El hombre que Webb le había presentado como Harvey Johnson, agente del Servicio Secreto, conducía su Honda por la autopista I-95 con tanta familiaridad como ella misma. Se trataba de un individuo entrado en los cuarenta pero cuya edad resultaba difícil de adivinar. Era un negro bien parecido, de constitución atlética y expresión serena, casi inmutable, que saludó a Velasco con un gesto de cabeza en el salón del vicepresidente. Ya había recibido sus instrucciones y, por su expresión, no podía determinarse cómo le sentaba el cambio de planes, ni cómo contemplaba la perspectiva de pasar un fin de semana encerrado en una casa con aquella mujer desconocida.
Antes de despedirse, Webb le repitió que dedicara esos días a reponerse del shock y repasar los acontecimientos en busca de detalles que en su momento pudieran haberle pasado desapercibidos. La necesitaba en plena forma para dentro de setenta y dos horas. No debía preocuparse por nada; la casa estaba siempre aprovisionada y Johnson iría a su apartamento a recoger ropa y otros efectos personales. Después la tomó de las dos manos y murmuró algo sobre una nación a salvo mientras hubiera personas como ella.
El agente la acompañó al exterior a través de una salida discreta y ya junto al Honda, le pidió las llaves. Él conduciría. Les esperaba casi una hora de viaje y le ofreció hacerlo en la parte de atrás, donde podría intentar relajarse. Velasco se negó instintivamente, molesta de pronto consigo misma por su imagen de jovencita desvalida y asustada. Ocupó el asiento delantero, explicó a Johnson algunas particularidades del coche, que él no pareció necesitar, y se pusieron en marcha.
El hombre sólo habló para pedirle el arma, sin mencionar nada más. Velasco se preguntó dónde habría marcado Webb los límites de su confianza en Johnson, pero enseguida obvió la cuestión. El agente no tenía la misión de sonsacarle nada, sino de protegerla, y si se interesaba por la Beretta era porque sabía lo suficiente para considerar importante el detalle. La teniente sacó la pistola de debajo del asiento. No se había librado de ella por la sencilla razón de que no pensaba ocultar el crimen. Sin apartar la vista de la carretera, Johnson la recogió con una mano y se la echó al bolsillo de la chaqueta.
Cuando salieron a la autopista ya había amanecido, y la claridad matinal pareció afectarle en los ojos como un puñado de arena. Los cerró y apoyó la cabeza en el respaldo, dispuesta a ignorar a Johnson en la medida de lo posible; al fin y al cabo todo el mundo actuaba así con los agentes del Servicio Secreto.
Su destino era Fredericksburg, una población situada a noventa kilómetros al sur de la capital. Allí, Webb tenía una casa a orillas del río Rappahannock, donde practicaba vela. A medida que transcurrían los minutos, más atraía a Velasco la idea de ese retiro. Se sentía exhausta y exprimida, como si todas las dudas y temores que la habían asaltado desde el momento que el almirante le pidió que vigilara a Chambers, se hubieran concentrado en una píldora somnífera que atacaba sus terminales nerviosas. De no haber acudido a Webb, en esos momentos estaría rodeada por una docena de inquisidores, amenazándola con los pozos del infierno e ignorando la prioridad máxima: detener a Ryder.
Al margen de su actitud hacia ella, el vicepresidente había enfrentado la situación con decisión y coraje personal, sin ceder al pánico, demostrando ser algo más que el bobo útil por el que todo el mundo le tomaba. La idea de detener a Ryder en Bishkek era brillante. Contenían el peligro de raíz sin cancelar el viaje a Pekín ni recurrir a los susceptibles árabes. Que Ryder contara con los rusos para conseguir combustible los convertía en parte implicada y colaborarían con la discreción que requería el caso. Una vez tuvieran al piloto, sería más fácil desenredar el endiablado ovillo, especialmente el nudo que correspondía al almirante Kramer.
Sobre las seis de la mañana llegaron a Fredericksburg. Aunque evitaron el centro, Velasco conocía aquel pedazo de la cercana infancia de Estados Unidos, donde George Washington pasó también parte de la suya. Había visitado los numerosos edificios históricos, incluidas las casas de la madre y la esposa del padre de la patria, recorrido las calles que llevaban los nombres de la familia real inglesa de la época colonial y la zona de Sunken Road, donde las fuerzas del general Lee rechazaron un ataque de la Unión que se cobró la vida de diecisiete mil soldados de ambos bandos, cuyos restos yacían en cementerios separados y vecinos.
Velasco se removió incómoda en el asiento, como si acabara de entrar en una catedral gótica llevando un libro de ritos satánicos bajo el brazo.
—¿Ha estado en la casa antes? —se oyó decir bruscamente, hablando por primera vez en mucho rato.
—Desde luego —admitió Johnson—. Aunque no desde que el señor Webb es vicepresidente.
—¿Quiere decir que le acompañó cuando era senador? —se extrañó Velasco, desperezando su mente.
—Claro que no. Usted sabe que los senadores no reciben protección del Servicio Secreto. Me adscribieron a él cuando fue designado para acompañar la candidatura de Hanson. No parecía gustarle mucho venir aquí, y aún menos la vela, que sí entusiasma a su esposa.
Velasco frunció el ceño, asombrada por la pequeña licencia del agente, probablemente contrariado por los planes que Webb había fijado para él. Para ambos.
Déjeme pensar por los dos, había dicho con firmeza, seguro de sí mismo.
Velasco se removió de nuevo en el asiento, esta vez a causa de una desazón más inconsciente pero igualmente intensa. Sin ninguna razón aparente, la agradable sensación de abandono que había experimentado hasta hacía sólo un momento, se evaporó por completo.
Pronto alcanzaron una zona residencial donde se alzaban hermosas casas de madera, de dos plantas y tejado voladizo.
—Ya estamos cerca —anunció Johnson—. A estas horas no se ve un alma, de modo que estamos a salvo de ojos curiosos. En cuanto se instale, volveré a recoger lo que necesite.
—Bien —murmuró Velasco, aunque sólo le oyó a medias.
Su mente se había pegado como un papel matamoscas a la resuelta imagen de Webb. Demasiado resuelta en realidad… Detendremos a Ryder en Bishkek, pero actuaremos contra Chambers a mi vuelta… Aún no había hablado con el presidente. ¿Cómo estaba tan seguro de que él aprobaría sus medidas en un caso tan grave? Las opiniones del VP apenas tenían peso…
No va a decírselo, pensó de pronto, consciente sin embargo de lo ridículo de la sospecha.
Johnson detuvo el Honda ante la parte trasera de una casa, abrió la verja utilizando un mando desde el coche y se adentraron en un camino de piedra, a través de un jardín algo descuidado, enfilando hacia el garaje.
Descubrir no es sinónimo de conjurar, le había dicho a Kramer. Quizá no fuera exacto. A Webb le bastaba con cambiar el lugar de sus encuentros y alejarse de Zhonghanhai aduciendo cualquier excusa para ponerse a salvo.
Dios, ¿qué chifladura estás construyendo? ¿Crees que al VP puede interesarle el ataque? Porque en ese caso te hace falta de veras el descanso.
Johnson accedió al garaje con el mismo mando, introdujo el Honda en su interior y volvió a cerrar. Velasco agradeció la oscuridad casi total y el profundo silencio que siguió cuando el agente apagó el motor y se apeó. Al hombre le esperaba todavía un buen paseo. Había sido estúpido no pasar primero por su apartamento de la Calle Q. Johnson abrió la puerta y le ofreció una mano para ayudarla a salir, como si fuera una ancianita. Velasco la aceptó; al instante, su contacto la estremeció como una descarga de electricidad y su mente ejecutó una última cabriola.
Una mina de presión, pensó, convencida de la inminencia de su muerte. Maldita idiota…
Cuando la chica sacó la cabeza del coche, Johnson ya empuñaba la Beretta en su mano izquierda. Con un suave y fluido movimiento, la extrajo del bolsillo buscando la espalda de la mujer, apoyó el cañón en su nuca y disparó.
La joven murió sin saber siquiera qué había ocurrido. El ruido fue prácticamente imperceptible; la Beretta no era un arma escandalosa, y el cráneo había actuado de silenciador natural. Johnson se apercibió de que todavía sujetaba su mano y se soltó con cuidado, evitando mirar su cara como si eso pudiera ayudarle a olvidarla antes. Devolvió la Beretta al bolsillo, encendió la luz del garaje y luego procedió a registrar el cadáver, requisando la cartera y todos los objetos personales; luego lo cubrió con una lona que encontró en un rincón.
Después encendió un cigarrillo, notando cómo le temblaban las manos. Llevaba quince años preparándose para algo así, pero su ánimo no parecía agradecerlo. Naturalmente no se llamaba Johnson ni pertenecía al equipo del Servicio Secreto del vicepresidente, aunque velaba por él desde mucho antes de que soñara siquiera con el cargo. Había sido el guardaespaldas de Paul Webb desde el día que salió por primera vez a las calles de Boston en busca de votos, cuando ambos eran unos treintañeros. Webb padre, un destacado miembro de la “aristocracia” norteamericana, lo había seleccionado en persona para que protegiera a su único hijo de los lunáticos que circulaban más allá de su círculo protector, sacándolo de una comisaría de los suburbios, donde se pudría en tareas administrativas.
Nunca necesitó preguntar qué lo convertía en un candidato perfecto. Los Webb no sólo le ofrecieron un empleo, sino la oportunidad de escapar de una vida cuyas perspectivas se diseminaban a sus pies como los fragmentos de una bombilla. La muerte accidental de una niña durante una refriega policial lo había arrancado de las calles. Aunque la investigación le eximió de responsabilidad, se vio recluido en una oficina, seguro de que su carrera en el Cuerpo estaba marcada para siempre y su futuro se había estancado. Pero no era fácil para alguien con familia y que sólo sabía ser policía, plantearse un nuevo comienzo. Ni siquiera como agente de seguridad privada; lo único destacable en su currículum era que había matado a una niña de once años, aunque fuera accidentalmente.
No obstante, estaba seguro de que era ese “detalle” lo que atrajo el interés de los Webb. No buscaban a un simple empleado eficiente, sino a alguien cuya fidelidad quedara avalada por una deuda que no se satisfacía con dinero. Aceptó el ofrecimiento consciente de ello y, durante quince años, disfrutó de una buena vida, mucho más sencilla y mejor pagada que en la policía, aunque sin permitirse creer que el paso del tiempo diluía su cuenta pendiente.
El momento había llegado por fin esa madrugada. Ni por un instante se le ocurrió eludir su compromiso tácito. Muy al contrario, desde aquel lejano día en que le acompañó a su primer mitin, su vínculo con Paul Webb había desarrollado una cualidad personal, convirtiendo sus carreras y sus vidas en líneas paralelas. Aunque ignoraba el alcance de la operación en que estaba metido, si comprendía una cosa: se trataba de defensa propia, de un acto de desesperada supervivencia; y no lo defraudaría cuando más le necesitaba, cuando el peligro no era algo vago que se ocultaba en la masa, sino una certeza casi palpable. El pago de la deuda se convertía así en un deseo íntimo de probar su lealtad sin fisuras, de transformar su relación en una simbiosis que redundaría también en su provecho.
Por supuesto, le apenaba la muerte de la joven. No conocía con exactitud el papel que representaba en la obra, pero resultaba evidente que su importancia era accidental… Un accidente, eso es, pensó ahora. La pobre había tenido la desgracia de asomarse a una esquina en la que se producía un tiroteo. De pronto, se le ocurrió que aquella niña tendría hoy una edad parecida y, por un momento, le asaltó la turbadora impresión de que la había matado dos veces.
La absurda idea le obligó a cerrar compuertas. Apagó el cigarrillo contra una pared, echándose la colilla al bolsillo, y consultó la hora. Eran las seis y media de la mañana y debía encontrar un transporte para regresar a Washington.
Abrió el maletero del Honda, recogió el cuerpo envuelto en la lona, lo metió allí y cerró con llave. El coche y el cadáver permanecerían allí hasta su regreso de Pekín. Desde luego, distaba mucho de ser lo ideal, pero no viajar con el séquito del VP significaría atraer algún tipo de atención, especialmente entre los miembros del Servicio Secreto, que no le veían con buenos ojos. Y aunque nadie le vio salir del Observatorio con la chica, encontrarían extraño que la niñera privada de Webb no le acompañara por primera vez después de tantos años. De todos modos, con su esposa formando parte de la comitiva, no había riesgo de que nadie apareciera por la casa.
Sacó su móvil y llamó a un taxi, emplazándolo en un cruce de calles, a quinientos metros de allí. Un cubo de agua limpió el espeso charco de sangre del suelo. Luego apagó la luz y utilizó una llave para abrir una puerta metálica lateral y salir al exterior. El amanecer sólo despuntaba, pero avanzó con cautela por el jardín, hacia la verja de acceso, temiendo tropezarse con algún madrugador paseando a su perro. Cuando estuvo seguro de que eso no sucedería, salió a la calle. Aquella era básicamente zona de segundas residencias y los propietarios no llegarían hasta el fin de semana.
Se dirigió sin forzar el paso al punto de encuentro con el taxi. Por la autopista llegaría en menos de media hora al aeropuerto Reagan. Allí tomaría otro taxi hasta el Observatorio. Con los preparativos del viaje, nadie le prestaría atención. Ya había planeado lo que haría con el cuerpo de la chica antes de matarla. A su regreso de Pekín alquilaría una lancha a motor, buscaría un sitio solitario donde atracar y volvería a la casa por el Honda; realizaría el traslado en un día y hora en que no debiera preocuparse por abogados y dentistas jugando con sus veleros. Cuando estuviera seguro de su soledad, arrojaría el cadáver por la borda, desnudo, a excepción de un cinturón de buzo cargado de lastre.
Aquella sería una fea tarea, que comenzaría por quitarle la ropa con unas tijeras. Luego bajaría por el río Potomac hasta la bahía de Chesapeake. Había acompañado a Webb y su mujer en algunos de sus paseos y la conocía lo imprescindible para saber lo que necesitaba. Su destino serían unas marismas pantanosas cerca del río Patuxent. El lugar que tenía en mente no era muy profundo, pero la vegetación crecía hasta dos metros por encima de la superficie. Su mayor atractivo eran, sin embargo, las colonias de voraces cangrejos de mar que harían desaparecer el cuerpo en dos semanas.
Después se encargaría del Honda. Arrancaría la tapicería del maletero en un exceso de celo y llevaría el coche al barrio Jefferson, un problemático barrio de Washington. Quitaría las matrículas y lo abandonaría. Al cabo de una hora no quedaría ni la pintura.
Había prometido veinte dólares extra al taxista si lo encontraba esperándole en el cruce, de modo que no le sorprendió ver el vehículo. El dinero seguiría siendo un gran invento mientras no escasearan los necesitados.