16
A primera hora de la mañana del domingo, dos agentes de policía llamaron a la puerta de una pequeña casa de ladrillo situada en una zona rural del condado de Stratten, cerca de una población llamada Tuffsburg. El propietario abrió finalmente y masculló qué querían a esas horas. Cuando los agentes le preguntaron su nombre, respondió:
—Larry Samson.
—Entonces queda usted detenido —dijo uno de los policías mientras el otro se sacaba unas esposas del cinturón.
—¿De qué se me acusa? —exigió saber.
—De agresión. Salga fuera. Tiene que acompañarnos.
Samson opuso resistencia al principio, pero pronto desistió y se rindió, aunque no dejó de protestar todo el rato. Los agentes le aconsejaron que guardara silencio y le obligaron a entrar en la parte posterior del coche patrulla.
En ese mismo momento, otros tres hombres estaban siendo arrestados en otros puntos del condado. El Bajito se llamaba en realidad Lester Green. El supervisor de la cuadrilla de Strategic Surveys, el hombre de más edad, era Willis Keeth. El cuarto tipo, el que le puso la zancadilla a Woo dy, se llamaba Gino Gordon. Los cuatro fueron conducidos a la prisión del condado de Stratten, donde se les abrió expediente, les tomaron las huellas, les hicieron las fotografías de rigor y fueron acusados formalmente de invasión de propiedad y agresión. Después de un par de horas de llamadas telefónicas y papeleo, fueron puestos en libertad bajo fianza y les informaron de las fechas en las que deberían presentarse ante el tribunal.
En cuanto detuvieron a los cuatro hombres, el capitán Mulloy se dirigió hacia la clínica veterinaria para informar a los Boone. Era un oficial con muchos años de servicio, muy conocido y respetado en la comunidad, sobre todo entre los abogados más veteranos. Se encargaba de llevar el caso que había empezado el viernes por la tarde en la granja de los Quinn, y había acabado con un perro gravemente herido que en esos momentos se debatía entre la vida y la muerte. El capitán Mulloy también era miembro de la parroquia en la que oficiaba el padre de Hardie, y la familia Quinn le conocía bien.
El padre de Theo solía decir que la vida en una ciudad pequeña puede resultar irritante porque todo el mundo está al tanto de los asuntos de los demás. Pero, al mismo tiempo, resulta una vida más fácil y segura porque sabes quién es la gente buena. Y el capitán Mulloy era uno de los buenos.
Cuando llegó a la clínica, encontró a la señora Boone sentada en la recepción con una mantita sobre las piernas, leyendo los periódicos dominicales. Ella le explicó que llevaba allí cerca de una hora; que Theo y su tío Ike estaban en el consultorio, donde habían vuelto a pernoctar por segunda noche consecutiva, y que el doctor Kohl llegaría de un momento a otro. Judge continuaba igual.
Mientras tomaban café, el capitán Mulloy puso a la señora Boone al corriente de los arrestos efectuados. Cuando se lo estaba explicando, Ike y Theo aparecieron en la zona de recepción. El chico no se había aseado desde el viernes por la mañana y parecía como si hubiera dormido en el suelo, lo cual era cierto. E Ike… bueno, Ike siempre lucía un aspecto desaliñado, con la ropa arrugada y el pelo largo y canoso recogido en una cola de caballo. Tras las presentaciones, el capitán Mulloy preguntó:
—¿Cómo está el perro?
—Aguantando —respondió Theo—. El corazón sigue latiendo, aunque de forma muy débil. Y continúa inconsciente.
—Lamento mucho oír eso —dijo el oficial mientras sacaba una carpeta—. Quiero enseñarte algo. —Extrajo cuatro fotografías grandes y en color de cuatro rostros distintos, y las depositó sobre la mesita de café cubierta de revistas—. Mira bien a estos hombres, Theo. ¿Los has visto antes?
Theo se inclinó sobre las fotos y contestó al instante:
—Son ellos. Los cuatro. —Señaló a Lester Green, el Bajito, y afirmó—: Este es el tipo que me arrancó el móvil y me tiró al suelo. —Luego apuntó a Larry Samson—. Este es el matón que no paraba de golpear a Judge con la estaca. —Después señaló la foto de Willis Keeth—. Este es el hombre mayor, el jefe. —Y, por último, a Gino Gordon—. Este es el tipo que le puso la zancadilla a Woody y nos insultó de mala manera.
El capitán Mulloy sonrió.
—Es lo que me figuraba. En este momento, estos tipos están detenidos en la prisión del condado, acusados de varios cargos. Probablemente serán puestos en libertad bajo fianza esta misma mañana. ¿Entiendes lo que te estoy contando, Theo?
Vaya si lo entendía.
—Sí, señor —respondió asintiendo.
Ike cogió la foto de Larry Samson y preguntó:
—¿Es este el canalla que intentó matar a Judge?
—Es él —contestó Theo sin vacilar.
—¿Y cuándo tendrá que vérselas con un juez ante el tribunal?
—No estoy seguro —respondió el capitán Molloy.
—Tiene toda la pinta de ser culpable —masculló Ike con desprecio.
—Es culpable —afirmó Theo—. Hay testigos.
—¿Y dónde viven esos hombres? —preguntó la señora Woods.
—Por los alrededores. Trabajan para una compañía de medición de terrenos contratada por el estado. Están realizando algunos estudios preliminares para la construcción del cinturón. Al parecer tenían un poco de prisa y entraron sin permiso en una propiedad privada.
—Pues van a estar encerrados un buen tiempo —dijo Ike como si fuera el juez del caso—. Escuchadme bien, esos canallas van a acabar en prisión. Y, además, los demandaremos por daños y perjuicios —añadió en un tono que indicaba que estaba dispuesto a pelear.
El señor Boone entró por la puerta de la clínica con una docena de rosquillas y otro montón de diarios dominicales. A Theo siempre le asombraba la cantidad de prensa que sus padres leían todos los domingos. Con frecuencia había hasta cuatro gruesos periódicos desperdigados por la mesa de la cocina, la sala de estar y, cuando hacía buen tiempo, el porche trasero. Una de las tareas domésticas de Theo era organizar el programa de reciclaje. En un rincón del garaje había cuatro grandes cubos: uno para el vidrio, uno para el plástico, otro para el aluminio y un cuarto para el papel. Este último siempre estaba lleno, rebosante de montones de periódicos viejos. En más de una ocasión les había preguntado a sus padres por qué no leían las noticias en internet. Los dos tenían portátiles y los usaban para trabajar y para enviar y recibir correos. ¿Por qué no los utilizaban también para consultar las noticias y ahorrarse así toda aquella cantidad de papel? Pero sus respuestas siempre eran vagas e insatisfactorias, al menos para Theo.
Se quedó mirando la enorme pila de diarios dominicales y pensó: «Vaya desperdicio». Entonces regresó al presente y se preguntó por qué él, Theo Boone, un chico cuyo perro estaba al borde de la muerte y que llevaba dos noches durmiendo en el suelo de una clínica veterinaria, se preocupaba por el reciclaje de unos periódicos viejos. Cogió una rosquilla y la engulló en tres bocados.
El señor Boone estaba saludando y preguntando por Judge cuando llegó el doctor Kohl.
Llevaba traje y corbata y les dijo que iba a la misa de primera hora. Les pasaron las fotos de los cuatro hombres recién arrestados y ambos las miraron con el ceño fruncido y expresión condenatoria. El doctor Kohl dijo algo así como: «Menuda panda».
Entonces Theo tuvo una idea. Miró al capitán Mulloy y le preguntó:
—¿Puede prestarme un momento la foto de Larry Samson?
El oficial se la entregó y los adultos observaron cómo Theo desaparecía en la parte de atrás de la clínica.
El consultorio estaba vacío y a oscuras. Judge yacía allí, solo e inmóvil sobre la camilla donde llevaba tendido tantas horas. Theo encendió una luz y se inclinó sobre él.
—Hola, colega —le susurró en voz baja a la oreja—. Tengo algo para ti. —Theo sostuvo la foto de Larry Samson delante de sus ojos, como si el perro pudiera verla—. Este es el canalla que te ha hecho esto, Judge. Se llama Larry, y ahora mismo está detenido. Y vamos a hacer que pague por ello. Míralo bien, amigo. El malvado y grandullón Larry, el tipo que se creía muy duro pegando a un perrito con una estaca, se encuentra ahora entre rejas. Hemos vencido, Judge, y esto solo acaba de empezar.
Pero Judge no miraba. Theo luchó por contener las lágrimas, con la foto temblando en la mano. Cerró los ojos y pidió a Dios que salvara a su pobre perro, que nunca había hecho daño a nadie, que era el mejor amigo del mundo y que había sido gravemente herido por intentar protegerlo a él. Por favor, Dios…
Pasaron los minutos. Theo estaba a punto de rendirse.
Entonces se oyó un ruidito, un débil gruñido, como si el perro intentara aclararse la garganta. Theo abrió los ojos y, casi al mismo tiempo, Judge abrió los suyos. No del todo, tan solo dos pequeñas rendijas, pero el chico pudo ver el iris marrón oscuro de sus ojos.
—¡Judge, te has despertado! —exclamó emocionado, y se inclinó un poco más hasta que su nariz estuvo a escasos centímetros de la del perro.
Judge abrió un poco más los ojos. Parecía mirar la foto de Larry Samson, observarla fijamente. Luego se relamió el hocico. Theo dejó la foto sobre la camilla y empezó a acariciarlo con ambas manos sin parar de hablarle.
En ese momento, el doctor Kohl entró en la sala.
—Bueno, bueno —dijo—, parece que Judge aún no está dispuesto a dejarnos.
—¡Mírelo! —exclamó Theo—. ¡Está totalmente despierto!
—Ya lo veo.
Con mucho cuidado, el doctor Kohl le retiró un tubo y palpó suavemente las zonas hinchadas. Judge estaba volviendo a la vida, gimiendo y tratando de removerse. La tablilla de su pata derecha parecía molestarle, y la miraba como si no entendiera por qué estaba allí. El doctor le tocó la pata. Judge dio un respingo al instante y soltó un aullido de dolor.
—Necesita un calmante.
—Debe de estar hambriento —dijo Theo, incapaz de contener su entusiasmo.
—No te quepa duda, pero primero le daremos un poco de agua.
El doctor Kohl lo levantó muy despacio sobre la camilla y lo ayudó a sostenerse sobre sus patas. Theo cogió un pequeño cuenco de metal, lo llenó de agua y se lo ofreció a Judge, que la bebió a lametones como si nunca hubiera probado aquel líquido delicioso. Mientras el perro lamía salpicando agua a todo su alrededor, y el doctor Kohl seguía ayudándolo a mantenerse en pie, Theo asomó la cabeza por la puerta y gritó:
—¡Judge se ha despertado!
En cuestión de segundos, el pequeño consultorio se abarrotó de gente. Los cuatro Boone, el doctor Kohl, el capitán Mulloy y los dos técnicos veterinarios se apiñaron en torno a la camilla contemplando cómo el perro daba buena cuenta del agua. Finalmente, el doctor lo soltó… y allí estaba: Judge Boone, vivito y coleando, sosteniéndose por sí solo sobre sus tres patas buenas. Tenía la cabeza afeitada e hinchada, y parecía que lo hubiera arrollado un camión. Pero se le veía feliz y sonriente, preguntándose por qué todos aquellos humanos que había a su alrededor estaban llorando.
Judge había vuelto.