19

Washington

El almirante Leonard Kramer observaba en silencio como el vicepresidente de Estados Unidos se movía por la estancia como si intentara quemar un exceso de adrenalina en su sangre. Estaban en su oficina del Capitolio, donde Webb acababa de presidir una sesión del Senado, a la que apenas había prestado atención. El motivo de su enjaulada ira no era otro que su némesis, la senadora Rachel Chambers que, para sorpresa del VP, se hallaba presente en el debate, en lo que él interpretaba como un abierto acto de desafío, de burla incluso.

También Kramer estaba furioso e inquieto, y era precisamente su percepción de esas negativas sensaciones lo que le aconsejaba canalizarlas subterráneamente para presentar un frente más sereno y decidido a los nebulosos temores que las nutrían. Y aquella visita tenía el objetivo de aclararlos.

—No debería haber venido aquí, Leo —gruñó Webb—. Este lugar es un hervidero de serpientes, incluida, por supuesto, Chambers.

—Esas serpientes están demasiado ocupadas en sus propias conspiraciones —replicó Kramer.

Las antenas de Webb detectaron una vibración que conectó sus alarmas.

—¿Qué sucede, almirante? ¿Ha hablado con su gente en Nápoles?

—Todo funciona allí como un reloj.

—¿Entonces por qué sospecho que trae malas noticias?

—Lo cierto es que no estoy seguro de cómo definirlas —señaló Kramer cruzando las piernas como si fuera a reflexionar sobre ello ahora. Pellizcó una arruga del pantalón y continuó—: Hace unos días encargue a alguien que vigilara a Chambers. Como simple precaución ante la proximidad de su viaje a Aqaba. ¿Cuáles eran sus contactos de última hora? ¿Había algo en su rutina que pudiera inducir a pensar que sospecha algo? Cosas así.

—¿Quiere decir que ha puesto al corriente a uno de sus bebés? —se escandalizó Webb colocándose frente al almirante.

—No fue necesario.

—Supongo que sabe que eso es ilegal.

—También lo es hacer volar en pedazos a una senadora de los Estados Unidos —masculló irónicamente—. Esa persona, además de cumplir a la perfección con el encargo, tiene iniciativa y sabe aplicarla para mejorar los resultados —prosiguió Kramer, sosteniendo impávido la crispada expresión de Webb—. Y lo que decidió fue dedicar algún tiempo a Carr, el lacayo de Chambers. Imagínese su sorpresa cuando anoche lo siguió hasta la residencia del vicepresidente. Por no hablar de la mía.

Kramer guardó silencio, esperando que Webb moviera su pieza. Pero toda su reacción consistió en arquear las cejas en un gesto casi displicente.

—No necesitaba todo ese dramatismo para tan poca cosa.

—A mí me parece bastante dramático —sentenció Kramer sin ceder a la explosión de ira que batía en sus venas—. Si en el próximo minuto no escucho una explicación que me satisfaga en un doscientos por ciento, llamaré a Nápoles y suspenderé la operación.

Aquello sí pareció agitar a Webb, que lanzó un suspiro teatral y se apoyó en el borde de su escritorio.

—Tengo su explicación, almirante. Carr es lo que, en la vieja jerga de los espías, llamaban un agente doble, mi topo en la oficina de Chambers. Déjeme seguir, por favor —pidió ante la segura interrupción de Kramer, que se había adelantado en el sillón—. Él fue quien me informó de los planes del presidente para sustituirme por Chambers, lo que me convertiría en un cadáver político.

Kramer volvió a echarse hacia atrás, su ira desplazándose en aras de una alarma que le hacía silbar la sangre en los tímpanos.

—¿Cuándo fue eso? —inquirió.

—Un par de semanas antes de que usted viniera a verme para ponerme al corriente de Persépolis.

—¿Le habló Carr también de eso?

—Fue la razón por la que acudió a mí —respondió Webb, entrelazando los dedos de las manos, casi en un gesto oratorio—. El plan de Hanson y Chambers le parecía una locura, como a usted mismo. Dijo que no podía quedarse cruzado de brazos mientras se gestaba semejante desvarío, que necesitaba alertar a “alguien” con el poder de detenerlo.

Kramer se aferró a los brazos del sillón, añadiendo asombro a sus demás emociones, atónito por la simpleza con que Webb enfrentaba una cuestión tan grave.

—¿Por qué no me lo dijo entonces?

—No me pareció prudente. Usted debía verse a menudo con Chambers para ultimar detalles. Era preferible que no tuviera ese dato rondándole en la cabeza con ella cerca.

—¿Y qué gana Carr? —atajó el almirante, irritado al oír a Webb permitirse especular sobre su posible proceder.

—¿Ganar? Estaba escandalizado y asustado por las probables consecuencias de semejante aventura. Era como lanzar una caja de granadas sobre una hoguera, eso dijo. Admitió ser ambicioso, pero aseguró que aún le quedaban ciertos escrúpulos y que no quería tomar parte de ese delirio. Aunque supongo que, en el fondo, sólo quiere proteger su carrera. Por eso no lo denunció públicamente. Si su nombre se vinculaba al de Chambers y al loco plan para asesinar a la cúpula dirigente de Irán, estaría acabado. Y, naturalmente, eso le parecía un precio muy alto por tener escrúpulos. De modo que acudió a mí. Espera que, llegado el momento, yo hablaré con Hanson y le obligaré a cancelar la operación amenazándolo con hacerla pública. Por supuesto, ignora todo lo relativo a nuestros propios proyectos —concluyó Webb, alzando ahora las manos, como un mago enseñando su mangas.

¡Jodido estúpido!, exclamó Kramer en su interior. Nunca debería haber confiado en aquel hombre, pero la necesidad de financiar Escudo le había obligado a ello. Por supuesto, no podía estar seguro de las intenciones de Carr pero, si tuviera que apostar, lo haría porque Chambers lo había utilizado para infiltrarse en el círculo del vicepresidente y, así, protegerse las espaldas. La senadora no se distinguía por ser una persona confiada. Quizá incluso estuviera ya al corriente de la operación y le permitía seguir con los preparativos sólo para dejar caer al vicepresidente desde lo más alto. Sin embargo, ¿dónde encajaban ahí Zao Sheng y (todavía más inquietante), Lauren Ryder?

—¿Y qué pasará cuando Carr vea que no presiona usted a Hanson sino que está detrás del sabotaje a los planes del presidente y de Chambers? —preguntó el almirante con voz ronca—. Que es su mano la que está tras la muerte de la propia senadora.

Webb se encogió de hombros como si le respuesta fuera evidente.

—Me limitaré a enfrentarle a las consecuencias que el asunto tendría para su propia y amada carrera y, como un perrillo faldero, cambiará el regazo de Chambers por el mío.

Kramer hizo un esfuerzo por mantener la calma ante aquel presuntuoso asno, preparándose para salir de allí y realizar una cuidadosa evaluación de daños que le indicara hasta qué punto sus planes estaban ya comprometidos.

—No quiero que se marche enfadado y con dudas, almirante —decía Webb al otro lado de neblina que le cubría—. No volveremos a vernos hasta después de que… todo haya pasado.

Kramer parpadeó, enfocando confuso al vicepresidente.

—¿A qué se refiere?

—¿Ha olvidado que mañana salgo de viaje? —se extrañó a su vez Webb—. Hanson no me quiere cerca mientras me construye el patíbulo, así que me envía a las antípodas.

Las antípodas. Durante unos segundos, Kramer no comprendió. Las antípodas de Estados Unidos se ubicaban en el océano Índico aunque, popularmente, se las asociaba a otro lugar… Al instante, el fuego que ardía en su pecho siseó al contacto de una lanza de hielo.

 

 

Nápoles

En las entrañas del Wasp, el capitán Nicholas Ford echó otro vistazo a su reloj. Faltaban veinte segundos para la medianoche, hora local, las seis de la tarde en Washington. Intercambió una mirada con Burke, que permanecía sentado en una litera, y marcó una larga secuencia de números en un móvil encriptad. Con el barco en puerto y sin aviones ni helicópteros en el aire, la actividad humana, electrónica y radial se concentrada en vigilar que ningún chiflado intentara lanzarse sobre ellos con una lancha suicida cargada de explosivos.

El teléfono advirtió con un chasquido que la conexión se había completado y Ford conectó el altavoz. Burke saltó de la litera para acercarse.

—¿Nicholas?

La voz del vicealmirante Leonard Kramer llegaba nítida a través de los ocho mil kilómetros y de la distorsión que la convertía en una maraña de ruidos que se descodificaban a este extremo. El sistema era tan seguro como se podía esperar, pero eso no hacía que Ford se sintiera cómodo utilizándolo. Y sospechaba que lo mismo le sucedía a Kramer. Por ello habían reservado su uso sólo para cuestiones ineludibles, como la comunicación del horario que conduciría a Rachel Chambers a Aqaba.

—Le escucho, almirante —No tenía sentido evitar nombres y rangos. Si alguien les estuviera escuchando después de doblegar la seguridad, significaría que se hallaban sobre aviso y ya les tenían en el punto de mira.

—¿Está Philip contigo? —La claridad de la voz incorporaba un extraño matiz que, por alguna razón, inquietó a Ford.

—Aquí estoy —confirmó Burke.

—Me temo que no tengo buenas noticias, chicos.

Ford alzó la vista al instante y enfocó a su compañero, que le miraba fijamente. Las palabras de Kramer sólo podían significar una cosa: la suspensión de Escudo.

—La misión se ha ido al agua —sentenció en efecto Kramer.

Ford sintió que su corazón se encogía espasmódicamente, reduciendo el bombeo de sangre y provocándole un leve mareo. Después del brutal derroche de energías todo terminaba con una frase en una fracción de segundo. No era justo. Esa llamada debía ser el disparo de salida hacia la culminación de aquellos esfuerzos, no el hacha que les cercenara las piernas de un rápido tajo. Ford experimentó una oleada de ira hacia el almirante, como si le creyese responsable de manejar alegremente aquel filo desde su cómodo despacho, ajeno a los pormenores de su extraordinaria tarea.

—¿Qué ha ocurrido? —se adelantó a preguntar Burke.

—Ryder nos la ha jugado.

—¿Qué? —reaccionó Ford, su furia súbitamente superada por el asombro—. Le he visto esta tarde. Todo marcha según lo previsto.

El suspiro de Kramer, a medio mundo de distancia, alcanzó sus oídos como un límpido silbido.

—Muchachos, cuando me oiga decir en voz alta lo que ocurre, incluso a mí me sonará demencial y ridículo, pero ahí va: Tengo argumentos para creer que Ryder piensa atentar contra el vicepresidente Webb en China.

En el camarote del Wasp, los dos hombres se miraron como si las palabras les hubieran llegado sin descodificar, una avalancha de sonidos inconexos, como el de una radio encendida y sin sintonizar. Al cabo de cinco segundos, la expresión de Ford se retorció, revelándose incapaz de dar sentido a los ruidos.

—Leonard, ¿de qué diablos está hablando? —masculló, parpadeando para sacudirse la sensación de irrealidad.

—Sé que resultará difícil convenceros de que no he perdido la cabeza, pero ahora no podemos entregarnos al examen minucioso de las pruebas. Debéis concentraros en una sola cosa: Abortar la misión. El trabajo ha sido ingente y entiendo vuestra frustración, pero no hay alternativa.

—Almirante —terció Burke—, si a usted le ha sonado ridículo y demencial, imagínese a nosotros: Acaba de decir que Ryder piensa lanzar esa bomba sobre el vicepresidente en China. Tendrá que adornar eso con algo.

—Escuchad. Todo esto es el resultado de una investigación, no lo he soñado esta noche. Chambers sabe lo que nos proponemos. Y lo sabe a través del propio Webb. Ha estado jugando con él y, por extensión, con nosotros. Esta tarde he visitado al VP y me ha confirmado su relación con un lacayo de la senadora que él cree de su parte. El imbécil no tiene ni idea de lo que se avecina y yo no dispongo de tiempo para iluminarlo. Tengo un endiablado puzzle de cristal sobre mi mesa que debo desmontar sin que se haga pedazos en mis manos.

—¿Quiere decir que esa locura sobre China es cosa de Chambers? —inquirió Ford, intentando sacudirse la perplejidad—. ¿Y que Ryder está a su servicio? ¿Cómo podría siquiera haber contactado con él?

—A través de su hermana —respondió Kramer—. Está ilocalizable desde hace dos semanas. Ni la Marina ni el departamento de Estado pudieron transmitirle la noticia del “accidente”. Y creo que ha pasado parte de ese tiempo en Nápoles, con su hermano.

Ford se concedió un respiro para pasarse una mano por la frente, como si temiera estar sufriendo un acceso febril.

—¿Y por qué iban a querer Ryder y su hermana matar a Webb? —le relevó Burke.

—Probablemente desconozcan lo relativo a Webb. Ryder es medio chino.

—Lo sabemos, ¿y qué?

—Puede que a él le importen un rábano sus orígenes y la política, pero su hermana es una activista. Da clases de Estudios Orientales en la GWU y no pierde ocasión para denunciar la situación en China y los que, según ella, se tapan los ojos en aras de los negocios. Tengo fotos en las que aparece junto a un tipo de la embajada china en Washington. Se llama Zao Sheng y es un oficial de Inteligencia militar; también ha sido vista en compañía de la mano derecha de Chambers. De alguna forma, ha camelado a Lauren Ryder, convenciéndola de que es partidario del cambio en China.

Kramer hizo una pausa, que ni Ford ni Burke rompieron, unidos en su lucha interior contra las fuerzas centrifugas de la sinrazón.

—Tengo ante mí mapas de Asia y planos de Pekín. Alguien de mi confianza los sacó del apartamento de Lauren Ryder esta misma tarde. En ellos se describe una ruta desde el sur de la península Arábiga hasta Pekín, accediendo a China por el oeste. El objetivo allí es un lugar llamado Zhongnanhai, una zona reservada a los capitostes del partido comunista. A todas luces, el tal Zao ha persuadido a esa mujer de que podrían hacer volar por los aires a uno o varios destacados miembros del partido o el gobierno, ocultándole que Webb se encontrará allí en un encuentro con líderes chinos al margen de la agenda oficial.

—Jesús, almirante, todo eso suena como un colosal disparate —resopló Ford—. ¿Por qué iba Michael Ryder a embarcarse en esa aventura?

—No estoy en su cabeza, pero miradlo de esta forma: Su hermana le revela que conoce a través de Zao la trampa que le tendimos y le propone aprovechar las circunstancias para una “buena causa”: Contribuir a la lucha contra la tiranía china y vengar al mismo tiempo a su padre, al que no conocieron y que murió en un correccional acusado de espía por confraternizar con su madre. Poneos en su pellejo. Creo que ni yo mismo rechazaría una misión vengativa y de castigo como esa. Sabe, además, que no vamos a denunciar públicamente su “contrato” con nosotros.

Ford pensó en ello, recordando la actitud que había detectado en Ryder durante su encuentro de esa tarde. Lo que parecía simple apatía, un desinterés básico por lo que estaba escuchando, podía ahora se reinterpretado como un desapego natural hacia algo que no le afectaba y, por tanto, no debía preocuparle.

—Supongamos que esa ruta responde a una realidad. ¿Cómo espera alcanzar Pekín? Aún con un depósito extra sólo tendría combustible para llegar a…

—A Bishkek, capital de Kirguizistán —completó Kramer—. En la carta de navegación hay notas que hacen pensar que piensa reabastecerse allí. Con toda seguridad, pagando a los corruptos oficiales rusos de la base de Kant. Comprendo lo descabellado que parece todo esto, pero no puedo ignorar los indicios de que dispongo En cualquier caso, lo relevante es que Chambers conoce nuestros planes, y eso anula la operación.

Los dos hombres a bordo del Wasp reconocieron al mismo tiempo el breve y demoledor argumento final y cruzaron una mirada de rendición.

—¿Qué hacemos entonces? —cedió Burke.

—El avión y Ryder deben desaparecer —decretó Kramer—. Advertid a Kennedy de que la operación se ha suspendido y debe ordenar a Ryder hundir el caza frente a la costa de Omán. Han de planificarlo de forma que Kennedy pueda recogerlo al amerizar. Naturalmente, Ryder no regresará a tierra.

—Pero si toda esa mierda es cierta, no podemos dejarle despegar —apuntó Ford.

—Lo hará sin la bomba. Para entonces, Kennedy ya se habrá deshecho de la Paveway y el F-35 sólo será un costoso avión desarmado… Ahora debo dejaros. Tengo muchos parches que aplicar. Dentro de doce horas volveré a contactar —concluyó Kramer, cortando bruscamente la comunicación.

—Cristo —exclamó Burke, esbozando una sonrisa de incredulidad—. Teníamos docenas de pilotos donde escoger y elegimos a uno medio chino con una hermana chiflada.

—Ryder era la mejor elección —se limitó a señalar Ford—. Sabes perfectamente por qué el viejo se fijó en él. Y ese capricho nos va a llevar a Leavenworth, donde terminaremos como el jodido conde de Montecristo —añadió refiriéndose a la prisión militar situada en Kansas.

—Nadie va a acabar en Leavenworth.

—Ya veremos. De momento Chambers ha saltado de la sartén y nos ha clavado sus colmillos en el culo —Ford echó un vistazo a su reloj, como si hubieran pasado horas hablando con Kramer y no minutos—. Aún estoy oficialmente de permiso. Será mejor ir a ver a Ryder cuanto antes. Luego llamaremos a Kennedy.

—No será necesario visitarle de nuevo.

Ford observó en silencio a su amigo durante unos instantes, sin estar seguro de entender lo que acababa de oír.

—¿De qué hablas?

—Esto no tenía que suceder así, pero quizá simplifique las cosas —respondió Burke en un extraño tono de queja mientras su mano derecha buscaba algo a su espalda y reaparecía empuñando una Beretta—. Ponte cómodo. Nos aguarda una larga noche —concluyó, moviendo la pistola en dirección a la litera.