27

La última vez que Theo se había sentido tan emocionado ante un evento público fue el primer día del juicio por asesinato contra Pete Duffy. En aquella ocasión, su amigo el juez Gantry había dado permiso a la clase del señor Mount para presenciar la sesión desde la tribuna de la gran sala. Fue tal la expectación que la mayor parte del público tuvo que permanecer en pie; al fin y al cabo, era el mayor juicio por asesinato que se había celebrado en Strattenburg en mucho tiempo. Theo y sus compañeros tuvieron mucha suerte de poder asistir.

Sin embargo, esta vez fue muy diferente. La audiencia pública empezaba a las ocho de la noche, y dos horas antes ya había gente congregada frente al edificio de la Oficina del Condado. Delante de sus grandes puertas se estaba formando una enorme cola de personas que querían conseguir los mejores sitios. Decenas de manifestantes paseaban arriba y abajo portando pancartas; parecía como si todos los presentes estuvieran en contra del proyecto. Había también dos equipos de televisión.

Theo llegó en bicicleta a las seis y media. Allí se reunió con Hardie, Woody, Chase y April, y procedieron a organizarse. Encontraron un sitio junto a un monumento cerca de la entrada principal y empezaron a entregar máscaras amarillas a todo aquel que quisiera una. El padre de Hardie había comprado un cargamento entero y estaba allí ayudándoles. De hecho, toda la familia Quinn se había presentado mucho antes de que empezara la audiencia.

Habían introducido algunas novedades en sus símbolos de protesta. April tuvo la idea de incluir una bandana amarilla con la palabra TÓXICO en letras negras. Fue otra maniobra brillante. Ella y su madre habían conseguido la tela, y un estampador se había ofrecido para imprimir el texto. Con las máscaras amarillas y las cintas de TÓXICO a juego, los chicos parecían terroristas en miniatura. Aquello despertó la curiosidad de la gente. Poco después, una multitud de niños, y también bastantes adultos, se arremolinaron a su alrededor para conseguir una mascarilla y una bandana. Uno de los equipos de televisión reparó en el gentío y empezó a filmar la escena.

A las siete, cientos de personas abarrotaban la pequeña plaza situada delante de la Oficina del Condado. Muchas de ellas eran niños, con el color amarillo bien visible en su cabeza. Había un gran atasco en Main Street y los coches apenas podían avanzar. Finalmente se abrieron las puertas y la muchedumbre empezó a entrar.

Las audiencias públicas se celebraban en un enorme audi torio con altos techos, grandes ventanales y numerosas hileras de asientos tapizados. Los cinco comisionados estaban en la parte de delante de la sala, sentados en unas macizas butacas de piel situadas tras una larga mesa, con los micrófonos y las placas con sus nombres. Un pequeño ejército de asesores y asistentes se agrupaba detrás de ellos.

Cuando Theo consiguió acceder por fin al auditorio eran las siete y media. Todos los asientos estaban ocupados y había gente de pie a lo largo de las paredes. Encontró un sitio cerca del fondo, y mientras miraba a su alrededor se quedó asombrado ante la marea amarilla que llenaba la sala. Había cientos de niños, todos con su mascarilla y su bandana. También muchos de sus padres las llevaban.

Un gerente del auditorio pidió a la multitud que guardara silencio. La comisión estaba deliberando sobre otro asunto y agradecería un poco de consideración. Theo miró a lo lejos, al frente de la sala, y examinó la cara fruncida del señor Stak. En su calidad de presidente, ocupaba la butaca central. Los cinco comisionados, todos hombres blancos, parecían preocupados.

Abrieron la zona de tribuna, que también se llenó enseguida. Un oficial del departamento de bomberos declaró que el aforo estaba completo y que no podía entrar nadie más. Theo divisó a su madre al otro lado de la sala. Por supuesto, ella no podía reconocerle, porque llevaba la mascarilla amarilla y una bandana con la palabra TÓXICO sobre la frente, al igual que otros cientos de niños en el auditorio. Theo agitó la mano para saludarla, pero ella no le vio. El señor Boone no había ido.

Los comisionados hicieron un receso y abandonaron la sala. Entre la multitud se respiraba una gran expectación y todos hablaban en voz baja y nerviosa. Los opositores a la carretera parecían superar a los partidarios en una proporción de diez a uno. Costaba imaginar que los comisionados pudieran tener el valor de pronunciarse en contra de aquella multitud. Al cabo de unos minutos regresaron y ocuparon de nuevo sus asientos mirando hacia el abarrotado auditorio. No parecían tener muchas ganas de enfrentarse a lo que les esperaba en las próximas tres horas.

El señor Stak se acercó al micrófono y empezó:

—Buenas noches y gracias por su asistencia. Resulta siempre estimulante ver que nuestros ciudadanos se implican en las cuestiones de actualidad. Queremos conocer su opinión y espero que dispongamos de tiempo suficiente para ello. De acuerdo con las normas que rigen en esta sala, la audiencia pública se realizará de una forma ordenada y civilizada. No se permitirá aplaudir, vitorear, silbar, abuchear ni gritar. Ni tampoco se permitirá ninguna muestra de protesta pública, salvo las que se expresen aquí sobre el estrado. Empezaremos con la presentación formal del proyecto, más conocido como Cinturón de Red Creek, que correrá a cargo de un representante del Departamento de Carreteras del Estado. Nosotros, los comisionados, tendremos la posibilidad de formular preguntas y discutir la propuesta. A continuación, y si disponemos de tiempo, escucharemos la opinión de nuestros preocupados conciudadanos.

Un grupo de hombres con trajes oscuros se levantaron y se colocaron en torno al atril. Un portavoz del Departamento de Carreteras se presentó y empezó a leer una larga y aburrida presentación del proyecto. Al cabo de diez minutos, la excitación entre la multitud comenzó a apagarse; parecía que aquella exposición iba a prolongarse eternamente. El primer orador cedió la palabra a un segundo, un experto en estudios de tráfico, que procedió a inundarlos con un aluvión de cifras.

Los adultos se esforzaban por prestar atención a aquel soporífero parlamento, pero a los niños les resultaba imposible. A Theo le costaba respirar a través de la mascarilla. Aquello era mortalmente aburrido. Detrás de él, un adulto comentó en voz bastante alta:

—El viejo truco de siempre: quieren matarnos de aburrimiento para que nos vayamos a casa.

—Sí —respondió otro—. Eso, y además lo de comenzar la audiencia a las ocho. Debería haber empezado antes.

Se oyeron bastantes murmullos por toda la sala. Los niños se removían nerviosos y muchos tuvieron que ir al lavabo. El tercer portavoz anunció con una voz monocorde, sin apenas modulación:

—El segundo estudio de tráfico será más breve que el primero, pero me gustaría exponerlo de forma meticulosa.

Eso provocó una oleada de quejas y gruñidos entre la multitud. De vez en cuando, una pregunta de los comisionados interrumpía la monotonía de los discursos. Por lo demás, parecía que los portavoces y expertos del estado podían seguir hablando durante horas. Junto al estrado, grandes pantallas mostraban mapas y propuestas virtuales del proyecto, pero era el mismo material que llevaba apareciendo en los periódicos y en internet desde hacía semanas. Nada nuevo.

El nerviosismo crecía entre la multitud, pero nadie se marchaba. Ya casi era la hora de que muchos de aquellos niños se fueran a la cama. Sin embargo, sus padres parecían decididos a quedarse. ¿Qué más daba si se acostaban un poco más tarde? Aquello era mucho más importante.

Los ánimos se caldearon cuando el señor Chuck Cerroni, el único comisionado que se había manifestado públicamente en contra de la carretera, empezó a discutir con los expertos del departamento estatal. Aquello molestó al señor Lucas Grimes, uno de los partidarios declarados del proyecto, y ambos se enzarzaron en una acalorada sucesión de réplicas y contrarréplicas. Sus airadas intervenciones animaron un poco la velada, pero aquello duró poco. Cuando por fin se calmaron, un nuevo portavoz se acercó al atril y prosiguió con su parte del programa.

Eran casi las diez de la noche cuando la exposición llegó a su fin. El señor Stak se inclinó sobre el micrófono y dijo:

—Muchas gracias, caballeros, por su resumen informativo acerca del proyecto. Y ahora, tal como se decidió ayer, un portavoz de la oposición presentará una refutación de quince minutos. Según tengo entendido, el encargado de hacerlo será el señor Sebastian Ryan, del Consejo Medioambiental de Strattenburg.

Tras haber sobrevivido a dos horas de mortal aburrimiento, el público asistente pareció volver de repente a la vida. Mientras el director del CMS se acercaba al atril, una oleada de energía renovada recorrió el auditorio. El hombre ajustó el micrófono y dijo:

—Gracias, señor Stak, y gracias a la comisión por permitir que se nos escuche. —Hizo una pausa, y luego, en voz muy alta y con gran dramatismo, añadió—: Caballeros, voy a expresarlo claramente: esta carretera es una pésima idea.

Al oír esto, la sala estalló en vítores y aplausos: los cientos de opositores al proyecto pudieron alzar por fin su voz. La multitud gritó y jaleó en una explosión de energía que sobresaltó a muchos de los presentes, sobre todo a los comisionados. El señor Stak levantó una mano y esperó pacientemente a que el clamor se fuera apagando.

—Muy bien —advirtió—, ya es suficiente. Por favor, conténganse. Si no guardan silencio, haré que desalojen la sala.

Su tono era conciliador, adquirido sin duda tras muchos años de experiencia.

Poco a poco, la multitud se fue calmando, pero no había duda de que estaba dispuesta a saltar de nuevo en cualquier momento. Los adultos volvieron a animarse. Los niños se habían despertado de golpe. Y todos escucharon atentamente cómo Sebastian Ryan exponía punto por punto sus críticas contra el proyecto.

Todas sus palabras tenían una lógica aplastante, al menos para Theo. El chico se quedó fascinado por la brillante actuación de Sebastian. Hablaba en un tono sosegado, y, con su barba y su cabello ligeramente largo, era sin duda el orador más enrollado que había subido hasta el momento al estrado. Era un abogado que no solía ejercer en los tribunales, sino que luchaba activamente para proteger el medio ambiente. Theo nunca había pensado en dedicarse a ese tipo de trabajo, pero en ese momento quería ser como Sebastian. Y, aunque le avergonzaba un poco sentirse así, le envidiaba por ser el centro de atención.

Pero no todo el mundo se mostró tan impresionado. El señor Lucas Grimes y otro comisionado, el señor Buddy Klasko, empezaron a acribillarle a preguntas. Todo el mundo sabía que el señor Grimes estaba a favor del proyecto, y a medida que avanzaba la audiencia quedó muy claro que el señor Klasko también lo estaba. Con el apoyo del señor Stak, el defensor más acérrimo, los partidarios de la carretera tendrían tres votos de cinco. Una mayoría que les daría la victoria.

Tras media hora de réplicas y argumentaciones, Sebastian Ryan empezó a perder fuerza, y con razón. Los señores Grimes y Klasko se volvieron aún más agresivos y atacaron hasta el más mínimo detalle de su exposición. El señor Cerroni intentó ayudar a Sebastian, y hubo momentos en los que los cinco comisionados parecían estar discutiendo al mismo tiempo apuntándose con un dedo acusador. A la gente no le gustó nada aquello, y algunas de las preguntas y réplicas más absurdas fueron recibidas con abucheos.

Sebastian llevaba casi una hora ante el atril cuando la situación dio un giro dramático. Durante una breve tregua en la discusión, un hombretón de unos cuarenta años y aspecto intimidante se levantó en medio de la sala y gritó:

—Eh, tíos, ¿es que os da miedo votar?

Sus duras palabras atravesaron el denso aire y resonaron en todo el auditorio. A la multitud le encantó aquello y reaccionó con risas y gritos de protesta. Al fondo, una voz empezó a entonar: «¡Que voten ya! ¡Que voten ya!». El cántico se extendió rápidamente por toda la sala, y en cuestión de segundos cientos de personas se levantaron y corearon a todo pulmón: «¡Que voten ya! ¡Que voten ya!».

Theo, que también coreaba a voz en grito, no podía recordar la última vez que había disfrutado tanto.

Sebastian aprovechó el momento para regresar a su sitio. Muy sensatamente, el presidente Stak dejó que la gente manifestara su indignación. Al cabo de un minuto o así, con los cristales de la sala retumbando, alzó muy despacio una mano y sonrió.

—Gracias… —dijo—. Por favor… Ya, gracias. Y ahora siéntense, por favor.

Los cánticos cesaron. De forma lenta y a regañadientes, el público volvió a tomar asiento. Al menos, los que tenían uno: Theo y otros muchos llevaban de pie casi tres horas.

—Por favor —prosiguió el señor Stak—, no quiero más alteraciones del orden. Nuestras normas exigen que votemos esta noche, así que les pido que tengan paciencia. —Se hizo un silencio casi total en el auditorio. El señor Stak cogió una hoja de papel, la miró frunciendo el ceño y añadió—: Ahora, según este formulario de inscripción, hay noventa y una personas que quieren hablar.

La multitud dejó escapar una exhalación general. Eran ya las once y cinco.

—Normalmente —continuó el señor Stak—, cuando la asistencia es tan multitudinaria, limitamos los discursos de la gente a tres minutos cada uno. Noventa y uno por tres son aproximadamente unos doscientos setenta minutos, es decir, cuatro horas y media. Y no creo que ninguno de nosotros quiera permanecer aquí tanto tiempo.

El señor Grimes le interrumpió.

—También podríamos cambiar las normas, ¿no?

—Sí, tenemos potestad para hacerlo.

—Entonces propongo que limitemos el número de oradores.

Esto provocó una nueva discusión entre los comisionados, y durante otros diez minutos debatieron la mejor manera de ahorrar tiempo. Finalmente, el señor Sam McGray, el comisionado de más edad y el que menos había hablado hasta el momento, propuso reducir los parlamentos a cinco intervenciones de cinco minutos cada una. Eso garantizaría que la asamblea terminara hacia medianoche, y también que se escuchara un número razonable y diverso de voces. Alegó también algo que todo el mundo ya sabía: que muchos de los oradores iban a decir las mismas cosas. Los otros cuatro aceptaron la propuesta y la norma se modificó en el acto. El señor Stak urgió a los ponentes a que se pusieran de acuerdo con sus amigos y compañeros para decidir quién hablaría. Aquello causó de nuevo un pequeño revuelo entre la multitud, mientras el tiempo seguía corriendo.

Eran casi las once y media cuando el primer orador se plantó ante el atril. Se trataba de un caballero muy elegante, miembro de un grupo empresarial que apoyaba firmemente el proyecto. No aportó nada nuevo: los atascos en Battle Street perjudicaban el tráfico; la autopista 75 era muy importante para el resto del estado; el crecimiento económico de toda la región dependía de que se construyera la carretera, etcétera. El padre de Hardie fue el siguiente en hablar, y lo hizo en nombre de todos los propietarios afectados por el trazado del cinturón, centrándose en el tema de la expropiación abusiva. Como sacerdote, estaba acostumbrado a dirigirse a sus feligreses y su discurso fue muy efectivo. A continuación habló un contratista local de fontanería que estaba a favor del proyecto. Tenía ocho cuadrillas de trabajadores con sus respectivos camiones, y se quejaba de la lentitud del tráfico al atravesar la ciudad.

Theo escuchaba atentamente cuando se percató de que Sebastian Ryan estaba a su lado.

—Theo —le susurró—, quítate la mascarilla un momento.

El chico obedeció y preguntó:

—¿Qué pasa?

Sebastian parecía inusualmente nervioso cuando se inclinó hacia él y le dijo:

—Verás, Theo, hemos pensado que sería una gran idea que hablaras en nombre de todos estos niños.

Theo se quedó completamente boquiabierto mientras un escalofrío de terror le recorría la espina dorsal. No pudo pronunciar palabra.

—Tú serás el último en hablar —continuó Sebastian—, y cuando te dirijas hacia el atril todos los chavales te seguirán. Seréis toda una multitud de niños mirando a los comisionados directamente a los ojos. Theo, tienes que hacerlo.

—No puedo —acertó a decir notando la boca seca.

—Pues claro que puedes. Corre el rumor de que los comisionados y mucha de la gente que está aquí quieren ver a los chicos que grabaron el vídeo. Theo, tú eres nuestro hombre.