La Casa Blanca
A las ocho de la mañana, y después de una noche de duermevela, el presidente Hanson ya llevaba veinte minutos en el Despacho Oval. Encima de la mesa tenía una taza de café ya fría y un resumen de prensa sobre todo lo que se había publicado acerca de la muerte del almirante Kramer, pero su dispersa atención estaba ahora fija en una televisión. La CNN pasaba en diferido la llegada de Paul Webb a Pekín. Aunque los periódicos publicaban en primera página su fotografía saludando con estudiada frialdad al primer ministro chino, el asesinato de Kramer había desplazado el viaje de la cabecera. Nada como un siniestro crimen para concentrar el interés de aquellos buitres y, si el caso afectaba a las altas esferas, el festín era completo.
En la pantalla, Webb y su esposa lucían como una pareja de Hollywood, casi flotando sobre la alfombra roja con una expresión lo bastante ensayada para no incomodar a sus anfitriones ni dar la impresión de que anhelaban encontrarse con ellos. Después de todo, había que salvar la cara ante las organizaciones de derechos humanos, parte de la prensa y la clase política (incluida, por supuesto, Rachel Chambers), que rechazaban el estrechamiento de las relaciones con la dictadura china.
Webb y su mujer subieron a la tarima desde la que él escuchó el himno norteamericano con una mano en el corazón, retirándola cuando sonó el chino en un preciso golpe de efecto.
—Ese gesto le ha valido un comentario elogioso del Washington Post —señaló Blake Lewis, de pie a un extremo de la mesa—. Lo que el bobo periodista ignora es que yo mismo lo negocié con los chinos.
Hanson esbozó una torcida sonrisa. Nada era verdad ni mentira en la política, sino todo lo contrario. Lo cierto era que Webb interpretaba su papel con oficio. Tal vez fuera el momento de redescubrir sus virtudes y potenciarlas. Con la muerte de Kramer, Persépolis era ya historia y, sin aquella baza, también perdería a Chambers, que no querría participar en una candidatura con perfil perdedor durante las próximas elecciones. Quizá incluso el propio Webb lo encontrara poco estimulante. Eso sí que sería divertido. Y puede que hasta merecido.
La imagen cambió y ofreció un resumen de las primeras horas del VP en Pekín. Se había negado a ser tratado como un turista y, en lugar de dejarse llevar por la Ciudad Prohibida y la Muralla, visitó una gigantesca fábrica para departir con sus sufridos trabajadores, sin duda bien aleccionados por las autoridades, y la universidad, donde conversó con un grupo de estudiantes. Gestos de cara a la galería perfectamente hilvanados por Lewis, tan vacíos de contenido como la recepción oficial y las guionizadas alocuciones públicas. La importancia de la visita radicaba en lo que no se vería, en los encuentros secretos de Zhongnanhai, donde los participantes se quitarían las chaquetas, se arremangarían y sentarían las bases de la nueva y productiva relación de la nación más poderosa de la tierra con aquella que aspiraba a serlo. Si Webb cumplía con la mitad de las expectativas, haría un esfuerzo por “reconciliarse” con él, decidió Hanson en ese mismo momento.
—¿Le han preguntado sobre Kramer? —preguntó al ver al vicepresidente acercarse a unos micrófonos.
—Desde luego. Pero se ha limitado a lamentar el suceso y asegurar que el crimen no quedará impune.
—Parecía muy afectado por su muerte cuando me llamó en pleno vuelo. Incluso insinuó la posibilidad de cancelar el viaje.
—Todo un talento —apuntó Lewis con una cruel sonrisa.
Hanson se removió en el asiento sin replicar. Como principal promotor de la candidatura de Chambers para la vicepresidencia, Lewis se consideraba con plena libertad para exponer sin ambages su opinión sobre Webb una vez explotado cuanto podía ofrecerles. Un vampiro, en eso me he convertido, pensó Hanson amargamente, apagando el televisor y volviendo al resumen de prensa.
—¿Qué me traes? —preguntó, sin tocar nada.
Lewis descruzó las piernas y recuperó su expresión de lúgubre eficacia.
—De momento se limitan a recoger la noticia y reflejar su estupor, pero muy pronto comenzarán las cargas de profundidad. Es cuestión de horas que el nombre de Janice Velasco llegue a oídos de la prensa. Todo el mundo sabe que se ha esfumado coincidiendo con el crimen. Por mucha discreción que pidamos, es como tratar de parar una ola.
—¿Y por qué debemos mantenerlo en secreto? —se sorprendió Hanson—. Es más que probable que ella lo matara. Si la presentamos como la principal sospechosa, al menos nadie podrá acusarnos de lentitud.
—¿Y qué diremos cuando nos pregunten por el motivo? —inquirió Lewis, adelantándose en la silla—. En cierto modo la chica sólo se defendió de Kramer, lo mató en defensa propia. Sabemos que él la llamó a casa, que iba armado y disparó. No hace falta graduarse en el FBI para deducir que le tendió una trampa y algo salió mal, desde su punto de vista, claro. La cuestión principal y más peligrosa para nosotros no ha variado desde anoche; ¿Por qué Kramer intentó asesinar a su protegida en el CSN?
—Yo no tengo nada que ocultar —saltó Hanson tensándose en el asiento.
—Eso no es del todo exacto —replicó Lewis sin dejarse impresionar por la mirada casi hostil del presidente.
—Por Dios, Blake, no puedes relacionar lo sucedido a Kramer con… lo otro.
—No sería yo quien lo hiciera. Si ambas cosas salieran a la luz, la conexión parecería tan evidente que negarla sería como discutir que la lluvia moja. Será automático: La chica descubrió que el presidente y la CIA habían urdido una operación secreta contra Irán. La consideró ilegal, peligrosa y estúpida y amenazó con hacerlo público. El almirante intentó silenciarla de forma radical pero ella supo defenderse.
—No puedo creer lo que estoy oyendo —exclamó Hanson poniéndose en pie como liberado por un resorte—. Y tú tampoco lo harías si te prestaras atención mientras hablas. Sabes que Kramer no apoyaba Persépolis, ¿por qué iba a matar por ello?
—La verdad no nos servirá de mucho —aseveró Lewis con despiadado cinismo—. Piense en el panorama: su consejero de seguridad nacional asesinado; la principal sospechosa, una teniente de la Marina, desaparecida; y, en medio, una operación secreta. El problema de las operaciones secretas es que, si concluyen con éxito, serán bienvenidas; pero si saltan a la luz a destiempo, se convierten en un escándalo y una fábrica de flechas envenenadas.
Hanson rodeó la mesa y se movió por el despacho, experimentando un sentimiento de claustrofobia en aquel pequeño centro del poder neurálgico mundial.
—No tiene por qué salir a la luz —señaló—. Nos limitaremos a suspenderla ahora que todavía no hemos pisado ningún charco.
—No será tan sencillo como cerrar una puerta con llave —dijo Lewis, acostumbrado a luchar contra la tentación presidencial de eludir el fondo de las cuestiones—. Nos rodean demasiadas ventanas.
Plantado en el centro del despacho, Hanson lo recorrió de un vistazo, como si advirtiera por primera vez que carecía de esquinas tras las que ocultarse.
—¿Adónde quieres llegar, Blake? —resopló.
—En cuanto se conozca la identidad del posible asesino de Kramer, nadie dudará en vincular su muerte a la seguridad nacional. Y cuando eso suceda, antes o después, de una manera u otra, alguien dará con el cabo de un ovillo y la operación Persépolis saldrá a la luz. Alguna extraña ley natural convierte esa clase de cosas en flotadores que tienden a la superficie. Nos encontraremos así en el ojo del huracán y nos pasaremos el resto de la legislatura a la defensiva. Y un escándalo en año electoral será nuestra tumba definitiva —remachó Lewis, como un mago clavando el último sable en la caja con la chica dentro.
Hanson le dirigió una mirada de censura por el efectista truco.
—¿Estás diciendo que para preservar la verdad debemos mentir?
—No abiertamente. Bastará con mover un poco el foco para desviar la atención de la seguridad nacional. Una simple filtración mencionando que Kramer vivía una aventura otoñal con la chica echaría a rodar la bola de nieve. El morboso rumbo de la historia, un crimen pasional en el CSN, haría que la prensa se aferraba a ella como un perro a su hueso, y olvidara la vertiente política. El FBI sólo ha podido dar con los padres de Velasco y un hermano menor que viven en Nueva York, y no saben nada de su vida privada. Tampoco sus compañeros de trabajo ni sus vecinos le conocían pareja o amigos íntimos. Tenemos así una mujer que vivía sola, inmersa en su trabajo, convertida en protegida de un almirante que conserva su porte, y que no ha superado la muerte de su único hijo… En cuanto quienes trabajaban con ellos leyeran una insinuación de esa naturaleza saltarían voces proclamando. “Ya sabía yo que había algo entre esos dos”.
—¡Jesús! —exclamó Hanson—. Tanta imaginación te provocará un derrame cerebral. Hablas como si estuviera muerta. Puede aparecer en cualquier momento. Seguramente está metida en un motel bajo los efectos del shock. En cuanto su mente se aclare, se entregará. Después de todo, tú mismo has dicho que fue un acto en defensa propia. Y su pasaporte ha aparecido en su piso, ¿no es así?
—Esa mujer es una experta en Inteligencia. Sabe que ese pasaporte no le sirve de nada si quiere esconderse y huir.
—Aparecerá y ella misma lo aclarará todo —se reafirmó Hanson.
—Tal vez —aceptó Lewis, fingiendo rendirse—. Pero no debe dejar de lado un detalle: la razón por la que Kramer quiso matarla. Fuera cual fuese sigue vigente. Puede que si aparece, deseemos que se hubiera perdido en la Polinesia.
Hanson asintió levemente, como si esperara oír aquellas palabras desde hacía rato. Luego siguió moviéndose por el despacho.
—¿Y qué pasará con la reputación de Kramer? ¿Vamos a arruinar sin pestañear más de treinta años al servicio de este país? ¿Y su mujer? ¿Es que no hay ni una maldita cosa que merezca algún respeto?
—No sabemos en qué andaba Kramer exactamente, pero estoy seguro de que escondía algo más siniestro que una pasión carnal por una joven. No es justo que se torture así, Steven. El almirante tampoco se había mostrado respetuoso con usted y su Presidencia.
Hanson volvió a asentir pesadamente, deteniéndose ante la vidriera que daba a la Rosaleda. Más allá, a partir de la Calle E, comenzaba el mundo real. La gente real iba y venía atrapada en sus problemas reales.
—Mover el foco —repitió de pronto, como si no entendiera de todo la expresión. Luego pronunció otra más típica de él y que tanto molestaba a sus asesores—. Esperemos un poco, ¿de acuerdo?