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Woods Boone era un golfista mediocre que nunca había tenido tiempo de perfeccionar su juego tomando clases o haciendo más prácticas en el campo de golf. Cuando Theo tenía diez años, sus padres le regalaron un juego de palos por Navidad. El señor Boone intentó enseñarle, pero pronto se dieron cuenta de que aquellas lecciones gratuitas de un aficionado dominguero no servían de mucho. Así que todos los años, por su cumpleaños, su padre le obsequiaba con un bono de diez clases de media hora impartidas por un profesional. El swing de Theo había mejorado espectacularmente, y a los doce años ya casi podía vencer a su padre.

Cuando el tiempo lo permitía, los sábados por la mañana jugaban nueve hoyos en el Campo Municipal de Golf de Strattenburg. Después disfrutaban de un almuerzo solo para chicos, generalmente en Pappys, un famoso restaurante del centro conocido por sus sándwiches de pastrami y sus aros de cebolla. Aunque a Theo le gustaban mucho los deportes, los médicos le habían prohibido practicar los de equipo. El tenis también estaba descartado. Aquello irritaba al chico, y había sido causa de muchas discusiones en casa de los Boone. A pesar de sus quejas, sus padres no habían cedido y Theo seguía viendo los partidos desde las gradas. Por eso le encantaba el golf. Con muy contadas excepciones, podía jugar tan bien como cualquier chico de su edad, aunque aún no había puesto a prueba sus aptitudes en ningún torneo. Su padre siempre le disuadía de participar en competiciones. El señor Boone opinaba que el golf era un deporte muy difícil para los principiantes, y que mucha gente lo estropeaba cuando empezaba a liarse con puntuaciones, hándicaps, torneos y apuestas de juego.

Sin embargo, cuando iban al campo de golf, ambos llevaban siempre la puntuación. No la anotaban en la tarjeta oficial sujeta al volante del carrito, sino en su cabeza. Al final de los nueve hoyos, el señor Boone solía acabar siete u ocho golpes sobre el par, y Theo solo algunos más. Pero ambos fingían desconocer la puntuación del otro.

Cuando Theo bajó con Judge a la cocina, el señor Boone estaba leyendo el diario y tomando café sentado a la mesa.

—¿Tenemos hora en el campo de golf? —preguntó el chico dejando salir al perro por la puerta de atrás.

—A las diez menos cuarto —respondió su padre sin levantar la vista del periódico—. Pero acuérdate de que Judge tiene visita con el doctor Kohl a las nueve.

—Lo había olvidado. Aun así, podremos ir a jugar, ¿no?

—Claro, pero tenemos que salir pronto.

Theo y Judge desayunaron deprisa. El chico nunca se duchaba los sábados por la mañana, otra de las razones por las que le encantaba ese día. Metieron los palos de golf en la parte trasera del monovolumen del señor Boone, y a las nueve llegaron a la clínica veterinaria. Al verlos entrar, el doctor Kohl dijo:

—De camino al campo de golf, ¿eh?

—Tenemos hora a las diez menos cuarto —contestó Theo, con un deje de urgencia en la voz.

Los sábados por la mañana siempre había mucha gente en el campo, y si llegaban tarde tendrían problemas. Mientras el señor Boone se quedaba en la recepción leyendo otro periódico más, Theo y Judge siguieron al veterinario hasta uno de los consultorios. De forma rápida aunque eficiente, el doctor Kohl retiró los puntos, cambió las vendas, limpió las heridas y reemplazó la tablilla de la pata rota. Y mientras hacía todo eso, les hablaba a Judge y a Theo con una voz tan tranquilizadora que el chico casi se duerme. Pero el doctor Kohl había salvado la vida de su adorado perro, y para él siempre sería un héroe por ello.

Judge dio algún respingo y gimió varias veces, pero parecía ser consciente de que tenía suerte de seguir con vida. Era un perro fuerte y podía soportar el dolor.

Tras acabar la revisión, el doctor Kohl dijo que debía volver la próxima semana. Theo volvió a agradecerle una vez más que hubiera salvado la vida de su perro.

—Es nuestro trabajo, Theo —replicó.

Pasaron por la casa, dejaron a Judge y se dirigieron rumbo al campo de golf.

 

 

Con sus colinas, estanques, búnkeres de arena y al menos tres arroyos traicioneros, el Campo Municipal de Golf de Strattenburg presentaba un recorrido bastante complicado. Pero, cuando no llevabas la puntuación, ¿qué más daba?

El señor Boone se había mostrado un tanto reservado y distante después de lo ocurrido con Joe Ford. Sin embargo, su actitud cambió tras embocar tres hoyos en el par, el último con un putt imposible desde más de diez metros. Después de aquello, todo fue bien. Jugaron durante unas dos horas y disfrutaron del paisaje, del aire fresco y del golf, tanto de los golpes buenos como de los malos. Se olvidaron de las leyes, del bufete y del cinturón, y solo hablaron del juego. El señor Boone había aprendido a no dar consejos ni indicaciones a su hijo, pero tenía tendencia a decir cosas como: «Bueno, Theo, yo creo que aquí Tiger Woods utilizaría un sand wedge para salir del búnker y luego embocaría por el borde superior del green».

Theo sospechaba que su padre no tenía ni idea de lo que haría Tiger Woods. En lo tocante a la práctica del golf, ambos eran de universos completamente distintos. Sin embargo, Theo sabía que los golfistas amateurs, incluso los peores aficionados domingueros, veían muchos torneos de jugadores profesionales en televisión. Y, de algún modo, solo por compartir deporte, se sentían conectados con ellos.

Theo siempre escuchaba respetuosamente a su padre y luego golpeaba la pelota tal como él le había sugerido. Así que muchas veces se enfadaba por el resultado obtenido. Y mientras el señor Boone meditaba cuidadosamente su próximo golpe, le entraban unas ganas terribles de soltarle algo como: «Bueno, papá, creo que si Tiger Woods viera dónde está tu bola te diría que es imposible que consigas siquiera acercarla al green». Pero, por supuesto, nunca le decía nada.

Había habido un par o tres de sábados en los que los golpes de padre e hijo habían estado muy igualados. En esas ocasiones, Theo había notado que el nivel de concentración de su padre aumentaba ligeramente conforme se acercaban a los dos últimos hoyos. Puede que el golf fuera un deporte para disfrutar y no para competir, pero el señor Boone no estaba dispuesto a perder contra su hijo.

Aun así, ¿cómo podía uno perder cuando no llevaba la cuenta de la puntuación?

Cuando Theo percibía aquello, sentía un poco de lástima por su padre. Tal vez algún día, cuando tuviera dieciséis o diecisiete años, podría permitirse ganar a su padre, pero aún no, no con solo trece años. Y, sobre todo, no en un día como aquel. El señor Boone había hecho par en cinco de los nueve hoyos, así como dos bogeys y dos dobles bogeys, para finalizar con una tarjeta no oficial de 42. Theo había jugado muy mal, por lo que se alegraba de que no hubieran llevado la cuenta de la puntuación.

Volvieron en el carrito y cargaron los palos en el monovolumen. Luego se cambiaron los zapatos y se dirigieron a Pappy’s para comerse su sándwich de pastrami.

 

 

Theo le dijo a su madre que esa tarde iba a ver a sus amigos jugar al fútbol, y que estaría de vuelta a las cinco. La señora Boone le hizo algunas preguntas. Theo las esquivó de forma astuta sin llegar a mentir, y finalmente ella le dio permiso.

Tal como habían quedado, Theo pasó a buscar a April a las dos del mediodía. Ella le esperaba ya delante de su casa, y luego siguieron pedaleando en dirección al Complejo Futbolístico de Stratten. Normalmente, un trayecto como ese no podía hacerse en bicicleta. Había mucho jaleo en las calles, demasiado tráfico. El lugar se encontraba a casi tres kilómetros al oeste de Battle Street —«fuera del condado», como les gustaba decir a los padres—, y estaba demasiado lejos para que los niños fueran en bicicleta. Pero, gracias a Hardie, Theo conocía una ruta segura a través de varias callejuelas y atajos. April y él pedalearon furiosamente durante una media hora. Cuando pasaron junto a la Escuela de Primaria Jackson, estaban exhaustos y pararon a descansar. Desde allí se veía el complejo, con su aparcamiento abarrotado de coches.

Hardie jugaba en el campo número seis. El partido ya había comenzado. Theo y April se sentaron en las gradas mientras recuperaban el aliento. Hardie era delantero, y cuando la pelota salió por la banda divisó a sus dos amigos. Les saludó con la cabeza y sonrió, y luego se alejó corriendo. Theo y April vieron el partido durante algunos minutos, pero pronto se aburrieron y fueron a dar una vuelta por el recinto. Era todo un espectáculo: diez partidos jugándose a la vez, los aficionados jaleando, los entrenadores gritando, los árbitros pitando… El complejo se encontraba en un paraje muy hermoso, flanqueado por suaves colinas y rodeado por bosques y naturaleza, muy lejos de la congestión y el ruido del trá fico.

¿Por qué arruinar todo aquello?, se preguntó Theo. ¿Por qué estropear aquel bonito entorno campestre con una auto pista de cuatro carriles por la que circularían veinticinco mil vehículos al día? ¿Por qué asfixiar aquel hermoso lugar con tráfico y contaminación? No tenía sentido.

Theo y April se dirigieron hacia el aparcamiento. Él llevaba su móvil en la mano; ella, la videocámara de su madre. Empezaron a andar entre las hileras de coches estacionados, Theo por un lado, April por el otro. Y mientras caminaban, iban grabando las matrículas de los vehículos. No había nadie en el aparcamiento; todos estaban animando a sus equipos. Sin embargo, Theo no dejaba de echar un vistazo por si se acercaba alguien. Grabar en vídeo las matrículas de los coches no era algo ilegal, pero el chico no quería verse obligado a explicar por qué lo estaban haciendo.

Había tres grandes zonas de aparcamiento en el complejo, y tardaron casi una hora en caminar entre todos los vehículos y grabar las matrículas. Nadie se dio cuenta de lo que estaban haciendo, aunque estuvieron a punto de pillarlos un par de veces; en las cuales Theo se llevó el móvil a la oreja y se puso a hablar solo.

Contaron un total de ciento cuarenta y siete vehículos, entre coches, furgonetas y camiones. Su plan era visionar más tarde el vídeo, anotar los números de matrícula y consultar la página web del Departamento de Vehículos Motorizados a fin de conseguir el nombre de los propietarios. Era lógico suponer —al menos eso pensaban Theo, Hardie y ahora April— que los dueños de esos vehículos aparcados en el complejo futbolístico se opondrían con fuerza a la construcción de la carretera. ¿Qué padres querrían que sus hijos jugaran al fútbol en una atmósfera cargada de humo y gases de combustión?

Afortunadamente, el Red United ganó y su entrenador estaba de muy buen humor tras el partido. Se llamaba Jack Fortenberry y su hijo era el portero del RU. Según Hardie, el hombre era un fanático del fútbol. En otoño y primavera entrenaba a varios equipos en el complejo, y en verano a una selección de los mejores jugadores que viajaba por todo el país. Hardie le había informado acerca de la carretera y de los peligros que conllevaba.

Se reunieron detrás de una portería, lejos de la multitud que ya empezaba a marcharse. Hardie presentó a Theo y April al entrenador, que enseguida dejó muy clara su oposición a la construcción de la carretera. Desconfiaba de los políticos y sospechaba que detrás del proyecto había un grupo de grandes empresarios. Le indignaba que el trazado del cinturón pasara tan cerca del complejo futbolístico, y era consciente de los riesgos que implicaba.

El entrenador Fortenberry les dijo exactamente lo que querían escuchar, y les ofreció ayudarles en todo lo que estuviera en su mano.

Theo expuso su plan.