17
En el sótano del antiguo, majestuoso e imponente tribunal del condado de Stratten había un pasillo polvoriento flanqueado por varias salas dejadas de la mano de Dios. En la puerta de la mayor de las salas, había un cartel que decía simplemente: TRIBUNAL DE ANIMALES. Su interior estaba lleno de cosas desechadas por las demás instituciones del condado: sillas plegables desparejadas; una vieja y maltrecha mesa que el juez usaba como estrado; alguaciles a punto de jubilarse que iban y venían por allí de vez en cuando, y una anciana secretaria, malhumorada y dura de oído, que odiaba su trabajo. Las salas más refinadas se encontraban en las plantas superiores, y Theo había estado en todas ellas. Su favorita era la gran sala del tribunal, que presidía el juez Henry Gantry. Sin embargo, también le encantaba el Tribunal de Animales, porque en él uno no tenía que ser abogado para defender su caso. Con solo trece años, Theo ya había obtenido algunas victorias sonadas ante el juez Yeck.
Puede que la sala y todo lo que había en ella fuera viejo y desvencijado, pero estaba claro que el juez Yeck no lo era. Tenía unos cuarenta años, pelo largo y barba, y prefería llevar tejanos y botas militares en lugar de toga y pajarita. Era un tipo moderno y enrollado, y a Theo le caía muy bien. Trabajaba allí a tiempo parcial: le permitían ejercer como juez cuatro tardes a la semana porque ningún otro letrado en la ciudad quería ocupar ese puesto. El Tribunal de Animales estaba tan mal considerado en el sistema judicial que ningún magistrado quería que lo relacionasen con él.
Theo se pasaba por allí con frecuencia. La sala estaba abierta de cuatro a seis de la tarde, de martes a viernes, y en el orden del día siempre había uno o dos casos interesantes. Pero había ocasiones en las que no había mucho trabajo. Entonces Theo acercaba una silla al estrado y se ponía a charlar con el juez Yeck de leyes, de la facultad de derecho, de abogados y cotilleos legales que circulaban por la ciudad y, sobre todo, de otros juicios. Sentía un poco de lástima por el juez porque, cuando no estaba presidiendo el Tribunal de Animales, trabajaba en un pequeño bufete que se rumoreaba que no iba muy bien.
Boas constrictoras, perros mordedores, llamas escupidoras, loros kamikazes, pitones enviadas por correo, gatos con la rabia, monos traviesos, cerdos de tamaño descomunal, serpientes mortíferas, mofetas «desodorizadas», pumas heridos, crías de cocodrilo abandonadas, peleas de gallos ilegales, osos hambrientos, un alce enloquecido… el juez Yeck había visto de todo en el Tribunal de Animales.
Pero nunca había visto congregada allí una multitud tan grande como aquella. Eran las cinco de la tarde del miércoles. La sala se encontraba abarrotada y el ambiente era muy tenso. En un lado estaban sentados el señor y la señora Boone, dos de los mejores abogados de la ciudad, y en medio, el joven Theo. Entre sus pies asomaba una cara familiar, aunque estaba tan hinchada y vendada que costaba un poco reconocer a Judge. Según Theo, el perro había sido bautizado como Judge («juez») en honor a Yeck; sin embargo, este había oído rumores de que el chico les había dicho a otros jueces que le había puesto ese nombre por ellos. Justo detrás de Theo estaba Ike Boone, que había sido uno de los abogados más prestigiosos de Strattenburg, pero que hacía unos años había caído en desgracia.
Y, detrás de la familia Boone, se apiñaba una gran cantidad de amigos. Estaban Woody, sus padres y dos de sus hermanos mayores; y también Hardie Quinn, sus padres y sus abuelos, además de varios tíos, tías y primos. Había varios amigos de Theo de la escuela, entre ellos Chase y April, acompañada de su chiflada madre. El profesor Mount y el capitán Mulloy estaban allí para mostrar su apoyo. También el doctor Kohl y Star, que habían venido además por si tenían que testificar acerca de las heridas de Judge. Junto al doctor estaba Elsa, del bufete. Y en las dos filas del fondo se sentaban varios asiduos de los tribunales, que nunca se perdían una buena batalla judicial.
En el otro lado de la sala, sentados hombro con hombro y con caras ceñudas que reflejaban su disgusto por encontrarse allí, estaban los cuatro hombres que habían sido arrestados el domingo por la mañana. Los cuatro miembros de la cuadrilla de Strategic Surveys: Larry Samson, Lester Green, Willis Keeth y Gino Gordon. Detrás de ellos se encontraban sus esposas y novias, familiares y amigos. Y delante de todos ellos se sentaba una prestigiosa abogada, Mora Caffrey, conocida en algunos círculos como «Mucho Café» por su agresividad, sus gesticulaciones nerviosas y su habla veloz. Al igual que a la mayoría de los letrados de la ciudad, no le hacía ninguna gracia tener que acudir al Tribunal de Animales.
Entre ambos grupos había dos jóvenes agentes, armados y uniformados. El juez Yeck había pensado que la situación podría ponerse muy tensa, así que había pedido más segu ridad.
—Muy bien —empezó—, el siguiente caso implica una serie de asuntos muy delicados. Creo haber entendido los hechos de base y la mayoría de los cargos presentados. A día de hoy, los cuatro empleados de Strategic Surveys, Samson, Green, Keeth y Gordon, se enfrentan a cargos criminales de agresión, agresión a un menor e invasión de propiedad. Estos cargos no serán juzgados aquí, sino en el tribunal del distrito. Además, tengo entendido que esta misma mañana el señor Silas Quinn ha presentado una demanda civil contra estos cuatro hombres y contra la gente que los ha contratado. Esta cuestión se dirimirá también en otra fecha y en otro tribunal.
El juez Yeck hizo una pausa y miró a la multitud allí reunida.
—Este tribunal tiene jurisdicción única y exclusivamente sobre cuestiones relacionadas con animales. Y entre sus competencias legales, está la crueldad hacia los animales. Delante de mí tengo una querella presentada por el señor Theodore Boone en la que expone que el señor Larry Samson golpeó con una estaca de madera de metro y medio a su perro, Judge, hasta dejarlo inconsciente. Para mí eso es crueldad, así que asumo la autoridad sobre este caso. ¿Algo que alegar, señorita Caffrey?
La señorita Caffrey se puso en pie con su cuaderno de notas y sus gafas de leer apoyadas en la punta de la nariz.
—Señoría, hemos presentado una moción para desestimar los cargos. O, en su defecto, para que todos los cargos sean juzgados en el tribunal del distrito.
—Moción denegada —replicó bruscamente el juez—. Y no es necesario que se ponga en pie en mi sala. ¿Algo más?
Theo ya había visto esa actitud antes. Había abogados que venían con muchos humos porque consideraban el Tribunal de Animales un juzgado de segunda categoría. Y eso era algo que no le hacía ninguna gracia al juez Yeck.
La señorita Caffrey volvió a tomar asiento y dijo:
—Sí, señoría. Nos gustaría que el juicio se grabara, por lo que hemos solicitado un taquígrafo judicial.
—Muy bien —respondió el juez Yeck encogiéndose de hombros.
En el Tribunal de Animales nunca se grababan los testimonios de los testigos ni las declaraciones del juez y los abogados. Pero en los demás juzgados se utilizaban los servicios de un taquígrafo o estenógrafo judicial, que lo grababa todo mediante un sistema electrónico y taquigráfico. Como aquel altercado había provocado tantos problemas legales, tenía sentido que todo lo que se dijera durante el juicio quedara registrado en acta.
—¿Algo más? —preguntó Yeck a la señorita Caffrey.
—Sí, señoría. Solicito que se le recuse como juez en este caso y que se asigne a otro magistrado.
Yeck permaneció impasible.
—¿En qué se basa para ello?
—Tengo entendido que el perro en cuestión pasó por este tribunal hará unos dos años, y que usted fue el responsable de que fuera adoptado por la familia Boone.
—¿Y eso supone un problema? Además, ¿quién querría encargarse de este caso?
—Es solo que… bueno, al parecer siente mucho apego por ese perro.
—No he visto a ese perro en dos años —replicó el juez Yeck—. Y durante este tiempo cientos de perros han pasado por este tribunal. Petición denegada. ¿Podemos empezar ya?
A la abogada le quedó muy claro, al igual que al resto de los presentes en la sala, que no gozaba de las simpatías del juez. Y que si insistía, las cosas solo podrían ir a peor.
La señorita Caffrey no respondió.
—¿Algo más? —volvió a preguntar el juez muy serio.
La mujer negó con la cabeza.
Yeck prosiguió.
—Señora Boone, creo que actúa usted como abogada de su hijo, el propietario del perro, y que estará asistida por el señor Woods Boone. ¿Correcto?
—Así es, señoría —respondió con una cálida sonrisa.
—Puede llamar a su primer testigo.
La señora Boone dijo:
—Llamo a declarar a Theodore Boone.
Theo se levantó, caminó unos diez pasos y se sentó en una vieja silla cerca del estrado. El juez le ordenó:
—Levanta la mano derecha, Theo. —El chico así lo hizo y Yeck preguntó—: ¿Juras decir la verdad?
—Lo juro.
—Bueno, Theo, ya sé que has estado antes en este tribunal, pero hoy las cosas son un poco diferentes. Ese taquígrafo judicial de ahí va a registrar todas y cada una de tus palabras, así que quiero que hables en voz alta y clara, ¿de acuerdo? Y esto sirve para todos los testigos.
—Sí, señoría —respondió Theo.
—Proceda, señora Boone.
Sin levantarse de su silla, la señora Boone dijo:
—Muy bien, Theo, quiero que cuentes al tribunal lo que ocurrió.
Despacio, y con la mayor claridad posible, Theo explicó la historia de su encuentro con la cuadrilla de trabajo. Señaló directamente a Larry Samson cuando describió la paliza a Judge. Casi se le quiebra la voz al recordar cómo recogió al perro del suelo, inconsciente y sangrando, y luego echó a correr. Y cómo, cuando se alejaba, pudo oír cómo los hombres se reían a su espalda. Mientras testificaba, miraba sobre todo a Judge, pero también a sus padres, su tío y sus amigos, y en alguna ocasión a los acusados, los cuatro sentados con los brazos cruzados sobre el pecho. Un par de veces Larry Samson frunció el ceño y negó con la cabeza, como si Theo estuviera mintiendo.
Contó toda la historia sin interrupción. Cuando acabó, la señorita Caffrey declinó la posibilidad de interrogarlo.
Hardie fue el siguiente, y luego Woody. Los tres explicaron lo mismo; los tres contaron la verdad. Mientras testificaban, la sala escuchaba en completo silencio. El juez Yeck asimilaba todas y cada una de sus palabras.
—¿Algún testigo más, señora Boone? —preguntó.
—Por el momento, no. Quizá más adelante.
—Muy bien. Señorita Caffrey, puede llamar a su primer testigo.
Sin levantarse del asiento, la abogada dijo:
—Señoría, llamo a declarar a mi defendido, el señor Larry Samson.
Mientras el hombre se ponía en pie y se acercaba con paso firme hacia el estrado, Judge se levantó muy despacio y se sostuvo vacilante sobre sus tres patas buenas. Dejó escapar un gruñido por lo bajo, aunque lo suficientemente alto para que Ike y Theo lo oyeran. El chico se inclinó para darle unas palmaditas en la espalda y siseó: «Chisss». Judge se tranquilizó, pero no apartó los ojos de aquel hombre, como si estuviera dispuesto a atacarlo con fiereza en cualquier momento.
El señor Samson ocupó el asiento del testigo, juró decir la verdad, y casi inmediatamente empezó a mentir. La señorita Caffrey expuso dónde vivía y trabajaba su defendido, y luego dijo:
—Señor Samson, ya ha escuchado lo que han explicado los tres chicos. Ahora cuéntenos su versión de lo ocurrido.
Sus primeras palabras, pronunciadas con una sonrisa despectiva, fueron:
—Esos chicos han mentido, los tres. Era viernes por la tarde, y estábamos acabando nuestra jornada laboral después de una dura semana de trabajo. De repente aparecieron esos tres chicos montados en sus bicis, con el perro, y empezaron a amenazarnos. Ese de ahí con la camisa azul, Hardie, era el cabecilla. Dijo que estábamos en las tierras de su familia y todo eso, y nos exigió que nos marcháramos inmediatamente. Ya le digo, nosotros pensábamos marcharnos de todos modos. La jornada y la semana de trabajo habían acabado, pero aun así ese listillo no paraba de darnos la lata con lo de que estábamos en la finca de su familia y demás. Entonces saltó ese crío, Boone, y nos amenazó con hacer que nos arrestaran por entrar en una propiedad sin permiso. Los chicos nos gritaron, nosotros replicamos, pero no íbamos a enzarzarnos en una pelea con una pandilla de mocosos. Al final les dijimos que estaba bien, que nos marchábamos, y ellos se montaron en sus bicis. Durante todo ese tiempo el perro había estado husmeando por allí, gruñendo, tratando de atacar y todo eso, pero nada más. Cuando los críos ya se iban, parece ser que el chucho se metió por en medio y uno de los chicos lo arrolló con su bici. Yo no lo vi, pero oí el aullido de dolor. Cuando me giré, vi un revoltijo de bicis y chicos tirados por el suelo, y debajo de todo estaba el chucho, chillando y aullando de mala manera. Así fue como el perro resultó herido.
Theo se quedó como si le hubieran dado una patada en el estómago. Detrás de él oyó los gritos ahogados de Woody y Hardie. Todos los que estaban en el lado de los Boone parecían estupefactos, incapaces de reaccionar por unos ins tantes.
Nada de eso pasó desapercibido al juez Yeck.
Cuando la señora Boone recuperó finalmente el habla, preguntó:
—Señor Samson, ¿así que en ningún momento llegó usted a tocar o golpear al perro?
—No.
La señora Boone asintió con aire suspicaz y miró directamente al juez Yeck. En ese momento podría haber intentado discutir y rebatir la versión del acusado, pero era una abogada experimentada y con muchas tablas en los juzgados. Sabía lo que estaba pasando. Los cuatro hombres se habían confabulado para contar una historia falsa, y la mantendrían hasta el final. El juez Yeck tendría que decidir cuál de las dos versiones creer, y la señora Boone tenía la impresión de que se decantaría por la de Theo.
—No tengo más preguntas —concluyó.
Theo se inclinó hacia su madre y susurró: «Mamá, está mintiendo». Woody se inclinó hacia su padre y susurró: «Papá, está mintiendo». Hardie se inclinó hacia su abuelo y susurró: «Abuelo, está mintiendo».
—Llame a su siguiente testigo —dijo el magistrado.
Mientras Willis Keeth se acercaba al estrado, el juez Yeck miró hacia Theo y le lanzó un pequeño guiño, que solo vio el chico.
El señor Keeth reconoció ser el supervisor de la cuadrilla, pero se negó a hablar sobre si había hecho entrar a sus hombres en una propiedad privada sin permiso. Ese asunto se juzgaría en otro tribunal. Por lo que respectaba al perro herido, contó la misma historia que Larry Samson. No había habido ninguna estaca ni golpes reiterados, ni ningún tipo de contacto o altercado con el animal. Al parecer, el perro se había metido por en medio y había acabado atropellado por una o varias bicicletas. El hombre no había visto nada y se mostró de lo más impreciso sobre algunos detalles. La señora Boone trató de sonsacarle dónde se encontraba exactamente en el momento de la confrontación, pero el señor Keeth demostró tener muy mala memoria.
Las mentiras continuaron con Lester Green, y su memoria resultó ser aún peor que la de su jefe. Aun así, se mantuvo firme en la historia de que las heridas de Judge habían sido causadas por un accidente con las bicicletas.
Cuando terminó de declarar, la expresión del juez Yeck era de absoluta frustración. Pero, inmediatamente, dejó petrificada a toda la sala al preguntar al testigo:
—Señor Green, ¿sabe lo que significa «perjurio»?
El hombre pareció al principio perdido y confuso, y luego un poco asustado. El magistrado se lo aclaró:
—El perjurio se comete, señor Green, cuando un testigo miente ante el tribunal después de haber jurado decir la verdad. ¿Lo entiende?
—Eso creo.
—Muy bien. ¿Y sabe cuál es la condena por perjurio en este estado?
—No lo sé.
—Eso me figuraba. La condena es la que yo decida, y puede ser de hasta un año de prisión. ¿Le ha explicado eso su abogada?
—No, señor.
—Eso me figuraba. Puede volver a su asiento.
La breve alusión al perjurio provocó murmullos en el otro lado de la sala. Larry Samson, Willis Keeth y Lester Green intercambiaron miradas nerviosas. La señorita Caffrey parecía absorta tomando notas.
El señor Boone se inclinó hacia Theo.
—Van a ir a prisión —le susurró.
Al oír esto, Judge levantó las orejas.
—Señorita Caffrey, llame a su siguiente testigo —dijo el juez Yeck en tono malhumorado.
—Llamo a declarar al señor Gino Gordon.
De repente, al señor Gordon se le habían quitado todas las ganas de testificar. Pareció costarle un gran esfuerzo levantarse de su asiento, caminar los pocos pasos que le separaban del estrado y sentarse en la silla del testigo. Tenía toda la pinta de querer salir huyendo de aquel tribunal.
—¿Jura decir la verdad? —preguntó el juez Yeck.
—Supongo que sí.
—¿Sí o no, señor Gordon?
—Bueno, sí.
—Y ahora, antes de que empiece su declaración, ¿sabe lo que es el perjurio?
El juez dijo esto último alzando la voz y en tono sarcástico, dando a entender que estaba seguro de que también iba a mentir, como había hecho el resto de la cuadrilla.
—Sí, lo sé —respondió el hombre, y sus ojos se movieron nerviosamente.
—¿Y entiende que puede ir a prisión por cometer perjurio?
Antes de que pudiera contestar, la señorita Caffrey intervino indignada:
—Señoría, por favor, el testigo aún no ha dicho nada.
—Lo sé —replicó el juez—. Digamos que solo le estoy advirtiendo, ¿de acuerdo? Proceda.
—Señor Gordon —empezó la abogada—, ¿quiere contar al tribunal lo que ocurrió?
De repente, el hombre se quedó como paralizado de cuello para abajo. Tan solo parecía capaz de mover los músculos de la cara, que se contrajeron en una dolorosa mueca de total confusión. Miró a la señorita Caffrey, pero la abogada estaba buscando algo en su maletín.
Si mentía, podía acabar en prisión. Si contaba la verdad, su colega Larry podría ser condenado y su jefe le despediría. Al final consiguió farfullar:
—Bueno, señoría, en realidad yo no vi nada.
El juez Yeck, que se esperaba esa respuesta, contraatacó:
—Pero los tres chicos aseguran que usted estaba allí. ¿Cómo pudo no verlo? ¿Está diciendo la verdad?
—Bueno, verá, señoría… No quiero testificar.
—Muy sensato. Vuelva a su asiento.
En ese momento, la puerta de la sala se abrió. Entraron otros dos agentes y se sentaron junto a sus compañeros.
—¿Algún testigo más, señorita Caffrey?
—No, señoría.
—¿Y usted, señora Boone?
—Sí, señoría, nos gustaría llamar a declarar al doctor Neal Kohl. Es el veterinario que atendió a Judge.
El doctor Kohl se acercó al estrado y prestó juramento. La señora Boone le pidió que describiera las lesiones. El veterinario testificó que el perro presentaba múltiples contusiones en la cabeza —en la parte superior, en la posterior y en los costados—, y otras dos contusiones en el lomo. Y, por supuesto, también tenía la pata derecha fracturada.
—Doctor Kohl —prosiguió la señora Boone en tono firme—, acaba de escuchar a los testigos. ¿Qué cree que provocó esas heridas: los golpes repetidos de una estaca de madera o las ruedas de goma de una bicicleta?
—Protesto —objetó la señorita Caffrey.
—Protesta denegada. Por favor, responda, doctor Kohl.
El veterinario sonrió, respiró hondo y dijo:
—Es absurdo afirmar que las lesiones del perro fueron provocadas al ser arrollado por las ruedas de una bicicleta. El animal resultó herido por varios golpes fuertes propinados con un objeto contundente.
El juez Yeck miró a la señorita Caffrey, pero esta no dijo nada más.
—Gracias, doctor Kolh. Puede volver a su asiento. ¿Algo que añadir por parte de las abogadas? ¿Algún testigo más? —El magistrado consultó su reloj y continuó—: Llevamos aquí casi dos horas. ¿Alguien quiere decir algo más antes de que emita mi veredicto?
Nadie abrió la boca. En la parte de los Boone, el sentimiento general era que ya se había dicho suficiente; al otro lado de la sala, lo que se respiraba sobre todo era miedo.
El juez Yeck se dirigió al taquígrafo judicial y dijo:
—Por favor, haga que conste en acta. Aquí se han presentado dos versiones muy diferentes de lo ocurrido. Los tres chicos han contado una historia; los tres miembros de la cuadrilla, otra. Por lo general, la verdad suele encontrarse en un punto intermedio, pero en este caso no es así. Creo la versión de los chicos, y también opino que los miembros de la cuadrilla, los señores Samson, Keeth y Green, han inventado su historia para intentar librarse de problemas. —Fulminó a los hombres con la mirada y prosiguió—: Creo que ustedes pensaron que podrían presentarse ante esta pequeña sala del Tribunal de Animales, contar sus mentiras e irse de rositas. Ustedes son adultos, y seguramente pensaron que este tribunal les creería a ustedes antes que a un grupo de críos. Pero no ha sido muy buena idea. Mentir es mentir, no importa quién lo haga, y cuando se miente bajo juramento ante un tribunal de justicia se está socavando nuestro sistema judicial. A usted, señor Samson, le declaro culpable de crueldad con los animales, delito de Clase Tres, porque implica intencionalidad en las lesiones. Por ello, le condeno a seis meses de prisión.
—¿Seis meses? —gritó Samson—. ¿Está de broma o qué?
—No. ¿Quiere que aumente la pena?
—¡Usted está loco! —siguió vociferando Samson, que parecía dispuesto a abalanzarse hacia el estrado.
Dos agentes se levantaron rápidamente y se acercaron al acusado. Detrás de él, su esposa rompió a llorar.
—¡Tengo mujer e hijos! —volvió a gritar.
—Silencio, señor Samson —exigió el juez Yeck—. Aún no he acabado. También le declaro culpable de perjurio, y le condeno a sesenta días de prisión, que se sumarán a los seis meses.
—Esto no es el Tribunal de Animales, es un tribunal de chiste —masculló Samson.
—Llévenselo de aquí —ordenó el magistrado a los agentes, que agarraron al acusado, le pusieron las esposas y lo sacaron medio a rastras de la sala.
Cuando la puerta se cerró, el juez miró fijamente a Willis Keeth y Lester Green, que estaban pálidos y con los ojos muy abiertos. Yeck respiró hondo; los otros dos no se atrevían ni a respirar.
—Por lo que respecta al señor Gordon —anunció—, usted ha tenido la sensatez de guardar silencio y no testificar, así que no pasará la noche en prisión. El señor Keeth y el señor Green no van a tener tanta suerte. Les declaro culpables de perjurio y les condeno a sesenta días de cárcel.
—Apelaremos —intervino la señorita Caffrey.
—Están en todo su derecho, pero por el momento van a ir a prisión. Llévenselos.
Los agentes se apresuraron a esposar a Keeth y Green y conducirlos fuera de la sala.
Cuando pasaron por su lado, Judge se incorporó sobre sus cuatro patas, gruñendo con todas sus fuerzas.