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Theo ya se había liberado de la chaqueta y la corbata. Se sentía mucho más cómodo con sus habituales pantalones de color caqui, aunque la camisa abotonada de cuello blanco seguía pareciéndole demasiado elegante. Era miércoles y el timbre había señalado el final de las clases. Theo se dirigía hacia el pabellón de música para una de sus actividades extraescolares. Por el camino, varios compañeros de octavo le felicitaron por otra gran actuación. Theo sonrió y trató de restarle importancia, aunque en el fondo se sentía muy complacido. Estaba saboreando una nueva victoria, pero no quería mostrarse arrogante. «Que no se te suba a la cabeza —le había dicho una vez un veterano abogado judicial—. Porque el próximo jurado podría romperte el corazón.» Es decir, el siguiente debate podría acabar en derrota.

Theo entró en el gran pabellón de música y luego en una sala de ensayo más pequeña, donde ya había algunos estudiantes sacando sus instrumentos, preparándose para la clase. April Finnemore estaba examinando su violín cuando Theo se acercó a ella.

—Un gran trabajo —dijo April muy bajito. Casi nunca alzaba la voz más de lo necesario—. Has sido el mejor.

—Gracias. Te agradezco que hayas venido. Había bastante gente.

—Vas a ser un gran abogado, Theo.

—Esa es mi intención. Aunque no estoy seguro de que la música vaya muy bien para mis planes.

—La música va bien para todo —repuso April.

—Si tú lo dices…

Theo abrió un gran estuche y, con mucho cuidado, sacó un chelo que pertenecía a la escuela. La mayoría de los estudiantes poseían sus propios instrumentos. Otros, como Theo, los alquilaban, porque no estaban seguros de que su interés por la música fuese a perdurar. Theo iba a aquella clase porque April le había convencido, y también porque a su madre le encantaba la idea de que su hijo aprendiera a tocar algún instrumento.

¿Y por qué el chelo? Theo no estaba seguro. Tampoco recordaba por qué había escogido ese instrumento. De hecho, ni siquiera estaba seguro de que fuera él quien había tomado la decisión. Una orquesta de cuerda está formada por varias violas y violines, un enorme contrabajo, al menos un chelo y generalmente un piano. Las chicas parecían decantarse por las violas y los violines, y Drake Brown se había adjudicado el voluminoso contrabajo. No quedaba nadie para tocar el chelo. Y, desde el momento en el que Theo lo cogió por primera vez, supo que nunca aprendería a tocarlo bien.

La clase había sido un añadido de última hora al plan de estudios ya programado de seis semanas. Se había planteado como un cursillo introductorio para alumnos que no sabían tocar ningún instrumento. Auténticos principiantes, novatos sin la menor base musical y aún menos talento. Theo encajaba a la perfección en el perfil, al igual que la mayoría de sus compañeros. Era solo una hora de clase a la semana, sin demasiada presión, concebida principalmente para divertirse y aprender un poco.

La diversión estaba garantizada gracias al profesor, el señor Sasstrunk. Era un viejecillo vivaracho de largo pelo canoso, ojos castaños de loco y varios tics nerviosos. Todas las semanas llevaba la misma chaqueta descolorida de cuadros marrones. Aseguraba haber dirigido varias orquestas a lo largo de su extensa carrera profesional, y durante la última década había enseñado música en el Stratten College. Tenía un gran sentido del humor y se reía cuando los chicos cometían algún error, lo cual sucedía constantemente. Según decía, su trabajo era introducirlos en el mundo de la música, «dársela a probar para que aprendan a saborearla». No aspiraba a convertirlos en grandes intérpretes. «Chicos —les decía todas las semanas—, aquí vamos a aprender un mínimo de base musical, también practicaremos un poco, y luego ya se verá.» Y, después de cuatro sesiones, los alumnos no solo disfrutaban de la clase, sino que cada vez se tomaban la música más en serio.

Pero todo eso estaba a punto de cambiar.

El señor Sasstrunk llegó diez minutos tarde. Cuando entró en la sala de ensayos, tenía un aspecto cansado y preocupado. Su habitual sonrisa había desaparecido. Miró a los chicos sin saber muy bien por dónde empezar.

—Vengo del despacho de la directora —dijo al fin—. Y, por lo visto, me han despedido.

Los poco más de diez estudiantes que había en la clase se miraron entre sí con aire desconcertado. El señor Sasstrunk parecía a punto de echarse a llorar.

—Según me acaban de explicar —continuó—, están obligando a las escuelas de la ciudad a hacer una serie de recortes por razones presupuestarias. Parece ser que en las arcas municipales no hay tanto dinero como se pensaba, así que las clases y los programas menos importantes están siendo suprimidos de forma inmediata. Lo siento, chicos, pero este cursillo ha sido cancelado. Se acabó.

Los estudiantes se quedaron estupefactos. No solo estaban enfadados porque les hubieran quitado una clase que les gustaba; también sentían lástima por el señor Sasstrunk. En una clase anterior, el anciano había bromeado diciendo que, con el escaso salario que le pagaba la escuela, completaría su colección de CD con las obras de los grandes compositores.

—No es justo —dijo Drake Brown—. ¿Por qué empiezan un cursillo si no pueden acabarlo?

El señor Sasstrunk no tenía respuesta para eso.

—Tendrás que preguntárselo a quien lo sepa.

—¿Es que no tiene contrato? —preguntó Theo, aunque al momento se arrepintió de haberlo hecho.

Si el señor Sasstrunk tenía o no contrato, no era asunto suyo. No obstante, Theo sabía que todos los profesores de las escuelas municipales firmaban un contrato por un año. El señor Mount lo había explicado en clase de Gobierno.

El anciano profesor soltó un bufido y consiguió esbozar una débil sonrisa.

—Claro que tengo contrato, pero apenas sirve de nada. En él se especifica claramente que la escuela puede cancelar un cursillo en cualquier momento si existe alguna razón de peso. Es una cláusula bastante habitual.

—No se puede decir que sea un gran contrato —masculló Theo entre dientes.

—No, no lo es. Lo siento, chicos. El cursillo ha terminado. He disfrutado mucho durante estas clases, y os deseo lo mejor. Algunos de vosotros tenéis talento, otros no tanto. Pero, si ensayáis y trabajáis duro, todos tenéis la capacidad para aprender a tocar. Recordad: con práctica todo es posible. Buena suerte, chicos.

Y con estas palabras, el señor Sasstrunk se dio la vuelta muy despacio y abandonó la sala abatido.

La puerta se cerró sin hacer ruido. Durante unos segundos, los estudiantes se miraron unos a otros en silencio. Finalmente, April dijo:

—Tienes que hacer algo, Theo. Esto es muy injusto.

Theo ya se había puesto en pie.

—Vayamos a ver a la señora Gladwell. Iremos todos. Nos plantaremos delante de su despacho y no nos marcharemos hasta que nos reciba.

—Muy buena idea.

El grupo, con Theo a la cabeza, salió de la sala de ensayos, atravesó el pabellón de música y cruzó un patio. Luego entraron en el edificio principal y recorrieron un largo pasillo hasta el vestíbulo central, donde se hallaba el despacho de la señora Gladwell. Se detuvieron delante del escritorio de la señorita Gloria, la secretaria de la escuela. Entre sus muchas tareas, estaba la de custodiar la puerta de la directora. Theo conocía bien a la señorita Gloria, ya que la había asesorado cuando detuvieron a su hermano por conducir borracho.

—Buenas tardes —dijo la señorita Gloria mirando por encima de las gafas apoyadas sobre la punta de la nariz.

Estaba tecleando en el ordenador y parecía un tanto irritada al ver aparecer ante su mesa a un grupo de alumnos de octavo enojados.

—Hola, señorita Gloria —respondió Theo sin sonreír—. Queremos ver a la señora Gladwell.

—¿Cuál es el problema?

Típico de la señorita Gloria. Siempre quería enterarse de cuál era el asunto antes de poder tratarlo directamente con la directora. Tenía fama de ser la persona más entrometida de toda la escuela. Theo sabía por experiencia que, tarde o temprano, acabaría averiguando por qué estaban allí, así que no tenía sentido ocultárselo.

—Somos alumnos de la clase de música del señor Sasstrunk —explicó Theo—. Es el cursillo que la escuela acaba de cancelar, y queremos hablar de este asunto con la señora Gladwell.

La señorita Gloria arqueó las cejas, como si su petición fuera algo sencillamente imposible.

—La directora está en una reunión muy importante —dijo señalando con la cabeza la puerta del despacho.

Theo había estado allí dentro en muchas ocasiones, generalmente por asuntos bastante agradables, aunque otras veces no tanto. Sin ir más lejos, el mes anterior Theo se había metido en una pelea, a decir verdad su única pelea desde tercer curso. La señora Gladwell y él habían tenido una reunión muy seria a puerta cerrada.

—Esperaremos —dijo Theo.

—Está muy ocupada.

—Siempre está muy ocupada. Por favor, dígale que estamos aquí.

—No puedo interrumpirla.

—Muy bien. Entonces esperaremos. —Theo recorrió con la mirada la gran antesala. Había un par de bancos y varias sillas bastante usadas—. Aquí —dijo.

Sus compañeros ocuparon inmediatamente los asientos. Los que no consiguieron uno se sentaron en el suelo.

La señorita Gloria era conocida por sus arranques de mal humor, y estaba claro que en ese momento iba a tener uno. No le hacía ninguna gracia que su espacio hubiera sido invadido por una pandilla de estudiantes descontentos.

—Theo —dijo en un tono nada agradable—, te sugiero que tú y tus compañeros esperéis en el vestíbulo.

—¿Qué hay de malo en que esperemos aquí? —repuso Theo.

—He dicho que esperéis fuera —replicó la secretaria, de pronto enfadada y alzando la voz.

La cara se le puso roja y parecía a punto de explotar, pero se mordió la lengua y respiró hondo. No tenía ningún derecho a ordenar a los chicos que aguardaran fuera, y era consciente de que Theo lo sabía. También sabía que los padres de Theo eran abogados muy respetados y no dudarían en defender a su hijo frente a cualquier adulto si el chico tenía la razón. En especial la señora Boone, que podía ponerse muy seria cuando Theo se plantaba ante una injusticia.

—Muy bien —dijo al fin—. Pero no arméis jaleo. Tengo trabajo que hacer.

—Gracias —respondió Theo.

Y estuvo a punto de añadir que aún no habían hecho ningún ruido, pero lo dejó correr. Había ganado una pequeña batalla; no tenía sentido causar más problemas.

Durante cinco minutos observaron cómo la señorita Gloria se afanaba por parecer atareada, a pesar de que ya eran casi las cuatro de la tarde y las clases habían acabado hacía una media hora. La jornada escolar estaba llegando a su fin. Al cabo de un rato, la puerta se abrió y una pareja de padres jóvenes salió del despacho apresuradamente. No parecían muy contentos con la reunión, y apenas echaron un vistazo a Theo y sus compañeros. La señora Gladwell salió a la antesala y se quedó mirando al grupo de alumnos.

—Theo —dijo—, te felicito por el debate de hoy.

—Gracias.

—¿Qué está pasando aquí?

—Bueno, señora Gladwell, nosotros somos lo único que queda de la clase de música del señor Sasstrunk. Nos gustaría saber por qué se ha cancelado.

La directora lanzó un suspiro y sonrió.

—No puedo decir que esto me sorprenda —dijo en tono paciente—. Por favor, pasad.

Los estudiantes fueron entrando de uno en uno en el despacho. Theo fue el último. Al cerrar la puerta, no pudo evitar lanzarle una sonrisa maliciosa a la señorita Gloria, que le estaba mirando. En defensa de la secretaria, cabe decir que esta le devolvió la sonrisa.

Una vez dentro, los alumnos se quedaron de pie delante del escritorio de la señora Gladwell. Solo había tres sillas, aparte de la butaca de la directora, y ninguno se atrevió a sentarse. La mujer lo entendió.

—Os agradezco que hayáis venido, chicos. Lamento mucho lo ocurrido con la clase de música —dijo mientras cogía un informe de su mesa—. Esta mañana he recibido un memorando de la oficina central de la administración escolar municipal. Ha sido enviado directamente por el superintendente, el señor Otis McCord, que es mi superior y la máxima autoridad. La junta escolar se reunió anoche con carácter de urgencia para tratar los problemas presupuestarios. Al parecer, las escuelas de Strattenburg van a recibir un millón de dólares menos de lo que habían prometido el ayuntamiento, el condado y el estado. Los tres contribuyen a financiar las escuelas y, por alguna razón, las subvenciones se han reducido. Así pues, se han tenido que hacer recortes en todas las escuelas de la ciudad. Se ha despedido a los profesores a tiempo parcial. Se han cancelado muchas excursiones. Se han suprimido programas extraescolares, como la clase de música del señor Sasstrunk. Y la lista continúa. Es algo muy desagradable, pero no tengo ningún control sobre ello.

La señora Gladwell explicó la situación con mucha claridad. Los chicos la escucharon con atención y comprendieron que no había nada que hacer.

—¿Qué ha pasado con las subvenciones? —preguntó Theo.

—Es bastante complicado. Algunos culpan a la recesión y a la difícil situación económica. Se recaudan menos impuestos y, por lo tanto, hay menos dinero para servicios públicos. Otros afirman que el sistema escolar gasta demasiado dinero, sobre todo en la oficina central. A decir verdad, no lo sé. Yo solo cumplo órdenes. Además de cancelar la clase de música, tengo que despedir a un conserje, dos empleados de la cafetería y cuatro entrenadores a tiempo parcial, y tengo que suprimir otros seis programas extraescolares. Y acabo de informar al señor Pearce de que este año no podrá llevar a su clase de ciencias de séptimo a visitar la central nuclear de Rustenburg.

—Eso es terrible —intervino Susan—. Es una excursión muy buena.

—Lo sé, lo sé. El señor Pearce lleva haciéndola muchos años.

—No me parece justo —dijo Theo— que se le haga a alguien un contrato, una promesa, y luego lo echen a mitad de curso.

—Es muy injusto, Theo. Pero yo no me encargo de los contratos. Hay un abogado en la oficina central que se ocupa de esas cosas.

Varios estudiantes intercambiaron miradas, comprendiendo que no había nada que hacer.

—Lo siento mucho —prosiguió la señora Gladwell—. Ojalá hubiera algo que yo pudiera hacer, pero no está en mi mano. Estoy segura de que el señor McCord y la junta escolar van a recibir un montón de quejas. Y vosotros también podéis presentar las vuestras. —Después de una larga pausa, dijo—: Bueno, si eso es todo, tengo que asistir a una reunión.

—Gracias por escucharnos, señora Gladwell —dijo Theo.

—Es mi trabajo.

Los chicos salieron del despacho muy abatidos.