CAPITULO 9
Cuando ya se cerraban las encuestas en Washington, Rudy llevó a Martin del aeropuerto de Dulles a Georgetown un día de fría y menuda lluvia. El Director había estado en Inglaterra a principios de noviembre; había utilizado la papeleta de votación por ausencia antes de salir hacia Ipswich, en avión, con Simon Cappell, para tener una de sus entrevistas campestres con Sir Evans Ritter, veterano jefe del servicio de información y de espionaje de la Gran Bretaña. Como en la tranquila y apartada casa solariega, del tiempo de los Tudor, donde se reunían, en Flixton (Bungay) no había televisor, Martin se quedó sin ver los esfuerzos de vísperas de elecciones realizados por Ed Gilley y Richard Monckton.
En la pantalla pudo verse a Gilley y a su familia reunidos en la sala de estar de su vieja casa de Pennsylvania, así como a Monckton rematando la campaña en un gigantesco mitin celebrado en el gran salón de conferencias de Chicago, a orillas del lago. Después, los comentaristas de televisión, sentados alrededor de varias mesas en los estudios de Nueva York, reconocieron, con cierta tristeza, que la victoria sería para Richard Monckton.
Cuando Sally Atherton abrió la puerta de su casa para dispensar a Martin una calurosa acogida, se oían por todas partes los primeros resultados parciales. En su gabinete crepitaba un fuego de tres troncos, y en una mesa baja había una bandeja con varias clases de queso, carne, fiambre y varias botellas. En otra ocasión, Martin se había sentido fascinado por aquel clima de intimidad y por aquella bella y apasionada mujer, que vestía una sencilla blusa de seda blanca y una larga falda acolchada; pero aquella noche se lo impedía la insistente intrusión de la televisión, que empezaba ya a decir lo que él no podía soportar.
Sally le puso las manos sobre los hombros y le miró fijamente.
—No sabes cuánto te he echado de menos. Y es que el teléfono no es suficiente. ¿Estás muy cansado? ¿Fue pesado el viaje?
Martin acarició sus rubios cabellos.
—No, cielo. Me encuentro perfectamente. Estás guapísima. ¿Qué tal te fue en California?
—Hice allí lo que le había prometido a Jack; asistí a meriendas, salí en la televisión, y demás. Él sabía que fingía; pero se portó como un caballero en todo momento, y estoy segura de que seguirá siéndolo. Creo que me he ganado bien el divorcio.
La voz de un locutor atrajo la atención de Martin.
«... y los primeros resultados de Nueva York indican que Richard Monckton no sólo ha ganado en los distritos del interior, sino también en la ciudad de Nueva York.»
—¿Tienes hambre? Ahí tienes queso y otras cosas — dijo Sally con un movimiento de cabeza dirigido hacia la mesa que había delante del fuego —. ¿Te sirvo otra copa?
—No, gracias. Por ahora es suficiente.
Se dirigió al bajo diván beige de tweed, que estaba colocado perpendicularmente al hogar, y mullió un cojín con la mano.
—Ven y siéntate a mi lado.
«Por los resultados parciales del distrito de Filadelfia que nos llegan, se puede colegir que el vicepresidente Gilley está teniendo serias dificultades incluso en su Estado natal.»
Sally se acurrucó y puso la cabeza sobre un hombro de Bill.
—¿Es que estás mirando ese dichoso televisor por encima de mi hombro? Pensé que eras apolítico.
Martin la apretó suavemente hacia sí.
—Tienes un cuello divino. Perdona que esté distraído; pero lo que hoy se juega el país en la persona de Gilley es incalculable.
—¿Dinero?
—Mucho más que eso: vidas, carreras, reputaciones, tal vez la libertad de un hombre... Algo muy serio.
—¿Me lo explicas?
Ella comprendió que estaba profundamente preocupado.
«... Los primeros resultados de los Estados centrales, aunque parciales, señalan una clara ventaja de Monckton. Va en cabeza en los distritos claves de Illinois — su Estado natal —, Minnesota, los dos Dakotas, Kansas y Missouri. Según parece, otros resultados indican su victoria en Ohio, Estado que se había adjudicado a Gilley. La computadora NBC destaca ahora una victoria nacional de Monckton por el 4 %, con las encuestas todavía abiertas en la costa occidental.»
Martin se acercó a la estantería, y cambió de canal.
—Si Gilley gana — empezó a explicar — continuaré como Director; es algo que ya está decidido. Pero si resulta elegido Monckton, entrará en la Compañía como Atila, el rey de los hunos. Tratará de reunir todas las pruebas posibles de los errores del Presidente Curry; y antes o después encontrará el Informe Primula sobre Río de Muerte.
Sally preguntó con dulzura:
—¿Y eso puede perjudicarte a ti?
El volvió al diván y, cogiéndole suavemente la barbilla con ambas manos, se quedó mirándola fijamente.
—Tal vez más de lo que ninguno de los dos podamos imaginar en este momento. Cuando se hubo disipado la polvareda que levantó lo de Río de Muerte, se efectuó una investigación interna en la Compañía. Hay sólo un ejemplar de ese informe, pero lo que en él se dice es grave,
«... Las zonas rurales están votando por Monckton como esperábamos. La gran noticia de esta noche es el voto masivo que está logrando en las ciudades, principalmente en los estados industriales de las regiones nordeste y atlántica. Donald Suede: ¿cómo se explica el éxito de Monckton en estas tradicionalmente democráticas?»
La segura voz del comentarista expresó su opinión como si se tratara de un hecho consumado.
«... Según parece, asistimos a la desintegración de la vieja coalición demócrata forjada por Franklin D. Roosevelt en los años treinta. El votante conservador ha hecho caso omiso de sus dirigentes sindicales en esta ocasión. La postura de Monckton hacia problemas centrales — tales como la defensa nacional, el servicio de autobuses y el aborto — parece haber atraído a millones de almas del redil demócrata. Esta noche se perfilan nuevas y poderosas corrientes políticas y sociales que acaso no se manifiesten abiertamente hasta que no se disponga de todos los resultados, y éstos hayan sido analizados por nuestra computadora. Continuamos a la expectativa...»
Martin se había tumbado boca arriba en el suelo, con la cabeza apoyada en el regazo de Sally y los pies hacia el televisor. Sentía sobre su mejilla la mano fría de su amiga.
—Curry me hizo llamar justamente antes del desembarco en Río de Muerte, y me preguntó el nombre del cabecilla inspirador de los rebeldes dominicanos. Era un legendario joven jesuita español, quien, al parecer, había luchado en la resistencia, y había logrado escapar. Lo cierto es que las tropas invasoras le idolatraban. Era su capellán, pero también les infundía el celo idealista; después de uno de sus sermones, estaban dispuestos a ir a cualquier sitio y hacer cualquier cosa. Curry había oído hablar de él, pero no sabía su nombre, y yo se lo di, cuando me lo preguntó. No podía haber error, pues había sabido algo de aquel individuo — de su prestigio —, y simplemente no tenía el nombre. Así que yo se lo dije: Padre Benitimes,
—¿Y qué pasó?
—Que el Presidente me dijo que ordenara su muerte.
—¡Dios mío! ¿Por qué quería su muerte? ¿Y qué fue lo que hiciste tú?— dijo Sally al tiempo que su mano reflejaba su emoción.
Martin habló muy despacio.
—El porqué de la decisión es lo que menos importa. Nadie lo sabe, aunque Primula creía que el Presidente Curry estaría tratando de hacer méritos para algún acuerdo en la cumbre con los rusos, sometido a presiones para anular el desembarco; pero éste iba ya demasiado avanzado como para suspenderlo, y, además, políticamente era imposible hacerlo. Por eso, supongo que no tuvo alternativa; dejó que se efectuara el desembarco, pero le asestó un golpe certero en un punto vital, para asegurarse de que fracasaría.
—¿No podías haberte negado a hacerlo?— preguntó Sally en voz baja.
Martin movió la cabeza en sentido negativo.
—Era una orden clara y directa. A todas luces, Curry sabía lo que quería. No preguntó nada más que el nombre del sacerdote; y me ordenó que no dijera una palabra a nadie, con la excepción del agente que yo escogiera para ejecutar la orden. No debía decírselo ni a Horace McFall.
—Pero tú no mataste a nadie. No fuiste más que un conducto, ¿verdad?— dijo Sally tratando de defenderle.
Bill hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—El que usó el cuchillo fue otra persona, pero Benitimes era mi víctima. Murió tan sólo una hora antes del desembarco en uno de los buques de transporte militar. Y está muy claro que, cuando aquello ocurrió, la moral de lucha de las tropas se desvaneció en gran parte.
«... Richard Monckton aparece destacado en los resultados de primera hora procedentes de los distritos de Denver, seleccionados por nosotros. La computadora adjudica a Monckton el Estado de Colorado con un 54 % de los votos.»
—¡Pobrecito mío! ¿Y has estado con este peso encima todos estos años?... ¡Es terrible! Pero yo sigo diciendo que no fuiste tú quien mató a ese hombre; no fuiste más que un intermediario entre Curry y el asesino. ¿No lo podrías explicar así?
—Ahí es precisamente donde el caso tiene relación con la elección de Monckton. El querrá que me largue, de eso no te quepa duda. Está dispuesto a terminar para siempre con la leyenda de Curry; arrasará su templo a sangre y fuego sin dejar piedra sobre piedra. Lo hará todo espectacularmente en la televisión, procurando que se grabe c manera indeleble en la mente de los americanos. Su caballo de batalla será que Billy Curry asesinó a un sacerdote a sangre fría; yo fui su brazo, y al final de ese brazo estaba Durwood Drew, que fue la mano que cogió el cuchillo. Pero el cerebro asesino fue el de Curry. ¡Será un asunto muy feo! ¿Cuánta gente me absolverá cuando todo este fango salga a la luz pública?
—¡Virgen santa! — exclamó Sally, rodeando fuertemente con sus brazos la cabeza de Martin —. ¡Y sabes ya que Monckton prácticamente ha resultado elegido! La televisión no ha hecho más que anunciarlo en las últimas horas. ¿Qué piensas hacer?
«... Edward Gilley es el protegido político del Presidente Esker Scott Anderson, y aquí, en Oregón, Anderson suele conseguir lo que se propone. Incluso esta noche, cuando las votaciones a favor de Richard Monckton son por aplastante mayoría en otros lugares, da la sensación de que el vicepresidente Gilley va a obtener una mayoría por amplio margen en Oregón y el vecino Estado de Washington. El orgulloso y veterano estadista del Noroeste que va a retirarse de la Casa Blanca sabe esta noche que ha entregado una vez más su Estado natal al partido que ha venido dirigiendo durante todos estos años.»
En aquel momento, el teléfono sonó con fuerza. Era Simon Cappell, quien llamaba a Martin para comunicarle que Linda le había telefoneado, inquiriendo el paradero de su esposo, pero él no le había dicho nada.
—¡Vaya, hombre! Lo que me faltaba esta noche es una disputa con Linda... — se lamentó Bill.
—En cambio, yo debo llamar a Jack para darle la enhorabuena. Ya debe de haber votado un número suficiente de distritos allí.
Dirigió la llamada al centro de operaciones de Atherton en California. El diputado pareció muy complacido de oír la voz de su esposa, y le dijo que iba ganando por un amplio margen; que era un buen año para los republicanos, aunque, como podía suponerse, no tenían mayoría en la Cámara, pero sí más ventajas y mejores proporciones de comités. Mientras le escuchaba, Sally sonreía y hacía gestos a Martin.
Cuánto me alegro, Jack. Muchos recuerdos a todos. Buenas noches.
Sonriente, volvió junto a Bill.
—El diputado me ha hecho un análisis político completo. Allí le tienes con el teléfono en una mano, una copa de champán en la otra, y una sonrisa de oreja a oreja; más feliz que nunca. No le podía importar menos dónde estoy ni lo que hago. Lo que importa es que habrá más republicanos en los comités del Congreso; así que hoy es un gran día. Y ése es... mi adorado Jack.
—Me alegro de que esta noche sea afortunada para alguien — dijo Martin con amarga ironía —. Juraría que ese hijo de perra de Monckton está nadando en champán.
En aquel mismo momento, Richard Monckton estaba sentado, solo, en un cómodo y vasto sillón de color castaño, en la sala de estar suavemente iluminada de una suite del Hotel Blackstone, en Chicago. Alineados sobre la pared había tres grandes televisores, que permanecían oscuros y silenciosos. El Presidente electo, que se había inclinado hacia adelante en su asiento, tenía sobre las rodillas un fajo amarillento de documentos legales, y en el oído, un auricular de teléfono.
La habitación estaba profusamente alfombrada y adornada con colgaduras. Tanto el alto y oscuro techo de madera como las viejas pero fuertes puertas eran Blackstone clásico. Tan sólo estaba encendida, a nivel bajo, una de las lámparas de pie. Monckton vestía una chaqueta casera de brocado, de un azul desvaído, sujeta a la cintura mediante un cinturón con borlas del mismo tejido. Las anchas solapas de terciopelo estaban desgastadas por el uso y los lavados. Los pantalones, grises y de raya impecable, estaban arremangados, y mostraban unas ligas rojas que sujetaban unos calcetines azules, los cuales, a su vez, le cubrían las pantorrillas. Los zapatos eran negros y relucientes, y la camisa blanca, cuyo cuello enmarcaba el ancho nudo de una corbata de diminutos lunares, estaba almidonada en exceso.
En aquel momento, por orden de las computadoras de las tres cadenas de televisión, Richard Monckton era el Presidente electo de los Estados Unidos. Le irritaba tener que aceptar el otorgamiento de aquellas aborrecidas cadenas; pero había ganado, tal como había imaginado, y era el próximo Presidente de los Estados Unidos... El Presidente... ¡El Presidente de los Estados Unidos de América!
El Presidente electo se puso a pensar en su aspecto físico mientras esperaba una conferencia telefónica. Llamaría al mejor peluquero para que le recortara el cabello. Además, trataría de broncearse en Scottsdale aquella se mana; ello le sentaría bien, pues el sol era siempre mejor que la lámpara de rayos ultravioleta que usaba. Sus entradas parecían haberse hecho más profundas últimamente; tal vez la lámpara de rayos ultravioleta produjera calvicie. Aunque era de cuerpo enjuto, toda la grasa se había concentrado en su cara. Sabía perfectamente que no era bien parecido; los caricaturistas se complacían en exagerar sus mejillas y quijadas, así como la ancha nariz y oscuras cejas. La medalla presidencial, conmemorativa de su discurso inaugural, sería grabada de perfil; en aquella posición, su mandíbula parecería menos prominente.
Por su talla media y su constitución ordinaria, el aspecto de Monckton era más bien vulgar. Tanto el cabello castaño como las pobladas cejas estaban salpicados de gris, y el amplio espacio que había entre sus grises ojos aparecía surcado por profundas arrugas verticales. Cuando algo le divertía, no se manifestaba ninguna reacción humorística en las comisuras de sus labios; la risa, cuando hacía su aparición, se producía en forma de golpes secos, semejantes a la tos. Tenía voz de orador, y sus facciones eran, en suma, las de un jugador de póker que ni siquiera emitían un solo gesto a su propia mano, con el fin de prevenirla.
Llamó, al fin, la telefonista, y Monckton tuvo que esforzarse en oír por el auricular la voz débil y cascada de su anciana madre. Lograba mejor audición apretando el teléfono contra su oreja; pero ni aun así podía oírla bien. Era una mujer delgada, aunque siempre había tenido la voz fuerte; ahora, su salud estaba muy quebrantada, y parecía morirse lentamente. Sin embargo, había vivido al menos lo bastante para ver el triunfo de su hijo. Estaba en pleno uso de sus facultades mentales, y gracias a Dios comprendía que él había ganado.
El Presidente electo se esmeró en pronunciar con claridad.
—Madre: quiero que vengas a la toma de posesión. Se te reservará un buen sitio para que desde allí veas la ceremonia cómodamente.
La voz que llegaba del otro extremo del hilo era apenas perceptible.
—No, hijo. Estoy segura de que no me dejarán ir. Pero creo que te veré por televisión. Aquí son muy amables conmigo, y, siempre que sales tú, encienden el televisor. ¿Llamas desde tu casa?
—No, madre. Estamos todos en el Hotel Blackstone de Chicago, donde tú te hospedaste aquella vez. Me alegro de que estés mejor.
—Sí que lo estoy. Parece que ya no me duele tanto el brazo.
—Iré pronto a verte a Sullivan.
—Muy bien, hijo. Cuídate mucho.
—Adiós, madre, buenas noches.
Al entrar Frank Flaherty en aquella habitación de luz mortecina, oyó que colgaban el teléfono con un fuerte golpe, por lo que no pudo contener una sonrisa. «Otro teléfono que ha tenido la fatalidad de caer en manos del "Monje loco"», pensó. Monckton terminaba siempre las conversaciones telefónicas dando un fuerte golpe con el auricular al colgar, aun cuando no estuviese irritado ni preocupado. A lo largo de muchos años, este brutal e inconsciente punto final le había proporcionado cierta sensación de afirmación de su superioridad sobre el misterioso mundo mecánico y técnico que él no entendía ni dominaba. Aunque no tenía el menor interés en el funcionamiento técnico de un teléfono, no por eso subestimaba la importancia de la tecnología que dicho artefacto representaba. Las comunicaciones rápidas constituían una fuerza poderosa que él intentaba, a su modo, dominar; por este motivo, cuanto más fuerte hacía chocar el auricular al fin de una conversación, mayor era la satisfacción que experimentaba.
—Era mi madre — murmuró el Presidente electo al entrar su brazo derecho.
—Debe de estar muy contenta y orgullosa — contestó su ayudante. Las computadoras de las tres cadenas le dan a usted ahora como ganador, si bien difieren en los tantos por ciento. Según la CBS es el 56, y, según las otras, puede ser mayor. Gilley aún no ha hecho ninguna concesión.
—Eso no debe extrañarnos; sólo hace una hora que se han cerrado las encuestas en California. Y yo no pienso bajar a hacer manifestaciones hasta que el escrutinio de California esté prácticamente terminado. A los votantes de la costa occidental les debe de sentar como un tiro que esos cerdos de la televisión los consideren ya pan comido. ¿Está preparado el borrador?
—Sí, señor — respondió Flaherty —. Los autores han confeccionado uno bastante bueno. O, al menos, eso me parece a mí.
Monckton alargó una mano para coger el borrador, mientras con la otra se ponía unas gafas de concha. Flaherty esperó sentado y en silencio, en tanto que el Presidente electo ojeaba rápidamente el escrito.
Cuando levantó la vista, su semblante se había ensombrecido por la cólera.
—Este discurso es sencillamente inservible. Tienes que encontrar gente que escriba con un poco de estilo y aptitudes. «Ayudadme a unir esta nación dividida». ¡La Virgen! No se les ocurre otra cosa que lo que se ha estado repitiendo toda la campaña. Todo lo bueno que se escribió lo hice yo. Comprenderás que no podemos continuar con esta porquería, especialmente en los momentos más espectaculares. Hay que tener en cuenta que, cuando estemos allí, no tendré tiempo de preparar mis propios discursos. ¿Está claro, Frank?
—Sí, señor — dijo Flaherty con cierto nerviosismo.
—Ahora voy a preparar éste yo mismo. Pero tienes que solucionar esto. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí, señor.
—Ya he terminado con el teléfono; por supuesto que nadie más que yo podía haber hecho estas llamadas. No pienses que me quejo; pero no voy a tener siempre tiempo. Debemos empezar a buscar gente para que el Presidente no tenga que escribir personalmente cada puñetero discurso que haya de pronunciarse. Tiene que haber, en alguna parte, buenos escritores dispuestos a trabajar para el Presidente. ¿Es o no es así, Frank?
—Tiene usted razón.
—Me llevó casi una hora hacer las llamadas, ¿sabes? Eso sin contar la de mi madre. Y a propósito: a ella no la tenías en la lista.
Monckton cogió su lista de llamadas telefónicas.
—Nuestro ilustre vicepresidente electo ha dicho esta noche que vamos ganando en los Estados donde él hizo la campaña, y yo confío que así sea. Que alguien me dé los análisis; los Estados donde estuvo Oldenburg, y los tantos por ciento; los Estados donde estuve, yo, y las coincidencias. Le he dicho que no haga manifestaciones esta noche basta tener noticias suyas; creo que debemos decir a los de la televisión que le permitan presentarme a mí; que se ocupen de él primero en Boston. A ver si emplea su tiempo del espacio disponible haciendo una especie de prólogo de mi aparición. ¿Qué te parece?
—Sería magnífico... si él quisiera hacerlo — contestó Flaherty.
Monckton apretó los labios, irritado.
—¿Y por qué coño no ha de hacer lo que le digamos?
—Es un hombre que tiene su orgullo... ex gobernador y todo eso, y puede que quiera hacer sus propias manifestaciones.
—Espera un momento. Vamos a puntualizar ahora mismo una cosa. Ese hombre es vicepresidente por una sola razón: yo le escogí y le puse ahí. ¿Es que él no lo sabe?
—Sí, señor. Seguro que lo sabe.
—Entonces no habrá problema. Dile únicamente que yo lo he decidido así. Sin pelos en la lengua. Será mejor que se vaya acostumbrando a recibir instrucciones, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
El Presidente electo se dejó caer pesadamente hacia atrás en su asiento, y cogió del suelo el bloc amarillento.
—No vayas a creer que quiero rehacer este discurso. Lo que pasa es que, tal como me lo han entregado, no me sirve. Fíjate bien: preferiría emplear mi tiempo de otra manera... incluso en ver a mi director de campaña y a todos los demás politicastros. Pero no tenemos a nadie que pueda hacerlo bien, y por eso he de encargarme yo de ello. ¿Tienes algo más, antes de que me ponga a hacer esto?
—Hace un rato, preguntó usted por los planes de mañana. El Presidente le proporcionará un avión de servicio oficial, que le llevará a Phoenix. Debe usted decidir unas cuantas cosas para que yo las ponga en marcha esta noche. El Blackstone nos dará toda una planta. Por supuesto, organizará usted la transición desde aquí, ¿verdad?
Monckton asintió con la cabeza.
—Creo que es lo mejor. No quiero ir a Washington hasta el día de la toma de posesión, y, fuera de la capital federal, Chicago es un sitio tan bueno como otro cualquiera. Continuaremos aquí, en el Blackstone.
—Aquí tiene el documento sobre el personal gubernamental que quería. Como ve, tan sólo puede usted cambiar en seguida a unas cuatrocientas personas. Las demás llevarán más tiempo. En total, puede disponer de mil quinientos puestos, aproximadamente. Yo había pensado que sería un número de cinco cifras.
—Ese es el puñetero Servicio Civil — gruñó Monckton —. Cerca de dos tercios de esos enchufados fueron colocados ahí por Curry y Anderson; necesitaremos años enteros para deshacernos de esos granujas. Esa carcoma luchará contra nosotros desde sus agujeros en el maderamen; nos resistirán uno y otro día mientras continúen allí. Mira, Frank: quiero que encargues al hombre más inteligente que tengamos este asunto del personal; quiero que sea más ladino que ellos; su misión será hallar la manera de arrancar de raíz a toda esa gente de Curry. Es una cosa que habrá que hacer rápidamente, si no queremos que nos estorben todo lo que vayamos a hacer. ¿Y qué me dices de los cargos importantes?
Flaherty cogió una carpeta azul de la mesa.
—Sé que intenta usted hacer pesquisas con Carl Duncan en el Gabinete. Aquí tiene la lista de los cargos de agencias federales y de comisión que puede usted cubrir — dijo el ayudante pasando a su jefe un documento.
El Presidente electo sacudió la cabeza y señaló al lado izquierdo del papel.
—Al presidente de la Reserva Federal le corresponde estar en esta otra lista, pero quiero que se largue.
Flaherty tomó nota en un bloc amarillento de papel pautado.
—Así pues, tenemos vacantes en la CIA, en la Comisión del Servicio Civil...
—¿A quién tienen de presidente del Servicio Social?— dijo Monckton levantando la vista de los documentos —. Quiero ahí un tipo duro, que sepa obedecer órdenes.
Flaherty cogió otra carpeta, la abrió, y le entregó un papel.
—Ésta es la biografía de uno de los tres comisarios actuales. Es el candidato más cualificado para presidente.
—¡Quiá, hombre! Ni hablar. Mira esto. Es otro de Harvard; entró nombrado por Curry. ¿Es que tus muchachos de la sección de personal no entienden lo que tratamos de hacer? ¿Es que no vamos a poder encontrar un tipo duro que esté a nuestro favor? Podría ser quizás un graduado universitario por Tulane, Kansas o Illinois. ¿Acaso todos los que integran nuestro equipo de personal son unos arribistas?
—No, señor — contestó Flaherty con gran seriedad —. Este hombre ha sido recomendado porque está a favor de usted, Price Monroe lo tiene en muy alta estimación, y está seguro de su lealtad.
Monckton hizo una mueca.
—Esto ya está empezando, Frank. Y yo sabía que ocurriría. Pero tú y yo tenemos que ser inflexibles hasta con amigos nuestros, como Price. Nadie va a cuidarse de la Administración Monckton más que nosotros. Los que se llaman nuestros amigos se proponen pagar sus viejas deudas, y eso no podemos permitírselo. Quita a este fulano de la lista, y nunca más, fíjate bien, NUNCA me vuelvas a traer un nombre de Harvard. Y no más restos de la Administración Curry, porque están todos despedidos. ¿Me entiendes? ¡Despedidos!
El Presidente electo lanzó la biografía en dirección de Flaherty, pero cayó al suelo, entre los dos, y el ayudante se levantó de su asiento para recogerla.
—¿Y la seguridad nacional? ¿Ha habido noticias del embajador?
—Todavía no.
—Pues ése es el punto clave. Ahí es donde debo emplear mi tiempo. ¿Qué se está haciendo?
Flaherty le entregó otra carpeta, esta vez de portada de color naranja.
—Además del embajador Murray, hemos confeccionado esta lista de una serie de nombres que nos han proporcionado nuestros amigos.
Mientras leía, Monckton frunció los labios y se ajustó las gafas. Súbitamente, miró a Frank.
—¿Carl Tessler? ¿Hay alguna razón para pensar que trabajaría para mí? Lleva años en la nómina de Forville, y lo más probable es que no me pueda ver.
—Podría ser —dijo Flaherty—; pero ayer Carl Duncan supo algo de Tessler que tal vez sea interesante. Estaba entrevistando a uno de los «ministrables» — me parece que era el del HUD —, cuando se mencionó a Tessler. ¿Sabe usted que ha trabajado para Curry y Anderson?
—Sí. De vez en cuando ha actuado como asesor en problemas especiales. Pero la cuestión es si querría trabajar con nosotros a plena dedicación.
—De eso no puedo estar seguro. He aquí lo que hemos averiguado: ese hombre se cree una especie de «factótum de nuestra época» en asuntos exteriores. No se considera partidario ni protegido de ninguna persona en particular. Recibe dinero de Forville, pero no está obligado por ningún contrato. Al parecer, le dijo muy convencido, a este otro catedrático que espera trabajar con cada uno de los presidentes que sean elegidos mientras viva. En otras palabras: que si un Presidente es lo bastante sensato, no hay duda de que contratará los servicios de Tessler para hacerse cargo de los asuntos exteriores.
Monckton sonrió con ironía.
—Así que se figura que es un ser destinado a influir en el siglo XX, ¿no? Habría que ver si la Casa Blanca es lo bastante grande para albergar el ego de ese sujeto.
—Ese es el problema precisamente — comentó Flaherty asintiendo con la cabeza a las palabras de su jefe—. Con todo lo sabio que es, ¿podrá trabajar con alguien? He hecho unas cuantas llamadas para recoger opiniones sobre él, y todos piensan igual. Al parecer tiene un carácter muy desagradable, y le califican de infantil, ególatra y gruñón. Pero las personas a quienes consulté coinciden también con ese individuo del HUD en lo que se refiere a su independencia y demás. En una palabra: Tessler vendrá inmediatamente, si usted se lo pide. Lo que no sé es hasta dónde llegará su lealtad, y sí parece en cambio un tipo difícil para trabajar con él. Lo cierto es que se le considera el mejor en su especialidad, y que puede usted conseguir su colaboración, si así lo desea.
—Pues no lo sé. Es un teórico... un catedrático de Harvard. Ha llevado a cabo algunas negociaciones; pero mi hombre del NSC tendrá también que dirigir Asuntos Exteriores, la CIA y Defensa, además de manejar a los funcionarios del Gabinete. ¿Podrá Carl Tessler, el señor Catedrático, hacer todas esas cosas?— preguntó Monckton recalcando, en tono despectivo, la palabra «catedrático» —. No lo sabemos; pero también es preciso reconocer que no hay ninguno en esta lista que sepa hacer de todo; cuando escogemos a alguien, siempre es menos útil de lo que necesitamos.
—¿Y qué me dice usted de su carácter?
—Eso es asunto tuyo. Si tú crees que podrás manejarlo, pediremos su colaboración; ahora bien, todas esas menudencias de qué cargo se le da en la Casa Blanca, cómo tiene que ser de grande su coche, y otras por el estilo te las dejo a ti. Yo no voy a gastar mi tiempo en una puñetera «prima donna».
—Sí, señor. Por lo que sé de Tessler, creo que podremos entendernos. ¿Le concierto una entrevista con él?
—Primero quiero que llames a Elmer Morse al FBI. Dile que necesito verle en Scottsdale pasado mañana; que lleve todo lo que tenga sobre Tessler; pero no le digas que hemos pensado en él para que forme parte del personal de la Casa Blanca.
Flaherty tomó algunas notas en su bloc.
—Debo ver a Morse en seguida. Es alguien con quien quiero que colabores muy estrechamente; él y el FBI pueden sernos de gran utilidad. Que pase la noche en Scottsdale; al día siguiente puede regresar a Chicago con nosotros. Cuando los de la prensa lo vean en nuestro avión, será una noticia que causará gran sensación en Washington. Conviene que la nación sepa que pienso conservarlo en el FBI.
—Señor Presidente — dijo Flaherty—, ¿cuándo desea usted bajar para hacer sus victoriosas manifestaciones?
De repente Monckton lució su instantánea sonrisa.
—¡Vaya, Frank! Es la primera vez que alguien me llama «señor Presidente». Puede que haya que tomar nota de eso para cuando llegue el momento oportuno; a la prensa le gusta conocer esos detalles o anécdotas.
Monckton se puso en pie, y se dirigió nerviosamente hacia la ventana.
—¿Y adónde hay que ir para esas manifestaciones?
—Tenemos que atravesar la calle y entrar en el Conrad Hilton. No había bastante sitio aquí en el Blackstone.
—Esa calle está llena de energúmenos, ¿verdad, Frank? Estaban dando alaridos hace un rato.
—Son manifestantes; pero estarán muy apartados de usted, cuando cruce la calle.
—¿Por qué no hacerlo aquí? Pueden subir las cámaras, ¿no? Serían unas declaraciones discretas y decorosas, con mi esposa aquí nada más. Creo que me gustaría.
—Pero tiene usted un salón de baile repleto de personas esperándole. Senadores, gobernadores, Shellby, toda la gente de la campaña... Les sentaría muy mal.
—¿Y la seguridad? ¿Qué le parece al Servicio Secreto que yo cruce la calle?
—Si quiere, puedo llamar al agente que está al mando, y habla con él directamente. Me ha dicho hoy que llevará a los manifestantes una manzana de casas más allá. Así ni siquiera los verá usted.
—No, no tengo que hablar con él. Lo que me preocupa es la televisión; cuando atravesemos la calle, harán unas tomas en las que, además de vérsenos a nosotros, recogerán los gritos de todos esos mierdas vociferando indecencias. No serán unas bellas imágenes, ¿verdad?
—Pero el entusiasmo del salón...
—Oye, Frank: ¿por qué no llenar la calle de gente nuestra aclamándome? Se lleva a los hippies una manzana más allá, se llama a nuestros muchachos, se trae un par de bandas de música muy ruidosas, y a las Moncktonettes con banderas y estandartes. Y se neutralizan los gritos de esos energúmenos. ¿No podrás hacer eso?
—Podré hacer algo, al menos; pero llevará un poco de tiempo.
—¿Y por qué no vas ya y pones la cosa en marcha? Ya ves: esto se debía haber pensado hace horas. Si alguien se hubiera acordado de las tomas que van a hacer, la calle ya estaría preparada.
Monckton se dejó caer en el sillón grande con el aire resignado del que piensa que todo se lo tiene que hacer él mismo.
Se aseguró las gafas, desenroscó el capuchón de la estilográfica, y se lo puso atravesado en la boca. A continuación atacó con la pluma el escrito mecanografiado del discurso, tachando con grandes aspas los tres primeros párrafos, y empezó a garrapatear en el bloc amarillo las primeras líneas de sus declaraciones triunfales.
El paso del Presidente electo desde el dormitorio de su suite del Blackstone al estrado del magnífico salón de baile que había al otro lado de la calle empezó como un goteo y terminó como un torrente. Monckton entró despacio en la sala de estar, con la cabeza baja y sus pensamientos concentrados en el discurso que acababa de escribir. Cerca de la puerta le esperaba Flaherty con un agente del Servicio Secreto.
—¡Qué! ¿Todo arreglado?— preguntó en voz alta, a la vez que levantaba la vista del suelo.
—Su señora estará aquí dentro de pocos Ahora mismo sale de su habitación.
—Vamos al vestíbulo, y allí la esperaremos Monckton.
—No, señor —le contradijo Flaherty respetuosamente—. Saldrá por la puerta que comunica las habitaciones de ustedes. Ese vestíbulo está lleno de focos y cámaras; los enfocarán a ustedes desde esta puerta hasta que todo haya terminado. Las cámaras que hay fuera del hotel han sido montadas sobre plataformas a ambos lados de las puertas del Hilton. En la calle hemos puesto bandas y gente; tiene que ser una buena toma.
Ahora que ya sabía lo que iba a decir, Monckton estaba impaciente, y empezó a andar otra vez hacia el dormitorio. Entonces se abrió una puerta y entró su esposa en la habitación, acompañada de los dos hombres del Servicio Secreto que le habían sido asignados.
Los dos cónyuges se saludaron muy superficialmente. Amy Monckton llevaba un vestido Mainbocher rojo oscuro, con mangas largas y discreto de línea; el peinado de sus grises cabellos era sencillo. De figura angulosa y rostro alargado, no lucía joyas ni ningún otro objeto accesorio. Apretó la mano de su marido, cuando se dirigían a la puerta; al abrirse ésta, pestañeó involuntariamente, deslumbrada por los potentes focos, pero logró componer una cordial sonrisa, que conservó mientras atravesaron el abarrotado y caluroso vestíbulo.
El grupo que se encaminó al ascensor estaba formado por el Presidente electo, su esposa, Flaherty y cuatro agentes. En el vestíbulo de entrada se les unieron ocho agentes más, y otro grupo constituido por Bob Bailey, T. T. Tallford, Carl Duncan, Tom Shelby, el director de campaña, un gobernador y dos senadores de los Estados Unidos. Monckton atravesó el vestíbulo a paso rápido, con el propósito de imponer un ritmo que le permitiera cruzar la calle antes de que los manifestantes advirtieran su presencia.
La estrecha calle que había entre los dos hoteles apareció ante sus ojos como una masa amorfa y brillante, de color azul celeste. Los ecos de la multitud allí congregada resonaban en las paredes de los edificios de ambos lados como olas que chocaran contra los acantilados. A sólo cien metros de los dos hoteles, la policía de Chicago, en apretadas filas y provista de cascos antidisturbios, contenía a varios millares de manifestantes en la parte más alejada de un ancho bulevar. Los gritos de los perturbadores quedaban disimulados, en parte, por el ruido ensordecedor producido por una banda de música de veintiún elementos, que se había situado en el lado este de los accesos al hotel, tocando canciones de la campaña de Monckton y marchas de Sousa; uno de los delegados de Monckton había tomado posiciones al lado del director, para asegurarse de que ni la música ni su intensidad decayesen un instante.
Tras atravesar, no sin dificultad, la vorágine de luz y fragor de la calle, la comitiva del Presidente electo entró en el Conrad Hilton. El vestíbulo de entrada se encontraba abarrotado de seguidores de Monckton que no habían podido tener acceso al salón de baile. Cuando el hombre del día llegó al hotel, las confusas voces del gentío que llenaba el enorme salón arreciaron. Los hombres que caminaban junto a él y su comitiva se encontraron rodeados por una falange de la policía de Chicago, que avanzaba en forma de cuña. Frank Flaherty se abrió paso hasta el subjefe de policía que mandaba el destacamento, y gritó tratando de hacerse oír por encima del rugido de la multitud:
—¿Se puede saber qué hacen ustedes aquí? ¡Nadie ha pedido policía de uniforme!
—¿Y usted quién es?— vociferó el oficial con acento irlandés.
—Eso no importa. Lo que tiene que hacer es apartar a esos hombres del Presidente y de las cámaras. Ni los necesitamos ni los queremos.
A continuación agarró por un brazo a un agente del Servicio Secreto, y le dijo casi desgañitándose:
—Tom: dile a ese fulano que se lleve de aquí a estos polis. No quiero que salgan en la televisión.
Los agentes del Servicio Secreto del grupo asignado a Monckton estaban muy familiarizados con el problema. A Richard Monckton no le gustaba dar la sensación de ser protegido por la policía, pues ello implicaba cobardía. Además, la policía de la ciudad se dejaba llevar por el pánico a veces, cuando se encontraba rodeada de una muralla humana, y atacaba a golpes a la gente, es decir, a los electores. Por este motivo, el personal del candidato venía siguiendo la norma de no permitir que hubiera guardias uniformados alrededor de él. En realidad, la mayoría de los hombres del Servicio Secreto pensaban que dichos agentes eran innecesarios, por no dar protección alguna y por representar para Monckton y sus colaboradores un riesgo político. Según ellos, todos aquellos focos y cámaras ejercían una atracción irresistible sobre la policía de Chicago. Ciertamente, no era nada nuevo. El agente hizo una señal con la cabeza al oficial, y gritó:
—Por favor, retírelos. Que no entren con nosotros en el salón.
Monckton se detuvo un momento en la puerta de la sala, envuelto por el confuso griterío, para dar tiempo a la presentación, programada por la televisión, a cargo del Vicepresidente electo, la cual había de tener lugar, en otro salón de baile similar, en el Estado natal de éste último.
«Señoras y caballeros: el Presidente electo de los Estados Unidos de América» — anunció una voz tonante en el interior del salón —. La oleada de gritos de alegría que siguieron a estas palabras, así como las aclamaciones, los aplausos, los compases de una banda de música, los mil globos soltados de una red que había por encima de las arañas, y los focos dirigidos, a él eran las señales que Monckton esperaba. Miró a Flaherty, y éste hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Llevando en alto la mano de su esposa, el Presidente electo empezó a avanzar por el pasillo, entre la muchedumbre. La sonrisa estereotipada que los dos esposos habían lucido durante tanto tiempo pareció dulcificarse ante la auténtica alegría ruidosamente manifestada por aquella apretada multitud. Mientras se abría paso entre los gritos y agitar de manos, sombreros de paja, banderas y estandartes, el matrimonio daba las gracias y pronunciaba otras sencillas fórmulas de cortesía en cortas emisiones de voz, dirigiéndose con los doce agentes, entre el tangible y palpitante pandemónium, a las escaleras del estrado. Cuando llegaron arriba, el ruido pareció engullirlos y anularlos totalmente. Monckton dejó que el público voceara y gritara hasta que observó que el volumen cedía un tanto; entonces dio unos cuantos pasos hasta la tribuna del orador, y levantó una mano. Como esperaba, su gesto renovó el ruido; miró tras de sí a las filas de secuaces que se habían apiñado en torno a su esposa, y vio por todas partes amplias sonrisas y expresiones satisfechas. A continuación levantó las dos manos, y consiguió, al fin, hacer el silencio en la sala.
«Queridos compatriotas»: — empezó —. «Agradezco vuestra amistad y apoyo.»
Fuertes aclamaciones.
«Mi esposa y yo hemos venido aquí para ver a todos nuestros amigos de nuestra ciudad natal y darles las gracias personalmente...»
Más aclamaciones de los habitantes de Chicago.
«Pero quiero también decir unas palabras a todos los demás buenos americanos que están viendo la televisión esta noche, así como también a las personas de otras naciones que puedan ver esta emisión.
»Ha sido ésta una campaña de dura lucha, quizás una de las más encarnizadas de la historia de este país. Sin embargo, cuando las elecciones han terminado, y el pueblo americano ha escogido ya, las divisiones y diferencias se dejan a un lado, y somos de nuevo un pueblo unido; así, y sólo así deben interpretarlo los gobiernos extranjeros...»
Salva de aplausos general.
«Mi tarea, durante los dos meses y medio próximos, consistirá en organizar la rama ejecutiva del gobierno. Quiero que ésta sea una Administración variada y abierta, una Presidencia para todo el pueblo. Para hacerlo así, requeriré vuestra ayuda.»
Se volvió hacia atrás, y atrajo a su esposa hacia la tribuna, para concluir el discurso.
«A cada uno de vosotros, que habéis hecho posible esta victoria, nuestras más sinceras y cordiales gracias. Americanos: os pido a todos que os unáis a mí en una oración por nuestra nación y su pueblo. Con la ayuda de Dios, puede ser ésta una era de paz, progreso y prosperidad para todos los americanos.
»Gracias, y buenas noches.»
Las aclamaciones, algo menos entusiastas de lo que habían sido a su entrada, fueron, sin embargo, fuertes y prolongadas.
Tras los saludos al público y los apretones de manos de ritual a la mayoría de las personas que había en el estrado, el matrimonio fue conducido a un lugar más privado del hotel, donde esperó unos minutos. En aquellos momentos se estaba reuniendo a las personas que más habían contribuido económicamente en una habitación de uno de los pisos altos, para tomar una copa, departir unos minutos con el Presidente electo y a celebrar el triunfo común.
Frank Flaherty se acercó a Monckton, y le dio la mano.
—Un gran discurso, señor Presidente. Verdaderamente magnífico. Observé que había suprimido usted todas las frases conciliadoras sobre Ed Gilley. ¿Estará dispuesto a tener una entrevista con él, si la solicita?
Monckton entornó los ojos.
—¿Con quién? ¿Con ese solemne majadero...? Nunca, Frank. Jamás.