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Hong Kong

Iceberg no estuvo seguro de haber lanzado la Paveway hasta oír el trueno que reverberó sobre el pico Victoria. La posición de la casa y el intenso halo luminoso que envolvía la isla, le impidieron percibir el resplandor que debía acompañarlo.

No perdió tiempo en buscar más indicios del ataque de la bomba y se obligó a concentrarse en el inmediato paso siguiente: ponerse a salvo. Se encontraba suspendido en el aire, todavía a mil metros de altura, sobre el Canal Lamma Oeste, entre la isla del mismo nombre y la de Lantau, el doble de extensa que la de Hong Kong. Otras islas menores salpicaban el canal, una zona con un abundante tráfico de transbordadores que las conectaba con la terminal del Distrito Central.

Echó una mirada hacia el mar, que se aproximaba rápidamente, buscando las luces de alguna embarcación. Ya era más de medianoche y el servicio de ferris que unía las islas y funcionaba hasta las once y media, había concluido. La policía marítima, sin embargo, no se regía por ningún horario y tenía una numerosa flota de barcos patrulla y lanchas rápidas. Además, debía dar por sentado que algún helicóptero de reconocimiento había sido despachado desde la base de Shadi. A trescientos metros del agua, miró a su alrededor, esperando la aparición de unas luces de posición agrandándose en su dirección, pero no vio nada. Shadi quedaba lo bastante lejos como para poder contar con unos minutos de ventaja. No muchos.

Cuando volvió a bajar la vista, el bote salvavidas ya estaba muy cerca del agua. Liberó la cuerda de seguridad y juntó las rodillas antes de zambullirse en la superficie ligeramente oleosa. Justo antes de sumergirse vio un foco apuntando la balsa. Pataleando en la sopa negra, se desprendió del paracaídas antes de que se empapara y tirara de él hacia el fondo; lo arrojó al interior de la balsa y saltó dentro, huyendo del agua como si fuera un animal vivo. Sólo entonces se desprendió del casco y parpadeó con la respiración contenida hacia el foco, que ya tenía encima, deslumbrándole.

—El señor Ryder, supongo —dijo una voz desde detrás del resplandor.

—El señor Wang, espero —replicó Iceberg, alzando una mano a modo de pantalla.

Enseguida distinguió la palabra “Police” pintada sobre el reluciente casco y la superestructura, con su equivalente en chino escrito encima. Luego dirigió la mirada hacia la silueta que se inclinaba sobre la borda y descolgaba una escalerilla. El hombre vestía un uniforme azul con la palabra “policía” escrita en inglés y mandarín en el lado izquierdo de la chaqueta.

—Debemos apresurarnos —le instó con una voz cavernosa que contrastaba con el menudo cuerpo mientras se encasquetaba un poco más la gorra—. Tenemos esta zona controlada por mar, pero dos helicópteros de la fuerza aérea se dirigen hacia aquí.

—Lamento los fuegos artificiales —se disculpó Iceberg, sintiéndose un tanto estúpido por ello a pesar del error cometido al abrir la compuerta demasiado pronto. Pero no iba a reconocer eso delante de aquel desconocido, al que miró más fijamente, buscando la cicatriz en forma de media luna bajo su ojo izquierdo que, en efecto, le identificara como el señor Wang. Como si tuvieras la opción de darte media vuelta y marcharte remando, pedazo de alcornoque, se amonestó.

—Parece que ese avión suyo era menos invisible de lo que asegura la propaganda —dijo Wang, largando un cabo que Iceberg ató a la escala.

—Por alguna extraña razón, la gente se muestra cada más remisa a dejarse bombardear sin oponer resistencia —masculló Iceberg trepando ágilmente. Aceptó la mano del chino y saltó a cubierta.

De inmediato un segundo hombre, vestido también de policía, izó la escala y la balsa. Un tercero apagó el foco y puso el barco en movimiento, aproando y acelerando hacia el oeste, la isla de Lantau.

—Acompáñeme —pidió Wang, precediéndole hacia la fortificada superestructura, casi propia de un buque de guerra.

A la débil luz interior, Iceberg pudo inspeccionar por fin al señor Wang. Debía rondar los cincuenta, no pesaría más de sesenta y cinco kilos y, en conjunto, tenía el aspecto de un burócrata enfermo de hepatitis y no de un miembro del temido Ministerio de Seguridad del Estado. La rojiza cicatriz en forma de media luna estaba en su sitio, así como la desproporcionada dentadura postiza que Burke había descrito. Iceberg se preguntó que le habría pasado para perder los dientes tan joven.

—Ahí tiene ropa para cambiarse —dijo Wang señalando una banqueta en la que reposaban una toalla, dos camisas en su envoltorio precintado, dos pares de vaqueros y dos cajas de zapatillas deportivas Mizuno—. Espero que alguna de esas tallas le vaya bien.

—Podré soportar que me apriete un poco —respondió Iceberg comenzando a despojarse del traje de vuelo—. ¿Qué pasará cuando esos helicópteros detecten los restos del avión? Serán identificados como pertenecientes a un F-35 y, aunque hice borrar los signos exteriores, sólo un país tiene operativo ese caza.

—No se preocupe por eso —cortó Wang—. Usted cumplió con lo suyo y lanzó la bomba a pesar de todo. Y según nuestro observador en el área, hizo un pleno. El resto es cosa nuestra.

Por un momento, Iceberg estuvo tentando de interesarse por los detalles, pero el instante pasó como un puñado de hojarasca deslizándose por un sumidero. De pronto, encontró casi inapropiado e insano conocer los pormenores del daño causado por la Paveway que había transportado durante ocho mil kilómetros. O quizá, simplemente, no le importaba. Terminó de desnudarse y comenzó a secarse con la toalla.

—A propósito, debería exigirle un plus de peligrosidad. Dos de sus cazas estuvieron a punto de arruinarlo todo —dijo, cogiendo unos tejanos, que se enfundó sin ropa interior ante la incrédula expresión de Wang.

—¿Los derribó?

—No tuve más remedio. Los hijos de puta entraron en Nepal disparando como cowboys borrachos. Destruyeron el Midas de Zorkin, liquidando a su tripulación, y luego se lanzaron sobre mí como perros rabiosos.

La tranquila expresión de Jiang se contorsionó levemente, como si se hubiera pinchado un dedo.

Zhòu mà! —masculló entre dientes—. Parece que ha tenido un viaje más accidentado de lo deseable. Pero nosotros no controlamos el ejército y el general Xu lo esperaba a usted por el norte. Ya expliqué al capitán Burke que entre sus partidarios figuran varios generales de la fuerza aérea a los que impartió órdenes de dejar pasar a cierto avión intruso que se dirigía a Pekín a través de las montañas Tien Shan y el Gobi. Esos cazas que le atacaron en Nepal debían actuar por su cuenta o inducidos por un oficial ignorante de la subterránea lucha de poder que se libra en China —Wang hizo una pausa y se mordisqueó el labio inferior con sus grandes incisivos, valorando cuánto debía preocuparse. Finalmente, dio una palmada para espantar sus aprensiones, decidido a no dejar que nada se interfiriera en su aparente y rotundo éxito—. También nos ocuparemos de eso. Después de todo, hemos ganado, ¿no? Mañana, todos los que apoyaban a Xu se declararán horrorizados por lo que pretendía y negarán haber compartido con él ni una taza de té. Pero no desaprovecharemos la ocasión para librarnos esos dinosaurios que querrían vernos a todos vestidos de nuevo con una camisa Mao y un azadón al hombro.

—Corte el rollo, Wang —le atajó Iceberg con suavidad, mientras rompía el envoltorio de celofán de una horrenda camisa de cuadros—. No me suelte ninguna historia de buenos y malos. Ya he oído suficientes estos días. Para mí son todos ustedes iguales. Xu, Ren, Webb, Chambers, Hanson. No existe la menor diferencia entre unos y otros; forman como una especie de círculo de dragones entrelazados por el cuello, lanzándose dentelladas entre sí, desangrándose mientras el mundo por el que pelean a muerte agita los brazos por encima de la cabeza, con las arenas movedizas por la barbilla. Deberían montar un espectáculo circense y no dirigir el destino de millones de desgraciados. Así que ahórreme la conferencia sobre lo que más le conviene al pueblo y quién vela de verdad por sus intereses.

—Vaya —se sonrió Jiang—. No le tomaba a usted por un cínico. ¿Y qué me dice de su hermana. ¿Forma parte de ese círculo?

Iceberg se enfundó en la camisa y rozó el colgante de Tiang Lun, que contempló durante un instante con la misma amargura que le había asaltado en Kant.

—Ella cree que sí, pero sólo es una ingenua, casi una necia, una lombriz entre bestias.

—¿Y Kramer? —siguió Wang como si le divirtiera lo que oía—. Tampoco lo ha nombrado. Y fue él quien le tendió la trampa para obligarlo a ejecutar Escudo.

Iceberg se limitó a encogerse de hombros y tomó asiento para calzarse las Mizuno sobre los pies desnudos.

—Kramer es quizá el único que tiene cierto derecho a actuar como lo hizo —lo disculpó sorpresivamente, sin añadir nada más.

—Supongo que no sabrá que murió hace unas horas —informó Jiang—. Lo encontraron en un parque, muerto de un disparo.

Iceberg levantó la vista y observó fijamente al chino, aunque su expresión pétrea no dejó traslucir ninguna emoción.

—Alguno de esos dragones de dos cabezas debió engancharlo bien —fue todo lo que dijo antes de terminar de ponerse las zapatillas. Luego se incorporó y las miró como un comprador asegurándose que no le hacían daño y le quedaban bien.

—No todos los dragones son maléficos —señaló entonces Jiang—. De hecho, a diferencia de los occidentales, en oriente los consideramos seres benévolos y sabios, una analogía de la buena fortuna. Pero eso ya lo sabe usted, o no llevaría al cuello a Tien Lun, el dragón celestial, protector de los cielos y guardián de los que soportan el firmamento.

—Sólo fue un regalo —replicó secamente Iceberg metiendo el colgante debajo de la camisa—. ¿Nunca le ha regalado su esposa una corbata que no le gustaba y que se ha puesto sólo para complacerla?

—No creo que sea usted un hombre tan escéptico y desencantado como aparenta. Un hombre así, carente de ideales e impulsos éticos, no se habría enfrentado a la épica misión que acaba de ejecutar.

—Se equivoca por completo, Wang. Sólo alguien así, libre de fervorosos principios y ataduras morales, estaba en condiciones de hacerlo. ¿Cómo habrían podido comprarme sino? —preguntó con un rápido guiño—. Vamos, hombre, no se ponga tan serio y ofrézcame algo de beber.

Wang dudó unos segundos sin dejar de mirarlo fijamente, sus ojos rasgados dos taladros empeñados en un último e inútil esfuerzo por penetrar en aquella dura y desconocida capa que rodeaba al extraño hombre que tenía ante sí.

—Claro, hay que celebrarlo —dijo luego, despareciendo por una escotilla.

Iceberg se giró entonces hacia la isla de Hong Kong. El halo de neón que pendía sobre ella aún palpitaba en la distancia. Un helicóptero sobrevolaba el pico Victoria, pero no vio ninguna luz procedente del norte, de Shadi. Las negras aguas se agitaban al paso de la embarcación como si una serpiente marina los rondara justo por debajo de la superficie. Nada comparado con los monstruos que debían estar haciendo bullir los fosos de Washington y Pekín en esos mismos momentos. Inconscientemente, rozó con un dedo el colgante y pidió, exigió, a aquel maldito dragón celestial, que le echara una mano a Lauren.

—¿Ha probado la cerveza china? —preguntó Wang regresando con dos botellas y tendiéndole una.

—No, pero estaba en mi lista de cosas pendientes —replicó Iceberg sujetando la botella de Tsingtao.

Gan bei! —brindó Wang.

Gan bei! —repitió Iceberg, que probó el líquido con cierta prudencia. Para su sorpresa, sabía bien.

—Su hermana estará bien —dijo después Wang de forma sorpresiva—. Zao sabrá cuidar de ella.

Iceberg se limitó a asentir por cortesía y volvió a mirar hacia el pulso luminoso del helicóptero que rondaba la noche de Hong Kong.