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Nápoles

Iceberg abrió los ojos a un techo mugriento y desconchado, un extraordinario mural para la imaginación. Las manchas adquirieron vida rápidamente, cobrando formas caprichosas que desfilaban sobre él como barcos de vapor, bisontes al galope o rostros anónimos que, con independencia del parecido, afluían con el único objeto de recordarle a Gizmo y la chica, como si su relación con ellos hubiera sido tan intensa que difuminara al resto de la humanidad, como si los tres hubieran compartido una isla desierta durante años y, finalmente, los hubiera devorado.

Un techo manchado como aquel, una habitación lúgubre e impersonal como aquella, a pocas manzanas de allí mismo, fue el escenario del principio…, o quizá del fin.

Aquel día respingó en la cama con la acuciante sensación de que algo terrible había ocurrido mientras dormía. La oleada de angustia que le golpeó al notar el tirón en su muñeca izquierda confirmó lo “esperado”.

Miró a su derecha al tiempo que alargaba la mano y vio y tocó el cuerpo ya frío de la chica que yacía junto a él. Tenía los ojos cerrados como si durmiera apaciblemente, pero su rostro aniñado, reminiscencia de una reciente adolescencia, aparecía congelado en una expresión blanca, etérea.

Iceberg sintió que su corazón se contraía en una brutal sístole, y se volvió en busca del metal que tintineaba en su muñeca izquierda. Su mirada vidriosa, empañada como el cristal de una habitación helada, se detuvo sin embargo a medio camino, detectando la presencia que aguardaba con aterradora tranquilidad cerca de la cama, como si velara la cabecera de un enfermo.

—Ah, por fin se ha despertado, señor Piloto —dijo el hombre sin moverse de la silla, las piernas cruzadas, las manos entrelazadas sobre una rodilla en una actitud casi indolente—. Temía haberme pasado con el éter.

Iceberg cerró con fuerza los párpados, intentando arrancar de su mente la parálisis aunque sin saber hacia dónde enfocarla. Le habían hablado de aquel hombre (un elemento importante de la operación) y de la forma en que le “conocería”, y eso condicionaba peligrosamente la naturaleza de su reacción, que no pasaba tanto por el pánico como por la ira. Mientras canalizaba el torrente de imprecisas reacciones, comprendió que, lejos de necesitar una reacción, su mente se hallaría a salvo en aquel colchón aislante que le haría aparecer a los ojos de Kennedy como un conejo deslumbrado por los faros de un coche.

—Cuidado con la muñeca —prosiguió el hombre en tono monocorde, casi académico—. Si le he inmovilizado ha sido con el único propósito de evitar enojosos preámbulos que, sin duda, desembocarían en un mal mayor. Usted hubiera saltado de la cama, yo tendría que retenerle, en fin… Esto nos evitará pasar por todo eso y nos permitirá ir directos al grano. A saber: yo hablo y usted escucha.

Kennedy abandonó la silla y se movió despacio hasta el pie de la cama. Debía pasar de los cuarenta pero tenía un rostro juvenil, de agradables facciones. Llevaba el pelo rubio muy corto, casi rapado, como la pelusa de una pelota de tenis. Vestía unos vaqueros y un polo de manga larga de color claro que acentuaba el bronceado de su piel. Ofrecía, en conjunto, el aspecto de un atractivo instructor de esquí cargado de vitalidad y conquistas. Iceberg intentó humedecerse los labios y murmurar algo, pero ni siquiera los notó; luego encontró su lengua hinchada y muerta.

—Sólo es un poco de novocaína inyectada en determinados puntos de su garganta y lengua —informó tranquilamente el hombre—. El efecto desaparecerá en unas horas, como si hubiera ido al dentista. Como he dicho, usted sólo debe escucharme y esto garantiza de nuevo un perfecto aprovechamiento del tiempo de que disponemos. Podría haberle amordazado, desde luego, pero, ¿por qué desperdiciar los lujos cuando uno puede pagarlos?

Kennedy esbozó una inexpresiva sonrisa que entraba en colisión con sus amables facciones, y se desplazó hacia el lado opuesto de la cama. Iceberg le siguió con la mirada pero evitó a la chica.

—Puede llamarme señor Kennedy. O, para ser más exacto, puedo pensar en mí como “señor Kennedy”. Se trata de mi verdadero nombre, de modo que espero que valore este rasgo de sinceridad. Por el contrario, lo crea o no, ignoro el suyo, así que me he permitido inventar un apodo para usted. Admito que no es muy original, pero resulta descriptivo lo que, en origen, era el objetivo de los nombres.

Kennedy cogió un mechón del negro cabello de la chica para acariciarlo entre sus dedos con un aire que en otra persona se consideraría de pesar. Iceberg se percató entonces de los guantes de látex que, como una película transparente, aislaban sus manos. La inesperada visión hizo erizarse el vello de su cerviz.

—Una desgraciada pérdida —continuó Kennedy, sonando de nuevo sincero—. Pero los huesos de los más jóvenes e inocentes constituyen los mejores cimientos… Lo siento, eso ha sonado demasiado pedante. Bueno, señor Piloto, esto es lo que sucede: Es usted víctima de un chantaje.

Iceberg sabía lo que estaba oyendo, pero no comprendió las palabras hasta que rebotaron en su cerebro, tan apelmazado e insensible como su lengua. Continuó con la mirada fija en las enguantadas manos hasta que desaparecieron en la espalda de su dueño.

—La chica ha muerto a causa de un ataque cardíaco provocado por inhalación de ácido prúsico —siguió Kennedy en un tono casi didáctico, tomando de nuevo asiento en la silla—. Ese gas, cuando se evapora, no deja indicios de su presencia, y el forense tampoco ampliará la búsqueda cuando encuentre restos de cocaína y nitrato de amonio. Este último es un estimulante vasodilatador que, unido a la coca, provoca un efecto explosivo, como follar en una montaña rusa —Kennedy hizo una pausa, como si comprendiera la dificultad de su preso para digerir sus palabras; después añadió—: La intención es acusarle a usted de inducir a esta joven a consumir esas sustancias, un detalle que un fiscal podría interpretar como homicidio involuntario. Tenemos el cadáver, las drogas y tres testigos que le señalaran sin vacilar: el sujeto que le proporcionó la coca y el nitrato, un cliente del bar en el que intimaron y el recepcionista de este hotelucho.

Iceberg recordó haber experimentado una profunda angustia cuando la chica le abordó y supo que se trataba del cebo, que esa noche moriría si él no la rechazaba, como solía hacer en la mayoría de los locales portuarios donde revoloteaban las prostitutas en busca de los dólares de la Sexta Flota. No tanto por escrúpulos como por desidia. Era un hombre poco activo sexualmente y recordaba sus experiencias alquiladas nada gratificantes dentro de la sordidez general. Ese día, sin embargo, se había comprometido a aceptar y embarcarse en una aventura mientras fingía dejarse arrastrar a otra.

Kennedy, sin duda avisado también de lo complicado que resultaba congeniar con él, se había esmerado con la elección de la chica. Era muy joven y de aire tímido; no iba vestida ni maquillada como una putilla y hablaba el suficiente inglés para desarrollar una conversación. No tardó en explicarle que no era exactamente una profesional, sino que lo hacía para pagarse los estudios de arquitectura. La certeza de que mentía no hizo que Iceberg lo lamentara menos mientras se dejaba llevar al cuartucho. En ese momento, conectó el piloto automático y sólo fue consciente a medias del contacto de los cuerpos desnudos, de los esfuerzos de su miembro y del ligero hormigueo de su espina dorsal. Después de vaciarse, se tumbó a su lado y simuló dormirse.

La oyó perfectamente salir de la habitación al encuentro de su muerte, pero no se movió ni abrió los ojos. Por el contrario, no percibió el más leve murmullo que anunciara la presencia de Kennedy, y sólo supo de él cuando olió el éter una fracción de segundo antes de que el paño se aplastara contra su cara. Lejos de resistirse, Iceberg inspiró hondo y se sumergió en su nueva vida.

—Naturalmente ahora está preguntándose: ¿Quién es este chiflado y qué quiere? Bueno, cada cosa a su tiempo. De momento, lo más urgente es que comprenda que su futuro está en mis manos. Si incumple las reglas, terminará en una cárcel italiana, señor Piloto. Y no será agradable cuando se conozca la historia: un militar yanqui provoca la muerte de una joven napolitana.

Iceberg miraba ahora directamente a Kennedy y, a pesar de sus sentidos acolchados, advirtió la enfermiza expresión de naturalidad que lo convertía casi en un ciborg, en algo no humano imitando a un hombre, y sintió encogerse sus testículos debajo de la sábana.

—Ya sabe lo que son esas cosas. El escándalo llegará al parlamento italiano, el gobierno enviará un comunicado de protesta a la embajada americana, el departamento de Estado lamentará el suceso, pedirá que todo el peso de la ley recaiga sobre quien ha deshonrado a su país, y bla, bla, bla. Pasará usted una larga temporada comiendo pasta. Aprenderá incluso a explicar en italiano una absurda historia acerca de una conspiración y un sujeto que decía llamarse Kennedy.

El hombre hizo otra pausa, dándole tiempo para racionalizar la información y archivarla. Pero Iceberg no estaba pensando en ello, sino en el sentido común de quienes habían implicado a aquel psicópata en la operación. Esposado, indefenso y desnudo ante él, acababa de alumbrar la certeza de que mataría a Kennedy si se le ofrecía la oportunidad, y que lo haría no sólo porque debía sino para darse una pequeña satisfacción en un mundo sombrío. En ese mismo momento deslizó el pensamiento hasta el sustrato más profundo de su mente en recuperación.

—¿Me oye, señor Piloto, o está demasiado concentrado en no orinarse? —inquirió entonces Kennedy—. Me han hablado muy bien de usted. Sería una gran decepción descubrir que no era más que propaganda.

Iceberg creyó necesario realizar un gesto de asentimiento, que Kennedy interpretó positivamente antes de continuar hablando.

—Bien. ¿Cómo evitar esas funestas expectativas? Muy sencillo. Sólo debe actuar como si nada hubiese sucedido, volviendo a su buque y reintegrándose a sus actividades cotidianas. Yo me encargaré de la chica y de borrar todos los rastros del incidente. Nadie la encontrará a menos que, después de todo, no sea usted ese muchacho tan listo que me describieron. Si anda por la izquierda cuando debe hacerlo por la derecha, o habla con X cuando debe hacerlo con Y, lo sabré y, lamentando el tiempo perdido, haré efectiva la amenaza. No espere que por hallarse en alta mar a bordo de un buque americano su destino será diferente. Si elude a la justicia italiana, el escándalo será todavía mayor y el departamento de Estado se verá obligado a forzar su encierro en una prisión militar…Capisce, signore Piloto?

Kennedy se incorporó y le miró quedamente, como invitándole a tomar una decisión con libertad. Luego se metió las manos enguantadas en los bolsillos de la chaqueta y extrajo una llave y una Beretta 92F provista de silenciador.

—No se preocupe por la forma en que debe pagar la… “deuda” —añadió lanzándole la llave—. Llegado el momento, alguien se le acercará con la factura. El arma es por si resulta usted más estúpido que la más pesimista de mis predicciones —Tiró de la corredera y le apuntó directamente a la cara—. Deme cinco minutos; luego libérese y vuelva a su barco. Para entonces, el efecto de la novocaína se habrá disipado. No se inquiete por lo que deje atrás. Yo me ocuparé de todo, siempre y cuando usted cumpla su parte. No voy a pedirle su palabra de caballero ni nada por el estilo. Ya es mayorcito para saber lo que le conviene y si actúa como un idiota es que es un idiota y, por tanto, quienes pensaron en usted se equivocaron. Cinco minutos —repitió señalando con el arma el cronógrafo Blancpain de Iceberg que había quedado sobre la mesita.

Luego se dirigió a la puerta y desapareció sin dedicarle una última mirada de advertencia. Cerró a su espalda e Iceberg quedó en compañía de un cadáver. A pesar de eso, esbozó una sonrisa con sus labios insensibles.

 

 

Ahora consultó aquel mismo reloj y encendió un cigarrillo. No estaba nervioso pero si impaciente por acabar con los “trámites” que le habían devuelto a Nápoles por delante del Wasp. Llevaba diez días encerrado en aquel piso. Había llegado vía Ankara y Roma después de que Kennedy le condujera sin problemas al aeropuerto de Mascate y nadie pusiera objeciones a su flamante nueva identidad.

Aquel loco le había entregado también la llave de un piso de Nápoles, cuya dirección memorizó. A esas alturas, no se molestó en prevenirle contra la tentación de “traicionar” a la Dirección, como él llamaba de forma genérica a las personas para quienes trabajaba. Ya formaba parte del entramado casi en la misma proporción que Kennedy, su inocencia podrida desde que abandonó a la chica en la habitación y marchó directamente al Wasp. Ahora, además, era tan culpable de la muerte de Gizmo como si le hubiera hecho tragar una granada. Lo que Kennedy y la Dirección ignoraban era que otras frondosas ramas habían crecido del tronco principal y que era allí donde él anidaba.

Casi lamentaba tener que matar a Kennedy sin darle tiempo a comprender quién era realmente la víctima. Casi.

El piso se encontraba en Spaccanapoli, el barrio antiguo de Nápoles, próximo al puerto. Formaba parte de un edificio que amenazaba con derrumbarse y estaba habitado por los más miserables de una ciudad donde éstos no escaseaban y que no se preocupaban por los vecinos. Aun así, Iceberg evitó ser visto al acceder a él. Disponía de ducha, una cama plegable, cocina de butano, horno microondas y una nevera repleta de comida congelada, fruta y bebida, incluida una prudente cantidad de cerveza. El tabaco en cambio era abundante, así como el material de lectura, que incluía revistas porno. El guardarropa consistía en tres juegos de ropa interior, un par de chándales y un traje con sus complementos para la hora del retorno a Omán. Para ese momento también le esperaban una bolsa de viaje y una maleta de ejecutivo atestada de prospecciones del mercado petroquímico. La Dirección no había creído sin embargo conveniente dotarle de radio ni televisión, ni, por supuesto, de un móvil o ninguna conexión a internet, considerando necesario, o prudente, mantenerle al margen de los que sucedía en el mundo exterior.

No obstante, de hallarse verdaderamente ávido de noticias, podría haber salido en busca de algún periódico, pero lo cierto era que tampoco sentía curiosidad por ese lado. Tenía una fecha en el horizonte para su cita y prefería limitarse a pasar el tiempo, obviando aquello sobre lo que no podía influir.

Pero la fecha era hoy y, desde las cinco de la tarde se movía arriba y abajo, barajando la peligrosa idea de acudir en persona al puerto para comprobar si el Wasp había atracado el día anterior, tal como estaba previsto.

Los golpecitos en la puerta hicieron brincar su corazón. Se quedó inmóvil y a la escucha en el centro de la estancia principal, ocupada sólo por una vieja mesa y un desvencijado sofá. Llamaron de nuevo pero no se movió hasta que oyó el sonido de una llave en la cerradura.

—¿Ryder?

—Estoy aquí —se oyó decir absurdamente, notándose la voz ronca y extraña después de diez días en silencio.

—¿Cómo estás, muchacho? —saludó el capitán Nicholas Ford, sonriendo como un tío dadivoso ante su sobrino favorito.