CAPÍTULO 11

Tessler salió del coche, y entró en el Hotel Blackstone. Advirtió en seguida que el viejo hotel desempeñaba con orgullo su papel de lugar histórico y ennoblecido, y ello no porque hubiera policía en todos los lugares del edificio, y enormes banderas en sus astas, por encima del entoldado. Era algo que se respiraba en el ambiente, en el propio inmueble, el vestíbulo de mármol, la venerable mesa de recepción, y en el aire de la gente, quieta o moviéndose por las magníficas salas públicas, todo lo cual reproducía en él la sensación experimentada en algunos espléndidos edificios que había visitado en Francia e Inglaterra. Una vez más, un Presidente de los Estados Unidos era huésped del hotel, y el Blackstone, el centro de la atención nacional.

Esperaban a Tessler. En el mismo bordillo de la acera del hotel, un joven le acompañó, a través del vestíbulo de entrada, al ascensor. Cuando llegaron al sexto piso, había hombres jóvenes, vestidos de paisano, de pie, cerca del ascensor, en el corredor y ante varias de las puertas. Gracias al guía, el profesor no encontró ningún impedimento para moverse libremente por el pasillo. Dentro de la primera habitación, cuya puerta se encontraba abierta, había una mujer joven, sentada ante una mesa de estilo Luis XIV, y una secretaria que escribía a máquina en una mesa metálica, de color gris, situada cerca de la ventana. Había papeles por todas partes, amontonados y caídos. Los teléfonos sonaban, pero nadie contestaba las llamadas. Sobre la vetusta mesa de la recepcionista se vela una bandeja del servicio de habitaciones con un bocadillo y un café intactos. Aunque al parecer ella no tenía idea de la identidad de Tessler, le acogió con una débil sonrisa como si estuviera distraída. Tan sólo cuatro días antes, había sido secretaria del administrador de las oficinas de la campaña, en el centro de dirección de la campaña Monckton en Washington, y cuando Flaherty telefoneó a su jefe solicitando señoritas para el departamento de transición de Chicago, ella misma había recibido la llamada; y ahora era nada menos que la recepcionista del Presidente electo.

—Señor Tessler, tenga la bondad de apartar esos papeles y sentarse. El señor Flaherty desearía hablar con usted un momento, antes de que pase adentro. Le diré que está usted aquí.

Flaherty apareció inmediatamente, mostrando una piel recientemente bronceada, sonriente y entusiástico. Dio un cordial apretón de manos al profesor, y le condujo a su habitación por una puerta de comunicación interior. Todos los muebles del hotel habían sido retirados del cuarto, y unas huellas profundas sobre la alfombra indicaban que donde ahora se sentaba Flaherty, ante una maltratada mesa-escritorio de madera, habían descansado antes dos camas gemelas. Dos sillones de despacho de madera reposaban delante de la mesa-escritorio, y una mesa grande de madera estaba arrimada a la pared, próxima a la puerta que daba al vestíbulo; sobre esta última se acumulaban altos montones de fajos de telegramas y cartas atados con cuerdas. En cambio, apenas había nada sobre la mesa de trabajo de Flaherty; una flamante carpeta de cuero, que ocultaba un bloc amarillo de hojas pautadas, tenía la siguiente inscripción, estampada en letras de oro, en la parte inferior derecha: «Franklin R. Flaherty, Ayudante del Presidente de los Estados»; acababa de llegar por avión, enviada por su madre desde Michigan. Sobre la pared, detrás de él y exactamente en medio de la zona en que antes habían estado las camas, pendía un llamativo cuadro al óleo, que representaba una góndola cruzando un canal de Venecia, único vestigio del mobiliario anterior del hotel.

—Doctor Tessler, tengo sumo gusto en saludarle...

Flaherty le hablaba a Tessler como un estudiante a un profesor.

—... Le ruego que disculpe el desaliño y confusión. Acabamos de llegar en avión de Arizona; hace tan sólo dos horas. El Presidente electo tendrá aquí sus oficinas hasta el día de la toma de posesión.

El profesor se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Dónde le encontraron a usted?— preguntó Flaherty —. Su secretaria dijo que sólo se podía comunicar con usted una vez al día. ¿Estaba en las Islas Vírgenes?

—Sí.

Como Tessler no estaba seguro de cómo sería acogido el nombre de Forville, con cierta cautela, añadió

—Un viejo amigo mío me dejó su casa para que pasara en ella las vacaciones y escribiera algo. No tengo clases en todo este trimestre.

—No sabe cuánto le envidio. Dios sabe cuándo podré disfrutar yo de un descanso. Pues bien, doctor Tessler, como le dije a su secretaria, al Presidente electo le gustaría hablar con usted de cierto trabajo; pero he querido verle yo primero porque, como es obvio, si no le interesa a usted, no tendría ningún objeto ocupar su tiempo.

«Y tampoco tendría ningún objeto que yo dejase el sol para venir a un desagradable lugar, frío y ventoso» — pensó Tessler —; pero contestó:

—Ya comprendo. A decir verdad, señor Flaherty, estoy muy sorprendido de que se me haya pedido que venga a Chicago. Yo no apoyé al Senador... — digo, al Presidente electo — cuando se presentó a las elecciones. Con toda franqueza: no sé si nuestros respectivos puntos de vista respecto a los asuntos del mundo coincidirán en algo; y debo decir, además, que las declaraciones que hizo en la campaña electoral me desconcertaron.

—Creo que tendrá usted una agradable sorpresa — dijo Flaherty sonriendo —. El Presidente electo no se pierde uno de sus escritos.

El semblante del profesor reflejó la sorpresa con una ligera mueca.

—Se da el caso — continuó Flaherty — de que hace poco ha terminado de leer uno de sus libros, Política mundial para el siglo, y ha quedado muy impresionado por sus ideas. Yo mismo le he oído comentarlo.

Tessler se sentía escéptico hacia las personas que decían que leían sus libros; además, se había propuesto no mostrar más que su disponibilidad, con miras a un posible cargo interesante, ante aquel joven pulcro y distinguido.

—Bueno, como es natural, yo desearía, en todo caso, colaborar si tuviera la certeza de que puedo ser útil. Como tal vez sepa usted, he servido tanto al Presidente Curry como al Presidente Anderson en calidad de asesor. Estoy convencido de que los próximos seis meses van a ser críticos para los asuntos exteriores de la nación. En Europa, las relaciones están muy deterioradas. También se ha hecho caso omiso de nuestro propio hemisferio. Y hay que terminar la guerra en unas condiciones apropiadas. Existen grandes necesidades y — creo yo — aún mayores oportunidades. Por todo lo cual, me permito decir que, si el presidente me necesita, puede contar conmigo; ahora bien, lo que todavía no sé es si me necesita verdaderamente.

Flaherty se puso en pie.

—Eso lo dejo en manos de él, para que lo discutan entre ustedes, dos. Me va a perdonar que le deje sólo un instante.

Unos segundos después de que Flaherty hubiera pasado a la habitación donde se encontraba la recepcionista, entró ésta con una taza de café, servida en un pequeño recipiente de papel incorporado a una pequeña bandeja. Tessler tomó un sorbo, y lo dejó; estaba tibio y tenía un saber acre. La señorita salió un momento, y después dijo desde la puerta:

—¿Quiere pasar por aquí, doctor Tessler?

«Ya se ha enterado de que soy doctor» — pensó el profesor —. «A lo mejor ha leído mi libro también, desde que llegué aquí.»

Abandonaron la recepción, recorrieron otros diez metros por el pasillo, pasando ante una pequeña mesa de despacho ocupada por un corpulento agente del Servicio Secreto, y llegaron a una puerta de madera oscura, a la que se había adherido recientemente una gran águila rampante dorada, tallada en madera y enmarcada por una bandera plegada de EE. UU. Una placa de latón indicaba que aquella era la suite presidencial. No había llave en la cerradura; la campaña había concluido. El agente de servicio que había de pie ante la puerta la abrió, cuando Tessler estuvo cerca.

Junto a la ventana, contemplando el Lago Michigan, estaba Frank Flaherty, solo.

Se volvió hacia el visitante, y le dijo:

—Adelante, doctor Tessler. Siéntese aquí.

El profesor miró a su alrededor; como era característico en él, el Presidente electo no se encontraba en la habitación. En los años venideros, Tessler había de esperar, muchas veces con una alta personalidad extranjera en el despacho vacío de Monckton, a que el «Líder del Mundo Libre» emergiera de su lavabo para tender al dignatario una mano ligeramente húmeda.

Cuando el Presidente electo entró en el despacho, no dio la mano a Tessler. Lo que éste observó, en cambio, fue lo que había de conocerse en lo sucesivo como su típica entrada en conversación: «¡Ah! Me dice Frank...» Monckton dijo con el timbre grave de su voz:

—Me dice Frank que consideraría usted la idea de trabajar con nosotros.

Al mismo tiempo que el Presidente electo hablaba, el profesor le felicitó, con voz gutural, por su triunfo en las elecciones, y le expresó su complacencia por haber concertado con él aquella entrevista.

Flaherty cortó con rapidez el galimatías resultante, y les encauzó anticipadamente en la conversación central.

—Creo que al doctor Tessler le ha complacido saber que a usted le ha gustado su último libro, Política mundial para el siglo, señor Presidente.

Monckton se acomodó en una vieja poltrona marrón, que desentonaba con las antigüedades francesas que el hotel había reunido en la suite.

—Pues sí, doctor. Me ha interesado particularmente su teoría sobre la guerra entre Rusia y China. Uno de los motivos por los que le he pedido que venga se basa en su flexibilidad y falta de prejuicios. Pienso que ha llegado el momento de que cambiemos de política respecto a China, y supongo que usted estará de acuerdo.

—Totalmente de acuerdo, señor Presidente — contestó Tessler, sentándose en una silla.

—¿Tendría usted algún inconveniente en dejar Harvard por algún tiempo?

—No, señor — respondió el profesor sonriendo —. Es más, sospecho que, de hacerlo, daría ocasión a que se celebrara más o menos en secreto.

—Sé que ha trabajado usted parte de la jornada para otras administraciones —siguió diciendo Monckton—. ¿Cuál es su experiencia con el Consejo de Seguridad Nacional?

«Así que Martin tenía razón» —pensó Tessler—. «Donde me necesita es en el NSC, y no en la Secretaría de Estado.»

—Fui durante un año asesor del Director del NSC durante el mandato del Presidente Curry; sin embargo, tuve muy poco contacto con el personal y organización del NSC en sí. Acaso no sea asunto mío, Sr. Presidente, pero ¿ya tiene usted un Secretario de Estado?

—Eso no importa —contestó Monckton de manera terminante—. Me importa un rábano quién pueda ser el Secretario de Estado.

Tessler se mostró sorprendido.

—Me parece que no he comprendido... —empezó a decir.

—Entonces se lo voy a explicar —dijo el Presidente electo en un tono exageradamente indulgente—. El que hará la política exterior seré yo; en la Casa Blanca. Les diré a esos zánganos de la Secretaría de Estado lo que han de hacer y cuándo tienen que hacerlo. Si usted se une a nosotros, su misión será comprobar si mis órdenes se cumplen. Entonces seremos usted y yo quienes llevemos la batuta; de eso no le quepa duda.

Monckton tenía el ceño fruncido y los ojos entornados. Debido a la pasión que ardía en su interior, las palabras salían atropelladamente de su boca.

«Se ve que odia cordialmente al Departamento de Estado» — pensó Tessler —. «Lo que acaba de decir ha sido dictado por el rencor.»

—Le comprendo, señor —dijo con el más exquisito tacto—, y estoy de acuerdo con usted; es el Presidente quien debe hacer la política exterior, y no los funcionarios de Asuntos Exteriores. Pero el NSC es una entidad francamente decadente, y su reorganización exigirá una ardua tarea.

—En eso sí que estoy de acuerdo. Y quisiera que empezara usted inmediatamente. ¿Qué le parece si ahora tratan ustedes dos de los detalles? Yo tengo a alguien esperándome.

Como parecía que no quedaba sino despedirse, Tessler se puso en pie, dio las gracias a media voz, y siguió a Flaherty al despacho contiguo.

—Si le soy franco, Sr. Flaherty —dijo el profesor tan pronto como hubieron entrado en el despacho del ayudante—, le diré que vine aquí dispuesto a aceptar el cargo de Secretario de Estado. Del puesto de la Casa Blanca sé muy poco, aparte de lo que he oído en la conversación que hemos tenido con el Presidente.

Flaherty se expresó como si su respuesta hubiera sido previamente ensayada.

—Eso tiene fácil arreglo. Se cobran cuarenta y dos mil dólares, y es uno de los cuatro cargos principales de todo el personal; dispondrá usted de un coche con su chófer, ya que lo necesitará; se quedará aquí en Chicago hasta enero, y después tendrá un despacho en la Casa Blanca, cerca del Presidente. El NSC cuenta con un amplio presupuesto y una plantilla de ciento sesenta personas, aproximadamente. Dirigirá usted la organización del NSC, aprobará toda la política exterior y el trabajo de seguridad nacional, antes de que sean examinados por el Presidente, y comunicará sus decisiones a Secretaría de Estado, Defensa, CIA y demás departamentos implicados. Su misión consistirá en comprobar que sus órdenes se cumplan. ¿Lo encuentra aceptable?— preguntó Flaherty a Tessler con una sonrisa.

El profesor estuvo a punto de dar su consentimiento, pero algo le hizo dudar. En realidad, había sufrido una amarga decepción, por no haberle sido ofrecida la Secretaría de Estado, y no estaba completamente seguro de que le interesara aquel cargo en la Casa Blanca. Se preguntaba si le considerarían como una marioneta de Monckton o si podría labrarse una personalidad independiente, y cuál sería la reacción de su Facultad, en Harvard. Además, ¿diría la prensa que había sido postergado para el cargo de Secretario de Estado?

—Señor Flaherty, si no le importa, quisiera consultar con la almohada la oferta del Presidente. ¿No podría llamarle a usted mañana?

Flaherty estaba decidido a cerrar el trato; era su misión.

—Voy a proponerle algo. ¿Qué le parece si le proporcionamos una buena habitación aquí? Así, si tiene alguna pregunta que formular, me tendrá cerca.

Tessler inclinó la cabeza en señal de agradecimiento, pero se mostró cauteloso.

—Es una magnífica idea. Espero que comprenda usted... De seguro, el Presidente querrá que lo piense bien antes de comunicarle mi decisión. Es preciso que lo haga.

—Es muy natural. Llámeme por la mañana, después de desayunar. Buenas noches.

Cuando el profesor abrió la puerta de una espaciosa habitación del cuarto piso, se dio cuenta de lo fatigado que estaba tras del trajín y emociones del día. Se desnudó y metió en la cama, pidió unos filetes para cenar, y se quedó dormido viendo una película del Oeste en la televisión. Cuando le llevaron la cena, comió de prisa, y volvió a dormirse, a pesar de que la escena que llenaba la pantalla — una estampida de ganado — era la más espectacular y emocionante del film. Se despertó a las tres y cuarto de la mañana, y apagó el televisor, que aquella hora no le ofrecía más que una pantalla en blanco y un silbido continuado; pero no pudo volver a conciliar el sueño. Comprendió entonces que se encontraba en un callejón sin salida.

Por una parte, tenía que dejar Harvard. La atmósfera se había hecho allí irrespirable, y la animosidad de su esposa no contribuía precisamente a aliviar la situación. Y, por otra, no le ofrecían la Secretaría de Estado. Se encontraba, por tanto, ante la alternativa de trasladarse a una universidad de menor importancia o aceptar el cargo de la Casa Blanca con Monckton. Sabía que podía hacer una buena labor, si aquel hombre no intervenía; pero Monckton parecía tan extraño como se le describía en las anécdotas que circulaban sobre él; podría resultar muy difícil trabajar a su lado. Claro que, ¿qué Presidente no lo era?, Anderson era ególatra en grado superlativo, y Curry había sido simplemente un hombre elegante, bien parecido y débil de carácter, que se dejaba zarandear por una caterva de consejeros, cada uno de los cuales trataba de tener la última palabra. Pensaba Tessler que, si se está destinado a servir a los Presidentes, hay que tomarlos como son. Con todo, Monckton seguía pareciéndole un sujeto muy extraño.

Faltaban dos semanas para Navidad, cuando William Martin fue llamado al Blackstone por el nuevo ayudante del Presidente electo para Asuntos de Seguridad Nacional, Carl Tessler. En su despacho del bien guardado sexto piso, el ex profesor pasaba gran parte de la jornada entrevistando a los posibles componentes de su plantilla y reuniendo escritos de política para su nuevo patrono. Por fortuna, la Fundación Forville le proporcionaba tanto personas como material útil. Su capacidad de trabajo se veía, en parte, obstaculizada por las condiciones de provisionalidad en que tenía que realizarlo. Pero lo que más le molestaba eran las frecuentes interrupciones de Monckton.

El Presidente electo, a su vez, estaba más sosegado; había terminado la campaña, y había sido elegido. Elaboraba su propia transición personal de candidato perenne a Presidente dedicando su atención a asuntos más trascendentales, y dejando a otros el trabajo cotidiano. En este transporte, el ex profesor de Harvard le servía de vehículo. Cuando el Presidente electo le llamaba, que solía ser a cualquier hora, Tessler bajaba del vestíbulo a la suite presidencial, donde se le retenía para participar en largas y prolijas conversaciones que abarcaban cientos de temas.

Martin fue conducido a la puerta del despacho provisional de Tessler, quien se hallaba en su interior, vestido con el mismo traje gris, arrugado, que había llevado en el vuelo que hicieron juntos desde Florida. Durante las semanas que hasta entonces transcurrieron, el ayuda de cámara había hecho todo lo que había podido, pero aún conservaba el mismo aspecto de hormigón grumoso.

La gerencia del hotel restauró un escritorio estilo Reina Ana, para el ex profesor, que lo había llenado con montones de hojas de apuntes, cartas y carpetas de trabajo. Hacía varios días que había encargado una butaca de despacho, y mientras que llegaba, utilizaba una silla italiana de respaldo alto, sobre cuyos márgenes se combaba su cuerpo, cuando estaba sentado.

—¡Ah, señor Director... digo, Bill! ¡Adelante! — exclamó Tessler con auténtica alegría, cerrando una carpeta y levantándose.

Se saludaron con un cordial apretón de manos.

—Siéntese ahí. Es todo lo que puedo ofrecerle; amenaza ruina, como todo en este lugar; pero creo que aún puede confiarse en su solidez. ¿Y cómo le va? Le he echado de menos. Aquí no veo a nadie, ¿sabe? Esta transición es como una mina de sal.

Martín se sentó con cuidado donde se le indicaba, que era una silla metálica plegable, almohadillada de plástico verde, y dijo:

—He leído que hace usted auténticos progresos en la renovación de la plantilla del NSC.

Tessler movió la cabeza en sentido negativo.

—La cosa va despacio. Hay personas competentes a quienes no puedo pagar lo suficiente, y otras de las que no puedo librarme.

—¿Quiere usted decir que son un peligro para la seguridad?

—¡Qué va! — exclamó Tessler riendo entre dientes —. Son demócratas. Se me ha prohibido contratar a demócratas, sobre todo si son simpatizantes de Curry, así como a homosexuales y arribistas. Si conoce usted a alguien con título superior del Estado de Ohio, que sea republicano y le gusten las faldas, ¿querrá enviármelo? Las cosas han llegado a un extremo, que ya no me interesa demasiado que sepan algo de asuntos exteriores.

—¿De verdad es para tanto?— preguntó Martin.

—Se han propuesto recompensar a sus amigos, ¿sabe usted? Si bien se mira, tal vez no sea condenable. Sin embargo, yo trato de encontrar expertos.

En este punto, Tessler bajó la voz, y usó un tono más confidencial.

—Sabrá usted, Bill, que me costó mucho convencer al Presidente electo de que debía conservarle a usted en su cargo.

El semblante de Martin permaneció impasible.

—¡Ah! ¿Sí?

—Tengo que decirle que no era usted el primero en sus preferencias. Pero las circunstancias le favorecieron, pues el candidato principal renunció ayer, y yo conseguí coger al Presidente en muy buena disposición de ánimo.

—Entonces, ¿ha accedido a que yo continúe?

—Sí. Yo he respondido de su lealtad y deseos de cooperación, así como de su competencia profesional. Pero, si he de serle franco, se muestra escéptico.

Se inclinó hacia adelante, y puso una mano en el brazo de Martin.

—Así que debe usted esmerarse en complacerle — añadió —. No le dé ni un solo pretexto para arrepentirse.

—Pierda usted cuidado, Carl. Tenga la seguridad de que le estoy muy agradecido.

Martin daba la impresión de estar sinceramente agradecido, muy aliviado e incluso algo sorprendido; pero la verdad es que ya sabía, desde la víspera, todo lo que Tessler le acababa de contar. Margaret Twelve había continuado con su jefe, le había acompañado al Blackstone en la fase de transición, y seguía proporcionando sus informes de todas las noches al oficial de control Sailcloth. Así había podido averiguar que Tessler se había colocado en una peligrosa situación por él ante el nuevo Presidente. Ahora era conveniente que el ex catedrático considerara a Martin como una persona cuya lealtad iba dirigida a él personalmente, más que a Monckton, y con este objeto le reiteró su gratitud y admiración. Aunque Tessler parecía torcer algo el gesto y estar un tanto desconcertado ante las promesas de Martin, no por eso era menor su complacencia.

La secretaria de Tessler se asomó a la puerta, y dijo:

—Quiere verle a usted ahora, doctor Tessler.

El aludido hizo un gesto de asentimiento, y se dirigió nuevamente a Martin.

—Al Presidente electo le gustaría hablar con usted, Bill. Vamos abajo.

El alto Director de la CIA y su rechoncho acompañante atravesaron el vestíbulo donde se encontraba el ascensor, montaron en él, y se dirigieron a la suite presidencial. Pasaron por cuatro puestos de seguridad, y recibieron sendos cabezazos aprobatorios de los jóvenes agentes a medida que pasaban ante ellos. El agente de servicio ante las habitaciones del Presidente electo les abrió una puerta, y, al entrar en una sala de estar recargada de mobiliario, encontraron a Flaherty sentado, solo. Se puso en pie, y dijo sonriendo:

—Bienvenido, señor Director.

Luego se dirigió al ex profesor, y le saludó de manera festiva, tratando de remedar la pronunciación y acento de un alemán.

—¡Ah, Herr Tesselheim! ¿Kómo estarr?

Tessler movió repetidas veces la cabeza, y dijo sonriendo:

—¿Ve usted, señor Director? De respeto, nada. Lo único que puedo sacar de estos politicastros es humor étnico.

Flaherty se levantó cuando entró Monckton, procedente de otra de sus habitaciones. El Presidente electo tenía las manos separadas de los costados, y los dedos muy abiertos.

—¿Qué puñetas pasa aquí, Frank? Tengo las manos mojadas, y ahí no hay ni una toalla.

—Resulta que no hay ni una dichosa toalla en todo el sexto piso, señor Presidente — dijo Flaherty riendo.

Tessler movió la cabeza, y salmodió

—¿De qué sirve dominar el mundo, si no se tiene una toalla para secarse las manos?

Pero Monckton no parecía muy divertido; se dejó caer torpemente en un gran sillón, y apoyó los codos en los brazos de la butaca, para extender las manos mojadas.

—Tengo entendido, Bill, que está usted dispuesto a seguir con nosotros.

Antes de que Martin pudiera replicar, el Presidente continuó en un tono de voz aún más alto, como si quisiera así impedir un posible diálogo.

—El establecimiento de información debe funcionar mejor. Estoy seguro de que eso lo sabe usted. El historial de la institución no es precisamente intachable, que digamos, ¿verdad? Sé que, cuando yo estaba en el Senado, nos la dieron con queso una y otra vez. Ahí está el caso de Venezuela; aquel golpe nos cogió por sorpresa totalmente, ¿no? Y no digamos el caso de China, que es aún peor. Gastamos miles y miles de millones para el servicio secreto y de espionaje, y obtenemos resultados como el de Río de Muerte. Y ahí tiene usted a todos esos miles de individuos tocándose... las narices en Langley. Pues bien, hay que hacerlo mejor. ¡Ah! Y ustedes no son los peores, ¿verdad, Carl?

Tessler pareció sobresaltarse, movió la cabeza y reprimió una sonrisa. Flaherty, hizo un gesto negativo.

Monckton, inconsciente de cualquier reacción a sus palabras, siguió hablando.

—No, Bill. Los mierdicas del Departamento de Estado son infinitamente peores. Como usted sabe, se sientan allí y se preocupan por su asignación y por saber quién está encargado de dar los números de asiento para las mesas de la próxima cena de Estado, en tanto que revelan a la prensa toda clase de secretos. Esos tipejos no dan ni golpe. Ustedes, al menos, hacen algo. Ahora que usted será el primero en reconocer que, en conjunto, el esfuerzo combinado de nuestro servicio de información da unos resultados que son una verdadera mierda, ¿eh, Bill?

Flaherty hizo un gesto afirmativo; pero Martin continuó impertérrito, esperando una oportunidad para poder hablar.

—He decidido que todo funcione mejor — siguió el Presidente electo —. Lo primero que hay que hacer es echar al cuarenta por ciento de esos que se pasan allí el día sentados, leyendo el periódico. Quiero que esos inútiles se larguen inmediatamente. Por supuesto que habrá gritos; pero vamos a hacer lo mismo en Estado, ¿verdad, Carl? Sólo que allí deberá ser el sesenta por ciento. Que chillen, que chillen esos mamarrachos. Nuestros campesinos se alegrarán cuando lo sepan; la mayoría de ellos odian el Departamento de Estado.

Monckton había estado mirando a Martin mientras hablaba; después volvió la cabeza hacia un lado y miró a través de la ventana hacia el cielo, por encima del Lago Michigan.

—¿Le han hablado a usted del Vicedirector en la CIA?

Era una pregunta que no precisaba respuesta.

—He decidido que Arnie Pittman sea su vicedirector en la sección militar, Bill. Sé que se entenderán ustedes bien; navegamos juntos durante la guerra. Es fácil llevarse bien con él, y puede serle a usted muy útil; ha pasado mucho tiempo en el Pacífico, y conoce ese teatro de operaciones con bastante exactitud.

Giró la cabeza para volver a mirar a Martin, y dijo finalmente:

—Quiero que le imponga usted en su trabajo lo antes que le sea posible.

El Presidente electo se dio unas palmadas en los muslos, y se inclinó tanto hacia adelante, que casi tocó sus rodillas con la frente; seguidamente se puso en pie, tambaleándose, y se dirigió hacia una puerta sin dignarse volver a mirar al Director de la CIA.

—Frank, tengo que hablar contigo — dijo mientras abría la puerta y pasaba a la habitación contigua.

Flaherty miró a Martin, sonrió con aire de excusa, y siguió a Monckton, cerrando la puerta tras de sí.

—Tessler sonreía abiertamente, regocijado en extremo.

—Esa es, lo que se dice, la manera más grosera de reclutar gente desde que las bandas de enganche recorrían las calles de Londres. Pero sea usted bienvenido a bordo.

Martin no estaba para bromas. Después de haber trabajado para el estado durante decenios, había aprendido a valorar la labor vulgar y cotidiana de millares de burócratas; el ataque de Monckton a aquellos empleados de la Compañía no sólo era injusto, sino chabacano y grosero. Y, en un terreno más personal, Martin se sentía ofendido por la insensibilidad e indiferencia demostrada por el nuevo Presidente en su invitación al servicio. El era el Director de la Compañía, y no un jornalero. Le disgustaban profundamente el olímpico desdén y la indiferencia hacia sus sentimientos demostrados de modo tan manifiesto por Monckton. Cuando salían de las habitaciones del Presidente, preguntó a Tessler:

—¿Quién demonios es ese Arnie Pittman?

El capitán Arnold Pittman, de la Armada de EE. UU., es oficial ejecutivo de una flotilla de destructores en San Diego. Le vamos a trasladar al Este, junto a usted, en seguida. No tengo idea de cómo pueda ser; pero es desde luego su flamante Vicedirector.

Martin se despidió de Tessler en el corredor, y encaminó sus pasos al despacho del secretario de prensa, que estaba en el segundo piso, donde debía comparecer en el informe de prensa de la tarde, para el anuncio de la confirmación de su nombramiento. Cuando bajaba en el ascensor, cambió de idea respecto al regreso a Washington aquella misma noche. Había proyectado celebrar con Sally su nombramiento con una cena y unas copas; pero, después de su desagradable entrevista con Monckton, no se sentía de humor para celebraciones. Lo que necesitaba era un baño caliente y purificador, y unas copas de alguna bebida fuerte, pero solo. Sabía que tendría que afrontar ciertas cuestiones sobre sí mismo y su porvenir. El episodio vivido con el Presidente electo había desenterrado dudas que llevaban mucho tiempo sepultadas.

Estando sumergido en la bañera, con el vapor extendiéndose por todo el cuarto de baño, empezó a considerar las consecuencias que podría acarrearle el tener a Arnie Pittman como Vicedirector, y rió para sus adentros. Si Monckton creía que introduciendo a su viejo compinche como Vicedirector podría tener una fuente de informes confidenciales de la Compañía, era porque no sabía cómo funcionaban las cosas en Langley. Ya se encargaría William Martin de que Pittman se encontrara herméticamente aislado; tendría el escritorio más limpio del lugar. Mientras salía del baño y se envolvía en una gruesa toalla de baño, Martin dijo entre dientes: «i Ya sabrás quién soy yo, Pittman!»

Cuando le llamaron, el capitán Arnie Pittman se encontraba en una barbería de North Island, donde uno de los barberos daba muy bien el masaje facial. Podía haberse retirado de la Armada dos años antes, pero había continuado a petición de Dick Monckton, aun cuando sabía que nunca volvería a tener un mando. Cuando recibió el grado de Capitán de Navío, un almirante del Departamento Naval de Personal manifestó explícitamente que, si no hubiese sido por Dick Monckton, se le habría postergado, y se habría retirado de Capitán de Fragata. Estaba indignado, y le llamó «ascenso político». Pero Pittman sabía que aquello era totalmente injusto, ya que Dick contribuyó sólo a que su ascenso se llevara cuando le tocara el turno a su número, junto a todos los demás.

Pittman no había sido precisamente un estudiante aventajado en la Academia Naval. Nunca hablaba a nadie de su número de promoción; pero había muchos compañeros suyos que podían decir que, de 399, a él le correspondía el 389. Sin embargo, reconocía que no tenía una inteligencia brillante.

A pesar de todo, en cualquier puesto podía desempeñar una labor positiva para la Armada. Eso lo sabía muy bien Monckton. Cuando Dick era senador de los Estados Unidos, consiguió que la Armada asignara a Pittman a la plantilla de personal del Comité de Relaciones Exteriores del Senado por un tiempo de casi dos años. Había resultado ser un buen empleo, que solía proporcionarle ocasión de pasar el tiempo junto a Dick, cuando éste deseaba tener cerca alguien que supiese callar, cuidarle en sus viajes al extranjero, y cosas por el estilo. La vida muelle y la buena comida habían resultado extraordinariamente perjudiciales para su forma física en aquella gira, y Pittman había tenido, a partir de entonces, un problema con su peso.

Aunque corpulento, sabía pasar inadvertido; y sabía asimismo beber y guardar un secreto.

Arnie Pittman y Richard Monckton habían jugado juntos al cribbage infinidad de noches, cuando ambos eran tenientes de navío a bordo del Caribou, un buque de aprovisionamiento que permanecía largo tiempo fondeado en los puertos de amarraje del Pacífico Meridional. Durante el día, Pittman y su camarada de menor talla pasaban horas sentados a la sombra, uno junto al otro, sin decir una palabra; luego, el que hablaba era Monckton; Pittman se limitaba a escuchar, y alguna que otra vez asentir con la cabeza. Hablaba del mundo, de Illinois, y de su pequeña ciudad natal, Sullivan. Había hecho la carrera de abogado, y quería ir a ejercer a Chicago. Pittman, por su parte, era un militar de carrera en la Armada, y pensaba continuar en ella. Cuando terminó la guerra, se separaron; pero Monckton no perdió el contacto con su corpulento y silencioso amigo. Le resultaba penoso romper el hielo y abrir las puertas de su amistad a una persona; pero, cuando admitía el acceso a aquel círculo solitario, el amigo podía contar con su lealtad y confianza inquebrantables. Y cuando Monckton alcanzó cierta categoría en el Senado, ayudó generosamente a sus amigos; por tanto, podía suponerse que, siendo Presidente, seguiría haciéndolo. Arnie Pittman era, ante todo, un amigo para él; no se trataba, por consiguiente, de una cuestión de competencia profesional o capacidad intelectual.

Por este motivo, Pittman no se extrañó de que Dick Monckton le hiciera Vicedirector de la CIA. Desde el momento en que se había enterado de que su amigo había sido elegido Presidente, sabía que tenía que reservarle a él algo bueno; era su modo de practicar la amistad.