La Casa Blanca
El presidente Steven Hanson se hallaba de pie ante los ventanales blindados del Despacho Oval, observando el panorama que ofrecían de los jardines y, más allá, del monumento a Washington. Cuántas veces había contemplado esa distancia a la inversa, cuando era un joven y animoso congresista recién llegado de Chicago y se imaginaba al Presidente en aquel mismo despacho, adoptando decisiones enfocadas a hacer de su país y del mundo un lugar mejor donde vivir. Mirando atrás, sólo sentía pena y una pizca de desprecio por aquel tonto ingenuo.
Ahora, sin embargo, se preguntaba si no estaría actuando igual de estúpidamente.
Había prometido poner fin a dos guerras en el contexto de la interminable batalla global contra el terrorismo y sentar las bases de una convivencia basada en el respeto mutuo. Una contradicción en sí misma que quedaba muy bien en los discursos y que los agotados ciudadanos querían creer, pero que resultaba irrealizable. El choque definitivo de civilizaciones parecía cada vez más próximo y los brotes de fuego se extendían por todo el planeta, amenazando con unirse en un descomunal incendio que nadie sabía cómo combatir.
Hanson se giró al interior. Era un hombre en la mitad de la cuarentena; alto, corpulento y de mirada franca y vivaz, transmitía una imagen más cercana a la de un ranchero que se regía por unas leyes tajantes pero sencillas, que a la de un profesional de la política, lleno de dobleces y triples lecturas, a pesar de sus años como congresista y gobernador. Un mérito o un engaño según a quien se le preguntara. El centro de mando de su rancho era un despacho pequeño en proporción a su fama e indiscutible condición de altar político, de santuario donde se iluminaban gran parte de las decisiones que hacían del mundo lo que era desde 1902.
Asimismo, su mobiliario y decoración no reflejaban ninguna suntuosidad: el antiguo escritorio de madera, las sillas coloniales, las estanterías talladas, los sofás tapizados, la alfombra azul con el emblema presidencial. No era un despacho imponente en sí mismo, pero Hanson sabía hasta qué punto afectaba aquella pequeña estancia a sus visitantes, el modo en que actuó sobre él mismo la primera vez que la pisó, mucho tiempo atrás. La atmósfera parecía poseer una cualidad electroestática que erizaba el vello de los brazos y hacía estremecerse la voz más serena.
Hanson tomó asiento en el sillón anatómico, hecho a su medida, y miró de reojo a los dos hombres y la mujer sentada al otro lado del escritorio, preguntándose qué habría experimentado ella al entrar, si albergaría la comprensible idea de que era una injusticia que no fuera su trasero el ocupante del sillón especial. Bueno, se dijo, eso es justamente lo que la hacía útil.
—¿Qué es ese asunto de dos aviones de última generación perdidos en el mar Arábigo? —preguntó de pronto Hanson.
—Un trágico accidente, señor presidente —respondió John Blunt, subdirector de la CIA. Blunt era un cincuentón de aspecto frágil y cargado de espaldas que, con sus anticuadas gafas de concha y chaleco bajo la chaqueta, se asemejaba más a un erudito en lenguas muertas que al subdirector de la Agencia Central de Inteligencia—. Un avión explotó en el aire, afectando a su compañero de ala que, al parecer, se precipitó al océano.
—¿Al parecer? —gruñó Hanson.
—Cabe la posibilidad de que alcanzara la costa de Yemen. Pero resulta improbable.
—Dios mío. Dos jóvenes muertos estúpidamente y decenas de millones de dólares convertidos en refugio para peces.
—Naturalmente se lleva a cabo una investigación.
—Naturalmente —repitió Hanson en tono mordaz—. Un accidente por lo demás muy inoportuno.
—Los accidentes se caracterizan por su inoportunidad —terció la senadora Rachel Chambers, permitiéndose una media sonrisa que, dadas las circunstancias, no resultara desconsiderada.
No le fue difícil. Chambers era de esa clase de políticos instintivos que acertaban siempre cuando se requería un gesto o una palabra apropiada. Podía llorar de alegría o sonreír tristemente con tanta facilidad como si activara un interruptor. Su distinción quedaba tan patente en una boda como en un entierro, y disponía de una extraordinaria facilidad para construir frases contundentes ante la prensa con las que zaherir a sus enemigos o halagar a los amigos.
Veterana en Washington tras una legislatura como congresista y dos como senadora representando a California, tenía la misma edad que Hanson, aunque la cuarentena le había servido para madurar el llamativo atractivo de su juventud. Se había deshecho de su melena castaña hacía mucho y ahora llevaba el pelo corto, lo que acentuaba aún más las suaves facciones su rostro ovalado y expandía el radio de acción de sus cautivadores ojos de color azul añil, profundos y cautivadores como un lago polinesio. No era un misterio para nadie que su objetivo era convertirse en presidenta de Estados Unidos y, de hecho, ya podría serlo. Sólo había fallado en un detalle: no saber elegir la casilla justa en el momento oportuno.
—Ya sabes a qué me refiero, Rachel —replicó Hanson, disimulando su fastidio ante el innato aire de superioridad de Chambers—. Ahora, un exceso de interés sobre la zona, resulta perjudicial.
—No creo que debamos preocuparnos por eso —señaló la senadora—. El asunto es secundario y ya han pasado varios días. La prensa tiene cosas más jugosas de las que ocuparse.
Por enésima vez en los últimos días, la visión de Hanson sobre su alianza con Chambers, basculó entre lo inteligente y demencial, como una plomada suspendida entre la vertical de dos puntos demasiado basculantes. Su apoyo podía ser esencial para obtener la reelección pero, a medida que se estrechaba su vínculo, se repetía con más frecuencia el temor de que algún día su conciencia le reprochara haber puesto las riendas del poder a su alcance.
—¿Leo? —continuó Hanson, levantando la vista hacia el segundo hombre, que contemplaba la escena desde cierta distancia, como una especie de notario de lo que acontecía, sin nada propio que decir.
Leonard Kramer, Consejero de Seguridad Nacional, era un vicealmirante en la reserva de figura enjuta y talante severo, más en forma que cualquiera de los presentes a pesar de acercarse a los sesenta. Había alcanzado su tercera estrella mucho tiempo después de comandar su último barco, el portaviones América, durante la primera guerra del Golfo. Desde entonces permanecía vinculado a los círculos de la seguridad nacional, sin importar el signo político de la Administración de turno. Experto en armamento nuclear, había participado en conferencias de desarme durante la posguerra fría y colaborado con asesores militares y civiles de tres presidentes. Hanson, consciente del mundo desbocado que heredaba y de sus propias limitaciones en ciertas materias, no dudó en convertirlo en su principal consejero en cuestiones internacionales.
Kramer se frotó su pronunciado mentón como si necesitara reflexionar sobre algo.
—Me preocupa la Orden Ejecutiva 11905 —dijo, haciendo girar automáticamente a Chambers y Blunt en sus asientos.
La Orden había sido firmada por el presidente Gerald Ford en 1976 y establecía que ningún empleado del Gobierno de Estados Unidos debía participar directamente o conspirar para cometer un asesinato político. Aunque la directiva no fue levantada por sus sucesores, había sido sometida a interpretaciones laxas, especialmente cuando, tras el 11 de septiembre, Bush firmó una ley autorizando a la CIA a utilizar cualquier medio para destruir a Bin Laden y Al Qaeda. Desde entonces, se interpretaba que la ley no estaba vigente en “tiempos de guerra” como los actuales, y que Estados Unidos tenía derecho a defenderse como fuera contra aquellos que pretendían atacarlos.
—Sí, ya sé que está sometida a muchas apreciaciones pero, en este caso, se trata de una violación directa de la prohibición —se adelantó Kramer a las inminentes protestas—. No estamos hablando de un terrorista escondido en las montañas, sino de los dirigentes de un país reconocido.
—Bahmani y, más aún, los que están por encima de él, son tan peligrosos como lo fue en su día Muammar al Gaddafi, y la directiva no impidió a Reagan intentar matarlo en 1986 con un bombardeo quirúrgico —apuntó Chambers—. El único lamento que se escuchó entonces fue que fallaran.
—Pero estamos hablando de cortar la cabeza de todo un régimen que se cree designado por el propio Alá —replicó Kramer—. Si fallamos, no inclinarán la cerviz y tienen a su disposición muchos más medios para vengarse que Gaddafi en aquel entonces. Sólo las informaciones de Kazemi nos separan de una posible escalada bélica que dejaría en escaramuzas las guerras de Irak y Afganistán. Si eso ocurre, les aseguró que alguien sacará a relucir que este Gobierno ha actuado de forma inconsciente e ilegal.
—Es usted demasiado alarmista, Leo —dijo Chambers permitiéndose esbozar una sonrisa—. El presidente no va a firmar ninguna orden de ejecución y nadie podrá demostrar quién patrocinó el “hipotético” ataque contra la cúpula iraní.
—Además, Irán tiene su propia aunque poco conocida oposición —intervino Blunt—. Los Muyahidines del Pueblo, que han cometido numerosos atentados contra el régimen de los ayatolás. Aunque comunicaron su renuncia a la violencia y fue borrada de las listas de organizaciones terroristas, será fácil desviar hacia ellos la autoría del ataque, tenga éxito o no. No queremos medallas sino librar de una vez al mundo de esos desquiciados y peligrosos personajes.
—¿Qué estimaciones hace la CIA sobre las consecuencias que tendría esa acción entre la población de Irán? —preguntó incómodo Hanson, cambiando la dirección de la conversación.
—Si creemos a Kazemi (y estamos metidos en esto porque así es), el ejército tomará el control y ya no lo devolverá a los ayatolás. El pueblo está harto de la presión clerical y lo demostró echándose a la calle tras algunas fraudulentas elecciones.
—¿Tiene el propio Kazemi el suficiente poder e influencia para convertirse en el próximo hombre fuerte de Irán? —preguntó Hanson.
—Lo dudo —terció Chambers—. Pero, sin duda, sí formaría parte de la junta militar que se conformaría después y, para nosotros, eso sería tanto como tener ojos y oídos dentro del nuevo régimen. Sea como fuere, habríamos “recuperado” Irán después del desastre de la Revolución Islámica de 1979.
—Estoy de acuerdo con la senadora —concedió Blunt—. De hecho, lo primero que haría la Junta sería “venderse” como una solución “moderna” al retórico medievalismo que gobierna Irán, y para ello buscarían respaldo internacional, incluido el nuestro que, por supuesto, obtendrían. E Irán volvería a colocarse del lado “correcto”.
—Bueno, no descorchemos todavía el champán —cortó Hanson—. Primero hemos de culminar Persépolis con éxito y librarnos de esos chiflados. Y eso, como señala el almirante, significa ejecutar un acto de guerra contra Irán. Debemos ser conscientes de ello antes de “comprometernos” a nada. Kazemi tendrá que explicar el cómo, quién y dónde de su método para andar al corriente de los movimientos de la cúpula iraní, y la CIA tendrá que determinar su fiabilidad y convencerme después a mí. ¿Me he expresado con claridad?
Blunt se removió en su asiento, buscando apoyo en la senadora, que permaneció impasible.
—Desde luego, señor —asintió finalmente.
—Un peligro previsto está medio abolido —citó Chambers con una engreída sonrisa—. Shakespeare.
Hanson forzó otra sonrisa. También a él se le ocurría una cita, de Thomas Jefferson, pero no creyó prudente pronunciarla: “Nadie abandona el cargo de presidente con el mismo prestigio que le llevó ahí”. Por contra, pensó que alguien debería hacerla grabar a las puertas de aquel maldito despacho.