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La primera clase del día era matemáticas. Luisa Campos, nuestra tutora y profesora de esa asignatura estaba pasando lista.

Oí como chistaban a mi espalda.

Me volví y me encontré con la mirada fija de Arturo Pozo, sentado dos pupitres detrás de mí. No pude evitar reírme al recordar la facilidad con la que, en mi sueño, le había roto la nariz.

¿Qué te hace tanta gracia?murmuró sin levantar la voz, para evitar que la Campos la oyera.

Me tapé la boca con la mano para disimular un estallido de carcajada y me giré de nuevo hacía la profesora.

Te vas a enterardijo Arturo a mi espalda. En el recreo me las vas a pagar.

Nuevamente vino a mi mente la imagen de Arturo huyendo a toda velocidad de mí, con las manos cubriéndose la deformada nariz, de la que emanaba la sangre como si alguien, yo, hubiera abierto un grifo. No pude contenerme y la risa que brotó de mi garganta retumbó por toda el aula.

¡Alejandro Blasco!me recriminó la Campos. No quiero oír ni un solo ruido. Al que vuelva a hablar lo mando al despacho del director.

Tragué saliva con fuerza para frenar la siguiente carcajada que ya notaba subiendo por mi garganta.

Perdón, señoritalogré decir. A mi alrededor noté algunos murmullos y unas cuantas risitas.

La Campos siguió pasando lista.

Alguien, desde atrás, me pasó un cuadradito de papel. No vi quién fue.

Estaba plegado numerosas veces hasta quedar reducido a poco más de un centímetro de grande. Lo desdoblé, disimulándolo entre mis manos para que la Campos no lo viera, y leí lo que alguno de mis compañeros había escrito:

“Te veo en el recreo, en la casita tras el tobogán. No faltes. Es importante”

Me giré y miré las caras de los que se sentaban detrás de mí. Estudiando cualquier detalle que pudiese orientarme sobre la identidad del autor de la nota. Me sentía desconcertado. ¿Habría sido Arturo?, bien me había amenazado ya de que me iba a pegar en el recreo. Pero lo de escribir notas no era su estilo, ni siquiera estaba seguro de que supiera escribir y esa nota estaba escrita sin faltas de ortografía, incluidas comas y puntos. No, no podía haber sido Arturo. ¿Entonces quién?

Directamente detrás de mí se sentaban Ana, la más pija y empollona de la clase y su amiga Rebeca. Ninguna de las dos se arriesgaría a que la Campos la pillara pasando notas en medio de una clase.

Tras ellas estaba Arturo con su lacayo Jorge. Tampoco me imaginaba a Jorge mandando y mucho menos escribiendo notitas. Además, este sólo hacía lo que Arturo le decía, no tenía iniciativa propia. ¿Quién sería el autor de la nota?

Observé al resto de mis compañeros. A la mayoría los conocía de cursos anteriores, sólo había dos alumnos nuevos ese año en mi clase. Un niño bastante gordo llamado Gonzalo, que sólo era cuestión de tiempo que se convirtiera en un nuevo objetivo de Arturo y sus secuaces. Y una niña muy enclenque, que aún no había hablado con nadie desde que empezara la clase. Tenía el pelo muy negro que contrastaba con la palidez de su piel. Llevaba un largo vestido, también negro, con una tira de tela blanca en la cintura, a modo de cinturón.

¡Señor Blasco!me gritó la Campos. Con un dedo se recolocó las gruesas gafas que descendían constantementesu tabique nasal. Ya no te aviso más veces, la próxima vez que te vea distraído te mando al despacho del director.

Sobresaltado me enderecé en la silla, con las manos sobre el pupitre. No dije nada y esperé en silencio que la Campos se olvidara de mí y continuara la clase. Nuevas risitas de mis compañeros sonaron a mi alrededor.

La Campos volvió a la pizarra donde había escrito una serie de números y continuó explicando algo sobre una propiedad numérica.

Saqué mi cuaderno y comencé a tomar notas. Desafortunadamente no me enteraba de nada, mi mente volvía constantemente al contenido de la nota que aún no sabía quién me había escrito.

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