13
El viernes, poco después del final de las clases, tres chicos —Theo, Woody y Hardie— y un perro —Judge— se reunieron en el parque Truman, cerca del centro de la ciudad. Habían planeado ir de pesca y estaban todos muy emocionados. La semana escolar había sido muy dura y era el momento de relajarse. La idea de la excursión había sido de Hardie. Quería enseñarle a Theo la granja de la familia Quinn y el maravilloso paisaje que el gobernador y algunos políticos querían destruir. Hardie encabezó la marcha, seguido por Woody y, por último, Theo, para que la correa de Judge no se enredara con las otras bicicletas. A pesar de ser solo un perro, Judge sentía que debía ir el primero y que los demás tenían que seguirlo. Sin embargo, al ir atado con la correa, se conformaba con ir trotando al lado de su amo. Parecía feliz solo con poder acompañarles. Serpentearon a través de las sombreadas calles del casco antiguo. Luego tomaron un carril para bicicletas que rodeaba la parte sur de la ciudad, evitando así el tráfico y las zonas residenciales. Atravesaron la autopista 75 por un transitado cruce, y poco después se adentraron por un estrecho sendero campestre, con árboles que formaban una bóveda sobre ellos. Dejaron atrás el ruido y el tráfico de la ciudad. Subieron y bajaron colinas, cruzaron pequeños riachuelos y atravesaron traqueteando un viejo puente cubierto.
Al cabo de media hora, los chicos estaban sudorosos y Judge necesitaba beber agua. Pararon un momento para que el perro pudiera bajar hasta un arroyo.
—Ya falta poco —dijo Hardie.
Cuando recuperaron el aliento, reanudaron la marcha. Llegaron a la cima de una colina, donde volvieron a detenerse. A sus pies se extendía un hermoso valle, lleno de árboles y con algunos claros. Hardie señaló hacia la única construcción que se veía, una casa blanca a lo lejos.
—Allí es donde viven mis abuelos —explicó Hardie casi sin resuello.
Los chicos contemplaron el paisaje mientras aprovechaban para descansar. Hardie señaló hacia la derecha y dijo:
—La carretera atravesará todo el valle, como una gran brecha que empezará entre esas dos colinas de allí y —moviendo el brazo hacia la izquierda— pasará por esa montaña más alta de allá. Se llama Chalk Hill, y quieren nivelarla usando dinamita. Utilizar explosivos para dejarla plana. Todo lo demás lo arrasarán con bulldozers y luego lo asfaltarán. Y no tengo ni idea de qué pasará con mis abuelos.
—¿Cómo pueden hacer eso? —preguntó Woody.
—Pregúntale a Theo.
—Según la ley —respondió este—, el estado tiene derecho a apropiarse de las tierras. Tiene que pagar por ellas, claro, pero aun así puede quedárselas.
—Es horrible.
—Y que lo digas —repuso Hardie con tristeza.
Bajaron por la colina y, al cabo de unos minutos, se detuvieron delante de la granja. La abuela de Hardie, la señora Beverly Quinn, les esperaba en el porche con una bandeja de galletas de nueces y una jarra de agua fría. Hardie le presentó a sus amigos y a Judge, y la mujer se sentó con ellos mientras daban cuenta del rápido refrigerio. El abuelo de Hardie estaba «trasteando» en el cobertizo del tractor, según su esposa. Nadie hizo mención a la carretera: era un tema demasiado triste para plantearlo siquiera. Mientras Theo comía una galleta y se balanceaba suavemente en una vieja mecedora de mimbre, admiró el porche de un blanco inmaculado, los helechos que colgaban en maceteros, los cuidados parterres de flores, la valla blanca que rodeaba el jardín delantero… Entonces trató de imaginarse un montón de bulldozers destrozando todo aquello. La sola idea le pareció terriblemente injusta y cruel.
Cuando acabaron de merendar, dieron las gracias a la señora Quinn y se prepararon para irse de pesca. En un cobertizo situado detrás de la casa, encontraron una amplia selección de cañas y carretes, junto con varios tipos de varas, aparejos de pesca, pelotas de fútbol y de voleibol, equipos de bádminton, frisbees, dos canoas, cuatro kayaks e incluso palos de golf.
—Aquí nos lo pasamos en grande —aseguró Hardie.
Dijo que tenía once primos solo en el área de Strattenburg, además de tíos y tías, y muchos amigos que eran como de la familia. Y todos pasaban juntos mucho tiempo en la granja.
Cogieron tres cañas con carretes, y Hardie metió en su mochila una pequeña caja con aparejos de pesca. Montaron en sus bicicletas y salieron disparados por un estrecho camino de tierra que se abría paso entre una densa zona boscosa. Al cabo de diez minutos, llegaron a la orilla del Red Creek.
—Este es el mejor lugar de toda la finca —explicó Hardie mientras sacaba la caja de aparejos—. Aquí se pescan las mejores lubinas de boca chica de la zona.
Theo desenganchó la correa de Judge y el perro entró brincando en la corriente. El arroyo se ensanchaba en aquel punto. A lo lejos se veían algunas rocas y pequeños saltos de agua.
—Siempre acampamos aquí —dijo Hardie.
—Es un lugar muy bonito —exclamó Theo—. ¿Podremos coger los kayaks?
—Quizá más tarde —respondió Hardie—. Al doblar aquel recodo, hay algunos rápidos bastante decentes. Es difícil pasar en canoa, así que siempre vamos en kayak.
Theo era hijo único y de ciudad. Por esa razón, sentía cierta envidia de Hardie y su gran familia, y de aquellas tierras en las que disfrutaban tanto juntos. La granja era como un enorme parque temático donde se vivían aventuras reales, no simuladas.
Hardie estaba de pie sobre un saliente de granito, a unos tres metros por encima del agua. Ya había lanzado el sedal dos veces, cuando de pronto divisó algo a lo lejos.
—¿Qué es aquello? —preguntó para sí mismo en voz alta.
—¿El qué? —repuso Woody, que estaba cerca de él.
Hardie señaló hacia un punto y dijo en tono preocupado:
—Allá abajo, al lado de aquellos árboles al pie de la colina. Hay unos hombres.
Theo y Woody treparon al saliente rocoso y se colocaron junto a Hardie. En efecto, al otro lado del estrecho valle que bordeaba el arroyo, a algo menos de un kilómetro, había varios hombres alrededor de un camión.
—Esos terrenos son de nuestra propiedad —aseguró Hardie.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Theo.
—No lo sé —respondió Hardie—, pero no deberían estar ahí.
—Tendríamos que haber traído unos prismáticos —comentó Woody.
—Mejor aún, vamos a averiguar qué está pasando —su girió Hardie.
Los chicos se olvidaron al momento de la pesca. Theo podría haberlo dejado pasar, ya que los hombres no parecían estar haciendo nada malo. Pero, claro, él no entendía el enorme valor que Hardie y su familia concedían a sus tierras y su privacidad.
Se montaron en las bicicletas.
—Seguidme —dijo Hardie, y salieron disparados.
Judge, completamente empapado, iba detrás de Theo, que a su vez iba detrás de Woody. Tras recorrer un corto trecho, cruzaron el arroyo por una vieja pasarela, apenas lo bastante ancha para que pasaran las bicis. Luego pedalearon a toda velocidad por una pista de tierra hasta llegar a donde estaban los hombres.
Eran cuatro: tres jóvenes y uno algo más mayor, seguramente el jefe. El camión era grande, un vehículo de servicio con una amplia cabina y el rótulo STRATEGIC SURVEYS pintado en las puertas. A unos metros del camión, los hombres habían empezado a clavar una hilera de estacas en el suelo con cintas rojas atadas en la punta.
—¿Qué queréis, chicos? —preguntó el mayor.
Hardie se bajó de la bici y se acercó a ellos.
—¿Qué están haciendo aquí?
—No creo que sea asunto tuyo, chaval.
—Yo creo que sí. Estas tierras son propiedad de mi familia. ¿Quién les ha dado permiso para estar aquí?
Los tres hombres jóvenes se echaron a reír ante las preguntas de aquel crío. Theo los observó: tres tipos corpulentos y barbudos, vestidos con camisas mugrientas y de aspecto rudo y pendenciero.
—No vayas de listillo conmigo, chaval —le advirtió el hombre mayor.
—¿Cómo se llama? —replicó Hardie.
—Willis. ¿Y tú?
—Hardie Quinn. Estas tierras son propiedad de mi familia desde hace cien años.
—Pues muy bien, te felicito —se mofó Willis con una sonrisita despectiva—. Pero la propiedad está a punto de pasar a manos del estado.
Los otros tres encontraron aquella respuesta de lo más graciosa y se echaron a reír de nuevo. Se acercaron a la parte trasera del camión y se colocaron junto a Willis, que estaba a unos tres metros de Hardie.
Theo dio un paso adelante.
—Mi amigo les ha hecho una pregunta —dijo—. ¿Quién les ha dado permiso para entrar en esta propiedad?
—El estado —le respondió Willis gruñendo.
—Ah, ya —se apresuró a replicar Theo—. Pero el estado aún no es el propietario de estas tierras.
—Menuda panda de listillos —les dijo Willis a sus hombres. Luego se volvió hacia Hardie y Theo—. Mirad, chicos, solo estamos haciendo algunos sondeos preliminares para la construcción de la carretera. Nuestra empresa tiene un contrato con el estado y nos ha enviado aquí. ¿Por qué no os tranquilizáis un poco y seguís con vuestras cosas? Nosotros solo estamos haciendo nuestro trabajo y no estamos molestando a nadie.
—Me están molestando a mí —replicó Hardie—, porque no tienen permiso para estar aquí.
Theo adoptó su papel de abogado y se apresuró a añadir:
—Han invadido una propiedad privada. Es un acto delictivo y pueden ir a la cárcel por ello.
El más bajito de los tres dio un paso en dirección a Theo y dijo:
—Vaya, un enteradillo. Me parece que has visto demasiada tele, chaval.
—Tal vez —replicó Theo—. O puede que sea porque también sé leer.
El Bajito, tal como lo apodaron los chicos, enrojeció de furia y apretó los puños. Woody se plantó al lado de Theo, con Judge a sus pies. La situación era tan tensa como absurda. Tres chicos de trece años y un perro frente a cuatro adultos hechos y derechos. Nadie quería dar su brazo a torcer. Los hombres no pensaban marcharse y los chicos no estaban dispuestos a retroceder.
Theo tuvo una idea, una idea que no tardaría en revelarse como desastrosa. Se metió la mano en el bolsillo y sacó su móvil.
—Voy a llamar al 911. Será mejor que la policía resuelva esta situación.
—¡Suelta ese teléfono, chaval! —gritó Willis—. ¡No vas a llamar a la policía!
—Puedo llamar a quien quiera —replicó Theo—. ¿Quién es usted para decirme a quién puedo o no llamar?
—¡Te he dicho que sueltes ese teléfono!
De repente, el Bajito se abalanzó hacia Theo. Le agarró del brazo y le zarandeó bruscamente. El móvil salió volando por los aires. Luego empujó al chico y le tiró al suelo.
—Estúpido niñato —masculló.
Woody y Hardie se quedaron tan estupefactos ante aquella agresión que retrocedieron unos pasos.
Sin embargo, Judge no lo dudó un segundo. Se lanzó contra el Bajito para morderle en la pierna, pero este lo apartó de una patada. El perro aulló y gruñó antes de volver a arremeter contra el hombre, que gritó:
—¡Quítame este chucho de encima!
—¡Judge, ven aquí! —le ordenó Theo recogiendo el teléfono e intentando a duras penas ponerse en pie.
En ese momento hubiera deseado que Judge fuera un pitbull de cuarenta kilos adiestrado para atacar, en lugar de un perrillo de menos de veinte kilos que se asustaba de los gatos. Pero Judge no tenía miedo del Bajito. Se abalanzó de nuevo contra él, y este volvió a apartarlo de una patada. El perro ladró de rabia y frustración, pero no desistió en su empeño.
Como no tardarían en descubrir, el tercero de aquellos hombres se llamaba Larry. De repente avanzó hacia ellos blandiendo una estaca de metro y medio de largo. Mientras Judge atacaba al Bajito, golpeó al perro en la parte posterior de la cabeza. Theo y Hardie chillaron, y Woody se agachó para coger una piedra. En medio de toda la polvareda, el caos y el horror, Larry siguió atizando al perro mientras el Bajito no dejaba de darle patadas. Los chicos intentaron reaccionar. Woody se abalanzó hacia ellos, pero el cuarto hombre le puso la zancadilla y cayó encima de Theo.
—¡Suelte ese palo de una vez! —gritó Hardie.
Finalmente, Theo consiguió arrastrarse y cubrir con su cuerpo a Judge. Larry no se cortó y, por si acaso, le asestó un par de golpes en la espalda con la estaca. Los hombres se echaron a reír mientras los chicos no paraban de gritar y el pobre Judge gemía y sangraba.
Los tres tipos empezaron a alejarse.
Theo cogió al perro en brazos y lo levantó con mucho cuidado. Su cuerpo estaba inerte y la sangre le chorreaba por la cabeza.
—Judge, dime algo —imploró el muchacho entre lágrimas.
—¡Pagaréis por esto! —les gritó Hardie a los hombres.
Theo echó a correr con Judge acurrucado contra su pecho. No cogió la bicicleta, porque sabía que no podría conducirla llevando al perro en brazos. Hardie y Woody montaron en sus bicis y alcanzaron enseguida a su amigo. Theo avanzaba tambaleante, con el rostro anegado en lágrimas y la camisa manchada de sangre. Y con Judge pegado a su corazón.
Entonces Hardie tuvo una idea.
—Woody, tú quédate junto a Theo. Yo me adelantaré e iré a buscar a mi abuelo.
—Bien pensado —respondió Woody.
Hardie se alejó a toda velocidad.
—¿Está vivo? —preguntó Woody en voz baja mientras pedaleaba lo más cerca posible de su amigo.
—No lo sé —contestó Theo mordiéndose el labio—. No se mueve.
La sangre empezó a gotearle por el codo. Siguió corriendo todo lo rápido que pudo.