La Casa Blanca
—El señor Donovan, número dos del Consejo de Seguridad Nacional, ocupará de forma provisional el puesto del almirante Kramer —señaló el presidente Hanson en su mejor tono institucional, con la mirada puesta en el mar de rostros que le contemplaban entre expectantes e incrédulos. Se inclinó un poco sobre el atril azul y, tras una breve pausa, recuperó el gesto de pesar antes de proseguir—. Para concluir, quiero expresar públicamente mis condolencias a la familia del almirante, especialmente a su esposa, con la que ya he hablado. La señora Kramer, hija, esposa y madre de hombres que han servido a esta nación, pertenece a esa raza de mujeres excepcionales dotadas del valor y el espíritu de sacrificio que han hecho grande esta nación.
Hanson se echó ligeramente hacia atrás y los ávidos periodistas lo interpretaron como una señal para disputarse la primera pregunta.
—Señor presidente, ¿la muerte del almirante Kramer se ha producido durante el ejercicio de su tarea como CSN o se trata sólo de otra víctima más de violencia callejera?
Hanson parpadeó en dirección a la conocida voz y enfocó a una veterana periodista, buena conocedora de la trincheras de la Casa Blanca.
—Gwen, los asuntos de seguridad nacional no se discuten en parques públicos a medianoche. Eso es pura literatura.
—¿Es una opinión o una certeza?
—Ambas cosas —Hanson se volvió en otra dirección, huyendo de la mirada inquisitoria, y se detuvo en otra cara conocida.
—Señor presidente, ¿no recibía el almirante protección del Servicio Secreto?
—Como sin duda sabe, en ciertos niveles esa protección es optativa. El almirante había renunciado a ella desde el primer día, como otros de mis colaboradores, que no lo creen necesario. Él además era un soldado y consideraba extravagante llevar guardaespaldas de casa al trabajo cuando no los había tenido en la guerra.
—¿Cuántas balas le alcanzaron?
—No puedo responder a eso —contestó Hanson paseando la mirada por todo su auditorio—. Antes de venir aquí he hablado con el director del FBI, que se encarga personalmente del caso, y me ha prevenido sobre ciertos detalles que deben preservarse para no entorpecer la investigación. Pero sí quiero añadir que, dentro de las lógicas reservas, es mi intención llevar este caso con la absoluta transparencia que el pueblo americano merece y a la que tiene derecho.
El presidente atendió durante otros cinco minutos a los periodistas, esquivando sus preguntas más que respondiéndolas y, finalmente, se retiró del atril, abandonando la sala de conferencias por una puerta lateral, acompañado por su portavoz. De camino al Despacho Oval le salió al encuentro Blake Lewis, al que no veía desde por la mañana. No cruzaron una palabra hasta que estuvieron de nuevo en la intimidad de aquel sanctasanctórum.
—Puede que todo se resuelva más rápidamente de lo que pensábamos —empezó el jefe de staff.
—¿Y eso es bueno o malo? —masculló Hanson desplomándose sobre su asiento anatómico.
—Uno de los asesores del almirante no ha aparecido durante todo el día y se desconoce su paradero —informó Lewis sin más rodeos.
El presidente replicó con un profundo suspiro, aferrándose a los brazos del sillón como si temiera salir despedido.
—Se llama Janice Velasco y es teniente de navío, el único militar del equipo de Kramer. En realidad era una especie de mentor profesional para ella. La encontró en la Oficina de Inteligencia Naval y se la llevó en calidad de especialista en cuestiones latinoamericanas.
—¿Seguro que no está en casa con gripe? —apuntó Hanson retóricamente.
Lewis sacudió la cabeza de todas formas, acercándose a la mesa.
—No ha avisado y nadie responde a sus teléfonos. Cuando Donovan vino a verme con ese dato, envié a un agente del Servicio Secreto a su casa.
—¿No le pedirías que forzara la entrada?
—Desde luego que no. Sólo quería que tanteara el terreno preguntando a los vecinos.
—¿Consiguió algo?
—No mucho. Apenas la conocen de vista; pasa poco tiempo en el piso, vive sola y nunca lleva a nadie por allí.
Hanson se removió en el asiento, percibiendo una especie de corriente eléctrica en la punta de los dedos.
—¿Sabe algo sobre eso el FBI?
—Aún no se han movido, en espera de la autopsia y los informes de balística —Lewis se humedeció los labios y avanzó tentativamente hasta el borde de la mesa— La chica vive en la Calle 29, cerca de la zona del parque donde apareció Kramer. Desde luego eso no significa nada por sí sólo, pero unido a lo demás…
—No me gusta lo que rueda por tu cabeza, Blake —interrumpió Hanson bruscamente—. ¿Crees que estamos ante una aventura entre un almirante de casi sesenta años y su joven protegida, una aventura que se salda a tiros en un parque? Por Dios…
—No juego con las evidencias, me limito a reflejarlas. Aunque, sinceramente, sería un alivio que la seguridad nacional quedara al margen.
—No tenemos ninguna evidencia —sentenció Hanson más suavemente—. Y tampoco me trago algo así. En cualquier caso, primero debemos comprobar si Kramer llamó al número de esa mujer, o viceversa, poco antes de que se produjera el “incidente”. Si fue así, pon al corriente al FBI. No quiero que nos acusen de llevar una investigación paralela y tratar de ocultar pruebas. Pero no permitas que nos dejen de lado después de darles la carne masticada.
Lewis se limitó a asentir y se dirigió a la puerta sin esperar a ser despedido, dejando a su jefe agarrado al asiento con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
El F-35
Cuarenta minutos después de despegar del Jiddat al Harasis, Iceberg se encontraba en el interior de una capa nubosa sobre el Trópico de Cáncer, siguiendo un rumbo nordeste, a unos doscientos cincuenta kilómetros al este de Mascate, en pleno mar Arábigo. Desde hacía una hora volaba a diez mil metros de altitud, por lo que ya respiraba de la mascarilla de oxígeno. Este llegaba por medio del sistema de generación de oxígeno a bordo, que se alimentaba directamente de una de las etapas del motor, lo que le permitía prescindir de equipos externos y proporcionaba aire de forma casi ilimitada, si bien contaba con un equipo de emergencia por si aquel fallaba. Mantenía una velocidad de ochocientos kilómetros por hora, obligado por la necesidad de ahorrar combustible a retener al F-35 por debajo de sus posibilidades y olvidarse de la existencia misma de los posquemadores.
Había alcanzado la costa y rodeado la isla de Masirah sin incidencias, atento al radar AESA, que operando en modo simultáneo aire-tierra y aire-aire, barría una enorme cantidad de espacio formando una burbuja de seguridad a su alrededor. Su presencia había pasado inadvertida para los controladores de las bases aéreas de la propia Masirah y de la de Seeb, situada más al norte. Superado aquel primer obstáculo, Iceberg comenzó a relajarse a los mandos, seguro de que el depósito extra de combustible con el que cargaba no afectaba el diseño furtivo del avión lo suficiente como para disparar las alarmas. La primera etapa del vuelo había resultado mucho más sencilla de lo esperado, y ninguna de las pesimistas predicciones que enumeró ante Lauren en Nápoles se había cumplido.
Su radar sólo había captado hasta entonces la presencia de una inofensiva patrullera omaní y otro avión muy por debajo de su posición y en dirección al Golfo Pérsico, que el AESA identificó como un vuelo comercial. También había pasado como un fantasma sobre las pantallas de la torre de control del aeropuerto de Mascate y de su cercana base. Mucho más importante, no recibió advertencias a través de la frecuencia de radio internacional de los buques de guerra norteamericanos que atestaban el Golfo de Omán, ni ningún caza de combate fue enviado a husmear en su dirección.
A medida que Mascate quedaba al suroeste y el radar seguía sin revelar la presencia de visitantes indeseados, Iceberg arrinconó la amenaza omaní y de los buques norteamericanos para concentrarse en Pakistán, cuya costa alcanzaría en un tiempo estimado de doce minutos. Movió suavemente el joystick a la derecha, coordinando la maniobra con el pedal del timón de dirección, y estableció un rumbo cero-dos-dos.
Atento a los principales indicadores que se reflejaban en el visor, el mundo exterior había quedado reducido a una capa de estratocúmulos a la que su capacidad de visión nocturna dotaba de un espectral matiz verdoso. En realidad, no había mucho qué hacer durante aquella fase del vuelo. El sistema de navegación inercial determinaba en todo momento y de forma automática la posición del avión en el espacio, dirección, velocidad aerodinámica, distancia y tiempo de llegada a un objetivo en base a los datos introducidos en el ordenador, convirtiendo al piloto en un simple supervisor.
Durante un segundo pensó incluso en conectar el piloto automático, pero desechó la idea. No quería arriesgarse a dejar divagar su mente y distraerse con algo ajeno a los confines de su cabina. Así, aislado por completo en el límite de la troposfera y la estratosfera, Iceberg preparó el asalto a la elevada plataforma asiática.