CAPÍTULO 4
El matrimonio de Linda y Bill había empezado a resquebrajarse varios meses antes de que Esker Scott Anderson anunciara su retirada. Martin había amado a otras mujeres antes de que Linda decidiera vivir con él; pero su idilio con ella había sido distinto. Desde el primer momento, le habló de matrimonio, pues estaba dispuesto a volver a casarse. Aunque se conservaba bien, y la gente le calculaba poco más de cuarenta años, lo cierto es que tenía casi los cincuenta. Empeñó a pensar que, si había de casarse de nuevo, tendría que ser pronto. Linda le pareció más interesada por él y más agradable que cualquiera de las mujeres que había tratado íntimamente a lo largo de muchos años. En un principio, ella le mimó sin tasa, lo que acabó por conquistarle plenamente. Su tono de voz grave y su tipo meridional habían llegado a resultarle indispensables en su existencia. Además, era una excelente anfitriona y cocinera, una conversadora culta y hábil, y una discreta compañera.
Le había hecho proposiciones matrimoniales aun antes de que ella se mudase a Georgetown, para estar más cerca de él. De momento, Linda pareció resistirse a la idea; pero su traslado a Georgetown simbolizaba un compromiso. Así que, al poco tiempo, empezaron a hacer planes de boda. El casamiento se celebró en Williamsburg, en la intimidad. El Presidente Esker Anderson les mandó una nota manuscrita, que les fue entregada, una vez acabada la ceremonia, por un general de brigada; el regalo de boda de los Anderson —un espejo antiguo con moldura dorada — llegó unos días más tarde.
Pero, casi inmediatamente después de la boda, Martin empezó a notar cambios en su nueva esposa. Antes de casarse con él, ella había señalado los aspectos coincidentes y los rasgos de carácter comunes. Una vez casados, pareció, en cierto modo, fijarse más en las diferencias que había entre ellos. Linda llegó a proclamar abiertamente lo mucho que le desagradaban todas las formas de atletismo; en cambio, su esposo necesitaba y deseaba el ejercicio regular. Mientras que ella se preocupaba constantemente por la política, y era socialmente ambiciosa, él sentía una aversión innata por la vida social de Washington, y trataba siempre de declinar las docenas de invitaciones a fiestas y recepciones que, por razón de su rango y cargo, le enviaban. Linda insistía tenazmente en que debían asistir a la mayor parte de ellas, y además se permitió invitar a determinadas personas a su casa, muchas veces de manera pródiga. Dado que en la estrecha casa de Bill, en Georgetown, apenas había sitio para ocho invitados a la mesa, Linda empezó a buscar una casa mayor, e inició la compra de juegos de mesa, mantelerías y servicios de plata.
No tardó en renunciar a su empleo con Esker Anderson, a fin de poder dedicarse más tiempo a desempeñar su papel de esposa del Director. No tardaron en surgir problemas económicos. Por su parte, Martin no había sido nunca muy ahorrador; su sueldo neto de funcionario gubernamental ascendía a unos mil ochocientos dólares mensuales. Pero Linda no se paró en barras, y se puso a acumular facturas en tal medida, que su marido se vio obligado a enajenar una herencia muy modesta. Esto dio lugar a incesantes discusiones sobre sus dispendios.
Las muchas horas que Martin pasaba en su despacho crearon, inevitablemente, un problema al matrimonio, por su incompatibilidad con el nuevo tipo de vida que Linda trataba de implantar. Martin guardaba en su despacho un traje de etiqueta, para poder ahorrar unos minutos, pues sabía que, si llegaba tarde a una cita, su mujer se pondría furiosa. Alguna que otra vez ni siquiera compareció en las fiestas, por lo que se produjeron algunas escenas desagradables entre ellos. Martin empezó a pensar que su esposa discutía con él por cualquier cosa. Linda, que en otro tiempo había sido el miembro más pasivo de la pareja, pues delegaba en Martin las decisiones, cuando había que tomar alguna, se hizo exigente, y no se privó de criticar sus sugerencias y desdeñar sus acciones.
Cuando Esker Anderson anunció a la nación que padecía una enfermedad grave, Linda pareció distanciarse y aislarse de su marido. Empezó a declinar las codiciadas invitaciones sociales; dejó de reunir a gente en su casa; y empezó a fumar y beber más que nunca, tomando, en muchas ocasiones, su primer martini antes de la hora del almuerzo. Su esbelto cuerpo se hizo flaco y anguloso, y Martin se dio cuenta de que no dormía lo suficiente. En las primeras horas de la mañana, que era cuando, por fin, lograba conciliar el sueño, gracias a la ayuda combinada de sedantes y alcohol, Linda tenía pesadillas y se agitaba.
Aunque no se disculpaba ante su esposo por su aislamiento, Martin no necesitaba explicaciones. Los acontecimientos se habían sucedido de tal manera, que no dejaban lugar a dudas en cuanto a la relación de la enfermedad de Anderson con la hosquedad de Linda.
Su negativa a hablarle de esto hizo que Martin se sintiera primero celoso y rechazado, y luego furioso y resentido. Había intentado romper la barrera de hielo que alzaba entre ambos su silenciosa melancolía de un modo que había dado resultado en algunos de sus fuertes altercados anteriores; pero, en esta ocasión, sus intentos se estrellaron contra el desprecio y las burlas crueles de Linda.
Hacía más de un año que Martin sospechaba que las relaciones de Linda con el Presidente no se habían interrumpido nunca. Ciertamente, los frecuentes viajes de su marido le ofrecían a Linda toda clase de oportunidades para tener una aventura amorosa. Tanto si seguía viéndose con Anderson como si no, lo que sí estaba claro era que todavía continuaba queriéndole. A Linda le resultaba imposible disimular lo que sentía, y manifestaba abiertamente una aversión hacia Martin que aumentaba de día en día. Parecía como si le culpara de la enfermedad de Anderson y de que ella y el Presidente estuvieran alejados. La separación del matrimonio Martin era visible, tangible; pero constituía un mal irremediable, cuyas causas estaban fuera del alcance de Bill. No iba a competir con Anderson, que era tan odioso como temible; ni tampoco deseaba luchar por Linda. Si ella se afligía por el Presidente, Martin no la necesitaba.
Bill Martin y Sally Atherton se conocieron en una gran gala tenística, celebrada en la Virginia suburbana un mes antes de que fuera anunciada la enfermedad del Presidente. Los Atherton y los Martin habían sido invitados por la embajada del Irán, que les había ofrecido bebidas, un almuerzo y la posibilidad de jugar al tenis en un enorme complejo deportivo cubierto. Sally era la esposa del diputado Jack Atherton; al conocerla, Martin experimentó una atracción física total hacia ella. Le llegaba a la altura del mentón, y su lisa melena rubia, de color miel, contrastaba con el oscuro bronceado de su piel. Tenía un cuerpo atlético, vigoroso pero femenino, con una cintura ahusada y tensa, brazos torneados y muñecas fuertes. Los pómulos, muy salientes, destacaban del contorno de su cara, y a la vez acentuaban unos profundos ojos castaños, que mostraban en los ángulos unas arrugas apenas insinuadas, de las que se forman al reír.
Jack Atherton había sido un elemento social importante en Washington casi desde el día de su elección. El matrimonio había sido invitado a participar en la vida de sociedad por antiguos compañeros de Harvard, colegas del Congreso y cabilderos. Pero la bella esposa del diputado había proclamado su independencia, negándose a menudo a acompañar a su marido a fiestas y recepciones.
Sally Atherton había decidido vivir su propia vida en Washington, y no tener apenas relación con la política. Aunque no había hablado de ello a nadie más que a su marido, lo cierto es que se había opuesto tenazmente a que éste se presentara a las elecciones para el Congreso. Nadie sabía que existía un antiguo pacto entre Sally y Jack: habían acordado que, si él se presentaba a las elecciones para el Congreso, ella llevaría una vida aparte, y los dos cubrirían las apariencias. A ambos les convenía aparecer ante la gente como un matrimonio feliz.
Cuando Jack se presentó a las elecciones, Sally incluso participó en la campaña de su ambicioso cónyuge, mostrándose en público las veces necesarias para dar la impresión de que el candidato era un envidiable hombre, casado con una linda esposa. Jack ganó su distrito de San Diego por una mayoría abrumadora, y desde entonces fue reelegido fácilmente.
A los pocos días de jurar el cargo, encontraron una casa en un bulevar del viejo Georgetown. Con su acostumbrada cautela, Jack la arrendó exactamente por dos años. Después de su primera reelección, los Atherton compraron otra casa en el mismo bloque.
Poco después, Sally conoció a la propietaria de una sala de exposiciones de Georgetown, y, a través de ella, a un grupo de artistas, críticos, profesores de arte y fotógrafos. Dicho grupo tenía su propia subcultura social, que a Sally le pareció sugestiva. Pero se mostró reservada e incluso impersonal con los amigos que ella misma escogió, en cierto modo poco dispuesta a comprometerse con amistades íntimas.
Jack, por su parte, se sentía públicamente muy satisfecho de su bella y original esposa y de su mundo aparte: colgaba en su despacho fotografías abstractas realizadas por su mujer, y se sentía orgulloso de acompañarla a la inauguración de exposiciones, cuando ella le invitaba.
Sin reflexionarlo un instante, Sally había accedido a acompañar a su marido a la gala de tenis en pista cubierta, ofrecida por el embajador del Irán, y el diputado estaba complacido. El tenis era una actividad en la que ambos participaban juntos con frecuencia; pero, como ella pudo comprobar, una fiesta de tenis en Washington incluye muy poco juego. En una zona limitada por grandes lunas, situada entre los dos enormes edificios que albergaban las diez pistas, habían sido magníficamente instalados una cafetería y un bar. Mientras cuatro tenistas profesionales daban una exhibición de dobles en la Pista 1, las bebidas, la comida y la conversación sobre temas profesionales acaparaban la atención de la mayoría de los invitados, muy pocos de los cuales seguían las incidencias del partido. Pero Sally Atherton no estaba interesada en quedarse de pie en la cafetería, bebiendo y participando en una conversación insustancial; encontró una silla junto a una ventana, y se sentó, observando el juego.
Un individuo alto y bien parecido, vestido con el equipo blanco de tenis, se sentó a su lado; le ofreció un plato de caviar y entremeses calientes, y sonrió con desenvoltura ante su frialdad.
—Creo que nos toca jugar contra ustedes dentro de poco. Mi nombre es Bill Martin.
—Tanto gusto — dijo ella, sonriendo con cierta reserva, y denegando con la cabeza el ofrecimiento —. ¿Es que trata usted de hacer más torpe mi juego con toda esa comida?
—¡Qué contrariedad! Me ha descubierto usted.
Se inclinó hacia ella, en ademán conspiratorio, y le dijo en un tono cómicamente confidencial:
—Entre nosotros: ¿no le parece que esta encantadora y costosa fiesta es un solemne tostón?
Sally respondió con una pregunta:
—¿Va usted a muchos de estos fiascos?
—Me temo que a demasiados. ¿Y usted? No recuerdo haberla visto antes. Y no suelo olvidar las caras bonitas.
Sally se mostró un tanto desconcertada.
—Casi nunca. Generalmente va Jack solo. Yo pensé que ésta podría ser divertida, pero me equivoqué.
—Me parece haber leído que expone usted en Alberta.
La reacción de Sally fue de sorpresa.
—Pues sí. Tengo allí parte de mi fotografía abstracta ahora.
—¿Y qué tal el resultado?
—No está mal.
Sally se sintió más cómoda al pensar que aquel hombre podría tener sus mismas aficiones, y añadió
—Algunas reseñas críticas han sido bastante buenas, y he vendido ya once. Más de lo que esperaba.
—Entonces, me parece que tendré que darme prisa para no llegar cuando todo esté vendido — dijo él, sonriendo.
En el momento en que Sally estaba a punto de confirmar su suposición de que estaba hablando con el Director de la CIA, fueron llamados para jugar. Unos segundos después, mientras se dirigía a la pista con su marido, éste le habló en voz baja de los Martin. Aunque no podían dejar de desagradarle las insinuaciones de Jack sobre Linda Martin y su antiguo jefe, el Presidente Anderson, todo aquello daba mayor interés a Martin, y quizás lo hacía más asequible. Después de tres juegos rápidos, la pista fue pedida por otros jugadores. Los dos matrimonios se sentaron alrededor de una mesa, y pidieron refrescos.
Linda Martin y Jack Atherton se enfrascaron en seguida en una charla sobre Anderson y su oposición de aquel día a la legislación de aguas limpias, el proyecto de ley que Jack tenía pendiente para permitir el trabajo de los inmigrantes furtivos de México en la agricultura californiana, César Chavez, la carrera electoral hacia el Senado en California y el futuro político de Jack. Al cabo de varios minutos de estas incesantes voleas políticas, Sally sintió que le daban unos golpecitos en el tobillo. Miró hacia abajo, y vio un pie de Bill Martin junto al suyo; cuando levantó la vista, observó que él le hacía un guiño y movía ligeramente la cabeza, señalando hacia un lado. Un instante después, Sally se disculpó, y se alejó de la mesa.
Cuando salió de los vestuarios de señoras, Martin la estaba esperando.
—Todavía están con lo mismo — dijo él, moviendo la cabeza de un lado a otro y sonriendo —. Tardarían horas en echarnos de menos. ¿Qué le parece si tomamos algo tranquilamente?
Mientras bebían champán, intentaron reanudar el hilo de sus mutuos tanteos, pero a los pocos minutos de conversación fueron interrumpidos por el Ministro-Consejero iraní, con el ruego de que suplieran la falta de una pareja de tenis. Jugaron tres juegos de compañeros, y luego regresaron adonde habían dejado a Linda y Jack, a quienes encontraron tan enfrascados en su cháchara política como al principio. Cuando al fin se despidieron los dos matrimonios, Sally advirtió que había disfrutado de unas horas muy agradables en compañía de Bill Martin.
Mientras se dirigían a su casa en el coche, Sally y fueron hablando de los preparativos para el viaje de él a Asia. Tendrían que suspender el partido de tenis que jugaban todos los sábados con el diputado Albert Dunney y su esposa. Cuando Sally preguntó entonces a su marido si tenía inconveniente en que invitara a Martin como sustituto suyo, Jack enarcó las cejas, pero no puso ninguna objeción. Así pues, Sally telefoneó a Bill Martin para invitarle. Martin ardía en deseos de volver a verla, y, cuando oyó su voz, comprendió lo mucho que había llegado a significar para él aquella mujer. Acordaron que pasaría a recogerla el sábado a mediodía. Cuando colgó el teléfono, tomó nota para acordarse de decir a Simon que adelantara a la mañana del sábado una reunión de personal que, con la asistencia de los Vicedirectores, estaba programada para la tarde del mismo día.
Y fue precisamente aquel sábado cuando Bill Martin comprendió que se estaba enamorando de Sally Atherton. Cuando se dirigían en el coche desde la casa de ella, en Georgetown, al Club Riverbend, estuvieron recordando la fiesta iraní. Los dos coincidían en que Linda y Jack formaban una pareja política ideal; Linda aborrecía el tenis, como la mayor parte de los deportes, y la afición desmedida de Jack por la política le situaba en un grado de afinidad con Linda que ella no podía dejar de acoger con la mayor complacencia. Aquella tarde, en la fiesta, él la había salvado.
—Y usted me salvó a mí también — dijo Sally, sonriendo a Bill —. Nunca pude adaptarme a la vida de sociedad de Washington. Me asfixio en una de esas fiestas.
—Pues yo llevo aquí cerca de quince años, y todavía no he podido comprender cómo se puede resistir sin oxígeno toda una tarde de charla insustancial. En realidad pasé mucho tiempo sin aceptar ninguna de esas invitaciones.
—¿Qué fue entonces lo que le indujo a usted a volver a aceptarlas? ¿El cargo de Director?
—No. Mi mujer. Se pone inaguantable, si no asistimos a cierto número de fiestas sociales. En ellas parece encontrarse en su elemento.
—Lo mismo le pasa a Jack; pero yo me niego a complacerle. Suele ir solo o con su hermana, o con alguna otra persona. ¿Accede usted a acompañar a Linda cuando ella insiste en ir?
—Cuando no voy, las quejas y lloriqueos que tengo que soportar son mucho peores que la fiesta. Así que tengo que escoger el menor de los dos males.
Ya en Riverbend, el juego en Martin fue muy superior al tenis de los otros tres jugadores, por lo que procuró refrenarse, para igualar las fuerzas. Sin embargo, los Dunney perdieron dos sets seguidos, y se disculparon ante Sally y Martin por no poder ofrecerles un juego mejor. Cuando el diputado sugirió que fueran todos juntos a su piso de Arlington para tomar allí algún refresco, Sally declinó, alegando que había prometido a la esposa de Martin que regresarían pronto.
Cuando Sally y Bill salían del aparcamiento del club, él dijo:
—Si ahora la llevara a usted a su casa directamente, no me lo perdonaría. En cuanto a mí, no hay ninguna necesidad de que regrese tan pronto; Linda no llegará hasta muy tarde. ¿Y si tomamos algo por ahí? Podríamos cenar, incluso. No estamos lejos de Leesburg, ¿verdad?
—Pues no, está muy cerca. Pero dejémoslo en algo de beber; quiero estar en casa temprano. Además, por lo que sé de Linda, no quisiera tener que explicar por qué faltó usted de su casa hasta una hora avanzada.
El resto del trayecto a Leesburg lo hicieron casi en silencio.
Encontraron una especie de reservado al fondo de la taberna de una posada. Maderos tallados a mano cruzaban el bajo techo; las instalaciones fijas de peltre y la ferrería de latón databan del siglo XVIII. Todo ello creaba un ambiente que compensaba la mediana calidad de la cocina. La mesa de madera estaba débilmente iluminada mediante velas y reflectores de reluciente latón. Bill se sentó al lado de Sally, en el banco de respaldo alto, y no frente a ella; cuando se volvió para mirarla, sus piernas se tocaron.
—¿Seguro que no quiere dejarme que pida una mesa para cenar?
—No, Bill, de verdad, muchas gracias; pero no puede ser. Estando Jack ausente, creo que lo mejor es irme a casa. Sólo una ginebra con tónica, por favor.
Martin pidió las bebidas a una joven camarera que vestía un traje colonial.
—¿Siempre se queda usted en casa cuando Jack está de viaje?— preguntó Martin en un tono un tanto malicioso.
Ella tardó un momento en contestar.
—No, pero esta semana es un poco diferente. Jack y yo estamos en equilibrio sobre una delicada cuerda conyugal, y no quiero hacer nada por romperla.
—¿Equilibrio, dice?— preguntó Martin, algo desconcertado.
—Últimamente, hemos tenido más de un problema. Su problema ha sido en verdad inoportuno; yo esperaba que pudiéramos arreglar nuestras diferencias antes de que se marchara; pero no fue así. Volverá dentro de tres días. Entonces, tal vez sabré a qué atenerme.
—¿Y cuál cree usted que puede ser el desenlace?— preguntó Bill con una sonrisa que pretendía suavizar su sondeo, al tiempo que la camarera les servía los refrescos en vasos altos, junto con una vasija de barro, que contenía queso en Cheddar, y un cesto de galletas.
—Hay días que me inclino por un divorcio amistoso, pero rápido. Pero el problema es tan complejo, que en realidad no sé qué debo hacer. Lo curioso es que no nos peleamos; no se trata de uno de esos casos típicos. Como marido, Jack resulta fácil de tratar en muchos aspectos; no es, ni mucho menos, un hombre de los que pretenden imponerse con exigencias.
Sally apoyó los codos en la mesa, cogió una servilleta de papel, y empezó a doblarla en pequeños cuadrados.
—¿Lleva usted mucho tiempo casada?
—Se diría que toda la vida. Nos conocimos cuando yo tenía diecisiete años, y nos casamos el día que cumplí los dieciocho. Jack estudiaba en la Facultad de Derecho de Harvard, y yo cursaba mi primer año en Radcliffe. Trabamos amistad en un pequeño restaurante con autoservicio, donde los dos comíamos con mucha frecuencia. Cuando le conocí, yo tenía una necesidad apremiante de un amigo y de un refugio emocional, y en él encontré las dos cosas. En aquellos tiempos, yo era bastante bien parecida, y los hombres me seguían como moscas.
Sally le dirigió una mirada furtiva, y después continuó aparentemente interesada en la servilleta doblada.
—La protegida vida de hija de familia que había llevado en Manhasset no me había preparado para saber encajar el impacto brutal de mi nueva existencia en Cambridge. Así que Jack, se convirtió en mi protector.
—Pues no parece la historia de un gran amor — comentó Martin con ironía.
—No lo fue. Pero yo había tenido demasiados idilios desde los quince años: sexo y aventuras novelescas; más de lo que necesitaba o deseaba, la verdad. Por eso, Jack fue el gran alivio en medio de aquellas presiones. Si ni siquiera me besó hasta que no hubimos salido juntos unas ocho o nueve veces; y no hicimos vida de matrimonio hasta la luna de miel.
Sally rió al decir esto, pero su risa era forzada.
—Jack no es lo que se dice el lujurioso macho americano medio — continuó —. Y además, precisamente entonces, yo tampoco sentía un deseo irrefrenable; en realidad, estaba convencida de que el sexo no tenía ningún aliciente para mí.
Calló un momento, dirigió la vista a una joven pareja que había en el reservado de enfrente, y prosiguió, pero esta vez en voz muy baja.
—Hasta un año después de casarnos no descubrí lo maravilloso que eso puede ser.
—¿Es que Jack leyó un libro...?-preguntó Bill en un tono sutilmente sarcástico.
—Nada de eso. Siento decir que él no tuvo nada que ver.
Se volvió, y miró a Martin directamente.
—Apenas nos habíamos casado, Jack se examinó para ingresar en el cuerpo de abogados de California, e inmediatamente se marchó a Corea con su unidad de reserva de la Marina. Así que, al llegar el otoño, yo volví al dormitorio común, como todas las demás chicas de Radcliffe, sin más diferencia que mi flamante anillo de boda.
—¿Logró eso contener a las aves de rapiña de Harvard?
—No a todas. Había un encargado de sección en el departamento de Literatura Inglesa a quien no parecía inquietarle demasiado mi actitud. Se llamaba Jim, y, por cierto, se parecía mucho a usted, excepto en que lucía un fino bigote; era rubio, alto, y tenía unos treinta años.
—¿Se enamoró usted?
—Yo diría más bien que me encapriché. Una vez casada, no me sentía tan desamparada. La tensión emocional había desaparecido, y me encontraba, por tanto, más tranquila; además, mi curiosidad era mayor. Así que salí con Jim unas cuantas veces. Él no hacía más que decirme lo maravilloso que aquello podía ser, y yo no dejaba de contestarle que para mí había sido horrible. El valor de mi experiencia sexual, incluyendo las semanas que había estado en California con Jack, era inferior, incluso nulo. Finalmente, permití que Jim me iniciara.
Martin puso su mano sobre la de Sally, y empezó a acariciarla suavemente; pero ella la retiró, como si aquel contacto la distrajera de lo que iba a decirle.
—¿Y fue maravilloso?— preguntó él con dulzura.
—Fue el primer hombre en mi vida que se ocupó de mi satisfacción más que de la suya propia, y lo hizo admirablemente. Creo que tengo con él una deuda de gratitud. Pero sufrí un complejo de culpabilidad tan grande, que decidí romper con él, al tiempo que me imponía el deber de esperar a que Jack volviera de la guerra. Sin embargo, nunca olvidaré a aquel hombre tan guapo.
—¿Y cuando Jack regresó...?— dijo Martin, animándola a seguir.
—Se trajo una caja llena de medallas, pues era todo un héroe; pero lo cierto es que nuestro «feliz» reencuentro en San Diego me defraudó enormemente.
El bello rostro de Sally reflejaba el recuerdo de una experiencia desagradable.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Que yo ya no era la jovencita inexperta de Radcliffe que él había dejado al marcharse. Había pensado y madurado mucho, y tenía ya ideas muy definidas sobre la clase de vida que quería llevar, así como de la clase de persona que quería ser. La existencia bajo la protección de Jack prometía ser sosegada y libre de sobresaltos; pero yo había decidido situarme en un plano de igualdad con respecto a él; algo así como un Movimiento para la Liberación de la Mujer en su primera época.
Sally trató de reír, y Bill sonrió.
—¿No le sorprendió encontrarla tan independiente?
—Yo le había escrito mucho, y por las cartas podía haber deducido cómo pensaba. Pero no fue así. Él había decidido por los dos dónde íbamos a vivir, y también en qué iba a trabajar, pues estaba dispuesto a presentarse a las elecciones para el Congreso. Nunca se tomó la molestia de preguntarme siquiera qué clase de vida quería yo que lleváramos. Ya se había introducido en la gran corporación de abogados de San Diego, y hasta había escogido la casa que íbamos a comprar en La Jolla; su familia le iba a ayudar a hacer el desembolso inicial. A mí me dejaron la elección del papel de los anaqueles, y poca cosa más.
Había en su voz el ligero temblor que suele advertirse en la narración de recuerdos amargos.
—Debió de ser un duro golpe para usted — dijo Martin.
—Le dije que iba a dejarle, y que podía meterse La Jolla, el Congreso y la casa nueva en donde le cupieran. Hubo gritos, discusiones y súplicas para que no le dejara. Por último, hizo algunas promesas, y dijo que yo podía establecer mis propias condiciones, si me quedaba. Le tomé la palabra. Lo llamamos el «Tratado de North Island», porque aquellas discusiones y el acuerdo tuvieron lugar en el «Hotel Coronado» de North Island, donde habíamos ido a pasar unas vacaciones para reconciliarnos. Ahora, cuando pienso en ello, creo que, probablemente, no me habría marchado; todo mi envalentonamiento era un farol. Aún me sentía bastante insegura; pero él no lo sabía.
—¿Así que puso usted sus propias condiciones?
—Casi por entero. Yo accedí a quedarme, y él aceptó que viviera mi propia vida, siempre y cuando no le comprometiera profesional ni políticamente. Fuera de eso, lo que yo hiciera, cómo lo hiciera y con quién lo hiciera dependía de mi entera responsabilidad. Prometió no meterse en nada, ni siquiera criticar. Y es preciso reconocer que ha cumplido bastante bien su cometido.
Martin carraspeó.
—¿Eso le debilitó en todos los sentidos? ¿Pudo seguir considerándose marido después?
Sally recorrió con un dedo todo el borde del vaso.
—Categóricamente: la vida sexual no es el cemento que une a Jack y Sally Atherton. Vivimos juntos porque él quiere ser Presidente de los Estados Unidos; y yo, se crea o no, he temido quedarme sola. Así de sencillo. A mi entender, los antepasados de Jack, que eran misioneros, ejercieron una fuerte influencia en sus actitudes respecto a la sexualidad y el matrimonio. Conque nuestra postura redunda en su beneficio; así que no debe quejarse.
Martin siguió con los dedos el filo de la mesa de pino, y preguntó a media voz:
—Naturalmente, él desea que se quede, ¿verdad?
—Sí y no. Voy a explicarme: por una parte, su soberbia y su orgullo de macho, y también lo que pueden decir sus compañeros del gimnasio de la Cámara, le impulsan a insistir en que me quede; pero, por otra, empieza a comprender que nunca llegará a ser el líder republicano candidato a la Presidencia, y que ahora el divorcio no es nada del otro mundo en San Diego. Puede ser reelegido para el Congreso sin mí, y, además, ya no se siente a gusto a mi lado; piensa que me río de O.
—¿Y se ríe usted?
—Ciertamente, no. Nunca le haría daño a propósito. A pesar de los reproches de que le hago objeto, creo que es, probablemente, el mejor amigo que tengo en el mundo. Lo que pasa es que ninguno de los dos ha acertado en el matrimonio. Por muchos motivos, será... difícil dejarle.
Al llegar aquí, Sally cambió de tono.
—Pero he hablado demasiado de mí misma. Y Linda, ¿es su primera esposa?
—No. Ya había estado casado antes; aunque por muy poco tiempo, durante la guerra. Murió.
—Cuanto lo siento — dijo Sally dulcemente.
—Pero hace mucho tiempo.
El tono de Martin no dejó entrever ninguna emoción.
—Mi mujer era argentina. Nos conocimos en su país. Se mató en un accidente de automóvil.
—Debió de ser terrible para usted.
—Sí. Fue un duro golpe, del que tardé en reponerme mucho tiempo.
—Da la impresión de que fue usted muy feliz con ella.
—Lo fui, efectivamente. Sólo vivimos juntos seis meses, muy fragmentados, por otra parte. Yo me ausentaba durante largo tiempo, y ella realizaba trabajos para la guerra. Pero guardo un buen recuerdo de nuestro idilio, que podía haber sido aún mejor con el tiempo.
Bill volvió al tema del matrimonio de Sally.
—Y si deja usted a Jack, ¿qué hará? ¿Quedarse aquí?
—No lo sé. Supongo que iré adonde pueda ganarme la vida. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos; no he decidido lo que voy a hacer.
De pronto, el tono de ella se tornó más frío e impersonal.
—Lo que significa que tenemos que irnos ya, señor Martin, y que tiene usted que dejarme ante la puerta principal de mi casa, y luego marcharse en seguida.
—Pero, ¿por qué tanta cautela, Sally? ¿Qué tiene de malo que estemos juntos un rato más?
—Aparte de ser usted un funcionario destacado y casado, no hay nada de malo. No tengo nada contra usted, y sí mucho a favor. Pero he decidido no complicar más las cosas mientras Jack y yo no hayamos salido de esta situación tan crucial. Por ese mismo motivo, casi había desistido de llamarle para ir a jugar al tenis, pero lo consulté con Jack, y accedió; de otro modo, no le habría llamado.
Guardó silencio un instante.
—Y ahora, veamos: ¿no se encontraba usted con cierta persona, llamada Linda Martin, en la fiesta del embajador del Irán?
Esta alusión irónica de Sally despejó la atmósfera de tensión, y Martin soltó una discreta carcajada.
—Ese nombre me suena. Veamos... ¿Se trata acaso de una chica de pelo oscuro?
—Sí, la misma.
—Si pudiera usted dedicarme unos cuantos minutos más, intentaría explicarle esa particular situación — dijo.
—Lo siento, pero no puedo quedarme ni un minuto más, señor Martin. Dejemos para la próxima entrevista su triste historia; en esta ocasión me ha tocado a mí. Es la primera vez que me confío a alguien. Gracias por escucharme.
Sally metió la mano en su bolso, y sacó una polvera y una barra de labios, en tanto que Bill levantaba una mano para que le llevaran la cuenta.
En el viaje de vuelta, mientras el coche serpenteaba por entre las hileras de árboles de Georgetown Pike, hablaron poco; pero Bill le cogió una mano y la retuvo suavemente.
Cuando pasaban ante el recinto de la CIA, en Langley, Bill decidió hacer algunas preguntas más.
—¿Cómo fue su vida matrimonial en California, antes de pertenecer al Congreso?
—Jack y yo vivíamos cada uno en nuestro mundo. Yo deseaba dedicarme a la fotografía, por lo que tomé lecciones, y me construí yo misma una gran cámara oscura. Como vivíamos cerca de la playa, compré una plancha de deslizamiento, y aprendí esquí acuático. Y pinté algo, sólo por gusto. Jack, por su parte, se ocupaba de la política y ejercía la abogacía, además de mantener relaciones cordiales con su familia.
—¿Hizo usted alguna campaña para él?
—Sí, pero muy a mi pesar. Y todavía la hago: las reuniones para tomar café, las visitas a domicilio, y todo lo demás. Para toda esa gente, soy la bella, distinta y decorativa esposa del candidato. Es parte del trato, mientras esté casada con Jack.
—Parece un contrato comercial.
—Me temo que lo es. Se trata de un intercambio. No estoy orgullosa de ello; pero me parece que no soy la primera mujer que hace una boda de conveniencia.
Miró a Martin fijamente, y le sonrió al tiempo que enfilaba el Fiat azul hacia una curva, que les condujo a una calle bordeada de hermosas casas de ladrillo y tejamanil.
—¡Qué momento más inoportuno para que surja ante nosotros la casa de los Atherton! ¿Cuándo puedo llamarla, Sally?
—Primero vamos a ver lo que ocurre esta semana.
—¿Quiere eso decir: «No me llame; yo le llamaré»?
—Algo así. Pero no se preocupe; volveremos a vernos.
Rápidamente, sus labios rozaron una mejilla de su acompañante — fue un beso que lo mismo podía significar nada que todo —, después atravesó corriendo la calzada, abrió la puerta, y se despidió de Martin con la mano.
Él esperó a que se cerrara la puerta, y entonces se alejó de allí. Desde hacía mucho tiempo, no había experimentado unas ansias tan grandes de vivir.