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Desde mucho antes de que Theo naciera, sus padres trabajaban juntos en un pequeño bufete de abogados llamado Boone & Boone. Ocupaba una vieja casa remodelada de Park Street, una tranquila y sombreada calle llena de despachos y oficinas, a solo unas manzanas de Main Street y del centro de Strattenburg. Cuando hacía buen tiempo, era frecuente ver por las aceras de Park Street a abogados con sus maletines de camino a los juzgados, que se encontraban a solo diez minutos. Hacia el mediodía, grupitos de letrados, arquitectos y contables salían a almorzar entre charlas y risas. Y también era normal ver a secretarias y asistentes caminando presurosos para entregar documentos importantes en otros despachos, o regresando a toda prisa de los juzgados.
Lo que no era muy normal ver en Park Street era a chicos montados en bicicleta. Pero todas las tardes al menos una, la de Theo, surcaba la tranquila calle a toda velocidad.
Por lo que él sabía, Theodore Boone era el único chico de trece años de la ciudad que tenía su propio despacho de abogados. No es que fuera un gran despacho, tan solo era un cuartito en la parte trasera del edificio de sus padres, con una puerta que daba a un pequeño aparcamiento de gravilla utilizado por los Boone y los demás miembros de la firma. En un bufete nunca hay suficiente espacio porque a los abogados les cuesta mucho desprenderse de toda la documentación legal. Eso hace que se acumulen grandes cantidades de papel. El despacho de Theo se había usado con anterioridad para almacenar expedientes antiguos y enseres de limpieza. Después de vaciar el cuarto, Theo había instalado una mesita de jugar a cartas que hacía las veces de escritorio. En el desván encontró una vieja silla giratoria que había arreglado con alambre y pegamento extrafuerte. En una de las paredes había un póster de su equipo favorito, los Minnesota Twins; en otra, un dibujo hecho por April Finnemore, una caricatura que su amiga le había regalado cuando cumplió doce años.
Encima de la mesa de Theo solía haber cuadernos y material escolar, y debajo, un perro: Judge. Nadie conocía su edad o procedencia. Lo único que se sabía era que, dos años atrás, el pobre animal estaba en la perrera y le quedaban menos de veinticuatro horas para ser sacrificado. Theo lo había rescatado en el Tribunal de Animales, le había puesto el nombre de Judge y se lo había llevado a casa, donde por las noches dormía plácidamente debajo de su cama. Durante el día estaba siempre en el bufete Boone & Boone, deambulando silenciosamente por sus salas y despachos. De vez en cuando dormitaba en la pequeña cama situada bajo el escritorio de Elsa, cerca de la entrada principal. Si nadie estaba usando la sala de conferencias, se echaba una siesta debajo de su enorme mesa. Y a menudo se acercaba a la pequeña cocina del bufete, con la esperanza de que a alguien se le cayese algún trocito de comida. Judge pesaba menos de veinte kilos y, aunque se alimentaba de comida para humanos, no engordaba ni un solo gramo, según el veterinario que lo visitaba cada cuatro meses. Lo que más le gustaba eran los productos salados —patatas fritas, galletitas, sándwiches de embutido—, pero no le hacía ascos a casi nada. Cuando había algún cumpleaños, esperaba su trozo de tarta. Cuando alguien, por lo general Theo, iba a buscar yogur helado a Guff’s, esperaba su propia copa, preferiblemente de vainilla. Y Judge era el único miembro del bufete capaz de engullir las espantosas galletas de avena que, al menos una vez al mes, traía Dorothy, la secretaria del señor Boone.
La única comida que no soportaba Judge era la comida para perros. A él le gustaba lo mismo que a Theo: para desayunar, Cheerios con leche entera, no desnatada; para cenar, lo que cenara esa noche la familia, y para almorzar, mientras Theo estaba en la escuela, las sobras que le lanzaban en la cocina del bufete.
Como Judge vivía rodeado de abogados, sabía que el tiempo era muy importante: reuniones, conferencias, citas en los juzgados, planificación de horarios, etcétera. Todos los miembros del bufete estaban siempre pendientes del reloj, cuyas manecillas parecían regirlo todo. Y Judge también tenía su propio reloj. El perro sabía que los miércoles, como casi todos los días, Theo llegaba de la escuela sobre las cuatro. Por esa razón, hacia las tres y media se dirigió a la entrada, se tumbó bajo el escritorio de Elsa y se echó a dormir. Pero era un sueño perruno, poco profundo. Una cabezadita ligera con los ojos entrecerrados y las orejas atentas para escuchar los ruidos que haría Theo cuando subiera las escaleras y encadenara su bicicleta en el porche delantero.
En cuanto oía esos ruidos, Judge se levantaba y empezaba a estirarse como si no se hubiera movido en horas. Luego esperaba presa de una gran excitación.
Theo entró con su mochila por la puerta y dijo «Hola, Elsa», el mismo saludo de todos los días. La mujer se levantó de la mesa, le pellizcó la mejilla y le preguntó cómo le había ido el día. «Ah, bien.» Elsa le enderezó el cuello de la camisa.
—Tu padre me ha dicho que has estado fantástico en el debate, ¿no es así?
—Supongo —respondió Theo—. Hemos ganado.
Judge ya estaba a los pies del chico, meneando la cola y esperando a que le acariciara la cabeza y le dijera algo.
—Estás muy guapo con camisa —comentó Elsa.
Theo esperaba algo así, ya que la mujer siempre le recibía con algún comentario acerca de su ropa. Elsa era mayor que los padres de Theo, pero se vestía como una veinteañera de gustos extravagantes. Para él era casi como una abuela, una persona muy importante en su vida.
Theo acarició la cabeza de Judge y le dedicó algunas palabras cariñosas. Luego preguntó:
—¿Está mi madre?
—Sí, te está esperando —respondió Elsa con mucho brío. Estaba llena de una energía increíble—. Lamenta mucho haberse perdido el debate, Theo.
—No pasa nada. Sé que tenía trabajo.
—Así es. Hay pastelillos de pecana en la cocina.
—¿Quién los ha hecho?
—La novia de Vince.
Theo mostró su aprobación con un movimiento de cabeza y luego se encaminó por el pasillo hacia el despacho de su madre. La puerta estaba abierta y ella le hizo una señal con la mano para que entrara. Theo se sentó y Judge se tumbó junto a él. La señora Boone estaba al teléfono, escuchando. Sus zapatos de tacón alto descansaban a un lado, lo que significaba que había tenido un largo día en los juzgados. A sus cuarenta y siete años, Marcella Boone era un poco mayor que las otras madres de sus amigos. Según ella, todavía se esperaba que las mujeres abogadas se presentaran muy arregladas ante los tribunales. En el despacho vestía de forma más informal, pero ir a los juzgados implicaba llevar un atuendo elegante y tacones altos.
El señor Boone, cuyo despacho se encontraba en el piso de arriba, apenas iba a los juzgados y no prestaba mucha atención a su aspecto.
—Felicidades —dijo la señora Boone cuando colgó—. Tu padre dice que has estado fantástico. Siento mucho no haber podido ir.
Hablaron del debate durante un rato. Theo detalló los argumentos expuestos por los estudiantes de la Central y cómo él y su equipo los habían rebatido. Sin embargo, al cabo de unos minutos la señora Boone detectó que algo pasaba. A Theo no dejaba nunca de asombrarle la manera en la que su madre percibía que algo iba mal. Si él intentaba engañarla haciendo una broma o soltando alguna tontería, nunca conseguía nada. Ella lo miraba a la cara y sabía que algo le rondaba por la cabeza.
—¿Qué ocurre, Theo? —preguntó.
—Bueno, ya puedes ir olvidándote de que aprenda a tocar el chelo —respondió, y entonces le contó que habían cancelado el cursillo de música—. Es muy injusto —prosiguió Theo—. El señor Sasstrunk es un buen profesor. Estaba muy entusiasmado con las clases, y creo que necesitaba un poco de dinero extra.
—Eso es terrible, Theo.
—Hemos hablado con la señora Gladwell y nos ha explicado que la oficina central ha ordenado hacer un montón de recortes presupuestarios: entrenadores, conserjes, empleados de la cafetería… La situación es mala y no hay nada que ella pueda hacer. Dice que podemos quejarnos a la junta escolar, pero que si no hay dinero, no hay dinero.
La señora Boone se giró en su silla hacia un pequeño y ordenado archivador y se puso a buscar un expediente. Cuando el señor Boone buscaba alguno, tenía que revolver entre los caóticos montones de papeles que se acumulaban sobre su mesa siguiendo un orden que solo él conocía. También había pilas de carpetas debajo y a los lados de su escritorio, y no era extraño ver cómo algún papel se deslizaba y caía al suelo lejos de la pila. El despacho de la señora Boone era moderno y diáfano, y todo estaba en su sitio, mientras que el del señor Boone era antiguo, con superficies combadas y suelos que crujían, y todo estaba desordenado. A pesar de ello, Theo había visto muchas veces cómo su padre podía encontrar cualquier documento casi tan rápido como su madre.
La señora Boone volvió a girarse hacia el escritorio y ojeó algunos papeles.
—Esta joven vino a verme la semana pasada porque quiere divorciarse. Un caso muy triste. Tiene veinticuatro años, un niño pequeño y otro en camino. No trabaja porque ser madre le ocupa todo el tiempo. Su marido trabaja desde hace poco tiempo en la policía municipal. Solo entra un sueldo en la casa y apenas les da para vivir. Así que no se pueden permitir divorciarse. Le recomendé que fueran a ver a un asesor matrimonial y trataran de arreglar las cosas. Ayer me llamó para decirme que su marido acababa de enterarse de que iban a despedirle. El alcalde ha ordenado recortar el presupuesto de todos los departamentos en un cinco por ciento. Hay sesenta policías en la ciudad, así que tres perderán su empleo. Y uno de ellos es el marido de mi clienta.
—¿Y qué va a hacer ella? —preguntó Theo.
—Tratar de aguantar. No lo sé. Es muy triste. Me contó que le parecía que fue ayer cuando estaba en el instituto y soñaba con ir a la universidad y sacarse una carrera. Y ahora está muy asustada y no sabe lo que va a pasar.
—¿Fue a la universidad?
—Lo intentó, pero suprimieron las ayudas económicas.
—Todos estos recortes… ¿Qué está pasando, mamá?
—La economía sufre altibajos, Theo. Cuando la situación económica es buena, la gente gana más y gasta más, de modo que el ayuntamiento recauda más dinero en impuestos. Más impuestos sobre las ventas, más impuestos sobre los bienes inmuebles, más…
—Creo que no tengo muy claro lo de los bienes inmuebles.
—De acuerdo. Verás, es muy sencillo. Tu padre y yo somos propietarios de este edificio, que es lo que se conoce como un bien inmueble. Las tierras y los edificios son bienes inmuebles, mientras que los coches, los barcos, las motos o los camiones son bienes muebles. Todos estos bienes están sujetos al pago de impuestos, pero volvamos a centrarnos en este edificio. Todos los años, el ayuntamiento otorga un valor a este edificio. En la actualidad está valorado en unos cuatrocientos mil dólares, que es mucho más de lo que pagamos por él hace ya bastantes años. Después de determinar el valor, el ayuntamiento aplica una tasa de impuestos a dicho valor. La tasa del último año fue aproximadamente de un uno por ciento, lo que significa que tuvimos que pagar unos cuatro mil dólares en impuestos. Lo mismo ocurre con nuestra casa, aunque la tasa de impuestos para las viviendas es algo más baja. En fin, por nuestra casa tuvimos que pagar unos dos mil dólares. Por lo que respecta a los bienes muebles, tenemos dos automóviles. Otros mil dólares más. Así que, en total, el año pasado pagamos al ayuntamiento unos siete mil dólares en impuestos.
—¿Adónde va a parar todo ese dinero?
—Las escuelas se llevan la mayor parte, pero con el dinero de nuestros impuestos se pagan también otras muchas cosas: departamentos de policía y bomberos, hospitales, parques y jardines, mantenimiento de las calles, recogida de basuras… La lista es muy larga.
—¿La gente tiene voz y voto a la hora de decidir cómo se gasta ese dinero?
La señora Boone sonrió y se quedó pensativa un momento.
—En cierto modo, sí. No directamente, pero nosotros elegimos al alcalde y al consejo municipal. Y, en teoría, ellos tienen que escucharnos. Aunque, en realidad, pagamos impuestos porque no tenemos otra elección, y luego confiamos en que con nuestro dinero se haga lo mejor para todos.
—Entonces ¿no te gusta pagar impuestos?
Otra pregunta inocente y una nueva sonrisa de la señora Boone.
—A nadie le gusta pagar impuestos. Pero, al mismo tiempo, todos queremos tener buenas escuelas, policías y bomberos bien preparados, parques más bonitos, la mejor asistencia sanitaria en los hospitales, etcétera, etcétera.
—Supongo que siete mil dólares al año no es tanto.
—Theo, son siete mil dólares solo para la ciudad. También tenemos que pagar impuestos al condado, al estado y al Tío Sam en Washington. Y como la economía está pasando por un bache, hay que hacer recortes presupuestarios en todos los niveles de gobierno. No solo pasa aquí, en Strattenburg.
—¿Tan mal están las cosas en todas partes?
—Hemos pasado momentos peores. Como ya te he dicho, son altibajos. Pero la situación parece mucho peor cuando afecta a personas de nuestro entorno, como el señor Sasstrunk o mi joven clienta. Cuando gente a la que conocemos pierde su trabajo, el problema se vuelve de pronto mucho más grave.
—¿La mala racha económica afecta también a nuestro bufete?
—Oh, sí, sobre todo a los negocios de tu padre. Cuando no se compran ni se construyen casas, el sector inmobiliario se resiente. Pero no es algo de lo que haya que preocuparse, Theo. Ya hemos pasado por esto otras veces.
—Me parece muy injusto.
—Lo es, Theo, pero nadie ha dicho que la vida fuera justa. —Su teléfono emitió un zumbido. Era un mensaje de Elsa—. Tengo que contestar la llamada. Creo que tu padre quería verte.
—Muy bien, mamá. ¿Qué hay para cenar?
Estaba bromeando. Era miércoles, y los miércoles siempre cenaban comida china para llevar del Golden Dragon. La señora Boone estaba demasiado ocupada para perder el tiempo en la cocina.
—Esta noche pensaba preparar unas gambas agridulces —respondió ella.
—Suena muy bien —dijo Theo, y salió del despacho con Judge pegado a sus talones.