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Washington

A las ocho de la mañana, Rachel Chambers ocupaba ya su despacho en el Capitolio. Allí pasaba gran parte de su tiempo, rodeado de colaboradores, diseñando estrategias políticas, alianzas y proyectos de ley, con el único propósito de elevar su estrella personal sobre un cielo de un kilómetro cuadrado plagado de ellas. Estaba amueblado con el estilo alegre y poco recargado de California, cuya bandera presidía la estancia, revestida de paredes de roble cubiertos en gran medida por una legión de fotografías en las que siempre aparecía la propia Chambers, acompañada de prominentes figuras políticas de todo el mundo y de astros de Hollywood que, en un momento u otro, habían apoyado alguna de sus causas. En ninguna de ellas se la notaba forzada o actuando, y su porte y atractivo no desmerecía al de los profesionales del espectáculo del que, en cierto modo, formaba parte.

En una época en la que la imagen primaba sobre el mensaje, su fotogenia y lenguaje corporal le concedían de salida varios puntos de ventaja sobre sus rivales. Incluso en aquel momento y con sólo tres horas de sueño, ninguna cámara habría captado ni una arruga de más en su rostro ni una disonancia en el conjunto de blusa y traje chaqueta de Prada que había elegido para ese día. La razón de su especial buen humor ocupaba el centro de la pantalla del televisor instalado en un rincón. Allí, el vicepresidente Webb departía relajadamente con periodistas en la base de Andrews, con el Fuerza Aérea Dos al fondo.

—El muy idiota se lo está pasando en grande —observó Chambers llenando su taza de café.

—Todo el mundo tiene derecho a unos minutos de celebridad —señaló Alex Carr desde el otro lado del despacho, sentado en uno de los sillones que la senadora destinaba a las visitas que merecían atención especial. Nadie los ocupaba sino era a invitación suya, pero Carr se había ganado aquel derecho y algunos otros—. Dejemos que los disfrute en paz.

Chambers miró de reojo al hombre, preguntándose si habría intentado hacer un chiste. Luego sorbió de la taza mirando de nuevo hacia el televisor sin sonido. Nada de lo que pudiera decir aquel asno merecía ser oído. Webb sonreía como si acabaran de elegirle rey de la fiesta de fin de curso del instituto. Su esposa, en segundo término, parecía en cambio haber pasado la noche en el baño. Elizabeth Webb era una prestigiosa abogada especializada en defender aparentes causas perdidas contra grandes corporaciones y había colaborado a menudo con asociaciones de derechos humanos. Nadie ignoraba su punto de vista sobre China y su relación con el mundo, que no distaba mucho del que favorecía la propia Chambers. En otras circunstancias, quizá incluso habrían podido ser correligionarias y tal vez amigas. Lástima.

—Será la viuda más atractiva de la ciudad —dijo Carr entonces, interrumpiendo sus pensamientos.

La senadora volvió a mirarle de soslayo. A veces la irritaba la displicencia y el desapego que aquel joven cachorro demostraba hacia cuanto le rodeaba. Su mérito era también su principal defecto. Su perspicacia y eficiencia estaban exentas de cualquier chispa emocional, como si sus capacidades estuvieran en manos de un programa cibernético y no de un cerebro con dos hemisferios. Ella podía ser una zorra despiadada, sí, pero en aquel mismo momento la sangre le batía en las venas y podía sentir su sistema nervioso enardecido.

Quizá fuera el sino de las nuevas generaciones dominantes, depredadores lanzados a una jungla desprovistos de cualquier rasgo que pudiera minar su ascenso a la cúspide de la pirámide alimenticia. No había sido difícil infiltrarle en la trinchera de un incauto como Webb, que se creía más listo de lo que realmente era, un error fatal en cualquier ámbito de la vida y letal en política.

Mucho más complicado había resultado doblegar a alguien que supuestamente estaba de su lado. Desde el principio había visto en el almirante Kramer algo más que disconformidad con la operación Persépolis. A lo largo de las semanas, su rechazo al proyecto derivó en desprecio hacia sus padrinos políticos y principales beneficiarios: Hanson y ella misma. Un desprecio que nunca manifestó abiertamente, pero que Chambers percibía en cada gesto y frase durante sus reuniones. La oposición de Kramer no era tanto de carácter logístico o militar como ético, e interpretaba el objetivo como un simple acto electoral. Básicamente estaba, desde luego, en lo cierto, pero también era algo más.

Hanson luchaba por su supervivencia política, y resultaba imposible para un no político entender esa legitimidad. Sólo se había mantenido en el equipo para mitigar la magnitud del desastre que él preveía, y eso indujo a Chambers a mantener vigilado al almirante. Lo que le condujo a Webb. El vicepresidente solía presidir el Consejo de Seguridad Nacional, que Kramer dirigía, y la visión conjunta de sus dos rivales no resultaba tranquilizadora para la senadora. El almirante no era un admirador de Webb pero, a esas alturas, a buen seguro lo valoraba por encima de Hanson y su nueva protegida.

Intuyendo el peligro, Chambers erigió sus defensas, una prevención que se demostró literalmente salvadora. La ira de Kramer había sobrepasado cualquier previsión, llevándole al límite de la enajenación, hasta el punto de que, para detener una acción que consideraba execrable, se disponía a ejecutar otra doblemente abominable. Chambers, consciente de su ventaja, no se precipitó en usar la información obtenida a través del VP, sino que la atesoró a la espera del momento ideal.

Y cuando este surgió, su forma resultó tan caprichosa como formidable. Revisando los expedientes recopilados por Carr sobre los hombres a los que Kramer confiaba la misión de asesinarla en Aqaba y cegar la operación Persépolis, la atención de Chambers se recreó en Michael Ryder, el piloto del F-35. O más exactamente, en su curioso origen chino. China era un puntal de la política exterior norteamericana y ella conocía bien la desgraciada benignidad con que era tratado el facineroso gigante asiático, cómo el comercio primaba sobre los ideales que habían forjado los Estados Unidos. Su país había arriado la bandera que durante décadas le enfrentó a los totalitarismos para izar la de los mercachifles. Y a Hanson le estaba correspondiendo el deshonor final de sancionar la transmutación. De hecho, al cabo de unas pocas semanas enviaría a Webb a Pekín.

Mientras contemplaba la foto de Ryder, una súbita y extravagante idea se enquistó en su mente, casi asustándola con su audacia.

Si la bomba destinada a ella mataba a Webb durante su visita, las relaciones chino-americanas sufrirían un violento colapso. Perverso y turbador, el pensamiento continuó pulsando incluso cuando la idea comenzó a revelarse más como una ilusión que como un proyecto viable.

Ahora, viendo a Webb saludar desde lo alto de la escalerilla, Chambers creía saber cómo debía sentirse un artista al firmar su obra magna. La operación que naciera como un simple desafío teórico, era hoy una colosal creación arquitectónica, tan delicada y fascinante como los Jardines Colgantes de Babilonia.

Pagar a Kramer y Webb con su propia moneda no sería sólo un acto de justicia poética, sino que convertiría la muerte del VP en una ofrenda, al tiempo que se lo quitaba de en medio. Hanson la nombraría en su lugar y, con el presidente como rehén, Chambers anularía Persépolis para concentrarse en empuñar la espada flamígera con que “vengar” a su predecesor concentrándose en China.

Por lo demás, la retorcida perfección de la operación le aseguraba el silencio de Kramer. No podría revelar sus sospechas sin ponerse al descubierto y destruir a sus antiguos camaradas.

Hacía unos minutos, Zao Sheng había contactado con Carr para informarle de que la chica, Lauren, se disponía a embarcar de regreso a casa tras dejar a su hermano camino de Mascate. Por tanto, los peones estaban ejecutando los movimientos previos al jaque mate.

Chambers levantó la taza de café en dirección al televisor cuando Webb despareció por la puerta del 747. El mismo que traería de vuelta su cadáver.

 

 

Base de Andrews

En el interior del Fuerza Aérea Dos, Paul Webb charlaba informalmente con los periodistas enviados a informar de su histórico viaje, todos elementos de segunda fila en sus redacciones, ansiosos por realizar méritos. Eso los hacia más peligrosos y le aseguraba que cualquier traspiés sería convertido en un gran fiasco. Les dedicó un par de minutos intercambiando comentarios ingeniosos y, aprovechando unas risas forzadas, se alejó por la cabina hacia su suite.

El vicepresidente se detuvo junto a dos agentes del Servicio Secreto para pedirles que se olvidaran de los magnicidas para concentrarse en los periodistas y, mientras le reían la gracia, él reparó en la figura discreta, casi invisible, del hombre al que había presentado como Johnson a Janice Velasco. Estaba sentado al fondo de la sección, leyendo en un iPad. No habían hablado desde su regreso, y ni siquiera ahora intercambiaron una palabra cuando Webb pasó junto a él camino de la suite, donde un camarero le sirvió café. Ignoraba su método para librarse de Velasco y no pensaba preguntarle al respecto. El hecho de que él no creyera preciso decirle nada, le bastaba como confirmación de que todo había salido bien.

“Bien”, una palabra inapropiada para emplearla en aquellas circunstancias. El impacto de su decisión le había golpeado después de que Velasco abandonara el Observatorio, tirando de él como la resaca de una enorme ola. Sólo su certeza de que era un instintivo acto de supervivencia que no admitía disculpas, impedía que la flojedad de sus rodillas culminara en una caída de la que no podría reponerse.

Aunque la teniente creía estar salvándole la vida, lo que en realidad le ofrecía era preservar su salud para que se dirigiera por su propio pie a un cadalso público. Que la muerte que le esperara allí no fuera física, era una cuestión irrelevante. Hubiera preferido con mucho perecer en un espectacular bombardeo que le convirtiera en héroe nacional, que enfrentar las brutales consecuencias que habrían desatado las ansias de respuesta de Velasco.

Increíblemente, la única forma de asegurarse la salvación era permitir que Chambers continuara con su plan, hacerle un hueco en el pantano que ya se había tragado a Kramer. Si la detenía ahora, no podría demostrar nada contra ella, no tendría fichas con las que negociar. El almirante, y él como su aliado, eran los únicos inspiradores del robo del F-35 y, sin duda, la senadora sabría cómo probarlo. Eso, y el testimonio de Carr sobre la operación a que pensaban destinarlo, hubieran bastado para destruirlo. Pero al sofisticado sentido teatral de Chambers no le bastaba con eso, y por ello había concebido la ironía final, el perfecto golpe de gracia que antecedería a la caída del telón.

Lo mataría utilizando su propio plan, su avión y su bomba. En el improbable caso de que relacionaran la acción con el suceso del mar Arábigo y una investigación consiguiera desenhebrar el misterio, el culpable sería siempre el almirante y no la senadora.

Brillante pero estúpido, si tal combinación podía darse. Al elaborar esa bella pero comprometedora victoria, Chambers se ponía en manos de los imponderables que acostumbraban a arruinar planes tan sublimes. En su caso, la herradura suelta había sido Janice Velasco. Gracias a ella, Webb disponía aún de una oportunidad para preservar algo más importante que la vida.

En Pekín fingiría encontrarse mal, cancelaría su encuentro en Zhongnanhai y se recluiría en la embajada. Una vez se consumara el ataque, Chambers y él establecerían un eterno vínculo de sangre. Cada uno pertenecería al otro y ambos a sus secretos comunes. Aún era pronto para pensar en las cláusulas de ese “contrato” pero, como todo convenio, debería satisfacer a las dos partes.

Al oír el aviso del capitán, Webb entregó la taza al camarero y se acomodó en su asiento, preguntándose si ya habrían encontrado el cuerpo de Kramer y por el alcance de la tormenta que se desencadenaría en Washington. La incredulidad y las especulaciones alcanzarían su clímax cuando se confirmara la desaparición de Velasco. La prensa y las fuerzas vivas de la ciudad competirían en disparates a la hora de relacionar los hechos. No le preocupaba el paso de la teniente por el Observatorio. La chica había tenido la prudencia de no revelar la causa de su visita, ni siquiera como argumento para que despertaran al vicepresidente, y el Servicio Secreto era ciego y mudo a todo lo que no concernía a su protección personal. Las visitas intempestivas, los encuentros subrepticios y las intrigas palaciegas rebotaban en ellos siempre y cuando nadie se acercara a su protegido con malas intenciones. Quizá fuera interrogado al ser una de las últimas personas en ver a Velasco pero, en tanto no apareciera su cadáver, no tenía razón para inquietarse. Y no aparecería.

Webb intentó relajarse cuando el Boeing comenzó a recorrer la pista. En realidad, lo peor de todo era que el asunto restaría protagonismo a su viaje, devolviéndole a su eterno según plano. Pero no se podía tener todo, ¿verdad?