CAPÍTULO 6
William Martin y Simon Cappell permanecían de pie y en silencio, alejados de la multitud congregada ante la entrada a la Park Avenue del Hotel Waldorf Astoria. Si bien entre aquellas personas se encontraban algunos turistas típicos de verano, y cierto número de neoyorquinos, apartados, por la curiosidad, de sus quehaceres cotidianos, para aglomerarse tras las blancas barreras de madera, la mayoría habían llegado en autocares del Condado de Suffolk, en Long Island, y eran republicanos leales, cuyo viaje a Manhattan aseguraba aquel día una calurosa acogida a uno de los candidatos de su partido a la Presidencia. La policía había colocado grandes caballetes en la acera, a pocos centímetros del bordillo, a lo largo de toda la manzana comprendida entre las calles «49» y «50», con sólo un claro en el punto donde las barreras obstruían la acera, abriendo así un paso libre de obstáculos desde el bordillo a la puerta principal. Martin calculó unas doscientas personas a cada lado; los de más atrás se agitaban y estiraban el cuello para poder ver lo que sucedía delante. El Director se mantenía claramente apartado de la multitud; no le convenía que ni él mismo ni Simon Cappell pudieran parecer siquiera que formaban parte de ella. En la calle, tres guardias hacían señales a los vehículos para que circularan; pero los turismos y taxis reducían la velocidad para enterarse de lo que allí ocurría.
A pocos pasos del bordillo, se había situado un hombre joven, con un traje cruzado azul marino y una conservadora corbata de reps rayada; por su aspecto, se diría que acababa de levantarse de una de las mesas de cualquiera de los grandes bancos que había al otro lado de la Park Avenue. Era un individuo aseado, de unos treinta años, de mirada franca y dulce. De su cinturón, pendía una pesada radio walkie-talkie, a causa de la cual, su bien cortado pantalón se torcía hacia la izquierda. Un delgado cable gris desaparecía bajo su chaqueta para emerger en el cuello de la camisa y terminar en un dispositivo de plástico transparente colocado en su oreja izquierda, y otro cable iba desde el walkie-talkie, pasando por el interior de la manga, hasta su muñeca izquierda, donde colgaba libremente un micrófono de plástico marrón, de algo más de dos centímetros de longitud. El joven, que era un delegado político, presionó un momento, con dos dedos, el dispositivo, para oír mejor, y después dio unos pasos hacia la derecha, donde había otro hombre.
Este segundo hombre era más musculoso y más entrado en años, aunque menos distinguido. Tenía también un dispositivo en una de las orejas y un micrófono en la manga; pero su traje era recto y, a simple vista, menos costoso. Llevaba en el ojal izquierdo un botón redondo esmaltado, dividido en segmentos rojos, amarillos y azules de forma irregular. Mientras hablaba con el delegado, miraba escrutadoramente a la multitud situada en el lado sur de la entrada. Tenía las manos entrelazadas y los brazos extendidos hacia adelante, en una especie de postura semejante a una hoja de higuera, un pie ligeramente delante del otro, y la chaqueta abrochada con un botón. Llevaba un revólver por encima de la cadera izquierda, bajo su chaqueta. Su misión consistía en vigilar durante la estancia del candidato en el Waldorf; se trataba de un agente del Servicio Secreto, encargado de los requisitos de seguridad.
Los dos hombres habían trabajado juntos durante dos semanas, efectuando un trabajo rutinario, consistente en la confección de las listas para la comprobación de nombres, requeridas en caso de una estancia política en un hotel. Habían escogido las habitaciones del hotel que habían de utilizarse, el itinerario que debería recorrer el candidato para ir desde su coche a las habitaciones, y el único ascensor que podía usar. Se había hecho una lista con los nombres de todos los empleados del hotel, y se había pasado por una computadora del Servicio Secreto. Durante la visita, el ascensor tenía que ser examinado, y un agente de la policía local se encargaba de que funcionara en condiciones de seguridad. En las proximidades de las habitaciones que iba a utilizar el candidato, el Servicio Secreto y la policía local montaban un servicio de guardia permanente. La sección de Servicios Técnicos inspeccionaba las habitaciones del candidato, en previsión de que hubiese bombas u «otros artefactos que amenazaran su seguridad», cubriendo toda la zona con sus receptores de alta frecuencia, y comprobando la inexistencia de bugs u otros transmisores. Con una antelación de doce horas como mínimo, los agentes empezaban a vigilar las habitaciones, sin excluir ninguna que no se encontrara en la lista, hasta que el destacamento del Servicio Secreto encargado de acompañar al candidato en su viaje se hacía cargo del puesto de vigilancia a la puerta de la suite.
Los dos hombres que estaban en la calle hablaban en voz baja. El delegado político, que era miembro de la organización de la campaña de Monckton, miró su reloj, luego ajustó el dispositivo y exclamó:
—¡Demonio! Han perdido diecisiete minutos en algún sitio.
El agente contestó sin dejar de mirar un instante a la multitud:
—¿Y eso qué importa? Cuando llegue aquí, tienes dos horas de descanso, antes incluso de que empiece a vestirse de etiqueta para ver a los peces gordos. Tú, tranquilo, Charlie.
Al delegado político le habían enseñado a vivir conforme a un horario impreso.
—Es que me gusta que las cosas se hagan a su hora... — dijo con cierta timidez, pues era un principiante—. Pero al menos ya está en el terreno, y se dirige aquí en su coche. La recepción saldrá a pedir de boca.
El agente sonrió, pensando que aquel jovencito daría buen juego; no era tan oficioso como otros. Cuando la campaña llegara a su apogeo, y tuviera que ocuparse de tres estancias en tres ciudades distintas en la misma semana, durmiendo en aviones y comiendo a la carrera, ya se desentumecería aún más.
El auricular del agente emitió un zumbido; en su oído las palabras del mensaje sonaron con fuerza.
—Szabol, Szabol. Dunnam llamando a Szabol. Estoy a un minuto de tu posición. ¿Me oyes?
El agente Szabol cogió el pequeño micrófono entre los dedos pulgar e índice, y presionó uno de sus lados, sintiendo una vez más la emoción que, involuntariamente, solía experimentar.
—Roger, Dunnam, te oigo.
El agente se dirigió a su compañero de la calle, y le dijo con rapidez:
—¡Un minuto!
En aquel mismo momento, un coche verde y blanco de la policía, con su foco de luz roja intermitente, apareció por la esquina de la calle «49»; le seguía un sedán ordinario, en el que viajaban un funcionario de la policía de Nueva York, un agente del Servicio Secreto de la Jefatura de la ciudad de Nueva York y Frank Flaherty, que era el hombre más destacado del personal de Richard Monckton. Uno por uno, los once coches que formaban la caravana fueron doblando la curva, y se dirigieron despacio hacia los dos hombres de la entrada. El agente señaló el punto donde debía detenerse el coche del candidato, que era el tercero de la caravana.
El Continental blanco se paró suavemente donde le indicaba el agente. Se abrió la puerta delantera de la derecha, y salió un agente, quien, poniendo una mano en el tirador de la puerta de atrás, lanzó a la multitud una mirada experimentada, gesto que volvió a repetir antes de abrir la puerta. El joven delegado se asomó al interior para hablar con el pasajero. El candidato, que iba solo en el asiento de atrás, miró su reloj, y se inclinó hacia adelante para emerger del profundo asiento de cuero; agachó su enorme cabeza, como si buscara algo en las alcantarillas, y después se enderezó por completo. Hubo un momento en que pareció desconcertarse por las aclamaciones de la multitud que se encontraba detrás de las barreras, y a continuación miró hacia atrás y vio a las personas que salían de los demás coches de la caravana llevando carteras, máquinas de escribir y cámaras fotográficas. El enorme autocar de la prensa vomitaba a sus sesenta y dos periodistas ante la esquina de la calle «49».
«Ese bribón no parece inmutarse — se dijo Martin —. Coquetea y espera a que lleguen todas esas cámaras y la prensa.»
Cuando la mirada de Monckton revoloteaba sobre el público allí presente, se cruzó un instante con la de Martin; pero éste no observó en él muestra alguna de haberle reconocido. El delegado que tenía el walkie-talkie se llevó nuevamente los dos dedos al oído, miró hacia donde se hallaba Frank Flaherty, junto al primer coche, y a continuación hizo un gesto afirmativo con la cabeza y avanzó hacia Richard Monckton.
Habló rápidamente al oído del candidato.
—Señor Senador, dice Frank que, si quiere usted dar apretones de manos, dispone de mucho tiempo. Será la única oportunidad del día para una foto con el público neoyorquino.
Monckton no le miró, por lo que el joven delegado se preguntó si no debería repetir el recado de Flaherty.
De pronto, la inexpresividad del senador se disipó. Sus ojos y su boca parecieron ensancharse; al tiempo que en su rostro se dibujaba una media sonrisa, miró hacia la primera fila del público que había a su derecha, y empezó a andar deliberadamente hacia ellos, alargando la mano derecha primero a un hombre que estaba apoyado en la barricada, luego a otro, a continuación a una mujer que tenía una cámara Instamatic en la mano izquierda... El candidato se esforzaba por llegar a las personas de atrás levantando el brazo y cogiendo, soltando y tocando manos sin dejar de sonreír, diciendo incesantemente: «Me alegro de verle», «Gracias por venir». Empezó a avanzar hacia la izquierda acompañado de un ruidoso círculo de fotógrafos, operadores cinematográficos, expertos en sonido con micrófonos en largas jirafas plateadas, periodistas, y agentes del Servicio Secreto, que empujaban y obstruían para conservar sus posiciones reglamentarias junto a su jefe, todos ellos tropezando unos con otros, mascullando y sudando.
Monckton exhibía su estereotipada sonrisa. «Hola, ¿qué tal? ¿Cómo está? Hola. Hola... Dale a aquella chiquilla un bolígrafo, Tom.»
Un ayudante buscó, en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta, un bolígrafo barato, verde y naranja, con la inscripción «Richard Monckton», y se lo entregó a una niña de unos diez años; después se abrió paso como pudo para volver a entrar en aquella especie de mêlée, ya que su misión consistía en permanecer al lado mismo del candidato.
A la entrada del hotel, y junto al director-gerente del establecimiento, se encontraba el joven delegado político. El programa de la visita incluía unas breves palabras de bienvenida a cargo del director, para lo cual estaba adecuadamente vestido de chaqué y pantalón gris. Algunos miembros del personal de Monckton se encaminaron a la entrada del hotel, sin dedicar la más mínima atención al alboroto — por otra parte, ya familiar para ellos — que había en torno a su candidato, y allí, el delegado sacó de su carpeta una hoja informativa fotocopiada, que entregó a cada uno de ellos.
Monckton se aproximaba a la puerta sin dejar de estrechar las manos que le tendían. Las personas que había detrás de él, a lo largo de la barrera norte, le gritaban: «¡Por aquí, Dick!» «¡Eh, Dick, mira aquí!» «¡Ven para acá!» «¡Aquí, por favor!» Monckton volvió la cabeza de manera inexpresiva, y, al mirar hacia ellos por encima de su hombro izquierdo, los fotógrafos tomaron la fotografía que aquel día sería transmitida a todo el país, en tanto que el griterío aumentaba.
El senador apretó una mano más, y se volvió al otro lado; levantó la mano derecha por encima de su cabeza, luego la puso en posición horizontal y se la tendió a una señora de edad madura, que se hallaba en la primera fila, detrás de la barrera norte. Cogido por sorpresa por el repentino cambio de dirección del candidato, el director-gerente se retiró a la puerta del hotel. Mientras Monckton «trabajaba la acera», como solía llamar a su rutina de los apretones de manos, la multitud se agitaba, se agrupaba, y empezaba a aproximarse al edificio. Cuando estaba de humor, desempeñaba bien su menester político, y, como consecuencia de ello, se publicaban buenas fotografías en los periódicos vespertinos.
Monckton jamás consideró los apretones de manos como un contacto personal con los electores. A veces, la gente le decía algo mientras le daban la mano, pero él nunca contestaba; se limitaba a sonreír y repetir el mismo saludo estereotipado, y luego estrechaba otra mano.
Se trataba simplemente de una estratagema política, una comedia destinada a las fotografías de la prensa. Para él, los contactos propiamente dichos con verdaderas personas eran los que se sucedían en los banquetes y fiestas sociales; y éstos le resultaban más desagradables, hasta el punto de que, debido a la charla superficial, el palique confidencial y las preguntas indiscretas que allí se veía obligado a soportar, había llegado a pensar en retirarse.
Cuando el senador llegó, por fin, al otro extremo de la barrera, se volvió, y con la mano derecha en alto la agitó de un lado a otro, como si fuera un ferroviario haciendo señales. La muchedumbre le aclamó. Ya en la misma puerta del hotel, se dio la vuelta de nuevo para dirigir un último saludo, y a continuación se reunió con el joven delegado, quien le presentó al director del hotel. Monckton memorizó rápidamente unas palabras preparadas por él mismo para responder a cualquier fórmula de bienvenida que pudiera serle dirigida por aquel distinguido hotelero, y, una vez dichas, pasó al vestíbulo.
Desde la puerta hasta el ascensor de las Torres, se había extendido sobre el suelo una larga alfombra roja, flanqueada por cordones de terciopelo del mismo color, sostenidos mediante puntales plateados, tal como estaba prescrito en el Manual del Delegado de la Campaña Monckton. La gente se había apostado en doble o triple fila a lo largo de los cordones; pero el senador no se detuvo para dar la mano ni hablar a nadie; mientras el público del vestíbulo le aplaudía, se dirigió apresuradamente al interior, limitándose a murmurar «Gracias» con una sonrisa forzada.
La puerta del ascensor se encontraba abierta; Frank Flaherty y el agente del Servicio Secreto Szabol esperaban apretados contra la pared del fondo, y el delegado permanecía en el exterior, junto a la puerta. Tan pronto como hubo entrado el candidato, el delegado lo hizo a su vez, y el agente indicó a la ascensorista que cerrara la puerta. Entonces, el, semblante de Monckton sufrió una profunda transformación, como si hubiera salido repentinamente de un trance: se disipó su sonrisa, se oscurecieron sus ojos, al igual que si una luz se hubiera apagado en ellos, y dirigió la mirada al frente, ajeno a todos los que se apretaban en torno suyo.
En el ascensor reinaba el más completo silencio.
Cuando Monckton entró por la puerta principal del hotel, Bill Martin y Simon Cappell abandonaron sus puestos de observación, doblaron la esquina de la calle «50» y la Park Avenue, y entraron en las Torres del Waldorf por otra puerta. Simon había hecho reservar una serie de habitaciones para Martin en el 28.° piso. El pequeño vestíbulo de las Torres estaba abarrotado de policías uniformados de la ciudad de Nueva York, y daba la impresión de que todo el mundo tratara de encontrar allí un lugar seguro y permanente en medio de aquel desorden. Martin y su ayudante hubieron de esperar largo rato antes de poder usar el ascensor; cuando, montados ya en él, subían ellos dos solos, Simon comentó:
—Ha sido toda una función de circo, ¿no, señor Martin?
—¿Te fijaste bien en toda esa sesión de apretones de Monckton?— preguntó Martin.
—No mucho. La verdad es que estaba más interesado en las técnicas del Servicio Secreto.
—La mayor parte del tiempo, ese hombre no estaba en lo que hacía — dijo Martin con extrañeza —. Es como si hiciera toda esa mojiganga por medio de un resorte automático. ¿Qué crees que estaría pensando mientras tanto?
En cuanto estuvieron en sus habitaciones, Simon cogió el teléfono para llamar a las habitaciones de Monckton, que estaba en el 33° piso. Un momento después, cuando Martin entraba por la puerta que comunicaba aquella habitación con la suya, encontró a Simon haciendo un ademán de contrariedad con la cabeza.
—No hay nada que hacer. La telefonista dice que todos sus teléfonos han sido desconectados, a petición de ellos.
Martin reaccionó con impaciencia.
—¿Qué coño pasa ahora? Llama a través de la centralita de Transmisiones. Los requisitos del Servicio Secreto han de conformarse con el sistema de la Casa Blanca.
—Primero habrá que saber cómo conseguir el número de Transmisiones — dijo el ayudante dando muestras de nerviosismo.
—Llama a la Casa Blanca: 456-1414. Ellos, si quieren, te pueden dar comunicación directa.
Simon perdió algunos minutos entre identificarse a la telefonista de la Casa Blanca y lograr la comunicación con la centralita de Transmisiones del Ejército. Mientras lo hacía, Martin paseaba por las habitaciones fumando. Revisó mentalmente la actuación de Richard Monckton, y su pensamiento realizó una comparación entre el senador y el Presidente Esker Anderson, que le reveló muchas semejanzas y escasas diferencias; se preguntaba cómo un hombre introvertido, de tan pocos atractivos y sin nada que sugiriera una personalidad arrolladora había llegado a ser el candidato principal de la Presidencia de su partido; pensó luego en la amenaza que aquel hombre representaba..., después en el Informe Primula..., a continuación en Carl Tessler como vía de acceso a Forville..., en Sally Atherton..., en su delicada piel, y en el contacto con aquella sensual mujer.
Martin había visto a Sally dos días después de la fiesta del Club de la calle G. Era un día claro y luminoso; cuando la telefoneó, le propuso dar un paseo en coche, porque tenía algo importante que «asignarle», si le interesaba. Sally dio muestras de estar muy intrigada; pero él no quiso darle ninguna pista por teléfono, y ella accedió, riendo, a verse con él, «adecuadamente vestida con una trinchera militar».
Martin sugirió que Sally lo recogiera con su coche delante del auditorio de conciertos del Kennedy Center, a eso de las tres y media, aquella tarde. Tanto uno como otro deseaban pasar inadvertidos.
A los pocos momentos de despedir Martin el taxi, llegó Sally Atherton. Con Martin al volante de su deportivo, se dirigieron a una localidad de la campiña virginiana, llamada Manassas.
Sally Atherton tenía todo lo que podía pedir en una mujer; y no había duda, además, de que ella compartía su deseo. Aquello — se decía a sí mismo — rebasaba la mera todos los acontecimientos futuros. Por añadidura, la sensación de libertad que ella aportaba a las relaciones de ambos significaba un venturoso respiro para él; era, en suma, una mujer fascinante, llena de vida y adornada de extraordinarias cualidades.
Aparcaron en un lugar desde el que se divisaba el campo de batalla de Bull Run, y empezaron a hablar. Aunque Martin sólo encontró facilidades y comprensión en la comunicación con aquella mujer, prevaleció su arraigada circunspección, y le dijo tan sólo lo suficiente para que ella accediera a llevar algunos sobres a Carl Tessler; le explicó que quería colaborar con Tessler y Forville, y que, como el gobernador aspiraba a la nominación presidencial, él no podía, como Director de la CIA, ayudarle abiertamente; pero había acordado con Tessler solicitar su colaboración, porque ambos confiaban en ella; dejó bien sentado que no debía decir una palabra a nadie de lo que estaba haciendo, incluido su esposo, e insistió en que él y Tessler tenían plena confianza en ella.
Nadie había pedido a Sally Atherton que hiciera algo realmente importante desde hacía años. Martin y Tessler valoraban en ella a un individuo, a una persona, por lo que decidió de buen grado aceptar lo que le proponían. Su respuesta sumisa ocultaba, lógicamente, un profundo agradecimiento.
Cuando el sol se ocultó tras los árboles, regresaron despacio a la ciudad. Martin bajó del coche frente al Statler Hilton, y allí tomó un taxi para ir a su casa.
Los paseos de Martin fueron interrumpidos por Simon Cappell, que se mostraba turbado.
—Lo siento, pero hoy no va a poder ver usted al «Gran Hombre». El propio Flaherty me ha dado una negativa categórica. Pero, si quiere usted, podemos concertar una entrevista con Bob Bailey.
—¿Y quién es ese Bailey?— preguntó el Director en tono desabrido mientras apagaba su cigarrillo.
—Fue el secretario de prensa de Monckton cuando nuestro hombre era senador — respondió Simon, y entregó a su jefe una carpeta de color canela —. Aquí tiene la ficha de Monckton, por si desea saber algo de Bailey. Tiene el número 8 o 9 de lengüeta, me parece. Es director de uno de los periódicos de Denver, donde le han dado permiso para participar en la campaña; se cree que iba a ser el secretario de prensa otra vez; pero cuando se incorporó al equipo del candidato, sucedió algo que le hizo perder esa oportunidad. Sea como fuere, continuó a las órdenes de Monckton, probablemente para no dar que hablar a los compañeros de trabajo del periódico.
Martin ojeaba nerviosamente la ficha que tenía en las manos.
—¿Qué categoría tiene?
—Eso, en el equipo de Monckton, resulta difícil de saber. Nuestra gente dice que es un confidente; pero eso podría ser sólo habladurías de los periodistas, o pura apariencia.
Bill suspiró.
—No parece que vaya a servirnos de mucho, Simon; pero, ya que estamos aquí y no se puede hacer otra cosa, vamos a probar. ¿Dónde tenemos que ir?
Atravesaron de nuevo el tranquilo vestíbulo, y tomaron el ascensor de las Torres. Cuando llegaron al 33.° piso, y se abrió la puerta, en la estrecha sala de entrada les esperaban dos hombres corpulentos, el mayor de los cuales les tendió la mano sonriendo.
—Soy Tallford, señor Director, y pertenezco al equipo del senador.
—Tanto gusto.
Martin se preguntó si aquellos hombres habrían sido enviados a aquella sala en calidad de comité de recepción, y, si así era, por qué. Acaso Monckton pensara recibirle, después de todo.
A los cuarenta años de edad, Tallford tenía ya una leyenda en la capital norteamericana. En el léxico periodístico de Washington se le describía de muchas maneras; así, según el periódico que se leyera, se aludía a él como un «operario político», un «hombre duro», un «guerrillero», un «experto en política republicana», o un «extranjero residente en Washington». Cuando Monckton decidió que Tallford se incorporase al personal de su campaña, Frank Flaherty había dado órdenes de que no hicieran declaraciones a la prensa; pero, al poco tiempo, Len Archer escribió, en el Washington Post, un reportaje dominical exclusivo sobre el nuevo papel político de Tallford como colaborador de Monckton en su campaña. Algunos de los veteranos del senador sospechaban que, ofendido por la prohibición de publicar la tarea que se le había asignado en la campaña, él mismo le había facilitado el artículo a Archer. Aunque Flaherty consideraba a Tallford como uno de los operadores políticos más efectivos de los dos partidos, conocía también su mala reputación de ave de rapiña despiadada y excesivamente ambiciosa. T. T. Tallford no tenía escrúpulos en cuanto a los medios de que se valía para cumplir su misión. Las anécdotas que circulaban sobre las groseras difamaciones que publicaba contra sus adversarios en los últimos momentos se habían convertido en leyenda de la campaña política.
Tallford, que tenía una estatura de 1,72 metros, era uno de esos hombres de fuerte complexión que, de un modo o de otro, dan una falsa impresión de estar fofos. Su larga nariz compensaba las carnosas mejillas y redondeado mentón; tenía el pelo, negro y brillante, liso y peinado hacia atrás, y la frente surcada por profundas arrugas, que sugerían graves preocupaciones; sus ojos, fríos e inexpresivos, eran de un color negro intenso, y las ojeras que los bordeaban contrastaban con el tono amarillento de su tez.
—Le presento a mi ayudante, Simon Cappell.
Simon dio la mano a Tallford con una aversión a duras penas reprimida.
—Tengo entendido que van ustedes a ver a Bailey. Aquí, el agente, les acompañará — dijo Tallford señalando al otro hombre —. Les ruego que me disculpen, pero tenía que estar ya abajo. Señores, he tenido mucho gusto en verles.
«Ahí están los bajos fondos de Washington» — pensó Simon —. «Dice `verles", en vez de "conocerles". Así que "Mucho gusto en verles"...»
—También yo he tenido mucho gusto en verle a usted —dijo Simon en tono irónico.
El agente condujo a Martin y a Cappell al corredor, a unos pasos de los ascensores, y les mostró la primera habitación. Sujeta con cinta adhesiva sobre la puerta abierta, había una tarjeta de grandes proporciones con un rótulo impreso, en el que podía leerse: «Robert Bailey». En algunas de las otras puertas del corredor también había tarjetas con nombres.
Debido a su experiencia como delegado del poco afortunado candidato a la Vicepresidencia en la campaña anterior Simon Cappell conocía perfectamente los procedimientos que se empleaban para la distribución de habitaciones hoteleras en las visitas políticas, y, por ende, podía comprender mejor la relación de Bailey con el candidato y la importancia de su misión. Podía decirse que su habitación se encontraba junto al pozo del ascensor, de donde se deducía que le habían relegado a desempeñar la tarea de «avanzada defensiva», consistente en interceptar, con tiempo, la infiltración de «aborígenes», que inevitablemente conseguían llegar hasta el piso del candidato. Aunque los hombres del servicio de seguridad tienen la misión de cerrar el paso a los importunos, en toda campaña electoral, los candidatos tratan de evitar que se rechace de mala manera a auténticos electores en potencia; de ahí que los hombres como Bob Bailey deban poner en práctica tanto su cortesía como su energía, para explicar la gratitud del candidato y la imposibilidad de entrevistarse con él, e incluso de entregarle en propia mano ningún regalo, mensaje o escrito, por razones de seguridad.
Simon sabía que la ficha de la Compañía estaba equivocada con respecto a Bob Bailey, ya que un «deflector» no suele ser un «confidente». Aunque la puerta estaba abierta, Cappell llamó a ella con los nudillos, y Bailey les hizo una señal con la mano para que entraran. Estaba hablando por teléfono, de pie entre dos camas gemelas, al lado derecho de una habitación estrecha; sobre una de las camas se extendían una maleta abierta, un confuso montón de apuntes y papeles manuscritos, una montaña de ropa sucia, dispuesta para hacer con ella la lista de la lavandería, y enviarla en bolsas, y un par de zapatos. Les hizo un ademán para que se sentaran en las sillas dispuestas alrededor de una pequeña mesa, situada junto a la única existente, y, sin dejar de hablar por teléfono, se puso a buscar en la maleta, de donde sacó, finalmente, un paquete nuevo de cigarrillos, que abrió y alargó a Martin.
Mientras esperaba a que Bailey terminara de hablar, Cappell se entretuvo en leer las hojas fotocopiadas que había adheridas sobre el espejo de la cómoda. Una de ellas era un horario para el personal; otra era una relación de habitaciones para el equipo móvil de la campaña, en la que observó la ausencia de Richard Monckton.
La tercera hoja contenía unas instrucciones del delegado al equipo móvil, con miras a la utilización de los servicios del hotel y otros pormenores de interés.
Bienvenido a Nueva York
Aunque la estancia aquí será breve, si desea billetes para giras turísticas, entradas para espectáculos o asistencia en sus compras, puede ponerse en contacto con mi secretario, Sherrie Liebowitz, hab. 1512, hotel principal.
Disponemos de seis automóviles, pero hay taxis baratos y abundantes. Si se desea un coche, llámese a la habitación 1512.
Hay un servicio permanente de bar (bebidas y bocadillos) en mi oficina (1512). Por favor, no encargue nada a través del servicio de restaurante de las habitaciones del hotel sin el expreso conocimiento del señor Flaherty. Si lo hace, le será cargado en su cuenta personal. No está incluido en el servicio de restaurante de las habitaciones.
Mi despacho se encuentra en la habitación 1512 del hotel principal. Para llegar a él, hay que bajar al vestíbulo en el ascensor, tomar allí uno de los ascensores principales al 15.° piso, y dirigirse hacia el norte.
Lavandería: recogida de la ropa a cualquier hora del día. Debe enviarse antes de las 14 horas del jueves, para recibirla el viernes por la mañana a través del servicio de paquetes.
Ayuda de cámara: servicio de una hora. Cierra a las 22 horas.
Servicio de restaurante de las habitaciones: permanente, por su cuenta.
Periódicos: serán dejados en su habitación a medida que vayan llegando.
Sala de Prensa: la Suite Imperio, en el entresuelo del hotel principal. Tel.: Extensión 127.
Servicio de paquetes: a las 6.45 del viernes. Todos los paquetes deben estar ante su puerta. Asegúrese de que no les faltan las etiquetas.
Si puedo serle útil en algo, póngase en contacto conmigo.
¡Feliz estancia!
Charles T. Ferris,
Delegado. Extensión 1512
CTF/sl
Bailey trataba en vano de terminar su conversación telefónica.
—Sí, señor Clausen, ya lo sé. Estoy seguro de que Dick querría hacerlo; pero nuestro programa de trabajo aquí no nos deja un momento de respiro; yo nunca lo he visto tan apretado... Naturalmente. Dick lo comprende muy bien; sé cuánto lo agradece... Sí, señor. Le diré ahora mismo que he hablado con usted, y que usted no piensa lo mismo de Texas; sé que deseará saberlo, estoy seguro... Sí, señor. Se alegrará mucho de saber que llamó usted. Muchas gracias.
Colgó el auricular, apagó apresuradamente su cigarrillo y se dirigió a Martin con una cordial sonrisa. Su edad era difícil de determinar. El tono rojizo de su pelo permitía que sus mechones grises pasaran casi inadvertidos. Había sido un hombre atlético y bien parecido veinte años antes; pero ahora se aproximaba ya a los sesenta, pesaba más de noventa kilos, y era pálido y abotargado. Tenía los dedos amarillos de la nicotina, y sus dientes mostraban fallos orgánicos.
—Señor Director, tanto gusto en conocerle. Celebro que pudiera usted venir.
Su voz era profunda, casi ronca.
Martin le presentó a Simon, quien puso de pie para dar la mano a Bailey por encima de la cama.
—Resulta que yo también me hospedo en las Torres, y de pronto se me ocurrió venir aquí, confiando en que se me concederían unos minutos para renovar mi vieja amistad con el señor Monckton.
Bailey era todo amabilidad.
—¡Hombre! Naturalmente. Estoy seguro de que se sentirá muy complacido. ¿Cuánto tiempo hace que se conocen ustedes?
Martin respondió en un tono apagado, aplacando deliberadamente el entusiasmo de Bailey:
—Hicimos un viaje a Rusia juntos en los años 50.
—Como decía por teléfono hace un momento, nuestro programa de trabajo aquí no nos deja un momento de respiro. Sólo puedo decirle que no me va a ser posible conseguir ni un minuto para usted en esta visita. Sé que, cuando Dick se entere de que ha estado usted aquí y no ha podido verle, se va a disgustar; pero no se puede hacer nada. Espero que usted lo comprenda.
Bailey parecía sincero.
—Desde luego — murmuró Martin.
Simon se contuvo una sonrisa. Cuando él era delegado, su candidato a la Vicepresidencia no se privaba de su siesta diaria; se ponía el pijama, corría las cortinas, se echaba a dormir, y ya se podía ir a la porra la política. Su deflector del vestíbulo utilizaba el mismo sistema que Bailey estaba empleando con Bill Martin. En aquel mismo momento — Simon estaba seguro de ello —. Richard Monckton se hallaba a menos de veinte metros de allí, en una suite típica de las Torres del Waldorf, probablemente durmiendo o rascándose la nariz hasta la hora de vestirse de etiqueta para asistir, a las ocho, a un banquete de recaudación de fondos.
Bill había ido acercándose a la puerta, para salir de la habitación.
—Estoy firmemente convencido de que el senador y yo podremos pasar pronto una hora en provechosa conversación. ¿Será usted tan amable de decírselo así?
Bailey sonrió y asintió con la cabeza.
—Sin duda, señor Director. Puede estar seguro de que lo haré. Oiga: ¿hay algo que podamos tratar usted y yo ahora? ¿Algo que yo pueda luego transmitir a Dick... al senador?
Dejó escapar una risita, y añadió:
—Todavía se me confían secretos, creo. Puede usted contar con mi discreción.
Martin movió fríamente la cabeza.
—Estoy seguro de que puedo; pero por el momento le ruego que transmita mis saludos al senador, y dígale que necesito una hora a solas con él algún día. De cualquier modo, gracias por el ofrecimiento.
Cuando los dos visitantes entraron en el ascensor, su salida fue anotada en un registro por un agente del Servicio Secreto.
Ya en el ascensor, Martin desahogó su cólera.
—¿Cuánto tiempo necesitamos para largarnos de aquí?— preguntó en tono desabrido.
—Diez minutos. Lo tenemos todo listo — contestó Simon apaciblemente.
—Entonces, vámonos. Debía haberme figurado que ese Bailey era un cochino lacayo. Y juraría que Monckton sabía que yo estaba allí. ¡Valiente hatajo de sinvergüenzas!
Richard Monckton descansaba en una butaca grande y baja, de espaldas a las ventanas de cristales pintados, con las piernas estiradas y los talones apoyados en el suelo. En una mano sostenía un vaso, lleno hasta la mitad, de whisky con hielo; de vez en cuando, sacudía ligeramente el vaso, para que se deshicieran los cubitos.
La suite de Monckton había sido amueblada con algunos motivos japoneses: un biombo dorado dominaba una de las paredes de la sala de estar; las mesas eran cuadrangulares y de madera oscura, y las sillas y divanes, bajos; la mayor parte del colorido de la habitación lo aportaba una hermosa alfombra oriental; sólo una lámpara encendida. Las cortinas y colgaduras estaban corridas, para amortiguar o sofocar los ruidos de la City.
Cuando Martin salió de las Torres, Frank Flaherty fue de la habitación 3334 a la puerta de la suite, que se encontraba al final del pasillo. El agente de guardia le saludó con la cabeza, y empujó la puerta para que entrara. La llave estaba puesta por fuera; ello se debía a que Flaherty había ordenado a todos los delegados que utilizaran dicho procedimiento dondequiera que la campaña de Monckton se desarrollara. Se ahorraban, de este modo, el tiempo de las inscripciones en recepción, las posibles confusiones al entregar a cada miembro del personal su llave a la llegada, y por supuesto, se evitaban las ocasiones de extravío. Tan sólo había que dejar las llaves en las cerraduras; constituía un procedimiento sencillo, lógico y eficaz.
Flaherty era el raro ejemplar de híbrido americano, el eficiente irlandés. Había heredado de su padre su aspecto céltico — incluido el negro pelo — y el apellido. Su eficiencia procedía, en cambio, de su madre — natural de Milwaukee, y descendiente de suizos y alemanes —, y había sido pulida en la Escuela de Comercio de Harvard, y alimentada en la General Motors. Cuando le habían dado la colocación en San Luis, era director regional de zona de la empresa Buick, el más joven en la historia de la compañía, donde llevaba trabajando sólo unos años.
Cuando Flaherty entró, Monckton no levantó siquiera los ojos.
—¿Qué hay?
—Acaba de irse Bill Martin, de la CIA. Lo ha despachado Bailey.
—¿Y qué coño quería?
—Dijo que estaba hospedado aquí, y que se le ocurrió hacerle una visita para tratar con usted de «algo mutuamente provechoso»; que necesita que le conceda una hora, cuando le sea posible.
—¡Por supuesto que necesitará una hora ese hijo de puta! — bramó Monckton—. Fíjate bien en él: no tendrá nada que hacer cuando nosotros lleguemos arriba. Le conozco bien; me lo asignaron para que me acompañara en uno de mis viajes a Rusia. Es un asqueroso burócrata que ha llegado donde ha llegado a base de lamer culos. Eso, y nada más que eso. Anderson le nombró Director; pero en realidad es un satélite de Curry. ¡Un asqueroso satélite de Curry! Y eso significa que está con un pie en la calle.
—Dice Bailey que es un hombre bastante agradable — añadió Flaherty.
—¡Y qué coño sabe él! Supongo que Bailey querrá que le dejemos donde está, ¿no? ¿Por qué coño tenemos que soportar a un tipejo como Bailey?
Flaherty respondió en un tono bajo:
—Es un amortiguador bastante bueno, y además maneja bien a la prensa. Todas las tardes invita a tres o cuatro periodistas a beber algo, y ese me parece un modo estupendo de atraer simpatías a la rama política de Monckton.
—Supongo que necesitamos personas así — gruñó el senador después de tomar un largo sorbo de whisky —. Pero, mira, Frank, me vas a hacer un favor: quítamelo de delante. Se cree un gran político, y no hace más que dar consejos. Quiero tenerle lo más lejos posible.
—Eso no es ningún problema — dijo Flaherty, y señaló con un gesto el dormitorio, al tiempo que cambiaba de tema—. ¿Va usted a dormir la siesta hoy?
Pero el candidato se había sumido profundamente en sus pensamientos, y no respondió. Flaherty estaba ya habituado a sus períodos de completo silencio. Al principio, los había considerado accesos depresivos; pero ahora conocía mejor a Richard Monckton, y sabía que era un hombre capaz de conseguir una concentración absoluta y profunda; en aquellos momentos, no había ruido ni movimiento en la habitación que pudiera distraerle. A diferencia de todas las personas que Flaherty había conocido, para buscar, en su vida interior, experiencias renovadoras. Su lugarteniente procuraba siempre confeccionar el horario de trabajo de tal manera, que en todas las tardes hubiera por lo menos dos horas de «tiempo complementario» antes de la cena; y si le preguntaban la razón, explicaba que el senador precisaba aquel espacio para despachar su ingente correspondencia y ocuparse de cuestiones vitales de política. Sin embargo, para lo que el candidato necesitaba el tiempo, en realidad, era para dormir, o por lo menos para relajarse en un cuarto oscuro.
Había veces en que el mal tiempo demoraba un vuelo, o se producía cualquier otra anomalía que impedía seguir el plan fijado, repercutiendo en el «tiempo complementario». Cuando esto sucedía, y el senador se veía privado de su descanso vespertino, los trastornos consiguientes podían ser de índole diversa, tales como ofuscación mental, volubilidad e irreflexión; además, se cansaba con facilidad. Paradójicamente, cuando se fatigaba en exceso, le resultaba imposible dormir sin tomar píldoras, y, en tales ocasiones, no le bastaba una dosis normal. Por efecto de dichos sedantes, se sentía embotado al día siguiente, cuando se despertaba, y no lograba despejarse sólo con café, por lo que tenía que beber una o dos copas de licor para poder estar en condiciones de acometer su tarea diaria. Sin embargo, se embriagaba fácilmente, con lo que se volvía taciturno, agresivo e implacable. Cuando estaba cansado, bastaban una o dos copas para transformar al estadista intelectual en un sujeto injurioso y detestable.
A los treinta y ocho años de edad, Frank Flaherty era oficialmente el jefe de personal; pero, en la práctica, actuaba como guardia de corps del candidato, ya que conocía todos los síntomas y signos precursores de sus depresiones. Y Monckton sabía, tan bien como su ayudante, que aquel ciclo consistente en el paso del estado de agotamiento al sopor producido por las píldoras, y de éste a la embriaguez, podría, sin duda, dar al traste con sus aspiraciones a la nominación presidencial.
Siete años antes, con ocasión de la tentativa de Monckton a la Vicepresidencia, Flaherty le había escrito ofreciéndole sus servicios, y, como consecuencia de aquella carta, tras de ser entrevistado por Bob Bailey, obtuvo el puesto de delegado en la campaña electoral. Aunque Monckton fue derrotado en aquellas elecciones, no perdí contacto con aquel competente joven de la General Motors, convencido de que podría serle muy útil en otro momento, ya que era el mejor organizador que había visto en su vida. Existían, además, otras circunstancias personales concurrentes en Flaherty que al astuto senador no le habían pasado inadvertidas: había heredado de su padre una posición económica desahogada; su bella esposa era no menos pudiente que él; y, a diferencia de la mayoría de los hombres que componían las plantillas de una campaña, carecía de ambiciones o exigencias políticas personales. Todo lo cual hacía de él un elemento insustituible en el equipo de cualquier candidato a la Presidencia.
Los dirigentes de la General Motors se mostraron muy complacientes con Flaherty cuando éste solicitó permiso para colaborar en la campaña presidencial de Monckton, y le aseguraron, además, que no perdería su puesto ni las posibilidades de ascenso en el escalafón de la empresa. Por otra parte, el comité de financiación de la agrupación «Monckton a la Presidencia» acordó pagar a Flaherty setenta y cinco mil dólares y los gastos, incluido un piso en Chicago. Su trabajo consistiría en seleccionar, contando con la aquiescencia de Monckton, la plantilla de personal para la campaña, y dirigirla. Pero él y el candidato acordaron que toda la campaña estuviera supeditada a dos objetivos, que fueron los siguientes: acaparar la mayor parte posible de noticias de Monckton en los telediarios nocturnos, y evitar la fatiga del senador. Dicha estrategia neutralizaba inevitablemente en el programa de trabajo, acontecimiento que no podían figurar entre las noticias televisadas; pero, en cambio, los sueltos de prensa inteligentemente redactados conseguían dar la adecuada impresión de una actividad febril en la campaña. Richard Monckton debía evitar, a toda costa, el ciclo fatiga-insomnio-embriaguez, que podía, sin duda, conducirle a un fatal desenlace.
Pasados unos momentos, el candidato salió de su ensimismamiento.
—¿No puedes imaginar a qué ha venido ese Martin? Está más claro que el agua.
—Puede que la CIA tenga algo que ofrecernos. ¿Podría usted sacar algo de él?— preguntó Flaherty a su vez.
Monckton emitió un gruñido despectivo.
—Le preocupa su futuro. Eso es lo que le pasa. Después de la nominación, nosotros podremos conseguir los informes habituales de la CIA, así que no necesitaremos para nada a ese hijo de puta. No tengo que verle para nada. Que no venga por aquí.
Bill Martin estaba, en efecto, preocupado por su futuro. Pero aquella tarde, mientras se dirigía en su coche desde el Aeropuerto Nacional a su casa, pensaba más en lo que podía sucederle después de ser despedido, que en si sería o no despedido por un nuevo Presidente. Iba enumerando mentalmente las posibilidades; si se «retiraba», sus conocimientos y experiencia serían muy cotizados por las empresas multinacionales que tenían intereses en todo el mundo, las cuales tal vez le ofrecerían buenas colocaciones comerciales o financieras excelentemente retribuidas, sin contar los complementos y el prestigio de que disfrutaría.
No le pasaría nada hasta que los recién elegidos enemigos del Presidente Curry empezaran a remover los viejos registros y ficheros. Pero sabía que, cuando el Informe Primula empezara a circular, sería el testigo clave. Le utilizarían para destruir la memoria de un gran Presidente fallecido, y, durante el proceso, él no saldría mejor parado.
Uno a uno le serían extraídos, mediante interrogatorio, los angustiosos hechos, acaso en sesiones televisadas a toda la nación. Sería un asunto sensacional, en el que la relación original de los hechos y los comentarios repetirían una y otra vez las preguntas. En tanto que el conductor reducía la velocidad del Mercury al entrar en el denso tráfico de las últimas horas de la tarde a orillas del río, Martin creía oír las andanadas del Senado dirigidas contra su persona...
P: ¿Dice usted, señor Martin, que el Presidente le dio a usted la orden directamente?
R: Sí, Senador.
P: ¿Quién más estaba presente?
R: Estábamos los dos solos.
P: ¿Y qué le dijo usted?
R: Dije simplemente «Muy bien, señor».
P: Pero, ¿no sabía usted, no se dio perfecta cuenta de que se le mandaba cometer un asesinato... matar a un noble héroe de la resistencia, a un sacerdote? ¿No preguntó por qué se le ordenaba hacer algo tan terrible?
R: No, señor. No discutí las instrucciones del Presidente.
P: ¿Quiere decir que comprendió que debía asesinar a un sacerdote de la Iglesia?
R: El Presidente señaló a un hombre... por su nombre. P: ¿Sabía usted, o se enteró después, que era un sacerdote ordenado de la fe católica?
R: Sí, señor.
P: ¿Y que esa era la religión del propio Presidente?
R: Eso tengo entendido.
P: ¿Es usted católico, señor Martin?...
Durante los años o tal vez decenios venideros menudearían incesantemente las preguntas: ¿Había verdaderamente una orden directa del Presidente?¿Era legal en aquellas circunstancias?¿Cómo definir el deber de un subordinado que recibe una orden de tal naturaleza?¿Tiene un deber moral mayor de desobedecer?¿Fue William Martin un héroe o un vil asesino?¿Observaba el Presidente Curry unos preceptos de moral más poderosos al ordenar la acción?¿Eran más importantes los altos intereses de las naciones implicadas que la vida de un hombre?¿Podía un acto ser moral para un Presidente al mismo tiempo que inmoral para un subordinado?
De lo que no cabía duda era de que aquellas preguntas no debían ser formuladas jamás. La caja de Pandora debía permanecer cerrada tanto por el bien de William Martin como por la integridad histórica del Presidente Curry. Sólo Horace McFall compartía, con él, esta pesada carga. Por una conversación secreta que había sostenido con su predecesor, Bill Martin sabía que McFall consideraba acertada la decisión de Curry, y opinaba que no había habido otra alternativa que cumplir la orden del Presidente; el propio McFall, en su época de Director, había ejecutado cierto número de órdenes directas del Presidente, y tampoco él tuvo otra alternativa ante instrucciones de aquella índole. Se podía confiar en Horace McFall.
Pero nadie más debía saberlo. En modo alguno debía ser Monckton el próximo Presidente. Forville, probablemente, no constituiría ningún problema, si Carl Tessler ascendía con él al poder, ya que éste último podría dominar la situación. Pero la mejor alternativa, a todas luces, era la del Vicepresidente, en caso de que este ganara... porque sobre Gilley se podía influir por completo; Anderson se encargaría de asegurar su cooperación.
Martin alargó una mano hacia atrás, al estante del asiento posterior, y encendió la lámpara de lectura. Cuando cogió el Evening Standard, se fijó en un titular de la mitad inferior de la primera página.
PARA LA NOMINACIÓN
Monckton encabeza la encuesta de posibles delegados de convención del Partido Republicano por un margen de dos a uno.
Bill soltó el periódico, y se quedó mirando al vacío mientras sentía que se le formaba algo tenso en su estómago. ¿Qué podría hacer, si a Monckton no se le pudiera parar?