CAPÍTULO 12

Elmer Morse — el Director del FBI — era el más astuto y hábil de cuantos pululaban en los laberintos del Congreso de los Estados Unidos. Los resultados de los afanes de Morse y su departamento eran incalculables en cuanto a influencia y poder: importantes asignaciones, nuevos edificios, exenciones de las leyes del Servicio Civil, y libertad de algunas de las molestas restricciones que se imponían a otras agencias estatales.

Por ejemplo, Morse conocía las necesidades especiales del venerable presidente del subcomité que funcionaba dentro del Comité de Asignaciones de la Cámara, el cual se encargaba de las asignaciones anuales del FBI. Todos tenían sus necesidades, y Elmer Morse y su FBI no eran ninguna excepción. El proceso seguido por las relaciones entre dicha organización y el Congreso consistían simplemente en la ayuda mutua. No cabía duda de que el presidente Thomas Grimes tenía necesidad de un chófer; pues bien, se envió a un veterano agente del FBI para que condujera el modesto Chevrolet del diputado señor Grimes; su principal misión consistía en llevar a la señora Grimes, varias veces a la semana, de su piso al Safeway, y en esperar sentado pacientemente en el despacho de Grimes hasta que el viejo diputado decidía irse a su casa por la noche. Pero no vaya a creerse que el chófer esperaba solo, pues no era así; podía hablar de su trabajo y de béisbol con los demás agentes del FBI que trabajaban o esperaban en el despacho del diputado. Uno trabajaba de guardián y recepcionista en la oficina; y otro, inscrito como auxiliar legislativo, se ocupaba especialmente de la compleja y extensa asignación del FBI. El joven con chaqueta blanca de servicio y corbata de lazo que recibía a las visitas a la puerta del modesto piso que los Grimes tenían en Bethesda era asimismo un agente del FBI. Todos ellos habían sido destinados allí por orden del Director Elmer Morse.

Tanta sagacidad y previsión no podía dejar de dar sus frutos, y éstos, como podrá verse, eran óptimos: la legislación que Morse necesitaba solía recibir atención preferente y favorable cuando daba a conocer sus necesidades, mientras que la legislación a la que él se mostraba contrario se perdía generalmente en un verdadero laberinto de apartaderos parlamentarios.

No se le ocultaba a Richard Monckton la influencia de Elmer Morse en Washington, de ahí que no resultara una coincidencia el hecho de que este último fuese la primera visita oficial del Presidente electo en Scottsdale a los dos días de su elección. Databa la amistad de ambos de los primeros meses de Monckton como Senador de los Estados Unidos, hacía ya varios años. En el transcurso del tiempo, habían luchado codo a codo en Washington. Toda alianza precisa de un enemigo común que contribuya a conservar su solidez; pero muy pocos observadores eran capaces de evaluar la fuerza del vínculo que se había fraguado entre Monckton, en el Senado, y Morse, en el FBI. Durante quince años, siguieron colaborando discretamente, primero para desenmascarar y desarraigar a agentes comunistas de la conspiración marxista internacional, y más adelante para atacar y aniquilar a cualquiera que ellos consideraran enemigo político del FBI, Elmer Morse o Richard Monckton.

Los dos pensaban de manera análoga: Morse estaba convencido de que era conveniente, tanto para la nación como para su departamento, que Monckton resultara elegido; cuando éste logró la nominación, a Morse le pareció correcto y natural ayudarle; y como Morse y el FBI eran algo consustancial, parecía lógico que, cuando él cooperase, lo hiciese igualmente dicha organización. Durante la campaña electoral, los dos amigos habían cambiado impresiones con frecuencia, y la información del Director del FBI fue hábilmente aprovechada contra el vicepresidente Ed Gilley en la encarnizada contienda.

Mientras tanto, el candidato demócrata, siguiendo el consejo de Al Donnally, hacía equilibrios sobre la perpetua cuerda floja democrática de los derechos civiles. Por una parte, cultivó las relaciones con los dirigentes negros, y solicitó su apoyo en entrevistas secretas celebradas en Chicago y Nueva York, prometiéndoles, imprudentemente, legislación favorable y cuantiosa ayuda federal; y, por otra, Gilley se encontró al poco tiempo en un dilema público. Un mes antes de las elecciones, empezaron a aparecer en los periódicos de Texas relaciones precisas y casi literales de las conversaciones de Gilley con los militantes negros de los derechos civiles, y fueron extensamente reproducidas. Los partidarios de Gilley en el Sur, que eran tradicionalmente democráticos, se desmoralizaron, al ver que su candidato no quería o no podía desmentir aquellos sueltos de prensa. Comprendiendo que no tenía otra alternativa, Al Donnally prefirió dejar que se divulgaran tales noticias sin darles ninguna réplica; los votos del Sur eran importantes, pero los del Norte podían calificarse de vitales. Sin los negros, Gilley podía darse por perdido, mientras que sin los del Sur existía aún una débil posibilidad.

Aunque el veterano Elmer Morse no fue nunca identificado como el promotor de dicha información, Monckton, como es natural, lo sabía. Se daba el caso de que algunos de los individuos de color que habían tomado parte en las entrevistas secretas del Norte con Gilley eran confidentes del FBI que se habían introducido en el movimiento por los derechos civiles mucho tiempo antes.

Morse era un peligroso enemigo, y enemigo había sido de la CIA desde los tiempos de la OSS y su revivificación en 1949. Estaba convencido de que una agencia de información independiente que diera cuenta de sus actividades directamente al Presidente llegaría a tener existencia propia, prácticamente sin limitaciones, y por ello luchó con todas sus fuerzas para impedir su creación. Era un maestro consumado de la burocracia que conocía las realidades de la jungla burocrática; el FBI era un ramal del Departamento de Justicia a las órdenes del Procurador General, y Morse sabía que la CIA, como agencia de condición libre, podía amenazar la jurisdicción y primacía del FBI. Cuando fracasó en su intento de que la Compañía quedase encuadrada en los departamentos militares, y ésta quedó bajo la autoridad directa del Presidente, Morse trasladó el campo de la batalla burocrática al despacho de éste. Y allí hizo durante años enteros una implacable guerra de guerrillas para impedir la expansión jurisdiccional de la CIA, recortar su presupuesto y reducir sus efectivos en hombres; además de todo ello, señaló de una manera tan clara y llamativa los errores garrafales de la Compañía, que jamás podrían pasarle inadvertidos a ningún Presidente.

En los diez primeros meses de la Administración Monckton, Elmer Morse siguió ganando competiciones en destreza y fuerza burocráticas a expensas de la CIA y, a veces, incluso del propio William Martin. Tenía fácil acceso al Presidente Monckton, ya que una llamada telefónica podía ocasionar una modificación en el orden del día del Presidente, para entrevistarse con él. Martin no disfrutaba de tal privilegio; en diez meses no había sido invitado a ninguna entrevista a solas con el Presidente. Su contacto con la Casa Blanca era siempre por mediación de Carl Tessler, generalmente por escrito, siempre que estimaba que tenía información que Monckton debía conocer. Sus relaciones con el Presidente se cuarteaban por la base, se agravaban por los prejuicios de éste contra la CIA y la persona de su Director, se debilitaban sin cesar a causa de la constante e infatigable subversión de la menguante confianza del Presidente en la CIA, efectuada por Elmer Morse, y sólo se regeneraban ligeramente por las ocasionales intervenciones de Tessler cerca del Presidente.

Uno de los síntomas de la actitud del Presidente hacia la CIA era la hostilidad manifiesta del Departamento Presupuestario del Presidente.

En otros tiempos, dicho departamento no había tenido inconveniente, en general, en que la CIA resolviese sus propios problemas presupuestarios con el Congreso, dentro de sus amplias directrices presidenciales.

Pero Monckton cambió todo aquello con suma rapidez. Insistió en que le presentaran, a toda prisa, montañas de documentos en los que se detallaba el presupuesto de la CIA, exigió que se le diese cuenta de las cantidades que recibía toda la comunidad encargada de suministrar información, y quiso saber dónde se escondían los dólares en los presupuestos de otros departamentos, así como el número de empleados encargados de proporcionar información a la CIA y demás agencias. Era evidente que todos estos datos constituían una base para futuras reducciones drásticas por parte del Presidente. Monckton había pasado la campaña política en un programa en el que prometía que no habría nuevos impuestos; pero abogaba por una defensa fuerte y ciertos nuevos planes nacionales muy costosos. Precisaba dinero de los impuestos para las realizaciones que había prometido, y no quería ni podía considerar la reducción del presupuesto de defensa. Pero, en cambio, podía recortar el presupuesto de miles de millones correspondiente a información secreta. Además, Monckton creía que la CIA empleaba a demasiadas personas, y estaba convencido de que eran, usando el término despectivo de Carl Tessler, «eternos chapuceros».

Bill Martin, en la Compañía, tenía un buen especialista en presupuestos, llamado Howard Walter, quien, antes de trabajar en la CIA, había sido, durante diez años, el director de presupuestos de uno de los Estados meridionales. Walter se convirtió en el amortiguador de Martin en las batallas diarias con los afilados lápices, estrechas solapas y gafas de aro de metal del Departamento Presupuestario del Presidente. Era rara la tarde en que el material que se entregaba a Martin para su lectura no incluía un memorándum de su especialista, en el que le avisaba de un nuevo ataque a las asignaciones proyectadas por la Compañía para el año siguiente.

El Director de la CIA sabía que ésta, efectivamente, tenía unos gastos más elevados que nunca, sobre todo en lo referente a equipo espacial; era cierto también, y formaba parte del problema, que reunir información no es una ciencia, sino un arte que requiere la inversión de enormes cantidades de dinero, por lo cual no se presta a una evaluación precisa de los costos.

Monckton aprovechaba prontamente cualquier imprevisión o error de la Compañía para presentarla como una prueba del deficiente rendimiento de dicha organización. Había habido algunos golpes de estado inesperados en el extranjero, unos cuantos cambios políticos y varias apropiaciones de territorio; y habría más. No existe ningún servicio de información lo bastante perfecto como para predecirlo todo con la debida antelación. Pero el Presidente devolvía a veces a Martin la Memoria del Servicio de Espionaje, que era un cuaderno azul con el sello dorado en la portada, con ásperas anotaciones marginales, en especial cuando dicha memoria describía acontecimientos políticos extranjeros que no habían sido previstos.

Los inconfundibles garabatos inclinados decían en el margen: «¿Por qué no nos hemos anticipado a esto nosotros?», «Mañana a mediodía quiero un informe sobre los fallos que hubo», «¿Dónde estaba la CIA?», o «Lamentable. Habría que despedir a alguien.»

Elmer Morse no perdía la oportunidad de alimentar la inquina del Presidente. Había mandado a más agentes del FBI a las embajadas de EE. UU. en el extranjero, como «agregados legales», con el fin de que le informaran directamente de cualquier fallo de la comunidad dedicada al espionaje, por insignificante que fuese, y, por su parte, solicitaba, en ocasiones, entrevistas personales con Monckton, en las que le ponía al corriente de los errores de las demás agencias con la mayor profusión de detalles. El veneno burocrático que sembraba el Director del FBI cayó en tierra fértil, ya que al Presidente le complacían tales noticias comunicadas bajo cuerda, y, como consecuencia de ello, el número de agregados legales de su organización aumentó casi en un centenar en los diez primeros meses, por orden expresa de Monckton al Procurador General.

Bill Martin fue víctima, en varias ocasiones, de las intrigas de Morse en el Congreso durante el primer año del mandato presidencial de Monckton. Hubo tan sólo una victoria, e incluso aquel episodio tuvo su precio.

Al final de una larga jornada, Simon Cappell revisaba el trabajo del día con su jefe, y le entregó un memorándum de una hoja.

—Dicen nuestros juristas que el «Fly-eye» se ha atascado en Asignaciones.

—¿Y qué demonios pasa para que eso se detenga precisamente ahora?— preguntó Martin—. Es el momento más crítico para evitar demoras. ¿Acaso no tienen dos dedos de frente para explicarlo así ante los miembros de Asignaciones?

—Nuestro subcomité ha obrado bien — contestó Simon mientras ojeaba el memorándum—, pero Grimes, el diputado, está demorando todas las actividades del comité, pues quiere que haya más sesiones; y esta clase de sesiones no podría terminar antes de las vacaciones de verano, según ellos.

—Pero eso es absurdo... ¿Qué coño le importa a Grimes? El «Fly-eye» no tiene nada que ver con él ni con su distrito. ¿Y qué opinan los nuestros?

Cappell, un tanto desconcertado, movió la cabeza lentamente en sentido negativo.

—Esa es la cuestión: que no dicen nada. No hay nada aquí que explique sus razones para actuar así.

—¡Vive Dios, que...! ¡Averigua lo que hay detrás de esto! ¡Pronto! — dijo Martin dando rienda suelta a su cólera.

A los pocos días, obtuvo la respuesta de los especialistas de la Compañía en el Congreso. Todos los rumores coincidían, al parecer, en que Grimes danzaba al son que Morse le tocaba. Para poner en marcha nuevamente las gestiones de asignación del «Fly-eye», Martin tendría que hacer algún trato con el viejo Elmer, o ingeniárselas para sortear, como fuera, aquel obstáculo.

El Director de la CIA sabía, por amarga experiencia, que carecía de poder para vencer por sí mismo a Morse. Pero éste podía haber cometido un error en aquella ocasión. Por otra parte, Tessler necesitaba los resultados del «Fly-eye» tanto como Bill Martin la asignación para poner allá arriba las cámaras del satélite. Martin nunca podría ganar una confrontación de poder a poder con Elmer Morse en el despacho del Presidente; pero Carl Tessler sí. De todos era conocida la aversión del ex catedrático por las controversias burocráticas, y Bill sabía, desde hacía mucho tiempo, que procuraría relegar tan enfadosos problemas a los estratos inferiores de la montaña de papel que había sobre la mesa posterior de su despacho, para no volver a mirarlos jamás. Pero lo más importante era que Tessler necesitaba el «Fly-eye», ya que estaba programado para sobrevolar la República Popular de China; presionaba, por tanto, para obtener la información que sólo el satélite podía proporcionarle.

Dispuesto a aprovechar aquella oportunidad para conseguir, con la unión, la fuerza que le permitiera vencer en aquella guerra incruenta, Martin telefoneó al doctor Tessler, a fin de darle cuenta detallada del bloqueo que Morse había elaborado en las asignaciones.

—Pues sí, Carl. Esto podría acarrearnos una demora de seis meses por lo menos en sacar adelante el «Fly-eye».

—No lo entiendo — dijo Tessler extrañado —. ¿Qué ganaría Morse poniendo impedimentos a nuestro satélite?

Martin le dio pacientemente las explicaciones precisas.

—Mire, Carl: esto es parte de una enemistad ininterrumpida. Elmer Morse querrá exigirme alguna concesión; ha vuelto a quejarse al Presidente para lograr el voto contra nuestras actividades en la ONU. Si cedo, llamará a sus caniches amaestrados para que dejen de asediarme en el Comité de Asignaciones. De lo contrario, se ve que usted no va a poder tener sus fotografías de la China.

Tessler se enorgullecía de su pragmatismo, y solía afirmar que había muy pocas cosas que pudieran asombrarle. Estos manejos internos de los departamentos estatales, aunque diferían, en cierto grado, de los que había tenido que sufrir entre los distinguidos miembros de Harvard, tenían el mismo género de cambios de frente y negociaciones. Cuando era un joven agregado de cátedra, había llegado a la conclusión de que, si había de pasar su vida en aquella universidad, tenía que dominar las reglas del juego y llegar a jugar mejor que cualquiera de los otros. Como había llegado a comprender a los políticos de la facultad, comprendió ahora a Elmer Morse.

—¿Puede usted tratar de esto con ese viejo truhán? preguntó el ex profesor.

—Puedo, pero no sin dilaciones indefinidas. Podría ser cuestión de meses enteros. Y si fracaso, el mes que viene nos pondrá otro obstáculo en otra cosa. Ya es hora de que el Presidente intervenga para acabar con esta clase de enredos. ¿Recuerda lo que dijo usted en mi avión el invierno pasado, cuando íbamos a Chicago?

—Veremos qué puedo hacer, Bill — dijo Tessler en tono un tanto desabrido —. Téngame al corriente de esto regularmente, si hay alguna novedad.

Se había propuesto tener las fotografías y comprobaciones de la China; era preciso aventajar a Elmer Morse.

El viernes de aquella misma semana, los cabilderos de la Casa Blanca fueron diciendo a todos y cada uno de los miembros del gran Comité de Asignaciones de la Cámara que el Presidente había dado una gran prioridad al «Fly-eye» por motivos de seguridad nacional, que el subcomité de asignaciones de la CIA ya había tenido las sesiones precisas, y que, si había más demoras, a causa de nuevas sesiones, podrían resultar perjudicadas las operaciones secretas. A las cinco de la tarde del lunes siguiente, el asesor jurídico principal del Presidente hizo una visita a Grimes; después de tomar unos sorbos del ritual aguardiente de maíz con agua de seltz, y charlar unos minutos de su trabajo, el enviado de la Casa Blanca extendió un documento y se lo entregó al veterano diputado. En él pudo ver Grimes que había perdido la batalla; la Casa Blanca contaba con los votos necesarios para arrollarle a él y sacar la asignación del comité.

En cuestión de minutos, Elmer Morse supo que Tessler y Martin le habían vencido. Se dijo a sí mismo que aquello carecía de importancia, ya que, al fin y al cabo, seguía teniendo a Grimes de su parte, y esperaba que sus relaciones no cambiaran. Pero tenía que hacer lo posible para que Tessler no le guardara rencor, ya que éste estaba demasiado cerca del Presidente. Sin embargo, Morse, en ese sentido, se preocupaba innecesariamente, puesto que, una vez el «Fly-eye» había vuelto al camino de las asignaciones suplementarias, el ex catedrático olvidó por completo la maquinación del Director del FBI.

Los largos días de Tessler se convirtieron en cortos meses, que eran consumidos por las insaciables demandas de Monckton sobre su tiempo. Los frutos de algunas de las largas conversaciones entre los dos hombres influían sin duda en la suerte del mundo; pero otras eran de naturaleza tan trivial y absurda que, de no haber sido el Presidente de los Estados Unidos, Tessler le habría hecho un desplante. El aspecto más fundamental de sus relaciones consistía en la fiscalización, por parte del Presidente, del empleo que su distinguido ayudante daba a su tiempo. Y Monckton era caprichoso en la manera que tenía de interrumpir las reuniones del ex profesor, llamándole en cualquier momento para que estuviera pendiente de sus deseos. Aquel hombre no parecía comprender que los demás también tenían grandes responsabilidades y cargas profesionales; él era el Presidente, y, cuando quería despachar con Carl Tessler, no tenía el menor comedimiento.

Tessler no tardó en sospechar que la total indiferencia de Monckton por los problemas personales de los demás era fomentada, en gran medida, por la deferencia fervorosa y casi servil de Frank Flaherty. Éste se encargaba de la organización del aspecto estratégico de la Casa Blanca, y cumplía su misión de tal modo, que el personal reaccionaba inmediata y dócilmente a cualquier capricho del Presidente. ¿Que quería un helicóptero? Lo tenía a los cinco minutos. ¿Un yate? A los diez. ¿Una película, un automóvil, un video-cassette...? Al instante.

El ex catedrático se imaginaba a Flaherty sentado en el Despacho Ovalado y recordando una y otra vez al Presidente que no había una sola persona de la plantilla que estuviera haciendo algo tan importante como para que no pudiera llamarla cuando se le antojara. Daba la impresión de que a Flaherty le tenía sin cuidado que se desarrollara o no una política consistente, con tal de que Monckton pareciese un buen Presidente y resultase reelegido. Aquel hombre se había hecho la filosofía de un eunuco; era un instrumento eficiente de Monckton, siempre equilibrado, pero sin una auténtica personalidad. Así era como le necesitaba Monckton; pero un sujeto como Tessler no podía rendir lo bastante en su trabajo de aquel modo.

Día tras día sonaba el timbre del Presidente, y Carl Tessler dejaba a su visita, o la reunión con su personal, o el estudio de algún documento, y se desplazaba corredor adelante hasta el Despacho Ovalado.

—Hola, Carl... Adelante...

A Monckton le gustaba repantigarse en su butaca con los talones encima de la tallada mesa de Theodore Roosevelt y una taza de café siempre a mano. A veces empezaba la conversación con «Quería hablarle a usted de...», lo que era una buena señal, pues significaba que tenía un propósito definido; entonces podían tratar de ello, cualquiera que fuese el asunto, tal vez resolverlo, y Tessler podía regresar a su despacho; en aquellas sesiones se desarrollaba una labor positiva.

Pero otras veces le saludaba con un «¿Cómo está? ¿Muy ocupado?», o «Bien, ¿qué asuntos importantes tenemos hoy?», lo que significaba que el Presidente no tenía nada que hacer — o al menos nada que él deseara hacer —, y ambos hablaban de cualquier tema que surgiera. En aquellas interminables sesiones, Monckton hacía cientos de preguntas; mostraba curiosidad por los gobiernos de otras naciones, la personalidad de un determinado líder extranjero que no conocía, los problemas de las universidades americanas, la opinión que Billy Curry le merecía a Tessler, los progresos de éste último en las reformas del Departamento de Estado, la política nacional..., en fin, cualquier cosa que se le ocurriera por casualidad. Si el ex profesor no tenía una respuesta satisfactoria, le pedía, con frecuencia, que hiciera las averiguaciones pertinentes, y le enviara un memorándum.

La guerra en el Extremo Oriente no estaba más próxima a su conclusión de lo que había estado cuando Monckton tomó posesión de su cargo. Tan pronto como mejoró el tiempo, se celebraron, en la alameda con césped que había cerca de la Casa Blanca, enormes marchas y manifestaciones organizadas contra la guerra. El Presidente se negó a recibir a los representantes de los alborotadores; pero sabía que estaban allí, y que las presiones combinadas, por una parte, la militar del enemigo en el Extremo Oriente, y, por otra, la presión política de los manifestantes, todo ello, aumentado miles de veces por la televisión, podían definitivamente dar al traste con su política exterior y derrotarle, si no hacía nada por impedirlo. Tenía que tomar medidas urgentes y enérgicas.

Monckton y Tessler estaban de acuerdo en que el único modo de llevar al enemigo militar a la mesa de negociaciones era por medio de la coincidente insistencia de China y Rusia. Una sin la otra no serviría de nada. De no ser así, una de las dos echaría en cara a la disidente su manifiesta debilidad.

Monckton había estado en Rusia, y conocía a muchos de su dirigente; pero China era para él un enigma. Tessler había leído profusamente sobre la nueva China y su pueblo; pero no había estado nunca allí. Mientras ideaban su estrategia con respecto a China, ambos empezaron a asediar a la comunidad dedicada al espionaje con preguntas sobre la economía, las instituciones políticas y los militares de aquel país.

Tessler asumió la responsabilidad del acopio de datos, se ocupó de interpretar las preguntas del Presidente como misiones específicas, tomó decisiones respecto al horario de trabajo, y verificó la calidad de la labor efectuada. Cuando algún aspecto de la tarea encomendada fue completado, Tessler actuó de intérprete, compendiador y monitor del Presidente, proporcionándole la información que necesitaba en una forma y cantidad que resultara comprensible, y no cansara. Aunque así era el proceso establecido, en el que el organizado cerebro de Tessler efectuaba un ataque frontal al problema, Monckton — para no salir de la imagen marcial — actuaba como la caballería, precipitándose sobre los flancos, dando grandes rodeos y llevando a cabo un ataque en toda la línea sobre un aspecto insignificante de una cuestión. El Presidente señalaba detalles continuamente, haciendo preguntas a Tessler, asignando misiones, criticando e insistiendo.

El ex catedrático volvía a su despacho, después de una sesión con Monckton, llevando en sus manos hojas con anotaciones garabateadas, para transcribirlas como más preguntas a las divisiones, agencias y negociados de Estado, Defensa y Servicio Secreto y de Contraespionaje, todas ellas marcadas con el siguiente letrero: «Para acción y respuesta inmediatas».

Durante las primeras semanas de la Administración Monckton, Martin insistió en que le enseñaran cualquier memorándum que llegara del Presidente o de Tessler a la CIA. Al segundo mes, el Presidente había decidido hacer una gira por ocho países europeos. El proyecto produjo casi inmediatamente una aparatosa riada de papel; se necesitaron, con urgencia, breves estudios psicológicos de dirigentes nacionales, y se concedió la máxima prioridad a las apreciaciones aportadas por el espionaje político; el Servicio Secreto realizó estudios relativos a los posibles peligros que el Presidente podía correr en el viaje, y el equipo que preparaba la gira pidió informes completos sobre los ocho países, para disponer de ellos en menos de una semana. Un día, Tessler envió a Martin sesenta y una preguntas que Monckton había formulado sobre Alemania Federal, para que las contestara en seguida.

Cuando el Presidente volvió de su viaje por Europa, su atención se concentró en China; y se reanudó el fuego graneado de las preguntas. La Compañía dirigía una compleja vigilancia a ese país en Hong Kong, a cargo de especialistas, la mayor parte de los cuales habían vivido antes en él. Pero lo que enviaban a Washington era sobre todo información de segunda mano, procedente de periódicos, habladurías de refugiados y datos cogidos en emisiones de radio, Los oficiales de control apenas lograron nada positivo haciendo que operaran agentes dentro de la propia China, a pesar de sus continuos intentos.

Bill Martin sabía que el Presidente estaba insatisfecho desde que le envió el primer informe resumido sobre la China. Sus críticas preconcebidas de la CIA se confirmaban cuando encontraba lagunas en lo que la Compañía lograba referirle de los chinos. Monckton dio a Tessler amargas quejas de la calidad del trabajo efectuado por la CIA, y dado que el ilustre intelectual no era precisamente de los que se hacen responsables innecesariamente de las culpas ajenas, dio la razón al Presidente, y transmitió a Martin su airadas palabras sin paliativos.

Durante el mandato presidencial de Esker Scott Anderson, todo había sido para Martin muy distinto de aquellas infatigables presiones y hostilidad de la Casa Blanca hacia él, pues había sido, sencillamente, el protegido de Anderson. Pero Monckton nunca daba el más mínimo margen de confianza a la CIA o a su Director; había que desempeñar el trabajo con rapidez y precisión, es decir, sin un solo error. En circunstancias normales, Martin habría encargado la revisión final de cualquier trabajo destinado a la Casa Blanca a un subordinado suyo en la CIA de notable competencia, tal vez a un ayudante de un vicedirector. Pero llegó un momento en que tuvo que leer todo lo que fuera dirigido a la Casa Blanca antes de que se le diera salida de la Compañía. Cuando se trataba de un volumen demasiado extenso, delegaba la revisión de parte del final en Simon Cappell. Con todo, la presión a que le tenían sometido tantos documentos de la Casa Blanca, añadida a otros problemas, hacían que sus jornadas vespertinas de trabajo se prolongaran con frecuencia hasta más allá de las 9.

Una noche, cuando revisaba la información sobre China que había que enviar a Tessler, y sentía ya la tensión de otras veces en la parte posterior del cuello, las rodillas y los brazos, se abrió la puerta que daba a la sala de conferencias, y entró Arnie Pittman con el deslumbrante uniforme blanco de la Armada, que completaba la banda, el sable y la gorra de gala de oficial.

Martin había mantenido unas correctas relaciones con el viejo camarada del Presidente; pero había hecho lo posible para que no tuviera absolutamente nada importante que hacer. Cappell debía ponerle al corriente de lo que manejara Pittman, y hasta el momento no había dejado de informarle de que el Vicedirector pasaba el tiempo leyendo material puramente rutinario, informes secretos de escasa importancia y los periódicos del día. Pittman asistía a una reunión diaria del personal para asuntos administrativos; pero no se le invitaba a reuniones sobre operaciones o espionaje. Según Simon, no se quejaba; los años de inactividad intelectual pasados en la Armada le habían preparado idealmente para tales días de ocio en su nuevo cargo. Arnie Pittman era un zorro viejo; si pasaba inadvertido y no protestaba de su suerte, Dick Monckton procuraría que se retirase con el grado de almirante. ¿Y quién iba a protestar de la inactividad en tales circunstancias?

Martin levantó la vista con aire de cansancio.

—Hola, Arnie.

—¿Qué tal? ¿No vas a ir a la fiesta de la Asociación de Jefes? Ya son casi las ocho.

Martin movió la cabeza negativamente.

—Tengo que terminar esta noche estos malditos papelotes sobre la China para la Casa Blanca, y aún me falta bastante.

—¡Vaya, hombre! También yo he estado muy ocupado, pero no podía perderme esa fiesta.

El Director hizo un gesto brusco. Le habían asegurado que Pittman no tenía ninguna misión.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué clase de trabajo has estado haciendo?

—Un informe sobre las manifestaciones — contestó Pittman con un resoplido de satisfacción —. La orden vino de lo más alto; máxima prioridad. ¿Recuerdas que te dije que había ido a Newport News invitado por el Presidente en el «Fuerza Aérea Uno» el mes pasado? Pues entonces recibí la orden. Me hizo llamar a su pequeña habitación del avión, y me dijo que estudiara ese asunto de los que se oponen a la guerra; así que he puesto a los de la División de Espionaje a trabajar en un informe que ha de entregársele al Presidente.

Martin se quitó las gafas y se quedó mirándole fijamente.

—No me digas. Pues es la primera noticia que tengo. Quisiera ver tu informe antes de enviarlo al Presidente.

Se esforzaba en disimular su ansiedad.

Pittman, por su parte, se sentó con aire aturdido cerca de la mesa de Martin, y empezó a manosear su galoneada gorra de oficial.

—Verás, Bill, Dick... — digo, el Presidente — dijo que quería que me ocupara yo del asunto y se lo diera directamente; que no lo mandara por conducto reglamentario, ¿sabes? Tal vez no debiera haber dicho nada.

—¡Nada, hombre! Si no tiene importancia... — dijo Martin, dispuesto a hacerle hablar —. Lo comprendo perfectamente. ¿Y has descubierto algo que valga la pena?

Martin se propuso examinar un borrador del informe antes de que el propio Presidente lo viera.

—Pues has de saber que sí — contestó Pittman animándose —. Algunos de esos cabroncetes melenudos que detuvieron el mes pasado cerca de la Casa Blanca están relacionados directamente con los rusos a través de un control de Suecia. Y creemos que, por ese mismo conducto, reciben dinero para su movimiento pacifista.

—¿Y qué uso va a dar el Presidente a esa información?— preguntó Martin apaciblemente.

—No sé. Pero no será muy difícil dejar que se sepa, porque no sé lo que pasa allí, que todo se divulga. El «Monje»... — quiero decir el Presidente — ya te puedes imaginar lo cabreado que está con eso de que todos los secretos de la Casa Blanca se propaguen por ahí.

El Director asintió con un movimiento de cabeza.

—Algún periodista tendrá allí una buena fuente de información, ¿no?

—Sí. Pero dice que eso no va a continuar así mucho más tiempo.

—¿Quién lo dice..., el Presidente?

—Sí. Me lo dijo en el avión. Va a saber pronto quién da toda esa información a la prensa. Cree que puede ser alguno de los que trabajan para Tessler.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Y cómo lo va a averiguar?

—Se lo ha asignado a Elmer Morse y el FBI, que trabajan como negros escuchando conversaciones, siguiendo a individuos, y todo eso. Me parece que Dick les ha puesto las peras a cuarto.

Martin respiró profundamente.

—Oye, Arnie: ¿está la Compañía implicada en todo eso? ¿Y tú?

—¡Qué va! Sólo que en el avión me lo contó. Nada más. Yo únicamente investigo lo de los alborotadores y manifestantes, y cosas por el estilo. Oye, vas a tener que perdonarme, pero he de marcharme. Mi mujer me la va a armar. No te importa, ¿verdad?

El Director emitió un gruñido. Cuando Pittman cerró la puerta, dejó a un lado un grueso memorándum sobre el ejército de la China Roja. Quizás había llegado el momento de empezar a utilizar al Vicedirector Arnie Pittman para resolver unos cuantos problemas de la Compañía, incluido el del propio Pittman. Cogió el micrófono del dictáfono, y empezó a hablar.

«Al Vicedirector de la CIA, Capitán Pittman. Nos está llegando de la Casa Blanca una verdadera riada de preguntas respecto a la República Popular de China. El volumen del trabajo es tan grande, que a mí me resulta ya imposible revisar personalmente el material que sale de aquí. Por lo tanto, me va a hacer usted el favor de considerarse el punto inicial y final de contacto con la Casa Blanca (Presidente, Tessler, NSC, etc.) para todos los memorándums que lleguen y para el trabajo que salga referente a la República Popular de China. Este es un asunto interno; no es necesario decir nada a Tessler, por el momento, acerca de quién es responsable o de qué entre nosotros. Firmado: Martin.»

Martin se dijo que ya era hora de que el Presidente pudiera beneficiarse de las notables facultades de su confidente, el Capitán Pittman, dedicándole exclusivamente al tema de máximo interés para O. Y sería interesante ver cuántos días transcurrían hasta que la basura llegara a sus partidarios.