22
De regreso en su habitación, Falk se apostó
junto a la ventana, mirando la calle vacía. Whitlam lo había
acompañado al pub y se había despedido de él con un gesto amistoso,
a la vista de todos los que pasaban por allí. Falk había esperado a
que se marchase y después había ido al aparcamiento de atrás a
comprobar si su coche estaba tan mal como recordaba. Y de hecho
estaba aún peor. Las palabras que le habían grabado en la
carrocería brillaban a la luz tenue de la tarde y alguien había
tenido la cortesía de meterle un puñado de aquellas octavillas bajo
el limpiaparabrisas.
Había subido la escalera del pub sin que
nadie se diese cuenta y había pasado el resto de la velada tumbado
en la cama y revisando los últimos documentos de los Hadler. Le
escocían los ojos y, aunque ya era tarde, todavía tenía los nervios
a flor de piel por culpa de las interminables tazas de café de
Sandra Whitlam. Por debajo de la ventana pasó un coche solitario
con los faros encendidos y una zarigüeya del tamaño de un gato
pequeño corrió por el tendido eléctrico con una cría al lomo.
Entonces la calle quedó en silencio de nuevo. El silencio de las
zonas rurales.
En parte, eso era lo que sorprendía a los
nativos de las ciudades como los Whitlam, pensó Falk. La calma.
Comprendía que buscasen una vida idílica en el campo; mucha gente
quería lo mismo. La idea tenía algo seductor y saludable si se
sopesaba atrapado en un atasco de tráfico o encajonado en un piso
sin jardín. Todos se veían respirando aire puro y limpio y
haciéndose amigos de sus vecinos. Sus hijos comerían las hortalizas
cultivadas en casa y aprenderían el valor de una verdadera jornada
de trabajo.
Tras su llegada, mientras el camión vacío de
las mudanzas desaparecía en la distancia, echaban un vistazo a su
alrededor y la vastedad apabullante del paisaje siempre los pillaba
por sorpresa. El espacio era lo primero que los impresionaba: su
magnitud. Podían ahogarse en el paisaje. Y darse cuenta de que
entre ellos y el horizonte no había ni un alma podía resultar
extraño y alarmante.
Pronto descubrían que las verduras no
crecían tan fácilmente como en las macetas que tenían en el
alféizar de las ventanas de su casa, en la ciudad. Hasta el último
brote requería ayuda para crecer en aquella tierra reticente, y
luego había que arrancarlo, mientras que los vecinos estaban
demasiado ocupados haciendo lo mismo a escala industrial como para
que los saludaran con mucho entusiasmo. No necesitaban lidiar todos
los días con el tráfico de camino al trabajo, pero tampoco había
adónde ir con el coche.
Falk no culpaba por eso a los Whitlam, de
niño ya lo había visto muchas veces. Los recién llegados echaban
una ojeada a su alrededor —un erial gigantesco de tierra yerma y
dura— y todos pensaban lo mismo: «No tenía ni idea de que esto iba
a ser así.»
Se volvió y recordó cómo se reflejaba la
crudeza de la vida local en las pinturas de los alumnos de la
escuela. Caras tristes y paisajes marrones. Los dibujos de Billy
Hadler eran algo más alegres, pensó. Los había visto colgados por
la casa: imágenes llenas de color, hojas tiesas con la pintura
seca. Aviones con gente sonriente mirando por las ventanillas.
Muchas versiones distintas de coches. Al menos Billy no estaba
triste, como algunos de los otros críos, pensó Falk, aunque estuvo
a punto de echarse a reír por lo absurdo de su reflexión. Billy
estaba muerto, pero al menos no estaba triste. Hasta el final. Al
final debía de estar aterrorizado.
Por enésima vez, Falk trató de imaginar a
Luke persiguiendo a su hijo y, aunque era capaz de representarse la
escena en la cabeza, las imágenes eran borrosas y no conseguía
verlas con nitidez. Rememoró la última vez que Luke y él se habían
visto. Cinco años antes en Melbourne, un día gris y sin nada que
destacar. Cuando la lluvia todavía era más una molestia que una
bendición. Para entonces, a Falk no le quedaba más remedio que
admitir que tenía la sensación de no conocer a su amigo en
absoluto.
Falk divisó a Luke de
inmediato al otro extremo del bar de Federation Square. Él llegaba
directo de la oficina, mojado y agobiado, uno más entre los hombres
grises con traje. Luke, que se acababa de escapar de una convención
de proveedores, conservaba una energía que no pasaba desapercibida.
Estaba apoyado en una columna, con una cerveza en la mano y una
sonrisa divertida, observando a la clientela de la tarde, compuesta
por mochileros británicos y adolescentes aburridos vestidos de
negro de los pies a la cabeza.
Recibió a Falk con una
cerveza y una palmada en el hombro.
—Con un corte de pelo
como ése, no le dejaría esquilar a una de mis ovejas ni de coña
—dijo Luke sin bajar la voz, y señaló con la botella a un joven
delgado, con un peinado que debía de haberle costado mucho dinero,
a medias entre una cabeza rapada y una cresta.
Falk respondió con una
sonrisa, pero se preguntó qué necesidad tenía Luke de salir con
esos comentarios de chaval de campo siempre que se veían. Tenía un
negocio agrícola en Kiewarra con una facturación de cientos de
miles de dólares, pero siempre que iba a la ciudad tenía que
hacerse el ratón de campo.
La cuestión era que eso
le proporcionaba una excusa fácil y conveniente para explicar la
grieta que parecía ensancharse con cada visita. Falk pidió una
ronda y se interesó por Barb, Gerry, Gretchen. Al parecer todos
estaban bien, ninguna novedad.
Luke le preguntó qué
tal se las apañaba desde que su padre había fallecido el año
anterior y Falk respondió que bien, sorprendido y agradecido a
partes iguales por que su amigo se hubiese acordado de preguntar
por él. ¿Y la chica con la que Falk estaba saliendo? Nueva
sorpresa. Bien, gracias. Estaba a punto de mudarse con él. Luke
sonrió de oreja a oreja.
—Joder, ya puedes ir
con cuidado. En cuanto te ponen los cojines de adorno en el sofá,
ya no hay manera de echarlas.
Ambos se rieron, habían
roto el hielo.
El hijo de Luke, Billy,
ya tenía un año y crecía deprisa. Su amigo le enseñó las fotos que
llevaba en el móvil. Un montón. Falk las miró con la educada
paciencia de los que no tienen hijos y escuchó una ristra de
anécdotas sobre otros proveedores de la conferencia, gente a la que
Falk no conocía. A cambio, Luke fingió interés mientras él le
hablaba de su trabajo saltándose las tareas de despacho y
destacando las partes más entretenidas.
—Haces muy bien —decía
siempre Luke—. Hay que meter a esos putos ladrones entre
rejas.
Sin embargo, su manera
de decirlo daba a entender, con delicadeza, que perseguir a hombres
con traje no era verdadero trabajo policial.
No obstante, ese día
Luke mostró más interés, porque no se trataba sólo de tipos
trajeados. La esposa de un futbolista había aparecido muerta, con
dos maletas con miles de dólares en metálico al lado de la cama. A
Falk le habían encargado la tarea de descubrir la procedencia de
los billetes. El caso era peculiar. La habían hallado en la bañera,
ahogada.
La palabra se le escapó
sin querer y flotó en el aire entre ambos. Falk
carraspeó.
—¿Siguen dándote la
lata en Kiewarra?
No hacía falta
especificar a qué clase de molestias se refería. Luke movió la
cabeza con gesto enfático para decir que no.
—Qué va. Hace años que
no, ya te lo dije la última vez.
Falk notó que estaba a
punto de darle las gracias de manera automática, pero por el motivo
que fuese no era capaz de pronunciar la palabra. Una vez más. Hizo
una pausa y miró a su amigo mientras Luke tenía la vista perdida en
el infinito.
No estaba seguro de
cuál fue el motivo, pero en ese momento sintió una punzada de
irritación. Tal vez estuviera quejoso por culpa del trabajo, o
cansado y hambriento, y con ganas de llegar a casa. O bien harto de
deberle tanta gratitud a aquel hombre. De sentir que daba igual la
mano que le repartiesen, porque Luke siempre iba a tener mejores
cartas.
—¿Nunca piensas decirme
dónde estabas de verdad aquel día? —le preguntó.
Luke apartó la mirada
de lo que quiera que estuviese contemplando.
—Tío, ya te lo he dicho
—contestó—. Mil veces. Estaba cazando conejos.
—Ya, bueno,
vale.
Falk reprimió las ganas
de poner los ojos en blanco. Ésa había sido siempre la respuesta
desde que se lo había preguntado por primera vez años atrás. Pero
nunca le había parecido del todo cierta. Era raro que Luke saliese
solo a disparar con la escopeta y Falk aún recordaba su expresión
cuando se acercó a la ventana de su dormitorio. El recuerdo de
aquella noche estaba teñido de miedo y alivio, era verdad, pero la
historia siempre le había parecido improvisada. Luke lo observaba
con atención.
—A lo mejor tendría que
preguntarte yo dónde estabas tú —dijo en un tono ligero, pero nada
artificial—. Eso si quieres recorrer ese camino una vez
más.
Falk lo miró a los
ojos.
—Ya sabes dónde estaba,
pescando.
—En el río.
—Sí, río
arriba.
—Pero solo.
Falk no
respondió.
—Así que supongo que
tengo que confiar en tu palabra —continuó Luke, y bebió un trago de
cerveza sin quitarle ojo a Falk—. Por suerte, para mí tu palabra
vale más que el oro, amigo. Pero parece que es mejor para todos que
sigamos con la versión de que fuimos a cazar conejos juntos, ¿no
crees?
Se miraron mientras el
ruido del bar aumentaba y disminuía a su alrededor. Falk sopesó sus
opciones. Al final le dio un trago a su cerveza y cerró el
pico.
Al cabo de un rato,
cada uno recurrió a las excusas obligadas sobre coger el tren o
tener que madrugar. Cuando se estrecharon la mano, sin saber que
aquélla sería la última vez, Falk se sorprendió tratando de
recordar, una vez más, por qué seguían siendo amigos.
Falk se metió en la cama y apagó la luz.
Durante un buen rato permaneció inmóvil. La araña había reaparecido
por la tarde y su silueta oscura acechaba desde el dintel de la
puerta del baño. Fuera, la noche se había sumido en un silencio
sepulcral. Falk era consciente de que necesitaba dormir un poco,
pero fragmentos de conversaciones recientes y pasadas se le
agolpaban en la cabeza. Los restos de la cafeína que le corrían por
las venas contribuían a impedirle cerrar los ojos.
Se tumbó de costado y encendió la lamparita.
En una silla, debajo de su sombrero, estaban los libros de la
biblioteca que le había dado Barb. Al día siguiente los metería en
el buzón de devoluciones. Cogió el de arriba. Una guía práctica
para crear un jardín ecológico de suculentas verduras. Sólo el
título ya le provocó un bostezo, y estaba seguro de que conciliaría
el sueño con un par de páginas, pero no se veía con fuerzas de leer
aquello. El otro era una edición de bolsillo muy sobada de una
novela negra. Una mujer, una figura desconocida que acechaba entre
las sombras, una serie de víctimas. Lo típico. No era lo que más le
gustaba, pero si no hubiera sido capaz de disfrutar de un buen
misterio se habría dedicado a otra cosa. Se recostó en la almohada
y se puso a leer.
El argumento era bastante obvio, nada
especial, pero cuando empezaron a pesarle los párpados ya llevaba
treinta páginas. Decidió seguir leyendo hasta el final del capítulo
y al pasar la página una fina hoja de papel se deslizó del libro y
le cayó en la cara.
La cogió y la miró con los ojos
entrecerrados. Era un resguardo de la biblioteca que decía que
Karen Hadler había cogido ese ejemplar en préstamo el lunes 19 de
febrero. Cuatro días antes de su muerte, pensó Falk. Ella usaba ese
papel como marcapáginas, y a él le resultó muy deprimente darse
cuenta de que aquel thriller mediocre tal
vez fuese lo último que había leído en su vida. Falk estaba
arrugando ya el papel cuando vio el trazo de bolígrafo en la parte
de atrás.
Curioso, alisó el resguardo y le dio la
vuelta. Esperaba una lista de la compra, pero lo que leyó le
aceleró el pulso al instante. Intentó eliminar mejor las arrugas y
lo colocó debajo de la lamparita para iluminar la letra continua y
redondeada de Karen.
En algún momento durante los cuatro días
transcurridos desde que sacó el libro de la biblioteca y que la
asesinasen a la entrada de su casa, Karen Hadler había escrito dos
líneas detrás del resguardo. La primera era una sola palabra
anotada con prisas, pero la había subrayado tres veces.
Grant??
Falk intentó concentrarse, pero el número de
teléfono de diez cifras que estaba escrito debajo le llamó la
atención. Se lo quedó mirando hasta que le lloraron los ojos y los
dígitos se juntaron y perdieron nitidez. Sentía sus latidos en la
cabeza como un estruendo ensordecedor. Cerró los ojos, los abrió de
nuevo y repitió el gesto, pero los números seguían allí, en el
mismo orden.
Falk no necesitaba dedicar ni un solo
segundo a preguntarse de quién sería aquel número. No le hacía
falta porque lo conocía bien: era el suyo.