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Base de Kant

Iceberg se dio una larga ducha en el diminuto baño adyacente al cuarto que le habían asignado, arrancándose de encima una buena porción del Jiddat al Harasis mezclada con sudor y adrenalina, aunque luego vistió la misma ropa interior y el mono que traía, prefiriendo no preguntar a Zorkin si podía proveerle de un recambio. Después, siguió su consejo y se tumbó en el camastro para intentar dormir un rato, con la cajita negra ya bajo la almohada. Hacía treinta y seis horas que estaba despierto y aunque le parecía imposible conciliar el sueño, sabía que se debía a la excitación y que su cuerpo le agradecería una desconexión.

A cuatro husos horarios y otras cuatro horas de viaje hasta su objetivo, se veía obligado a permanecer anclado en Kant hasta las tres de la tarde si quería cubrir de noche la etapa final del vuelo y atacar a la hora prevista. Aquella espera se le antojaba tan dura y arriesgada como el itinerario en sí. Ofrecer a Zorkin nueve horas para preguntarse cuánto valía su palabra en realidad, resultaba más peligroso que enfrentarse a una escuadrilla de cazas.

Para su sorpresa, consiguió dormir cuatro horas de un tirón. Despertó con un sobresalto un minuto antes de que sonara el despertador de su Blancpain y saltó al suelo completamente despejado. Comprobó que la cajita seguía en su sitio, se metió en las botas, fue hasta la puerta y abrió como si quisiera cerciorarse de que no le habían encerrado. El mayor Yesenin le esperaba al otro lado, las manos ocupadas en una taza humeante y un cigarrillo, sentado en un silla como si estuviera en el porche de su casa de campo. Al verlo, se incorporó, cubriendo la puerta e indicándole con gestos que no debía salir. Dio a entender que iría a buscar a Zorkin y volvió a cerrar. Después de todo, si estaba, en cierto modo, confinado.

Aprovechó la espera para sacar los pasaportes y la cartera de Kennedy de los bolsillos del mono. En la segunda no había ninguna clase de documentación ni indicios sobre la identidad de su propietario; en cambio, encontró seiscientos dólares en efectivo que guardó al momento. Luego se ocupó de los pasaportes. Sobre un periódico atrasado los destripó página a página, apartando las tapas plastificadas. Envolvió los restos en una gran hoja de color sepia y llevó el montón al lavabo. Allí le prendió fuego con el encendedor que Zorkin le había dejado con un paquete de Pall Mall. Después, extrajo la carta de navegación, la dividió en tres partes y añadió a la hoguera la correspondiente a la primera etapa de su viaje. Cuando las llamas alcanzaron su cenit, agregó las tapas, que se chamuscaron hasta hacer desaparecer los sellos de procedencia. Luego procedió a golpear la tarjeta SIM del móvil contra el grifo del lavabo hasta hacerla inservible. Lo mismo hizo con el teléfono. Se echaba los restos al bolsillo cuando oyó la puerta del barracón.

—¿Qué está haciendo? —gruñó Zorkin olfateando ruidosamente—. ¿Le ha pedido la CIA que aproveche el viaje para pegarnos fuego?

—Sólo caldeo esto un poco para no congelarme el trasero.

Recogió las cenizas, las arrojó al retrete y tiró de la cadena antes de regresar a la habitación.

—¿Destruyendo pruebas? —adivinó el ruso con facilidad. Traía consigo una bandeja con lo que debía pasar por un desayuno local a base de huevos, salchichas, queso, mantequilla, pan y café.

—¿Por qué no puedo salir a echar un vistazo? —preguntó Iceberg.

—Porque es una pésima idea —señaló Zorkin dejando la bandeja sobre una mesita metálica. Tomó asiento y cogió para sí una humeante taza de café—. No toda la base sabe que tenemos aquí un F-35 y a su piloto, desaparecidos hace dos semanas en el mar Arábigo… Si, por raro que le parezca, las noticias también llegan hasta aquí. Por eso las instrucciones incluían aterrizar y despegar en modo vertical, haciéndose lo menos visible posible —El coronel hizo una pausa para sorber ruidosamente de la taza y mirarlo por encima del borde—. En cualquier caso, es no nos importa a los que sí lo sabemos. Hombres como Yesenin, los operadores de radar y los encargados del combustible. Por no hablar del comandante de la base y de la tripulación del Ilyushin, con quienes tendré que compartir el dinero. Todo el mundo quiere su parte. No me quedará precisamente una fortuna. Mucho menos si le dejó andar por ahí y se corre la voz.

—Va a hacerme llorar —gruñó Iceberg acomodándose en la mesa y agarrando la otra taza. Probó el contenido y le supo a néctar de dioses. Sólo entonces advirtió que se sentía famélico. Pinchó una salchicha y devoró la mitad de un mordisco mientras untaba mantequilla en un panecillo—. ¿Ha llamado entonces a su banco?

—Desde luego. Todo está en orden.

—Genial. ¿Ha procedido entonces a llenar los depósitos?

—Hasta arriba. JP5 de primera calidad. Habrá que falsificar una gran cantidad de papeles para justificar el “extravió” de tanto combustible.

—Me conformaré con que sea de aceptable calidad y el motor no lo escupa —replicó antes de engullir el panecillo y mojar en el huevo lo que quedaba de la salchicha. Se lo tragó todo a medio masticar con ayuda del café y añadió—. No habrá sorpresas de ninguna clase allá arriba, ¿verdad coronel?

—¿No dijo que se fiaba de mí?

—¿Lo dije? —preguntó Iceberg repitiendo el proceso con otra salchicha y otro panecillo.

—Pruebe el queso —dijo Zorkin como un orgulloso anfitrión—. Es de yak, como la mantequilla.

—¿Se refiere a ese animal que parece un yeti en miniatura —masculló con la boca llena, cortando un pedazo de queso con un cuchillo y metiéndoselo en la boca con cierto recelo. Tenía un sabor fuerte, con un sutil deje a hierbas, cuero y madera—. ¿Y el avión cisterna?

—Estamos en ello.

—¿Y las mangas de combustible? Debe asegurarse al cien por cien de que sean compatibles o todo se irá a la mierda por culpa de una mala chapuza. También quiero una inspección de pre vuelo exterior. Pueden grabar lo que quieran en video para vender después la película, pero no roben ninguna pieza.

Zorkin sonrió, más divertido que ofendido por su descaro, y volvió a beber de la taza.

—¿Qué tal el queso?

—Sabe como si hubiera salido por la parte equivocada del animal —bromeó Iceberg, enrollando lo que quedaba del huevo en el tenedor.

Mientras masticaba los restos del desayuno, extrajo la sección central de la carta de navegación que mostraba el tramo que llevaba desde Kant hasta China Central y lo tendió al coronel. La ruta trazada por Lauren (o, para ser más precisos, por Zao Seng), presentaba una alternativa que había realizado durante el vuelo a Mascate. Zorkin examinó las dos líneas divergentes que partían de su base como si fuera el enrevesado mapa de un tesoro.

—¿Qué es esto?

—¿Le dijo la señora Bowman dónde quería el cisterna?

—Sobre los montes Tian Shan, a unos trescientos kilómetros al este del pico Pobeda —respondió Zorkin refiriéndose a la altura máxima de la cordillera, de 7.439 metros, situada en la frontera entre Kirguizistán y China.

—Ha habido un cambio de planes —señaló tranquilamente Iceberg.

Desconfiado, Zorkin regresó a la carta. La segunda línea seguía una dirección sur-sureste que rodeaba la gigantesca y accidentada frontera occidental de China hasta Nepal, donde se detenía sobre unas coordenadas rodeadas por un círculo.

—¿Es esto lo que parece? —masculló como si acabara de estallarle en la boca una uva amarga.

—El Everest —confirmó Iceberg cortando otro trozo de queso—. Ese es el límite que puedo permitirme. Necesito los tanques a tope desde ese sector, como máximo. No me serviría hacer el repostaje desde más atrás —añadió, aparentando más serenidad de la que sentía metiéndose el tenedor en la boca.

—Pero eso son dos mil kilómetros en línea recta, muchos más con el correspondiente rodeo. Sus pretensiones superan con creces lo pactado con la señora Bowman —protestó Zorkin, sacudiendo la cabeza, confuso—. Habría que atravesar el Pamir y el Karakórum, y eso significa Pakistán, India y China, países poco conocidos por dar la bienvenida a aviones rusos y con disputas fronterizas entre ellos. Le recuerdo, además, que mi cisterna no es invisible…

—Dispone de la mayor barrera antirradar del mundo —apuntó Iceberg imperturbable, tragando la comida—. Si vuelan a baja altitud, protegiéndose con las montañas, nadie les molestará. Yo iré por delante, actuando de guía. Pasaremos el Karakórum volando entre sus valles y luego continuaremos sobre India hasta Nepal. Todas las partes tienen problemas más acuciantes que vigilar su frontera Himalaya recordando antiguas y ridículas refriegas por unos kilómetros cuadrados de montañas y glaciares. Sólo nos verá alguna expedición que esté practicando treeking por allí. En realidad, esa ruta es más segura que penetrar en el espacio aéreo de China por las Tian Shan.

—Cuanto más escucho, menos me gusta. ¿Quiere que pilotemos esa bestia, con una envergadura de cincuenta metros, entre montañas?

—El Karakórum tiene una anchura variable de entre 100 y 150 kilómetros y una tercera parte de su superficie se encuentra cubierta por los glaciares más extensos de la tierra después de las regiones polares. No estamos hablando de sortear una línea de conos. Partiremos hacia las tres de la tarde. Eso nos permitirá alcanzar la zona de repostaje todavía con luz diurna.

—Pero habrá que regresar de noche—murmuró Zorkin, volviendo a contemplar la carta con expresión incrédula.

—Naturalmente, no espero que haga esto sin un incentivo extra.

El ruso se echó hacia atrás en la silla como si necesitara mayor perspectiva y le observó en silencio, su afable rostro comprimido en una expresión a medio camino entre el recelo y el enfado por el súbito cambio de planes. Iceberg se dirigió entonces al camastro, saco la cajita de debajo de la almohada y volvió con ella a la mesa bajo la intrigada mirada de Zorkin. La volcó y un apretado fajo de billetes de quinientos euros cayó, provocando un satisfactorio thud. Lo recogió, le quitó la banda elástica y lo extendió sobre la mesa como un abanico de color violeta sin apartar la mirada del ruso.

—Comprendo la importancia de los cambios que he expuesto, así que es justo que pague lo que valen. Cincuenta mil euros, en efectivo, de los que puede disponer a su antojo.

Los acuosos ojos de Zorkin le contemplaron unos segundos más y, finalmente, se desviaron hasta los fajos de billetes, que se ofrecían tan tentadores como una perla sobre el ombligo de una virgen.

—No me gustan los cambios de última hora —farfulló, los dedos de sus manos tamborileando suavemente sobre la mesa—. No es… profesional.

—Cierto —admitió Iceberg empujando el fajo hacia el ruso. Después volvió a servirse café—. Pero la vida está llena de imprevistos. Y la mayoría no se compensan como deberían, ¿verdad? Ah, lo olvidaba —añadió, sacando del bolsillo los seiscientos dólares requisados a Kennedy, que también extendió sobre la mesa —. Una pequeña propina por el buen servicio.

Zorkin parpadeó ante aquella exhibición, emitió un par de gruñidos más para alargar su representación y, finalmente, agarró los billetes, los dobló y se guardó los euros y dólares por separado con la rapidez de un mago sobre el escenario.

—Tiene suerte de tratar con el único hombre con palabra de toda Asia —dijo luego—. Si esto volviera a empezar, ni siquiera escucharía a la señora Bowman por menos del doble de lo que han pagado en total… A propósito de cambios, se dará cuenta de que esa nueva ruta no parece la más lógica para volar a Pekín, ¿verdad? —agregó de pronto, como si pretendiera coger desprevenido a su interlocutor.

Iceberg arqueó las cejas por encima de la taza de café.

—No le tenía por un hombre curioso.

—Y no lo soy. Pero no estamos hablando de fisgonear en un tocador —señaló Zorkin cruzando los brazos sobre el pecho abombado—. ¿Sabe que el vicepresidente de su país ha llegado a Pekín hace media hora?

Iceberg dejó la taza sin revelar ninguna reacción. Encendió un cigarrillo y se echó hacia atrás en la silla, como un satisfecho comensal culminando un opíparo almuerzo.

—El vicepresidente de Estados Unidos es un personaje sin apenas relevancia —dijo después de la primera y profunda inhalación—. Ni siquiera a un chiflado personaje de dibujos animados se le ocurriría robar un F-35 para lanzar una bomba sobre ese insignificante hombre, y en un país extranjero, además.

—No se lo tome a mal, pero no andan escasos de chiflados en Estados Unidos.

—¿Incluyéndome a mí? Eso duele, coronel.

—No trate de escabullirse. ¿Sabía lo de Webb o no?

—Desde luego —admitió Iceberg sintiéndose extrañamente culpable, como si fuese él quien había mentido a Lauren al ocultárselo y no al revés.

Curiosamente, tuvo que hacer un esfuerzo para no dejar traslucir la pesadumbre que le asaltó al pensar en Lauren como un miembro más del conciliábulo de brujos alquimistas reunidos alrededor de aquel avión y su preciosa bomba… Sacar algo bueno de esta mierda, ese había sido su mantra durante la preparación del ataque a Zhongnanhai, su plan para convertir en vino las aguas corruptas de Persépolis y Escudo, dos corrientes enfangadas y antagónicas que pudrían el subsuelo de los centros de poder del país más poderoso y “democrático” de la tierra.

Pero su vino estaba tan corrompido como las pútridas aguas que decía querer purificar. “El fin justifica los medios”, ese era su único y verdadero leif motiv, la viga que la sostenía y que le permitía mentir a su propio hermano sin el menor escrúpulo. Después de todo, él sólo era una herramienta sin conciencia del mundo que le rodeaba ni compromiso alguno contra la Injusticia que gobernaba sus destinos.

Bueno, en realidad nada de todo aquello importaba, concluyó, exhalando la enmascarada aflicción como el humo del cigarrillo, sin experimentar ningún resentimiento hacia Lauren. A decir verdad, sólo se sintió ligeramente apenado. Apenado por ella, por él mismo.

Zorkin terminó su café mientras lo contemplaba fijamente, como si acabara de detectar que algo se removía en el interior de aquel hombre singular.

—Mire, si lo que se trae entre manos es liquidar a unos cuantos limones con esa Paveway, cuenta con todas mis simpatías. Pero si el vicepresidente de Estados Unidos sufre algún daño, el presidente Hanson sacará la artillería pesada, levantará un montón de piedras para mirar debajo y podría llegar incluso hasta este lugar en el trasero del planeta.

—¿Cómo sabe que transporto una Paveway? —inquirió Iceberg, aunque se trataba de una pregunta retórica.

—Naturalmente tuvimos que echar un vistazo a la bodega de armas. Seguro que lo comprende. No podía arriesgarme a que llevara ahí dentro un artefacto que excediera ciertos… límites.

—¿Como una bomba nuclear? —sonrió Iceberg.

—Como una bomba nuclear —asintió Zorkin, dejando el panecillo—. Aún respetamos algunas líneas divisorias. Bien, ¿qué me dice de Webb? ¿Es esa Paveway para él?

Iceberg aspiró hondo del cigarrillo.

—Coronel, tiene mi palabra de que Paul Webb se encuentra tan a salvo en Pekín como un cardenal en un conclave del Vaticano —declaró mirando fijamente al ruso—. Palabra de un soldado a otro.

Zorkin le sostuvo la mirada, buscando algún indicio de ambigüedad en la firme y serena expresión que tenía delante.

—Le creo —aprobó al fin—. Será porque también soy el hombre más crédulo de toda Asia.

—Cuando muera le exhibirán en un museo —sonrió Iceberg—. Me sentiría más tranquilo si también viajara en el Ilyushin. ¿Y si la tripulación se arruga y me deja tirado? Yo me estrellaría con mi fantástico avión, ustedes ya habrían cobrado y nadie se enteraría de una mierda.

—Yesenin irá a bordo —dijo Zorkin como si eso debiera zanjar sus temores—. Y también he escogido personalmente a los demás miembros de la tripulación. No repartiría este dinero con cualquier imberbe capaz de semejante vileza.

Iceberg se limitó a asentir. Confiaba en los rusos tanto como en un oso herido, pero no conseguiría más garantías en ese apartado. Chupó por última vez del cigarrillo y arrojó la colilla a una taza.

—Sólo me queda por pedirle una cosilla.

—Es usted insaciable.

—Quiero que borre las marcas de identificación del avión. Un poco de pintura gris o azul servirá. No quiero atravesar media Asia con matricula yanqui.

—¿Qué espera conseguir con eso? Ningún otro país tiene todavía F-35 operativos.

—Digamos que es una cuestión de estética. Este es un asunto mío y no de los Estados Unidos.

Zorkin se encogió de hombros.

—Bien, borraremos esas bonitas insignias que lleva. Si no va a Pekín, ¿adónde se dirige? —preguntó entonces el coronel, como si tratara de pillarle desprevenido.

Iceberg le amonestó por su táctica con una amplia sonrisa.

—Lo sabrá dentro de unas pocas horas. Aguante un poco y añada la paciencia a sus otras muchas virtudes.

—Tiene usted mucho en común con la señora Bowman —replicó Zorkin torciendo el gesto—. Ambos poseen la extraña facultad de irritar a las personas que tratan de ayudarles.

—Este lugar lo ha convertido en un hombre muy susceptible, amigo mío. Necesita unas vacaciones. Y a poder ser en un sitio soleado, rodeado de muñecas en tanga que beben Margaritas en lugar de tíos manchados de grasa y queso de yak.