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El F-35

 

Tras noventa minutos de vuelo, Iceberg puso los “pies en seco” al atravesar la costa de Pakistán sobre la cordillera costera de Makran, una franja de mil kilómetros de longitud que recorría el sur de Beluchistán hasta Irán y que había visto huir al ejército de Alejandro Magno tras su desastrosa campaña en la India. Ahora, 1.700 años después, él iniciaba la suya por el mismo sitio. Vagamente, se preguntó qué pensaría aquel hombre legendario si pudiera ver cómo había evolucionado la práctica militar y la guerra. Espadas, lanzas, caballos y hasta elefantes contra aviones invisibles que podían reducir a cenizas una nación entera en minutos. Sin duda se quedaría boquiabierto, pero también espantado por el devenir de lo que antaño se consideraba un arte.

Cuatro bases aéreas jalonaban la costa de Beluchistán, la región más grande de Pakistán, además de las dos próximas a Karachi, capital de la región de Sind, y que actuaban como cuartel general del comando sur, a sólo unos kilómetros de la India, su enemigo histórico y contra el que había librado dos guerras. Pero el F-35 atravesaba sus defensas electrónicas como un espectro ajeno a los muros de hormigón.

Había ascendido hasta los 15.000 metros y el cielo seguía libre de peligros. Desde allí arriba, el escabroso territorio de Pakistán, uno de los más abruptos del mundo, era sólo un punto de referencia en la ruta de navegación que señalaba su posición. Había once grandes cordilleras, más de cien picos por encima de los 7.000 metros y ni siquiera estaban contabilizados los que “sólo” alcanzaban los 4.000 y los 5.000 pero, para Iceberg, quedaban tan lejanos como los anillos de Saturno.

Su rumbo le llevó por encima de los montes Kirthar y viró hacia el norte sobre el valle del río Indo. Su intención era alejarse lo máximo posible de Beluchistán, fronterizo con el sur de Afganistán y plaza fuerte de talibanes y miembros de Al Qaeda; la zona era un hervidero de drones de Estados Unidos en busca de presas, además de escenario de frecuentes atentados terroristas y combates con el ejército pakistaní que intentaba sin mucho éxito acabar con sus santuarios. Cuanta mayor distancia pudiera poner por medio, mejor.

Ya se encontraba casi a mitad de camino de Bishkek y consultó el submenú del combustible. Al depósito exterior sólo le quedaban unos minutos de vida antes de convertirse en peso muerto durante el resto del viaje. Lo ideal sería deshacerse de él para mejorar su aerodinámica, pero lo necesitaba para la segunda etapa del viaje y, como había quedado demostrado, su presencia no afectaba el perfil del aparato lo suficiente para perjudicar la capacidad furtiva del caza.

Cuando se hallaba cuatrocientos kilómetros en el interior de Pakistán, asombrado y agradecido por la tranquilidad del vuelo, el esperado imprevisto saltó sobre él como dos felinos agazapados tras la hierba.

Bueno, allá vamos… Iceberg trató de humedecerse los labios tras la mascarilla y respiró hondo el oxígeno reciclado mientras se concentraba en los súbitos blips de la pantalla. Se encontraban a unos sesenta kilómetros de distancia y a quince mil de altura, sobre los montes Suleiman; sus trayectorias eran distintas, aunque ambas tendían a converger entre sí y con el F-35. Sus características tampoco tenían nada en común. El sistema de identificación examinó las señales en sus bancos de datos, que actuaban como un almacén de huellas electrónicas, y en cuanto supo a qué se enfrentaba, la mente de Iceberg construyó una posible fotografía de la situación.

¿Qué demonios está pasando?

Uno de los símbolos era un F-16A/B pakistaní, posiblemente en una rutinaria misión de vigilancia. Hasta ahí, ninguna sorpresa. Pero la segunda presencia que se había materializado en la pantalla era un MQ-9 Reaper, un dron cargado de sensores espía y, seguramente, de misiles Hellfire. Media veinte metros de envergadura, tenía una longitud de once y una altitud de casi cuatro, lo que le daba una apariencia casi grotesca, pero se trataba de un temible cazador-destructor que estaba sembrando el terror en Afganistán y Pakistán. A excepción de Bin Laden, ellos se habían cobrado las piezas más suculentas en la larga guerra contra el terrorismo, guiados a través de la frontera por sus pilotos virtuales. Pero aquel cazador en concreto se había aventurado mucho más allá de lo que solían hacer (o de lo que se creía que solían hacer). De hecho se encontraba a doscientos kilómetros de Afganistán, rondando Quetta, capital de Beluchistán y centro neurálgico talibán en Pakistán.

 

 

UAV MQ-9 Reaper

 

Ante la ineficacia o desidia de los supuestos aliados pakistaníes, las fuerzas americanas expandían cada vez más los límites de sus incursiones, ante las protestas locales, que lo consideraban una violación de su soberanía, por mucho que ambas partes persiguieran un mismo fin. Ciertamente, había algo de teatro en esas quejas, escenificadas para salvar la cara ante la población local, que detestaba a los americanos tanto como a los talibanes, pero también era verdad que parte del ejército y los servicios secretos pakistaníes se resistían a cortar definitivamente el cordón umbilical con los “estudiantes islámicos” que antes del 11-S habían jugado a favor de sus intereses.

Ahora, ante sus ojos, Iceberg creía estar ante la manifestación de una de aquellas “quejas”. Fascinado ante la representación de que era único espectador, contempló cómo, desde una distancia a veinte kilómetros del dron, el F-16 disparaba un misil AMRAAM.

Mierda, el mensaje a los prepotentes americanos iba a ser algo más que verbal. Aquello era de locos; un aliado disparando un misil americano desde un avión americano a un objetivo americano. El AMRAAM recorrió la distancia en un parpadeó e impactó en el vulnerable Reaper a velocidad supersónica, haciendo estallar su depósito de 1.800 litros.

Una bola de fuego iluminó el cielo durante un instante, haciendo respingar a Iceberg contra su arnés al advertir que lo estaba viendo a través de la capota. Se había distraído peligrosamente con el espectáculo hasta el extremo de no reaccionar alterando su rumbo de convergencia, acercándose demasiado. Pedazo de Idiota. El F-16 podía incluso haberlo detectado visualmente.

Con un movimiento instintivo próximo al pánico, su reciente fascinación convertida en cólera, Iceberg movió el joystick hacia abajo y la izquierda, zambullendo el avión en una brusca maniobra… Demasiado tarde, comprendió al comprobar en el radar la reacción del F-16, que también inició un picado, siguiéndole. Debía haber captado un reflejo sobre el fuselaje o un débil retorno del radar por culpa del depósito extra. O ambas cosas.

Gruñendo bajo los efectos de la fuerza G negativa, que tendía a sobrecargar el flujo de sangre sobre el cerebro y su periferia, con peligro de provocarle una “visión roja”, o estallido de los capilares, se precipitó hacia tierra a seiscientos kilómetros por hora, buscando el amparo de la ladera este de la cordillera, donde el piloto pakistaní perdería cualquier rastro que hubiera podido captar.

Los montes Sulaiman se extendían cuatrocientos kilómetros en dirección norte-sur con una altitud media de 1.500 metros, formando una cuña con los montes Toba Kakar, más próximos a la frontera afgana. Le sería fácil despistarlo allí. La idea de despacharle uno de los dos AMRAAM que él mismo llevaba en la bodega de armas y borrarlo simplemente del cielo resultaba tentadora, pero era demasiado arriesgada y sólo lo haría si no le quedaba alternativa. Los pakis estaban esa noche celosos de su soberanía, y si uno de sus preciosos F-16 se convertía en una tea humeante, podía tener que vérselas con media Fuerza Aérea.

No, era más prudente desaparecer y dejar que el piloto pakistaní creyera que se trataba de un caza americano con base en Afganistán que huía al verse descubierto. Con un poco de suerte, eso y su “hazaña” anterior, harían que se diera por satisfecho y ansiara volver a su base para alardear ante sus camaradas.

El radar mostró que, en efecto, el F-16 reducía su velocidad de descenso, temeroso de echar a perder una buena noche estrellándose contra las montañas. Iceberg salió del picado y se situó ligeramente por debajo de los 1.500 metros, vigilante del escenario que ahora le rodeaba. El radar AESA escaneaba el terreno y lo reflejaba en una ventana de la pantalla LCD que “sólo” debía seguir como un mapa de ruta tridimensional. Su propia capacidad de visión nocturna le proporcionaba un margen extra de seguridad para moverse entre las paredes de piedra que se cernían a escasa distancia.

Esa misma protección actuaba sin embargo como obstáculo para el radar, de modo que no podía estar seguro al cien por cien de la posición del engorroso F-16. Aunque los proyectores sincronizados con las cámaras instaladas en el exterior no mostraban ninguna presencia en el visor, su radio de acción era limitado y el terreno demasiado accidentado. Si el caza pakistaní volaba paralelo a su posición al otro lado de la cordillera o había pedido refuerzos contra un avión no identificado…No, no había podido verlo virar hacia el norte, escabulléndose entre los cañones montañosos. En esos momentos le creería atravesando los Toba Kakar en dirección a Afganistán.

Tres minutos más tarde atravesó la posición del pico Takht-i-sulaiman (Trono de Salomón), cumbre de la cordillera con sus más de tres mil metros, y decidió volver a ascender. Un vistazo al consumo de combustible le dijo lo que ya sabía: que el vuelo a baja altura estaba dejando secos los depósitos y le quedaba lo justo para llegar a Bishkek sin más incidencias. Aumentó la potencia del motor al tiempo que tiraba del joystick hacia atrás, y el F-35 salió disparado verticalmente a novecientos kilómetros por hora.

En esta ocasión la maniobra llevaba aparejado el riesgo de “visión negra”, cuando disminuía el riego sanguíneo del cerebro pero, ahora, las cámaras hinchables del traje anti-G le oprimieron las piernas y el abdomen, evitando el desplazamiento de sangre. Más atento al radar que a las opresivas fuerzas gravitacionales, Iceberg sólo experimentó alivio cuando no detectó ninguna amenaza.

Recuperó los quince mil metros de altitud, niveló el vuelo, de nuevo sobre el Indo, y enfiló entre Rawalpindi y Peshawar, capital de la Frontera del Noroeste y otro punto caliente del horno general que era Pakistán. Peshawar quedaba apenas a cincuenta kilómetros de Afganistán y de las Montañas Blancas, por donde había escapado Bin Laden en diciembre de 2001, tras soportar estoicamente un mes de bombardeos sobre el complejo de grutas de Tora Bora, donde se ocultaba. Las zonas tribales del lado pakistaní eran santuario de talibanes y miembros de Al Qaeda y la actividad bélica estaba aún más acentuada que en Beluchistán. Ansioso por abandonar el área, aumentó la velocidad hasta acercarse a Mach 1, evitando el estruendo que conllevaba romper la barrera del sonido.

El radar sólo mostró la presencia de un vuelo comercial que se dirigía a Islamabad, y de dos viejos cazas J-7 patrullando sobre Cachemira, la zona en disputa con India, ambos muy por debajo de su posición y ajenos a su aparición.

 

 

Ya en los Territorios del Norte, dejó el curso del Indo, que giraba hacia su punto de nacimiento, en el Tíbet, y entró en Tayikistán a través del corredor de Wakhan, una estrecha franja afgana que se interponía entre Pakistán y Tayikistán. Bajo él, se extendía el Nudo del Pamir, punto de unión de las cordilleras Tien Shan, Karakórum, Kunlun e Hindu Kush, estribaciones a su vez del Himalaya, al este. El techo del mundo. Rodeado de cumbres que erizaban el espinazo del planeta como el lomo de un estegosaurio, Iceberg se permitió relajarse sobre el asiento. Había tardado algo más de dos horas en cruzar el maldito Pakistán, pero se sentía como si acabara de atravesar el Pacífico en una balsa.