CAPÍTULO 16
Arnie Pittman estaba francamente decepcionado. Podía pensar que no importaba qué trabajo le encomendaran, porque estaba seguro de que de una forma u otra, Dick Monckton se encargaría de que obtuviera la estrella de almirante; pero no había encontrado la emoción de los viajes al extranjero ni las misiones secretas que había prometido a su esposa; y ella había vuelto a su antigua cantilena de que era un fracasado. Para que dejara de importunarle, terminó por ponerla al corriente del asunto sobre la China en el que estaba trabajando. Según él, el Presidente nunca confiaría un proyecto altamente secreto de política exterior a cualquier viejo rocín de la Armada; ¿en qué cabeza podía caber una cosa así? Aquello la había hecho callar; pero, al mismo tiempo, Pittman sabía que ella le había dicho una verdad como un templo.
Solía asistir a banquetes, recepciones y reuniones de Washington, y allí todos sabían que él era el VCIA. Como Vicedirector de la CIA, se le hacía objeto de todo el ceremonial que requería su alto rango; pero con frecuencia le hablaban unos u otros de cuestiones de la Compañía — gente del Departamento de Estado u hombres del DOD — de las que no tenía ni idea. ¿Qué demonios había de decir él? Resultaba que personas totalmente ajenas a su mundillo profesional sabían cosas de su agencia de las que él jamás había tenido noticia. Los reporteros le hacían preguntas sobre la CIA, e incluso utilizaban nombres cifrados de la Compañía. Si algunas de aquellas dichosas periodistas, ya entradas en años, sabían lo bastante como para hacer una pregunta sobre «Cortocircuito», ¿por qué no había de estar informado el VCIA? ¡Debía conocer, por lo menos, los nombres cifrados! Menos mal que existía siquiera un tema del que sabía algo: la apertura hacia la China.
En una cena que el senador Garfield Parson dio en su casa, la compañera de mesa de Pittman — la esposa de un banquero de Nueva York, que había visitado recientemente la Europa oriental con su marido — preguntaba qué grado de efectividad podría tener el telón de acero ruso, y si lograban contener verdaderamente a los húngaros. Y Pittman le encajó unas cuantas historias sobre las relaciones de Rumania con la República Popular China que le interesaron y sorprendieron. En realidad, aquello no respondía a las preguntas sobre el telón de acero ruso; pero era lo único que él conocía lo bastante bien de la Europa oriental. Además, ¿cabía esperar que todo un Vicedirector de la CIA se iba a quedar allí sentado sin decir ni pío?
En un almuerzo, dado en el Departamento de Estado, en honor del sustituto del Primer Ministro de Yugoslavia, el VCIA deslumbró al miembro más reciente de la Junta de Gobernadores del Sistema de Reserva Federal con una explicación sobre las actividades de la China en India y Pakistán respecto a la adquisición de materias primas.
En la ciudad de Washington hay muchas personas que se dedican a escuchar a hombres que, como Arnie Pittman, sienten la necesidad de inflar la importancia de su trabajo. Tales declaraciones constituyen una mercancía que se compra, vende o cambia por algo.
Algunos reporteros perspicaces empezaron a recibir retazos e indicaciones sueltas del trabajo sobre China, al poco tiempo de hacerse cargo de él Arnie Pittman. Como Arthur Perrine sólo había conseguido datos y fragmentos incompletos, no publicó nada en «El hurón federal»; pero empezó a confeccionar un fichero basado en la hipótesis provisional de trabajo de que Carl Tessler preparaba algún proyecto en relación con la China Roja.
También la Agencia de Seguridad Nacional llevaba un fichero de lo que el VCIA iba divulgando por la ciudad sobre la China. Los miles de funcionarios gubernamentales de la NSA son atentos oídos que escuchan las transmisiones electrónicas de otras personas dentro y fuera de naciones tanto amigas como hostiles; escuchan en los teléfonos, aparatos de radio, teletipos, microondas y télex. Los datos así obtenidos en todo el globo por la NSA son vertidos en ordenadores gigantes, para su análisis y almacenaje en categorías clasificadas. Una instalación de la NSA de este tipo, situada en la campiña de Maryland, presta particular atención al tráfico electrónico entrante y saliente de las embajadas extranjeras en Washington, alimentando copia cifrada en ordenadores especiales diseñados para análisis criptográfico.
No había transcurrido mucho tiempo desde que Perrine empezó a saber lo que Pittman decía tanto a sus compañeros de mesa como a los banqueros centrales, cuando un artefacto de esta base de la NSA en Maryland interceptó una transmisión de información rutinaria del embajador del Japón a su ministerio de asuntos exteriores; el embajador, Minoru Yamasaki, comunicaba que su ministro-consejero había participado la noche anterior en una conversación con el capitán Arnold Pittman en la Oktoberfest anual en la embajada alemana; en ella habían oído al VCIA comentar que «otras naciones solían ayudar a los Estados Unidos en sus difíciles esfuerzos diplomáticos, y que su amigo el Presidente de los Estados Unidos estaba personalmente agradecido por aquella ayuda». El ministro-consejero creía que Pittman utilizaba a Asia como contexto, refiriéndose posiblemente a una resolución sobre la guerra; se decía asimismo que, en una conversación distinta, sostenida aquella misma noche, el VCIA había demostrado una amplia y precisa familiaridad con ciertos procedimientos de gobierno interno de Rumania, permitiendo deducir a quienes le escuchaban que el Gobierno rumano estaba mediando con la URSS o la República Popular China, o tal vez con ambas, en nombre de los Estados Unidos.
El complejo programa del ordenador de la NSA estaba diseñado para seleccionar automáticamente ciertos temas, con el fin de que los analistas de dicha agencia entresacaran, a su vez, el material válido de la gran cantidad de tráfico interceptado. Como la transmisión japonesa incluía tres de estos temas programados, entre los que figuraba una posible transacción de la CIA, fue impresa automáticamente y entregada en propia mano al general F. R. Hill, que era el Director de la NSA. Éste leyó la copia de principio a fin dos veces, y luego llamó inmediatamente a Carl Tessler a la Casa Blanca. Tessler escuchó en silencio el escrito, en el que se describía la evidente indiscreción del capitán cometida la noche anterior, colgó el auricular con deliberada parsimonia, y a continuación su cólera estalló espectacularmente.
Cuando Tessler montaba en cólera, era siempre como la actuación de un solista, pero nunca sin auditorio. Había recibido la llamada de Hill estando solo, trabajando ante una montaña de documentos atrasados. Sin poder apartar ahora a China y Arnie Pittman de su pensamiento, Tessler separó con un brazo el montón de papeles, y se lanzó a la puerta. Tenía no sólo un interfono, sino también un zumbador para enlazar con su ayudante administrativo Junius Leach; pero, en los momentos de tensión nerviosa, le resultaba imposible acordarse de usarlos.
—¡Leach! — gritó con su voz profunda —. Leach: ¿podrá usted dejar sus sublimes obligaciones para concederme una pequeña porción de su precioso tiempo?
Las tres secretarias que había en la oficina continuaron escribiendo sin levantar la vista de sus máquinas.
—¿Podrá usted hacerme el inapreciable favor...?
Un hombre alto y pálido salió a la puerta de su cubículo, apartando primero los largos cabellos que le tapaban los ojos, y colocando después en su sitio las gafas de aro de plata, que llevaba bajas sobre la nariz.
—¿Diga, señor...?
—¡Entre, señor Leach!
Tessler se dio la vuelta y se acercó al extremo más próximo de su escritorio. Junius Leach y la secretaria de Tessler cruzaron intensas miradas de aprensión. Cuando el joven hubo entrado, ella fue a la puerta y la cerró, dejándola bien encajada, al tiempo que contenía una sonrisa.
—¿Dónde lo ha puesto usted? ¿Cómo puede uno trabajar en estas condiciones, si se puede saber?— gritó Tessler aún más alto, al observar que la puerta estaba cerrada —. Ocupa usted este puesto porque la gente que trabaja para el gobernador Forville dijo que era inteligente. Obtuvo usted buenas notas en Harvard, por lo que yo tenía derecho a suponer que era un joven brillante. Pero si he de serle franco, ¡no lo veo por ninguna parte! Si tuviera un mínimo de inteligencia, se anticiparía a mis necesidades más patentes, pero ¡quia! ¡El material con que prepararme para los compromisos de hoy no está aquí!
Cogió un puñado doble de papeles de su escritorio, y se los tiró a Leach. La mayor parte cayó al suelo, y el aturdido ayudante comenzó a recogerlos, levantando la vista de vez en cuando.
—Señor... — empezó a decir, no muy seguro.
—¡Basta! No sirve usted. Yo ya lo sabía desde el primer día. Recoja sus cosas. No puede continuar aquí por más tiempo. Antes de marcharse, dígale a Castle que venga. Hasta un ignorante militar del Sur como él tiene más sentido que usted.
—Es que está en Tailandia. Usted le mandó...
—¡Ya sé dónde está! — gritó Tessler, dando una fuerte palmada sobre los paneles de la pared —. ¿Cree usted que no me doy cuenta de lo que está pasando aquí, jovencito? Lo he comprendido todo. He comprendido perfectamente la conspiración que existe aquí para anular mis afanes de conseguir la paz del mundo... Sí, por parte de usted y el resto del personal... Lo he comprendido muy bien.
—Eso sí que no, señor... — replicó Leach, sintiéndose agraviado.
No por estar acostumbrado a estas diatribas, podía siempre aguantarlas en silencio.
Tessler le ordenó que se callara con un movimiento de la mano, y se dejó caer pesadamente en la butaca de su escritorio.
—Sus estúpidas negativas no sirven de nada — dijo, mientras con una mano se despeinaba completamente —. Parece que estoy condenado a intentar servir a mi patria adoptiva estorbado y saboteado una y otra vez por bribones y tontos. Pues bien, ¡esto se ha acabado!
Dio un manotazo sobre el escritorio, y al momento empezó a notarse en su voz un tono de compasión por sí mismo.
—¡Debo contar con alguna ayuda! ¿Por qué no me ayudan ustedes?
—Si yo lo intento, doctor Tessler. Créame que lo hago — respondió Leach con gravedad, pero resignado.
Tessler cogió el teléfono, y dijo de modo espectacular:
—Póngame con el Presidente — e inmediatamente rectificó —. ¡No... espere! Anule la llamada.
Miró a Leach y le preguntó:
—¿Dónde está la copia de la NSA? ¿Cómo podría hablarle de ella al Presidente sin tenerla en mis manos? ¿Qué ha hecho usted con ella?
Y a continuación bajó la voz, y murmuró:
—¿Cuánto tiempo más voy a tener que trabajar sin ayuda de nadie?
—¿Una copia, dice usted? ¿De la NSA? No recuerdo haber visto ninguna — contestó Leach.
—¿Lo ve? Tendré que pasarme todo el día buscándola yo mismo. ¡Pero lo haré! Se trata de algo de suma importancia.
Tessler se puso en pie de un salto, y abrió la puerta.
—¡Carol: suspenda todos mis compromisos! Este joven idiota no encuentra la copia.
Cerró de nuevo la puerta, y se encaró con Leach.
—No le despido a usted. Así sería todo muy fácil. No se irá de aquí dejando mis asuntos patas arriba; debe reparar los estragos que ha causado. Le he colocado a usted en la Casa Blanca, y ¿cuál es su gratitud? ¿Cómo puede marcharse sin organizar las cosas para su sucesor? ¡Eso me debe usted, al menos!
—Sí, señor — dijo Leach.
Tessler bajó la voz.
—Hágame el favor de reflexionar sobre la tarea que me he impuesto, joven. Me he comprometido a lograr un equilibrio entre las fuerzas contendientes de la humanidad. Una era de paz: ése será mi legado al mundo. Pues bien, ahora piense en los obstáculos que se amontonan cada día en mi camino: ese infatigable megalómano que hay abajo junto al vestíbulo, el inaguantable cretino que él escogió, y que se hace pasar por Secretario de Estado, este edificio lleno de chiquillos parlanchines... ¡y usted, Leach! Mi ayudante; mi mano derecha. ¡El mayor obstáculo de todos! Ahora veo que me he equivocado... la paz mundial está antes que los sentimientos de su madre. ¡He decidido que se vaya ahora! Cuando ella le diga cuánto sufre por esto, respóndale que le eché por la paz del mundo; eso deberá consolarla.
En aquel momento llamaron a la puerta con los nudillos, y la secretaria de Tessler, Carol Carlson, entró con un sobre.
—El mensajero del general Hill acaba de traer esto de la NSA, doctor Tessler. Y el camarero le ha traído a usted la bandeja con su almuerzo.
Tessler se quedó como un niño ofendido.
—Pero, Carol: ¿cómo piensa usted que voy a querer comer? Déjelo en el escritorio. Será la última comida del señor Leach en la Casa Blanca. ¿Y por qué no? Me ha quitado todo lo demás — me ha chupado la sangre —. ¿Por qué no había de comerse mi comida también? ¡Coma, Leach! Carol, ¿cuál es mi próxima cita?
—Debía haber sido con el Subsecretario de Estado y el embajador de Taiwan, para el problema de los textiles. Pero la anulé.
—¿Que la anuló? ¿Usted ha hecho eso? ¡Si es de suma importancia que los reciba! ¡Debemos continuar esas negociaciones!
La señorita Carlson salió, mostrando en su cara una tolerante sonrisa, y volvió a cerrar bien la puerta. Tessler abrió el sobre, se sentó a su mesa y empezó a comer vorazmente un grueso pedazo de rosbif de un plato que había en la bandeja. Leach se quedó contemplándole.
—Gott in Himmel! —murmuró Tessler.
Mientras su jefe leía, Junius Leach inició un silencioso acercamiento a la puerta, pero Tessler clavó en él una mirada iracunda.
—¡Oiga usted, Leach! Su deber es protegerme, ¿no? Advertir los peligros, prevenir las traiciones... ¿No es así?
—Supongo... — murmuró Leach.
—¿Y qué es lo que ha hecho usted para prevenirme contra ese Pittman?— volvió a gritar el ex catedrático, esta vez agitando la copia que acababan de entregarle —. Ese individuo va a dar al traste con todos nuestros afanes respecto a la cuestión china. ¿Y ha dado usted la alarma? ¡Quia, no señor! ¿Para qué sirve usted entonces? Yo creo que para nada. ¡Dígamelo si puede! ¿Qué me ha dicho de Pittman? ¡Vamos, hable! ¡Ah! Se calla usted. Aquí no puede haber un sitio para usted, Leach. Nadie va a negar que tengo razón en eso.
Tessler cogió la cuchara, y atacó con decisión el segundo plato, que consistía en un helado, tras de lo cual se encorvó sobre su escritorio, y añadió:
—¡Váyase de mi vista! ¡Está despedido! No me sirve para nada en absoluto. ¡Ah! De paso que sale, dígale a Carol que venga para que le dicte. Y búsqueme el archivo sobre Rumania; he de tenerlo aquí. Y el archivo sobre los textiles... antes de que llegue Cooper. Y ocúpese de que tenga listo para esta noche el traje de etiqueta. Supongo que tendré ropa interior limpia. ¿Podrá hacerme, al menos, esto?
—Sí, señor — contestó Leach intentando serenarse, al tiempo que salía del despacho.
Cuando volvió Carol Carlson, Tessler le dictó serenamente un memorándum para el Presidente, mientras sostenía en una mano la arrugada copia de la NSA. La tempestad había amainado, y el espectáculo había concluido. El ex profesor estaba más tranquilo.
WASHINGTON
Procedencia: Carl Tessler
Su Vicedirector del Servicio Secreto y de Contraespionaje, el capitán Arnold Pittman, de la Armada de los Estados Unidos, ha puesto en peligro, al parecer, nuestro conducto rumano para las negociaciones con la República Popular China. Dichas negociaciones pueden estar llamadas a fracasar, a causa de la manía de los chinos en que permanezcan en el secreto.
Adjunto le remito una copia de la interceptación, llevada a cabo por la NSA, de una transmisión de la embajada del Japón, en la que se describe la indiscreta conversación de Pittman con el ministro-consejero japonés. Aparte de este lamentable atentado a la seguridad, el trabajo de Pittman en la CIA, en lo que se refiere a la cuestión china, me ha parecido uniformemente deficiente.
Recomiendo que se le excluya de la cuestión china inmediatamente, y se le encomiende otro trabajo menos delicado. No le considero capaz de desempeñar trabajos de información secreta. No debiera pertenecer a la CIA.
Ordinariamente, no le molestaría a usted con un asunto personal de esta naturaleza, pero, si así lo hago, es porque usted participó en su selección y nombramiento.
C. T.
Aprobado...
Reprobado...
Hable conmigo...
Adj.: copia NSA
Ct/cc
El memorándum fue prontamente mecanografiado y presentado a Tessler, para que garabateara sus iniciales sobre el nombre ya escrito a máquina. En el ángulo superior derecho había sido cosido, con grapas, un cartón rojo de unos seis centímetros cuadrados. Se mandó llamar a un mensajero del sótano del Ala Oeste, y la secretaria de Tessler le entregó una hoja de ruta fotocopiada y el memorándum para el Presidente. El joven mensajero negro miró la hoja, y se dirigió a la escalera más próxima; tan pronto como estuvo en el hueco de la escalera, y comprobó que nadie le veía, leyó el memorándum de Tessler y el documento adjunto, que puso a continuación dentro de un sobre de papel Manila de color canela, que llevaba. Cruzó el abarrotado corredor que había al pie de las escaleras, mirando a su alrededor con aire inocente, y en la puerta más próxima de la cuarta planta, en el Edificio de la Oficina Ejecutiva, entregó el memorándum a una escribiente de la Secretaría del Consejo de Seguridad Nacional, la cual hizo dos fotocopias, y las selló con la fecha, la hora, y un número de registro del NSC. Una vez escrita la entrada en el libro mayor y preparado un fichero, la oficinista le puso una etiqueta, en la que escribió a máquina: 10939-111569-CT-Pittman-RPCH-Revelación secretos.
Un mensajero del NSC, que era amanuense de la Armada, de paisano, llevó el memorándum original al despacho del Secretario de Personal de la Casa Blanca, situado en el sótano del Ala Oeste; también él lo leyó por el camino. Se hizo cargo de él otro escribiente, que sacó otras dos fotocopias y, siguió el mismo proceso de registro y, debido al marbete rojo cosido al memorándum, llevó el original, por unas escaleras, a la secretaria del Jefe de Personal, Frank Flaherty.
Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos de que Carl Tessler hubiera escrito sus iniciales en el memorándum, éste fue guardado en una carpeta de color granate brillante, y dejado sobre el escritorio de Flaherty. Quince minutos después, la carpeta quedó sobre la mesa que había detrás del escritorio del Presidente, junto al busto de Theodore Roosevelt. El Presidente se encontraba sentado ante su escritorio, con los pies descansando sobre una esquina de éste, en compañía de T. T. Tallford, acomodado en una silla situada a la izquierda del escritorio, y Lars Haglund, que reposaba en la silla colocada frente a la butaca de Monckton.
Tuckerman T. Tallford estaba siempre seguro de sí mismo. Richard Monckton, que tenía una verdadera manía a las iniciales, era la única persona de la Casa Blanca que le llamaba «Tuck». Sabía que podía contar con Tuck Tallford, que no regatearía las predicciones optimistas y las palabras tranquilizadoras, cuando el resto del personal de la Presidencia le criticara y se enfrentara con él. Además, Tallford era un tipo duro, de los que no sienten escrúpulos ante una misión desagradable; y el Presidente necesitaba un hombre así. Él era quien había sugerido esta entrevista con Lars Haglund, el ex agente de la CIA. Como es natural, dicha entrevista no había de figurar en el registro diario de citas del Presidente, ni tampoco los tres hombres hablarían de ella a otras personas. Tallford había decidido utilizar a Haglund cada vez más para las misiones que Monckton le encomendaba, y se lo había presentado como un hombre digno de confianza, a quien valía la pena conocer.
—Me dice Tuck que ha conseguido usted someter a una estrecha vigilancia a Perrine — dijo el Presidente dirigiéndose a Haglund —. En cierto modo, es lamentable que tengamos que hacer esto con él, pues nos ayudó efectivamente en la campaña; pero no podemos dejar que eso influya en nosotros. Tú lo comprendes, ¿verdad, Tuck?
—Sí, señor Presidente. Es ésta una crisis constitucional en la que, para proteger a la Presidencia, tal vez tengan que disiparse algunas de las viejas amistades.
—Exactamente — dijo Monckton, y, volviendo la cabeza ligeramente hacia Haglund, empezó a quitarse el voluminoso reloj de pulsera—. Comprenderá usted, Lars, y acaso no sea necesario explicarle esto a un hombre con veinte años de experiencia en misiones de información secreta; pero conviene que nos aseguremos de que vamos a estar de acuerdo y en qué. Este Gobierno se ve asediado por cuatro desgraciados que no aman a su patria, y que son los ideólogos. Si pudieran, destruirían nuestras instituciones; no tienen verdadero interés por el bienestar de la nación. Lo único que le mueve es la realización de sus objetivos izquierdistas en educación, sanidad o bienestar social, o en cualquier otro campo de actividades. Y me odian, porque saben que trataré de contenerlos.
Mientras hablaba, el Presidente abrochaba y desabrochaba la correa de su reloj, sin mirar apenas a sus interlocutores.
—No me importa que me odien. Además, comprendo lo que les pasa; soy el primer Presidente en este siglo por quien se sienten verdaderamente amenazados. Me odian porque me temen. Y tienen motivos fundados para temerme, pues pienso desarraigarlos. Personalmente, me tiene sin cuidado que me sean desleales.
Monckton tenía en ambas manos el reloj, mirándolo fijamente.
—Pero la burocracia federal sí que no puede ser desleal al Presidente o a la nación. He llegado a la conclusión de que su deslealtad ha alcanzado tal magnitud, que amenaza gravemente nuestro sistema constitucional, e incluso a la patria.
—Esos malditos traidores — dijo, dirigiendo una rápida mirada a Haglund, para observar su reacción a la palabra — obstruyen nuestros nuevos programas en los departamentos y agencias, porque no están de acuerdo con la ideología del Presidente. Pero no son elegidos. Entiéndase que la Constitución dispone que el Presidente sea elegido por todo el pueblo; él es el único... a excepción del Vicepresidente, por supuesto, que no es más que la cola de la corneta. Pero esos cerdos que tenemos por aquí obstaculizan todo lo bueno que intentamos llevar a la práctica. Tuck lo sabe bien, pues hace años que lucha contra ellos. ¿Verdad, Tuck?
La respuesta de su ayudante fue automática y enérgicamente afirmativa.
—Cierto, señor Presidente. Son insidiosos. Sonríen y dicen «Sí, señor», y, en cuanto están otra vez en sus asquerosos cubiles, le arrancan a usted la piel a tiras. Hasta que no se les haya desarraigado, no va a poder hacer nada positivo.
—Y en lo que se refiere a la política exterior, ocurre lo mismo — continuó Monckton —. A esos desgraciados del Departamento de Estado no les gusta la idea de una Casa Blanca de mano dura en política extranjera. Es más, la odian; por eso se revuelven, chillan y revelan secretos por todas partes, para torpedearla. Lo que sólo los mundanos de la Casa Blanca y unos pocos más saben es que se están cargando también la Presidencia, es decir, la capacidad del Presidente para cumplir con sus deberes constitucionales en lo tocante a la política exterior. ¿Vamos a dejarles que hundan la Presidencia? La nación espera de nosotros que lo evitemos; y ahí es donde surge la necesidad de un trabajo tan importante como el que ustedes llevan a cabo.
Monckton hizo una pausa, y miró directamente primero a uno, y luego al otro.
—Tenemos que saber lo que el enemigo está tramando — continuó —. Y no podemos confiar ni en el FBI ni en los demás para que lo averigüen. Es desgraciadamente cierto, aunque la mayoría de la gente no lo comprendería, que el FBI no nos va a servir de mucho en esta lucha. Nunca debemos olvidar que mi viejo amigo Elmer Morse es, en el fondo, un burócrata. Eso sí; como leal, lo es: haría casi cualquier cosa por mí — que he dicho «casi», Tuck.
Tallford y Monckton cruzaron una sonrisa de mutua comprensión.
—Ahora comprenderá usted, Lars, que tuvimos que pedirle que vigilara a los columnistas porque no podíamos correr el riesgo de poner a Morse en una situación de, digamos, conflicto de intereses. Resulta que él tiene otras viejas amistades en esta ciudad, aparte de la mía; es el caso de Arthur Perrine, por ejemplo, que es, o era en otro tiempo, íntimo amigo suyo. Puede suponerse que en estas condiciones, y tal como están las cosas, no voy a permitirme el lujo ahora mismo de poner a prueba la lealtad de Elmer Morse. Debemos, por tanto, hacer algunas de esas cosas con nuestro propio personal. ¿Se ha conseguido ya averiguar algo con la interceptación de Perrine?
Tallford y Monckton miraron a Lars Haglund, que empezó a hablar, carraspeó, y dijo rápidamente
—Poca cosa de las revelaciones de información secreta, señor Presidente, excepto que alguien ha puesto sobre aviso a Arthur Perrine de que el FBI está interviniendo los teléfonos de los periodistas y del personal de la Casa Blanca.
—¿Dónde demonios se ha enterado de eso?— preguntó Monckton con evidente indignación.
—Ha debido de ser alguien del FBI. Pero como él aún no sabe nada en concreto, no se atreve a divulgar lo poco que ha llegado hasta sus oídos.
—Tuck, no podemos dar lugar a que eso se sepa. ¿No habrá una manera de que Perrine no consiga más información?
—Creo que sí. Lars podrá saber cuál es su fuente en el FBI bastante pronto, y, una vez sepamos quién es, nos encargaremos de disuadirle. Y puede que averigüemos algo substancioso de Perrine. ¿Quién sabe lo que pasará en el despacho particular de ese sujeto en estos días?— al decir esto, Tallford esbozó una sonrisa —. Quizás logremos persuadirle de que cumpla con sus deberes patrióticos.
—¿Qué crees que hará allí dentro, Tuck?— preguntó Monckton.
—Bueno, lo cierto es que circulan muchos rumores de que es de la acera de enfrente. Y sí que lo parece, así que podríamos tener suerte.
—¡Hum! — gruñó Monckton, mientras abrochaba la correa de su reloj —. Hace tiempo que yo tengo esa sospecha. Bob Bailey me dijo que a él le echó un tiento en una ocasión, hace algunos años. Pudiera ser.
El Presidente bajó los pies al suelo, se puso en pie para estirarse la chaqueta, y volvió a sentarse.
—Quería hablar con usted — le dijo a Haglund — de la situación de Cravath en California. Puede que Tuck ya le haya puesto en antecedentes de algo; pero quiero dejar bien claro que lo considero un asunto de suma importancia para la seguridad nacional. ¿Por qué? Pues porque está estrechamente relacionado con la paz en el Cercano Oriente, y una guerra allí podría extenderse rápidamente hasta enfrentar a esta nación con la Unión Soviética en una guerra atómica. No sé si sabrá usted que John Cravath perteneció a la Eagle-Arabian Oil durante muchos años antes de retirarse, tras de lo cual se dedicó a la política. Aparte de ser inmensamente acaudalado, según me informan, la campaña para ser gobernador, que está llevando a cabo en California, se la financian generosamente los árabes. Nuestros amigos judíos —y, al decir «amigos», Monckton recalcó la palabra con cierta ironía— harán todo lo que puedan para que fracase en sus esfuerzos, si se puede probar esa relación con los árabes, ¿no es así, Tuck?
—Sí, señor. Algunos de los sionistas acérrimos de la televisión, como Meyer Gold, le aplastarían. Pero antes de acudir a ellos para que nos ayuden, tendremos que contar con pruebas concluyentes. Cravath es un tipo muy zalamero, y ahora tiene a los de la televisión californiana en el bolsillo. Además, su papel sube cada vez más en las encuestas electorales de día en día; si en el otoño próximo consigue ganar las elecciones para gobernador de California por un margen amplio, cuando, dentro de dos años, usted se presenta a la reelección, será un competidor suyo.
Monckton miró nuevamente a Lars Haglund, y dijo:
—Pero debe usted comprender que los aspectos políticos del problema son muy secundarios. Cravath puede o no puede ser un fuerte candidato a la Presidencia; no piense que eso altera en lo más mínimo mis líneas de conducta en mi cargo. Me importa un rábano a quién van a ponerme enfrente en las próximas elecciones; pero debo decidir lo mejor para la nación. Que caigan donde puedan las desportilladuras políticas. Ahora bien, si los árabes intentan comprar la Presidencia por medio de John Cravath, eso es ya otro cantar; en eso yo tengo un deber constitucional que cumplir. ¿Es eso, o no, Tuck?
—Es lo que usted dice, señor Presidente. La Constitución dispone que usted intervenga, para impedir la subversión de la institución de la Presidencia. Lo mismo que si intentaran comprar a un general o a un almirante.
—¿Lo ve usted?— dijo Monckton —. Encontramos aquí, una vez más, que la cuestión es demasiado delicada como para encomendársela al FBI o a la CIA. Como sabe, el FBI está haciendo revelaciones indiscretas a la prensa, y si una de éstas hiciera referencia prematuramente a nuestra sospecha de la relación entre Cravath y los árabes, se me acusaría a mí de difamación política; y al final él saldría ganando de todo ello. Así que nadie debe conocer nuestras sospechas, mientras no tengamos pruebas concluyentes. Y bien, ¿cómo vamos a conseguir tales pruebas contra Cravath?
—Lars ha formado un buen equipo — dijo Tallford, al tiempo que abría una carpeta —. Creo que han demostrado su valía este mes. Uno de ellos es un italiano de Nueva Jersey, que nosotros usamos secretamente en la campaña; y el otro es de Durham (North Carolina). Sería casi imposible identificarlos. Y en cuanto al equipo electrónico, la CIA le va a proporcionar a Lars el material necesario. Pueden empezar a trabajar, para averiguar lo que necesitamos saber de John Cravath en cuanto se lo indiquemos. ¿Verdad, Lars?
—Sí — contestó Haglund —, pero yo quisiera hacer algunas indagaciones antes sobre Cravath y su organización, señor Presidente, y también sobre su antigua compañía petrolífera y sus relaciones con los árabes. Necesito saber qué es lo que debo buscar; pero eso podría llevarme algunas semanas.
—Tómese todo el tiempo que necesite — dijo Monckton en voz alta y en un tono muy jovial —, todo el tiempo que necesite. Y recuerde que nos interesa cualquier cosa que logre desenterrar de la vida de Cravath. Es lo que se dice un tipo subversivo, ¿sabe? No a favor de los rusos; eso ya no está de moda. Pero va a intentar subvertir la Presidencia para sus propios intereses egoístas. Nuestro deber ante la nación es combatirle con todos los medios a nuestro alcance; así que no retroceda usted ante nada, y averigüe todo lo que pueda. Es un hombre bien parecido, y tal vez sea mujeriego; vigile a su secretaria. Es, además, un tipo con mucha aceptación entre las estrellas cinematográficas, sobre todo las liberales; algunas de esas chicas de Hollywood son como perras en celo, así que podría usted averiguar con quién pasa las noches. Y su hija, que es una de ellas, está casada con un profesor hippie de no sé qué centro de enseñanza de Colorado; probablemente vivan en una comuna donde lo normal sea cambiar de pareja.
—De la hija sabemos muchas cosas, señor Presidente — dijo T. T. Tallford sonriendo.
En aquel momento, se abrió silenciosamente la puerta del nordeste, y un hombre ajado, de mediana edad, con dos cámaras Nikkon automáticas colgadas del cuello con correas, se deslizó sin hacer ruido a lo largo de la pared este del Despacho Ovalado. Cuando Tallford explicaba con detalles, jocosamente, el género de vida retirada que llevaba la hija de Cravath, el fotógrafo de la Casa Blanca hizo su trabajo rutinario, que consistía en veinte fotos en blanco y negro y seis en color, todas rápidas. El Presidente estaba en reunión de trabajo con su personal, y entraba dentro de los deberes de Willy Fuhrman asegurarse de que todas las entrevistas de este tipo formaran parte de la biografía filmada de Richard Monckton. Cuando hubo cerrado despacio la puerta curvada tras de sí, la secretaria que estaba de servicio en el pequeño despacho que había entre la Sala del Gabinete y el Despacho Ovalado le entregó una hoja de papel, en la que se especificaba la fecha, la hora, y los nombres T. T. Tallford y Lars Haglund (personal). Únicamente Lars Haglund había visto salir al fotógrafo, que fue, en cambio, para Tallford y Monckton una especie de mueble fijo, que podía pasar inadvertido.
—¿Y estás seguro de que están casados, Tuck?— preguntó el Presidente.
—Sí, señor. Se ha comprobado. Tienen la licencia matrimonial y todo eso.
—Verá usted — dijo Monckton mirando a Haglund—. Muchos de esos jóvenes hippies empiezan viviendo juntos sin ninguna ceremonia o nada que se le parezca. Si leemos la historia de las grandes naciones (y me parece que yo he leído tanta como cualquier Presidente, a excepción tal vez de Tommy Wilson), veremos que su caída estuvo casi siempre asociada a dos causas principales de corrosión social: en primer lugar, el uso de drogas; y en segundo lugar, el debilitamiento de la institución matrimonial. Por esta razón, yo soy tan chapado a la antigua y tan estricto. Si un hombre quiere joderse a su secretaria, ¿por qué ha de disgustarse el Presidente de los Estados Unidos?
Monckton se preguntaba si no habría sido demasiado indelicado. Claro estaba que Haglund pertenecía ya a su plantilla de personal; pero era la primera vez que hablaba con él. Decía palabrotas en su despacho en muchas ocasiones, si bien sólo ante ciertos miembros de su personal, ya que a otros no se les podía dar tal confianza; usar con ellos un lenguaje demasiado vulgar podía inducir a que olvidaran la insalvable distancia que los separaba del Presidente. Pero los hombres como Flaherty y Tallford nunca intentaban acortar dicha distancia, por lo que podía permitirse usar el lenguaje que le placiera con ellos. Monckton se preguntó qué clase de hombre sería Haglund.
—¿Por qué cree usted que puede importarme que su anterior jefe de la CIA, Martin, sea acusado de adulterio?— siguió diciendo el Presidente —. Se lo voy a explicar con la mayor claridad: es el Director de la CIA, o sea, un alto funcionario del Gobierno. Nos guste o no, su conducta se toma como ejemplo por parte del pueblo; y el concepto que nuestro pueblo pueda tener de la santidad del matrimonio influirá considerablemente en la supervivencia de EE. UU. como una gran nación. Lo mismo sucede con los actores cinematográficos, directores de periódicos y otros ante la opinión pública. Es la lección que nos enseña la historia, señores, y no podemos olvidarlo. Por eso es por lo que no puedo permitir que se sienten en esta butaca hombres como Cravath. ¡Ahí tienen a su hija! ¿Qué les parece? Eso quiere decir que ese individuo no comprende la moraleja de la historia. Pocos hombres de la vida pública la comprenden; creen que es una cosa muy moderna y muy popular eso de dejarse el pelo largo, vivir con sus secretarias y fumar un poco de marihuana en las reuniones. Todos esos diputados jóvenes llevan una vida así, ¿verdad, Tuck?
—La mayoría sí, señor.
—Pues deberían leer la historia —dijo Monckton moviendo la cabeza de un lado a otro —; allí está todo. Bien, Lars, en sus manos lo dejo ahora. Está usted desarrollando una labor excelente.
El Presidente se puso en pie, y los otros le imitaron.
—Naturalmente, no dejará usted de comunicar a Tuck las incidencias que vayan surgiendo. Creo que él y yo nos vemos y hablamos una veintena de veces al día; así que de ese modo sabré cómo marcha la cosa. Tuck: estate muy atento a lo que se pueda averiguar de esas revelaciones del FBI a Perrine; podría ser un asunto muy serio.
—Así lo haré, señor Presidente, aunque no creo que haya por qué preocuparse por eso; puedo solucionarlo.
—Ésta ha sido nuestra primera entrevista, Lars —dijo Monckton con una afabilidad estudiada —, y a mí me gusta dar siempre a uno de mis hombres un pequeño recuerdo de su primera visita.
Abrió un cajón del escritorio de Roosevelt, del lado de los visitantes, y revolvió un momento su contenido, sacando, finalmente, una pequeña caja blanca, que puso en la mano de Haglund.
—Estos son los gemelos presidenciales. Me los hicieron especialmente para mis visitas, ¿sabe? Pero no debe preocuparse... valen menos de diez dólares, así que no hay que declararlos — comentó el Presidente luciendo súbitamente su sonrisa especial de las campañas electorales.
—Gracias, señor Presidente — dijo Haglund efusivamente —. Intentaré hacerle un buen trabajo.
—Muy bien, muy bien — dijo Monckton.
—¡Ah! Tuck! — dijo el Presidente, cuando los dos hombres se encontraban ya cerca de la puerta —. ¿Puedes quedarte un momento?
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de Haglund, Tallford preguntó:
—¿Decía usted, señor Presidente?
—Sólo quería decirte que me ha impresionado favorablemente ese hombre. Parece muy prudente.
—Sí, señor — dijo Tallford asintiendo al mismo tiempo con la cabeza —. Creo que es totalmente digno de confianza.
—¿Podemos estar seguros de su lealtad?
—Es leal a usted al cien por cien, señor Presidente. Es un idealista, lo cual no es precisamente frecuente entre los agentes de la CIA; pero le conozco desde que estudiábamos juntos en Yale, y ya entonces era el tipo de hombre que a usted le conviene. He tenido ocasión de tratarle con frecuencia a lo largo de los años, y conozco su manera de pensar. Por eso le convencí de que trabajara para usted; pensé en él porque estoy seguro de su lealtad. Es una buena persona... y uno de los hombres más competentes en su especialidad.
—Estupendo — dijo Monckton —. Esa ha sido mi impresión también. Pero quería asegurarme de que no habías pensado que había ido demasiado lejos con él en poco tiempo.
—¡Ca! ¡No, señor! Estuvo usted con él como debía estar; seguro que ha quedado muy bien impresionado. —Perfectamente, Tuck. Hasta luego.
Haglund esperaba a Tallford en el corredor exterior.
—Le has causado buena impresión — dijo Tallford sonriendo.
—Eso me parece muy bien, pero... ¿estás seguro?— preguntó Haglund en un tono cargado de duda.
—Totalmente. No debes preocuparte por sus maneras tan secas. Siempre es así.
Haglund seguía, sin embargo, preocupado.
—No, si no es nada de eso...
—Entonces, ¿qué es?— preguntó Tallford con cierta impaciencia.
Por toda respuesta, Haglund abrió la cajita blanca, y se la mostró a Tallford. Estaba vacía.
En los años en que había pertenecido al Senado, Monckton y sus ayudantes administrativos habían barajado los documentos y compromisos de acuerdo con las crisis y presiones del momento. Pero, durante las primeras semanas de su mandato presidencial, Richard Monckton había terminado por acceder, aunque de mala gana, al rígido sistema de prioridad en el uso del tiempo del Presidente propuesto por Frank Flaherty. Como casi todo podía ser resuelto por otros, acordaron que el principal servicio de Flaherty al Presidente sería entresacar los problemas que los demás pudieran solucionar, y disponer el resto de modo que los documentos más importantes fueran presentados en primer lugar a la atención del Presidente Flaherty ideó una clave de colores para las prioridades, en la que Monckton aprendió a fijarse preferentemente en las carpetas de color rojo. Cualquiera que fuese su ocupación en el momento de ver una de ellas, siempre encontraba tiempo para leer su contenido. En cuanto a las demás, el Presidente nunca recordaba con certeza para qué era cada color, ya que había uno para el material de asuntos exteriores enviado por Tessler, otro para los papelotes de política interior, y el amarillo correspondía a las carpetas de asuntos personales, tales como notas de la familia y amistades.
Cuando Tallford y Haglund salieron de su despacho, el Presidente volvió a su escritorio, y vio sobre la mesa posterior un pequeño montón de carpetas cuidadosamente ordenadas. Cogió la roja, leyó detenidamente el memorándum de Carl Tessler sobre Arnie Pittman, y a continuación se levantó y miró un momento hacia el exterior del edificio por la gruesa ventana verde. Luego volvió al escritorio, y oprimió el botón de llamada a Flaherty.
Al cabo de un momento, se abrió la puerta oeste sin llamada previa, entró Flaherty, y. sin la menor vacilación ocupó su sitio habitual en la silla que había a la izquierda del Presidente. Como siempre, parecía un hombre activo y animoso.
—¡Ah, Frank! Entra. ¿Has leído este dichoso memorándum de Tessler? Sí, éste, el que se refiere a Arnie Pittman. ¿Cómo demonios se le puede haber ocurrido a ese hombre ir por ahí hablando de la China? Tiene que ser esta ciudad; todas esas fiestas de Georgetown, ¿no? ¿Es que se ha aficionado ahora a todas esas pijadas sociales?
—Pues no lo sé — contestó Flaherty —. No será que es de ésos que tienen tendencia a dárselas de importantes en cuanto tienen una oportunidad, ¿verdad? No puedo decir que le conozca bien.
—No — dijo Monckton dando un golpe seco sobre el brazo de su butaca —. Es esta maldita ciudad, esta maldita Gomorra, que fascina a las personas. El no es más que un pobre diablo, que en su sencillez se siente deslumbrado por todas las fiestas. ¿Estaba borracho? ¿No sería eso...?
—Si he de decirle la verdad, no lo sé.
—Bueno. Fuese lo que fuese, no voy a destituirle por eso. ¿Es lo que quiere Tessler? No pensará que le voy a dar a Arnie una patada en los cojones y ponerle de patitas en la calle, ¿verdad?
—No, señor. En su memorándum sugiere que se le busque otra ocupación.
—En eso estoy de acuerdo.
El Presidente se levantó, y se puso a pasear por la habitación.
—De cualquier modo, tal vez haya llegado ya el momento de buscarle otro trabajo. Demasiado tiempo allí, en la CIA, dejaría majareta a cualquiera. He decidido... — aquí Monckton bajó la voz —. Creo que le haré Secretario de la Armada.
Y, al decir esto, se formó una falsa sonrisa en el rostro del Presidente, la cual no tardó en desaparecer.
—¿A Pittman, dice usted...?— preguntó Flaherty en un tono que reflejaba su incredulidad.
—Sí.
—Pero, ¡señor Presidente...! Eso sería una idea muy mala. Tessler va a poner el grito en el cielo, pues le planteará toda clase de problemas en Defensa. Además, ya tenemos un Secretario de la Armada. ¿Qué va a hacer Carl con él?
—Mira, Frank: vas a tener que pararle los pies a Carl. Esta es una de las cosas que no debe discutirme. Arnie Pittman es amigo mío. El Presidente nunca debe estar en una situación tal, que haya de defender a sus amigos ante los funcionarios de la Casa Blanca. Dile simplemente lo que he decidido, y que no quiero hablar del asunto. Y basta con eso.
—Pero Pittman está en la Armada — protestó Flaherty —. Es capitán de navío; técnicamente se encuentra en servicio activo ahora. Un Secretario de las fuerzas armadas tiene que ser civil. No se le puede elegir.
Flaherty se atrincheró cómodamente en una posición retórica, que parecía inexpugnable, y añadió categórico:
—El Senado no confirmaría su nombramiento.
—Entonces que renuncie a la Armada, Frank — dijo Monckton —. Existe un precedente: la mayor parte de los Administradores de la FAA han sido antes jefes de las Fuerzas Aéreas; siempre renuncian y son confirmados. Así que le vas a decir a Carl que demore el dichoso nombramiento hasta que Arnie renuncie y sea oficialmente un funcionario civil. Eso le dará tiempo para encontrar otro trabajo para el otro individuo de la Armada. Esto es mejor, ¿no?
—No sé.
Flaherty preveía una catástrofe, y se mostraba, por tanto, cauteloso.
—Confío en ti para solucionar esto. Di a Tessler que deje el puesto vacante y se lo adjudique a Arnie. No tiene que ser tan difícil. Pero no puede hablar de ello conmigo, porque estaré demasiado ocupado con las negociaciones referentes a la China como para perder tiempo en estas cosas personales. Tú y Carl debéis empezar a ahorrar las energías del Presidente para cuestiones más importantes, ¿estás de acuerdo?
—Sí, señor.
Flaherty no quería ocultar su desaprobación, pero al propio tiempo sabía que no conseguiría disuadir a Monckton.
—Antes de irte, he de hablarte de otra cosa que he estado pensando. ¿Dispones de un momento más?
—Desde luego, señor.
—Hace un rato he estado mirando la carpeta que trata de la Cena de Estado de esta noche para el príncipe. ¿Cómo van a servirnos la ensalada hoy?
Flaherty fue a la mesa posterior del Presidente, cogió la carpeta azul de la Cena de Estado, la abrió, y buscó entre los papeles que contenía.
—Pues no sé... no lo dice. ¿Quiere que lo averigüe? Supongo que la pasarán en las grandes escudillas de cristal, como es costumbre.
—Por eso es por lo que lo saco a colación. ¿Sabes cuánto tiempo se emplea en eso?
—No, señor. Supongo que unos cuantos minutos.
Flaherty dejó la pluma sobre el bloc de notas, y volvió a sentarse en su silla.
—Una noche se tardó doce minutos, y en otra ocasión diecisiete. Por algún motivo, se tarda menos cuando usamos mesas redondas. ¿Y sabes lo que voy a hacer durante esos diecisiete minutos? ¿No has pensado nunca en eso? Yo no ceno ya; como sabes, como muy frugalmente. El príncipe sólo habla árabe, y uno de esos asquerosos y estirados intérpretes del Departamento de Estado querrá sentarse detrás de nosotros; pero sólo hay sitio para que pase un camarero por detrás de la mesa principal. Así que me sentaré junto al principito, y nos sonreiremos una y otra vez a lo largo de diecisiete minutos sin decirnos ni una palabra. Ni que decir tiene que estoy dispuesto a hacerlo, si es necesario; pero convendría que averiguaras si podrían servir las ensaladas en la cocina. ¿Lo harás? Podríamos así acortarlo todo de diez a quince minutos. En cierto modo, sería un buen ejemplo para la nación, ya que la gente emplea demasiado tiempo en comer en los Estados Unidos. Yo sólo tardo cinco minutos para desayunar, y para el almuerzo a veces menos todavía. Todos tendrían más dinero, si hicieran eso; además, nos estamos convirtiendo en una nación de obesos. ¿Sabe la prensa que empleo menos de diez minutos diarios entre comida y desayuno? Sería una buena cosa que se lo dijeras en una de tus entrevistas «Un día en la vida del Presidente», ¿no crees?
—Yo no concedo entrevistas, señor Presidente.
—Bueno, entonces dáselo a Bailey, para que lo publique. No tiene otra cosa que hacer aquí, y así haría al menos eso, ¿no?
—Supongo. Voy a ver si se arregla lo de la ensalada. ¿Le parece bien el resto de la cena?
—Toda la Cena de Estado es una miserable pérdida de tiempo, por supuesto; a nadie le gustan esas pijadas más que a Tessler. Pero me temo que tendremos que pasar por el aro, pues es algo inherente al cargo. Sea como fuere, que acabe cuanto antes.
—Sí, señor.
Flaherty se dirigió a la puerta que conducía a los aposentos del camarero, que consistían en una pequeña cocina, servicios, y un despacho. De este modo, a fin de evitar el encuentro con la siguiente visita del Presidente, utilizó un corto y oscuro corredor, que llevaba hasta el despacho de Yarnall. Mientras cerraba la puerta despacio, oyó a Monckton decir en voz alta al telefonista:
—Quiero hablar con Tallford.
Y a continuación al fuerte chasquido del teléfono al colgar el auricular violentamente.