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El F-35

 

 

 

Hong Kong. Un pequeño apéndice situado en la costa sur de la República Popular China al que daba nombre una isla de apenas ochenta kilómetros cuadrados y que comprendía, además, la península de Kowloon, en el continente, los Nuevos Territorios, que se adentraban hacia el interior, y más de 230 islas o islotes que, en conjunto, ocupaban una superficie de poco más de mil kilómetros cuadrados. Más de siete millones de personas se apiñaban principalmente entre la isla de Hong Kong y Kowloon, lo que la hacía una de los zonas más superpobladas del mundo.

Cuando los británicos la ocuparon en 1842, tras su victoria en la guerra del opio, era una pequeña y dispersa comunidad pesquera que no llegaba a los cuatro mil habitantes y era refugio de piratas y contrabandistas de opio. Ni siquiera los propios ingleses otorgaron entonces mucho valor a la cesión china, hasta el punto de que el ministro de asuntos exteriores de la época se declaró “mortificado y decepcionado” y cesó al representante de la Corona responsable de la anexión por su debilidad negociadora.

Algo más de siglo y medio después, aquella isla baldía, de nuevo en manos chinas, era por si sola era una potencia económica que superaba en producto interior bruto a países como Canadá y Dinamarca y su renta per cápita era la número veintiocho del mundo, más de cincuenta puestos por encima de la madre China.

Pero todo eso importaba un carajo a Iceberg, que se encontraba a cien kilómetros al sureste del archipiélago de Wanshan, un compendio de ciento cuatro islas situado al sur del estuario del río Perla y el propio Hong Kong. La mitad de la pantalla LCD mostraba ahora un mapa en alta resolución de la zona, del tráfico aéreo que registraba y de la misma posición del F-35 sobre el espacio. Dos aviones comerciales esperaban turno en las proximidades para aterrizar en el aeropuerto de Chek Lap Kok, construido sobre una plataforma artificial a partir de la isla del mismo nombre, y otro acababa de despegar en dirección al interior. La inquietud que le provocaban era apenas periférica. Su principal preocupación eran las tres bases aéreas más cercanas, una de ellas, la de Shek Kong, situada en los Nuevos Territorios, la parte continental de Hong Kong, Mientras, su atención ya había derivado hacia el sensor electro-óptico para la detección y adquisición de blancos.

 

 

 

 

El dispositivo de noventa kilos con la forma de un descomunal diamante encajado bajo el morro del avión, se valía de sus sensores y cámaras de televisión para ofrecer imágenes infrarrojas de objetivos a grandes distancias y señalarlos con precisión, ya se encontraran en el aire o en tierra. Podía marcar un blanco mediante láser o captar el haz de otro para usarlo como guía de sus bombas y misiles.

Y de esta última función dependía el éxito final de su periplo. O, más exactamente, de que hubiera algo que captar, de que alguien, allá abajo, estuviera “pintando” el objetivo.

Durante medio minuto su corazón pareció contraerse en una larga sístole que lo convirtió en un puño. Luego, un parpadeó en la pantalla y el visor del casco lo liberaron y golpeó sus costillas como un carnero. El sensor detectó el haz láser cuando se encontraba a cincuenta kilómetros de distancia, liberándole de su penúltimo temor.

Aunque eso no significaba que pudiera lanzar ya la bomba, cuya cabeza rastreadora tenía un menor alcance. La ansiedad y la incertidumbre que había mantenido a raya durante lo más riguroso y exigente del viaje, consiguieron de pronto abrirse un hueco en el agotado blindaje psíquico, y un hormigueo comenzó a extenderse por sus manos, amenazando con dejarlas insensibles.

Sólo un par de minutos más, se dijo, flexionando los dedos.

Fue entonces cuando, antes de que transcurrieran esos ciento veinte segundos, abrió la compuerta de la bodega de armas, alterando ligeramente la geometría furtiva del avión.

 

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Misil antiaéreo Hongqi-2

 

A ciento treinta y cinco kilómetros al noroeste de Hong Kong, se encontraba la base aérea de Shadi, importante para la protección de la antigua colonia británica y de la ciudad de Guangzhou, capital de la provincia de Guangdong. Además de un escuadrón de cazas J8-2, disponía de una importante red de defensa aérea que incluía un batallón de misiles Hongqi-2B, seis lanzadores que se repartían un total de dieciocho. Aunque los orígenes del HQ-2 se remontaban a los años sesenta, las sucesivas mejoras a que había sido sometido, lo convertían todavía en la principal arma antiaérea de la República Popular y más diez mil misiles, en sus distintas versiones, permanecían desplegados alrededor de ciudades y objetivos estratégicos.

El momento de mayor vulnerabilidad de los aviones invisibles era justamente cuando se disponían a lanzar sus bombas y misiles, ya que debían abrir las compuertas de sus bodegas de armas, lo que aumentaba la llamada “sección de cruce de radar”, la superficie expuesta al radar. El riesgo era habitualmente muy leve, ya que solían disparar desde muy larga distancia y las puertas volvían cerrarse con rapidez, con lo que recuperaban su capacidad furtiva completa antes de ser “enganchados” y verse seriamente amenazados.

Pero Iceberg no podía lanzar desde muy lejos, y su error incrementó exponencialmente el peligro. La distancia a Shadi era relativamente corta para los modernos radares de alerta temprana de la base, cuyas ondas de radio se reflejaron en un objeto que no debía estar allí. Sólo llevó unos segundos realizar el protocolo de actuación y verificar que se trataba de un elemento hostil, probablemente un avión invisible. Sólo había un país en el mundo que dispusiera de esa clase de aparatos, de modo que a los operadores de la batería no les tembló el pulso en el momento de disparar.

Dos HQ-2B, afilados dardos de diez metros de longitud y dos toneladas de peso, salieron disparados de sus railes a mil doscientos metros por segundo.

 

 

Washington

—¿Encargo? —Lauren movió la cabeza con ojos desorbitados—. ¿De qué está hablando? Acaba de decir que la operación ha fracasado, que Mick nos ha traicionado.

—El cambio de ruta —dijo Jiang sujetando el móvil como si de pronto se le hubiera ocurrido que podía hacer detonar una bomba colocada en aquella misma habitación—. Su hermano no se ha dado simplemente la vuelta, sino que se dirige a otro objetivo. Le han doblado nuestra oferta para ejecutar una sentencia dictada por Ren. Los tiempos han cambiado y ni siquiera China puede permitirse un juicio espectáculo por actividades contrarrevolucionarias, y menos contra los jefes militares de la RPCh. Así que esa Paveway hará las veces de una ejecución sumaria en una celda subterránea, ¿me equivoco, Zao? Y servirá de ejemplo a los demás. Por mucho que me pese, debo admitir que se trata de una jugada maestra. Brillante incluso, pero no menos peligrosa que atacar Zhognanhai sin apoyo. Las defensas aéreas del sur de China son igualmente impenetrables. Nunca podrá llegar a Hong Kong. Vamos, dígale a su novia que ha enviado a su hermano a una muerte segura.

 

 

Hong Kong

La alerta de misil actuó como un taladro en el cerebro de Iceberg, que se encontraba entre las islas de Lama y Lantau, con la de Hong Kong Kong un poco más adelante y a la derecha. Buscó aturdido el origen de la señal y fue informado al instante de la inminencia de su muerte, que se abalanzaba sobre él a cuatro veces la velocidad del sonido. No perdió tiempo en preguntarse por qué o de dónde procedía. La única alternativa posible que vislumbró durante la fracción de segundo que se permitió para planear su supervivencia fue ejecutar una maniobra evasiva que, casi con seguridad, conllevaría abortar la operación.

¡La Gran Puta! La cabeza buscadora de la Paveway aún no daba señales haber adquirido vida propia. La idea de fracasar después de su odisea, a sólo unos metros de completarla, le enfureció hasta el extremo de solaparse con la visión de sí mismo a punto de convertirse en partículas sobre el sur China, la frustración comiéndole espacio al terror primario por su cercana y brutal extinción.

En un impulso casi suicida, expulsó al exterior dos señuelos antirradar y aumentó la potencia al máximo, superando los 1.234 km/h., provocando una explosión sónica al alcanzar y superar la velocidad Mach. Una nube de vapor de agua se formó a su cola como consecuencia de la onda de choque mientras el F-35 se precipitaba a su velocidad máxima de 2.205 km/h., conservando una mínima ventaja sobre los HQ-2. El primero de ellos se dejó engañar por el señuelo y detonó sin causar daño, pero tan próximo que iluminó el caza y lo sacudió brevemente.

Un pobre consuelo. El segundo HQ-2 continuó imperturbable hacia su apetitosa presa. Le quedaban siete segundos para decidir en términos absolutos si quería seguir viviendo o morir. Y el instinto de supervivencia tomó el control de forma autónoma. Soltó los mandos, agarró la anilla situada entre sus piernas y tiró de ella… al mismo tiempo que apareció un aviso en la pantalla y el visor.

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Los cohetes explosivos acoplados bajo el asiento detonaron, haciendo que la cabina se desprendiera e impulsando el asiento fuera del habitáculo. El proceso duraba 0.45 segundos. Fue el tiempo de que Iceberg dispuso para alargar la mano hacia el joystick y pulsar el botón de lanzamiento ante de proyectarse al exterior con una aceleración de 13 G.

 

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La GBU-10 Paveway II cayó de su soporte arrastrada por la gravedad y la inercia dentro de la “canasta” que delimitaba el radio de acción de su cabeza rastreadora. Básicamente, se trataba de una simple bomba de hierro de caída libre Mark 84 de una tonelada, a la que un sistema de guía y buscador láser convertía en “inteligente”. Este, montado en el afilado morro, comenzó a bascular en cuanto la corriente de aire pasó por el anillo en que se sujetaba, alineándolo hacia la fuente energética y activando un microchip que puso en marcha el sistema de guía, sintonizado en la misma longitud de onda de 1.064 nanómetros en que operaba el señalizador de blancos terrestre GLTD II situado en tierra y utilizado por un cómplice que nunca conocería. El aparato, una especie de telescopio rectangular montado sobre un trípode, proyectaba un haz de láser tipo Nd-YAG, común en cirugía oftalmológica, estética y procesos industriales, que gobernó las acciones de la Paveway como un maestro titiritero.

La bomba, de tres metros de largo y mil kilos, acomodó sus doce aletas de dirección, ocho atrás y cuatro delante, de acuerdo a la corriente de aire e inició su largo planeo de quince mil metros hacia la marca sobre la que debía “suicidarse”.

Aunque la onda expansiva del HQ-2 la zarandeó un poco, su hocico recuperó el rastro y las aletas la devolvieron a su curso de interceptación.

 

 

La cabeza de combate de ciento noventa kilos de alto explosivo del Hongqi detonó junto a la tobera del F-35, despedazando el avión y provocando un destello anaranjado al sur de la isla de Hong Kong. Iceberg permaneció sujeto al asiento hasta que el paracaídas estabilizador frenó las brutales fuerzas aerodinámicas que lo sacudían, permitiendo la apertura del principal. Al abrirse este, los atalajes del asiento quedaron desbloqueados y cayó, desplegando el equipo de supervivencia alojado en su base. Un pequeño bote salvavidas quedó colgando al extremo de una cuerda de seguridad, unos metros por debajo.

Se quitó la máscara de oxígeno y contempló los restos humeantes del F-35 despeñarse en espiral hasta el mar. La optimista idea original era amerizar un poco más al sur y hundirlo, pero ahora Iceberg consideró justo no condenar a la formidable máquina a convertirse en hogar de algas y crustáceos para, en cambio, proporcionarle un digno y espectacular entierro vikingo.

Se orientó y miró hacia el noreste, en busca del norte de la isla. Desde su altura, todavía a cinco mil metros, percibió en toda su magnificencia la centelleante cascada de luz que emanaba de los rascacielos que se arracimaban en el Distrito Central, ganado al mar, donde destacaban los 415 metros de acero y vidrio del Two Internacional Financial Centre, noventa pisos que se alzaban al borde mismo de Victoria Harbor. Iceberg desplazó su atención hacia el sur, la zona menos congestionada de las faldas del Pico Victoria, apenas un montículo de 552 metros, salpicadas de mansiones de lujo.