme con el típico documento descolorido y lleno de polvo.
Falk sonrió.
—Reconozco que no te tenía por un loco de los documentos llenos de polvo.
—No eres el único, pero la verdad es que si se trata de bucear en un archivo no hay quien pueda conmigo. Y ya que hablamos del tema... —de un cajón sacó un sobre grande y se lo entregó a Falk—, he pensado que a lo mejor esto te interesaba.
Falk lo abrió y sacó una fotocopia de una fotografía en blanco y negro de un equipo. Los jóvenes titulares del equipo de críquet de Kiewarra de 1948 posaban con sus impolutos uniformes blancos. Los rostros eran pequeños y aparecían borrosos y descoloridos, pero sentado en el centro de la primera fila Falk descubrió a alguien conocido: su abuelo. Al ver el nombre escrito en letras claras en la lista de integrantes del equipo, sintió que se le aceleraba el corazón: «Capitán: Falk, J.»
—¡Fabuloso! ¿De dónde lo has sacado?
—De la biblioteca. Gracias a mis elevados conocimientos de documentalista —sonrió Whitlam—. He estado investigando un poco sobre la historia deportiva de Kiewarra. Sólo para mí, porque me interesa. Encontré eso y se me ocurrió que te gustaría verlo.
—Es genial, muchas gracias.
—Quédatela, es una copia. Si quieres, un día te enseño dónde está la original. Debe de haber más de la misma época y a lo mejor él sale en otras.
—Gracias, Scott, de verdad. Qué descubrimiento.
Whitlam se apoyó en el escritorio, se sacó una de las octavillas anti-Falk arrugadas del bolsillo, hizo una bola y la lanzó a la basura. Encestó limpiamente.
—Siento lo de Sandra —se disculpó Whitlam—. Ya estaba costándole acostumbrarse a la vida de aquí antes de eso. La idea de la relajante escapada al campo no ha salido como esperábamos y la tragedia de los Hadler lo ha empeorado todo. Creíamos que al venir aquí nos alejábamos de estas cosas, y ha sido huir del fuego para caer en las brasas.
—Pero lo que les ha pasado a los Hadler es algo muy extraordinario —contestó Falk.
—Sí, ya lo sé, pero... —Echó un vistazo rápido a la puerta y vio que no había nadie en el pasillo. Bajó la voz—. Es hipersensible a cualquier tipo de violencia. No lo cuentes, pero en Melbourne me atracaron y la cosa acabó... bueno, acabó mal. —Miró la puerta de nuevo, pero ya había empezado y, al parecer, necesitaba desahogarse—. Yo había ido a Footscray, a una fiesta de un amigo que cumplía cuarenta, y corté por una callejuela que llevaba a la estación, como hace todo el mundo. Sólo que esa vez resultó que había cuatro tíos. En realidad eran chavales, pero con navajas. Estaban bloqueando el paso y yo y otro tipo al que no conocía de nada, un pobre desgraciado que pasaba por allí al mismo tiempo que yo, quedamos atrapados. Hicieron lo de siempre: pedir las carteras y el teléfono, pero, no sé cómo, la cosa se torció.
»Se asustaron y se volvieron locos. A mí me dieron una paliza, me cosieron a patadas y me fracturaron las costillas. Pero al otro le pincharon en el vientre con la navaja y empezó a desangrarse en la acera. —Whitlam tragó saliva—. Tuve que dejarlo allí para ir a buscar ayuda, porque esos hijos de puta me habían robado el móvil. Cuando volví, la ambulancia ya había llegado, pero demasiado tarde. Dijeron que lo habían encontrado muerto.
Whitlam bajó la vista y estuvo un momento toqueteando un clip. Meneó la cabeza como para sacudirse la imagen.
—Así que, bueno, eso fue. Y ahora esto. Así que ya ves por qué Sandra no está muy contenta. —Sonrió con dificultad—. Aunque en las circunstancias actuales creo que se podría decir lo mismo de casi cualquier vecino del pueblo.
Falk intentó pensar en alguna excepción. No se le ocurrió nadie.