CAPÍTULO 5

Unas cuantas manzanas más al oeste de la Casa Blanca, y sobre el solar de un chaflán situado en el n.° 1839 de la calle G (Northwest), se alza, a gran altura, una vieja casa de densas paredes, a la que se llega por una larga escalinata de piedra. Como una anfitriona de Washington, viuda de un título, es incapaz de ocultar los estragos del tiempo, a pesar de su pintura reciente. Sus torreones victorianos, sólidamente enhiestos, se elevan, con aire de superioridad, por encima de los bloques de pisos colindantes y al margen de la vida cotidiana de la calle, que transcurre a sus pies. El viejo club rezuma clase social.

La mitad de la puerta principal está ocupada por una ventana con cortinas de encaje y en medio del panel inferior hay un timbre redondo de latón, pasado de moda, que tiene en su centro un mango de orejas. Cuando suena el timbre, acude un hombrecillo de unos setenta años y escaso pelo blanco, impecablemente vestido con una chaqueta blanca de servicio, una corbata y unos pantalones negros. En el estrecho vestíbulo se le une una mujer de pelo blanco, con un uniforme de doncella, blanco y negro, almidonado, de los de antaño.

El Club de la calle G dispone de antiguas pero cómodas habitaciones, así como de excelente comida y bebida para sus socios y sus invitados. Los anfitriones de Washington cuyos hogares y viviendas no están a la altura de sus aspiraciones o deberes sociales, suelen celebrar allí sus fiestas, ninguna de las cuales se considera completa sin un invitado de honor. Ocurre con frecuencia que el homenajeado no constituye el motivo real de la reunión; pero ni él ni su anfitrión revelarían jamás que se trata de una superchería.

Hacía varios meses que Bill Martin pensaba dar una fiesta, en parte para corresponder a las invitaciones recibidas, pero también para poder tener un contacto más íntimo con diputados influyentes e importantes, personal de la Casa Blanca, cabilderos y diplomáticos. Jack Atherton era un invitado de honor ideal para aquella cena, ya que muchos de los presuntos invitados de Martin eran amigos del diputado. Y, naturalmente, sería una manera de poder estar con Sally Atherton. Como Atherton era un diputado destacado de los Comités de Superintendencia y Asignaciones, la Compañía estaría dispuesta a costear una buena fiesta del presupuesto de «relaciones legislativas», lo cual era digno de tener en cuenta por quien vivía, como Martin, de un sueldo estatal.

Así, cuando el catedrático Carl Tessler aceptó la tardía invitación de Martin, éste añadió un motivo de gran alcance político a los de carácter particular que le habían impulsado a dar la fiesta.

Varias semanas antes de la fiesta, Simon Cappell había preparado un piano del comedor del Club, en el que se habían dispuesto las grandes mesas redondas, cada una de ellas rodeadas de diez sillas. Martin examinó con minuciosidad la lista definitiva de invitados y la distribución de éstos en las mesas, y se la llevó a su casa junto con los documentos y cartas de la noche. Al día siguiente se distribuyeron, desde el despacho de Martin, invitaciones con el siguiente texto impreso:

El Director de la CIA
y
su esposa
tienen el gusto de invitarle a...

Etiqueta.

Se dieron instrucciones a un calígrafo de la sección cartográfica de la Compañía para que dejara el dibujo de mapas y extendiera las tarjetas. El traje de etiqueta consistía en vestidos largos para las señoras, y chaqueta de esmoquin para los caballeros.

A medida que iban llegando las respuestas escritas de los invitados, se borraban o pasaban a tinta sus nombres en el plano de Simon, y luego se tachaban o marcaban en la lista original. Cuando se excusaba un invitado, se enviaba rápidamente una nueva invitación a nombre del primero de la lista de reservas. A renglón seguido había que realizar algunos cambios en la distribución de los comensales, con el fin de cumplir estrictamente con el protocolo diplomático.

Cuatro días antes de la fiesta, se consideró terminado y completado el plano con la distribución de los invitados, y se imprimió el nombre de cada uno de ellos en un pequeño cartón blanco, destinado a su respectivo lugar en la mesa. A su vez, tales cartones se introdujeron en pequeños sobres blancos, que posteriormente se colocarían en un estante de madera, a la entrada del Club. Cada cartón llevaba un círculo numerado, que representaba una mesa, una «U» invertida, que indicaba la «puerta», y una «X» roja, de trazo fino, con un rótulo, en el que se repetía el número de mesa del invitado. Sin estos cartones, la sociedad de Washington podía, probablemente, perderse.

En Washington, el habituado a las fiestas sabía, dada su experiencia, cómo encontrar su mesa tan sólo con echar una ojeada a un gran cartel con números, emplazado provisionalmente junto a las flores del centro de mesa, y hallar en él la cifra coincidente con la de su cartón. Tan pronto como se había sentado el último invitado, un camarero retiraba en silencio los números.

Tanto las invitaciones como los cartones de los asientos y las minutas escritas a mano llevaban el sello de la CIA estampado en relieve, a cuatro colores. Los invitados de otras localidades se los guardaban en el monedero o el bolsillo, como un codiciado tesoro, y algunos pasaban la minuta por toda la mesa rogando a los comensales que firmaran en el dorso, en recuerdo del feliz acontecimiento, en especial si entre ellos se incluía un autógrafo político particularmente deseable.

Una hora antes de llegar los primeros invitados, Simon inspeccionó los preparativos, y luego dio el plano de las mesas, los cartones y la lista de invitados al mayordomo, quien se encontraba en el salón de entrada. Unos minutos después, llegaron Linda y Bill Martin, y entregaron a la doncella sus abrigos. Bill se encaminó a la vieja sala de estar, y Linda pasó al salón de caoba y felpa, donde había un pequeño bar servido por otro septuagenario.

Linda llevaba un vestido negro de lama, con mangas y escote cuadrado, y su negra cabellera tensamente recogida por detrás, en forma de cola de caballo, adornada y sujeta por medio de una horquilla de bisutería con un diamante de vidrio. No lucía más joyas. Varias tonalidades azulencas constituían el sobrecargado maquillaje de sus ojos, y el brillante y liso vestido parecía acentuar sus prominentes clavículas. Demacrada, crispada, sus movimientos daban la impresión de nerviosismo e impaciencia.

El barman le sirvió un martini, que tomó sin decir palabra. Encontró a Martin en el comedor, entre las mesas, colocando, en una de las seis existentes, un cartón con el número de comensal.

—¿Quién se ocupó de las flores?— preguntó Linda.

—Creo que el Club. ¿Las quieres tú, después?

—¿Lo dices en serio? Quiero olvidar esta dichosa velada en cuanto haya pasado. Con lo del baile has tenido una idea genial. Creo que habíamos acordado que esto terminara temprano; pero ahora, con tu dichoso bailecito, estaremos aquí hasta las dos. ¿A quién demonios intentas impresionar?— preguntó mordazmente.

Martin prefirió conservar la calma.

—Pues a mí me parece que es un aliciente más, y que a nuestros invitados les va a gustar.

Se acercó a ella, y le dijo:

—¿Por qué no tratas de tranquilizarte y pasarlo lo mejor posible?

Martin había agregado el baile en el último momento. Calculaba que, mientras los demás estuvieran bailando en la terraza — un añadido del siglo XX a la venerable casa —, él podría estar a solas con Carl Tessler, y hablar seriamente de las posibilidades de Forville respecto a las elecciones presidenciales. Pero no había confiado este último punto a su mujer, porque, en realidad, estaba casi seguro de que cualquier cosa que le contara no tardaría en ser conocida con todo detalle por Esker Anderson.

Martin colocó el cartón correctamente, a la derecha de su lugar en la mesa, y sonrió. No había vuelto a ver a Sally Atherton desde su último partida de tenis, y de esto hacía ya varias semanas. A la derecha de Sally se sentaría el doctor Carl Tessler, antiguo profesor de Atherton en Harvard, y a continuación de él, Madame Ritaka, la esposa del recién nombrado embajador de Finlandia. Esta había sido cuidadosamente elegida para ocupar dicho lugar, pues, de acuerdo con los infalibles informes de la CIA, no hablaba más que su lengua materna, y Carl Tessler no sabía una sola palabra de finés. De este modo, Martin esperaba acaparar, a toda costa, la atención de Tessler en la cena.

Cuando Simon Cappell entró en el comedor para avisar a Martin de que los invitados de honor llegaban en aquel preciso momento, éste le indicó que fuera a buscar a Linda, con el fin de que acudiera a recibirlos a la puerta.

Los Atherton se habían despojado de sus abrigos, y se disponían a atravesar el arco que daba acceso a la sala de estar. Sally estaba bellísima con un sencillo vestido blanco de seda, sin tirantes, que realzaba sus exuberantes senos, y que llegaba hasta el suelo. Como única alhaja, llevaba una ancha pulsera de malla de oro en una muñeca.

Martin había añorado su presencia, y ahora que la veía allí, tan bella, tan grácil y con la piel tostada, la deseó de manera apremiante, experimentando un vacío en su pecho. Advirtió entonces que su matrimonio estaba roto, y este descubrimiento aportó una nueva dimensión a su deseo.

Cuando Martin conducía a los Atherton a la sala de estar del sector G, Linda volvía del salón con un vaso en la mano.

—¡Cuánto me alegro de volver a verle, Jack!

Se inclinó hacia adelante, y juntaron sus mejillas. Después se dirigió a Sally.

—Ese vestido pared hecho para lucir tu bronceado — observó con frialdad.

—Es que Jack y yo estuvimos en Palm Springs durante las vacaciones de Pascua. ¡Fue algo estupendo! — dijo Sally sonriendo.

—Tuvo que serlo — dijo Linda.

El alcohol empezaba a hacerle efecto, y su voz sonaba apagada.

—Yo, en cambio, hace siglos que no me siento a tomar el sol. Aquí el Director acaba de llegar de Florida. Viaje de negocios, y sólo de negocios, ¿sabe? Y no pierde su bronceado, ¡cómo iba a perderlo! Pero yo nunca salgo de la ciudad.

Jack Atherton rió entre dientes, y dijo:

—Parece usted la típica esposa de Washington, Linda. Es muy de agradecer lo que ustedes dos han hecho esta noche por nosotros. Antes de que lleguen los demás, quiero que sepan que estamos emocionados por haber invitado a tantos buenos amigos.

—Y nosotros estamos encantados de poder hacerlo — dijo Martin, agarrando por un codo a su mujer—. Me dice Simon que debemos quedarnos aquí, delante del piano, para ir recibiendo a los invitados a medida que vayan entrando. Espero que no les importe el formalismo.

Un camarero se acercó a ellos con una bandeja de licores. Había en ella diez vasos de distintos tamaños, llenos y listos para servir: whisky escocés, aguardiente de maíz, zumo de naranja y martinis dispuestos en pequeños grupos.

—Whisky, por favor.

El camarero hizo girar la bandeja de modo que el whisky quedara frente a Jack Atherton. Éste cogió un vaso, y Martin, otro. Cuando le tocó el turno a Linda, Martin enarcó una ceja, y con un movimiento de cabeza le señaló el zumo de naranja; ella vaciló un instante, dirigió a su marido una mirada furiosa, y llevó la mano a un martini.

Los demás invitados no tardaron en llegar. Tras recibirlos, se les sirvieron refrescos, entablándose entre ellos una cháchara preliminar a la cena, que sería servida al cabo de veinte minutos. Jack Atherton se alejó de los Martin y Sally, para hablar con un diputado a quien había estado intentando localizar por teléfono, y Linda Martin se situó al lado de Carl Tessler, a fin de poder oír lo que, animadamente, decía al Vicesecretario de Estado.

En Washington, la mayor parte de las fiestas de sociedad llegan a producir, en un momento determinado, un ruido tan intenso, que impide la comunicación significativa. El crescendo aumenta todavía más a medida que pasan los minutos, hasta el punto de que puede representarse por medio de una curva predecible, que está precisamente en función algebraica respecto de la capacidad y temperatura de la habitación, el número de personas, sus ocupaciones y su sexo. En el Club de la calle G, había aquella noche otra variable que aceleraba el ascenso, en decibelios, de la curva, y ésta era la retirada inminente de Esker Scott Anderson.

El tema de conversación de muchos de los grupos se centraba en la imprevisibilidad de los acontecimientos políticos en gestación para los meses venideros. Habría un nuevo presidente, y los cargos cambiarían de titular, o serían reorganizados, devaluados o dejados vacantes; se reconsideraría la política en cierne, y se examinarían minuciosamente los presupuestos. Como habitantes de un hormiguero que oyeran acercarse pasos, las personalidades de Washington reunidas en aquella fiesta estaban alertándose.

Cuando aumentó el estruendo, Martin cogió suavemente el desnudo antebrazo de Sally Atherton, y la llevó al comedor por una puerta que estaba entreabierta. Su presión sobre el brazo era muy tenue, acariciándolo con suma delicadeza mientras caminaban; ella no pareció advertirlo.

Las mesas ya estaban puestas, y las cuatro camareras con uniforme blanco que daban los últimos toques no dieron muestras de advertir la presencia de la pareja, que permanecía de pie en la puerta.

—Mi querida compañera de tenis — dijo Martin —: ¿le gustaría hacer algo por su patria esta noche?

—¿Qué quiere usted decir?— preguntó Sally sonriendo, pero un tanto desconcertada.

—Debo hablar con Carl Tessler esta noche, antes de que se vaya. Se trata de algo importante. He dispuesto que se siente a su derecha durante la cena, y confío en que el atractivo de usted y los grados del buen vino se combinen de tal modo, que nuestro hombre quede convertido en pura masilla al llegar a mis manos. ¿Querrá usted conducirlo hasta mí cuando lo crea oportuno, después de la cena? Estoy seguro de que, para entonces, será su perrillo faldero.

—Amigo mío, tiene usted una idea exagerada de mi capacidad para arrastrar a los hombres a un destino fatal — dijo ella riendo —. Pero haré lo que pueda por la causa. Supongo que no debo ni siquiera preguntar qué es lo que ocurre, ¿verdad?

Martin se puso serio.

—No me importaría decírselo, Sally, pero es una larga historia. Es más, yo quiero que usted lo sepa. Sólo tiene que hacer que Tessler se sienta feliz esta noche, y todo puede resultar a pedir de boca.

—Estoy muy interesada en saberlo.

Sally puso una mano sobre el brazo de Bill, y le miró fijamente.

—Las cosas van mejor, y tengo bastante libre el resto de esta semana. ¿Puede usted llamarme?

—¡Cómo que si puedo! En la primerísima oportunidad que tenga.

La miró detenidamente, y dijo:

—Está usted divina. No me cansaría de mirarla.

—Pues por ahora ya ha tenido bastante, señor Director. Hablaremos de todo eso en otra ocasión.

—Que sea lo antes posible.

Martin sonrió, le apretó la mano, y los dos volvieron a sumergirse en el pandemónium de la sala de estar.

La cena, servida en mesas primorosamente iluminadas por medio de velas, transcurrió con absoluta normalidad. La conversación fluía con facilidad entre plato y plato. Tanto la mousseline de sole bretonne como el Chateaubriand con sombreretes de setas a la parrilla y la ensalada de escarola con el exquisito brie tierno, sin olvidar los magníficos vinos con que todo ello fue acompañado, ni el discreto y amable servicio, acreditaban y hacían honor al Club de la calle G.

Carl Tessler parecía muy complacido con su pareja. Se inclinaba a menudo para hablar a la vez a Martin y a Sally, y no había nada que le distrajera de su compañía. Madame Ritaka guardaba un estoico silencio diplomático, y sonreía alguna que otra vez al hombre del Departamento de Transportes que se sentaba a su derecha. Martin, por su parte, cumplía escuetamente con su deber de dar conversación a la señora de su izquierda, pues Sally y Tessler acaparaban toda su atención.

Después del postre de pastelillos de merengue coronados por frambuesas frescas, se volvieron a llenar las copas de champán, y Martin se puso en pie para hacer lo que Sally acababa de denominar el brindis del anfitrión. Simon Cappell le había escrito uno corto, pero él había decidido no utilizar su texto. Aunque aquella misma tarde había apuntado algo de lo que podía decir, y lo tenía en el bolsillo, pensó que lo mejor sería no sacarlo. Diría algo ligero, breve, con unos gramos de humor y, en el fondo, sin ningún contenido.

«Señor Atherton, mi encantadora compañera de mesa, Sally Atherton, Sus Excelencias, y demás distinguidos y amables comensales»:

Se hizo el silencio en la habitación, y todas las miradas se clavaron en el Director.

«Linda y yo estamos sumamente complacidos de ver a todos ustedes con nosotros esta noche, para rendir homenaje a los Atherton. La mayor parte de ustedes son amigos suyos desde hace muchos años.»

Martin habló de la laboriosidad e inteligencia de Jack Atherton y de su trascendental papel como miembro del Comité de Asignaciones. Sus escasas agudezas fueron acogidas con sonrisas y risas corteses. Y fue, en efecto, breve. Existe una fórmula para terminar un brindis protocolario, a la que se llega en un tiempo considerablemente corto. Y Martin la utilizó:

«Señoras y caballeros, brindo...» — rechinaron sobre el suelo las sillas, al levantarse los comensales — «... por el distinguido Diputado por California, John B. Atherton».

Martin pensó que su pequeño brindis le había salido bastante bien.

Todos estaban ya en pie con las copas de champán en alto. Sus respuestas fueron variadas. Unos murmuraron: «¡Por Jack!»; y otros: «Por el diputado», o «Por el Diputado Atherton». Un embajador dijo: «¡Bravo!»

Cuando todo el mundo hubo tomado un sorbo de champán, volvieron a rechinar las sillas, y los invitados se sentaron de nuevo en medio del quedo rumor de los comentarios que siguieron al brindis.

En seguida se puso en pie Jack Atherton, para dar la consiguiente réplica, abrochándose los botones de la chaqueta. Era de estatura media, macizo y de cara redonda; su oscuro cabello presentaba amplias entradas, sonrosadas por el sol de las vacaciones pasadas en Palm Springs. Sonrió con desenvoltura, y, al hacerlo, se formaron hoyuelos en sus mejillas.

«Señor Director, Linda, Honorables Embajadores y Miembros, distinguidas señoras y caballeros: agradezco a Bill su generoso brindis.

El brindis de réplica fue cordial y festivo; Atherton era un orador hábil y experimentado, de palabra brillante. Dedicó algunas frases amables a Linda Martin; dirigió los consabidos cumplidos a Bill, por la gran labor que, según dijo, desempeñaba; y, con tiempo sobrado, selló donosamente el ritual.

«Por todo lo cual, brindo por un funcionario público americano consagrado a su trabajo: Bill Martin.»

Se alzaron de nuevo las copas, se produjeron los rumores apagados, y se oyó alguna aclamación por el ingenio y brevedad de Atherton.

Bill Martin volvió a ponerse en pie.

«Señoras y caballeros, supongo que me corresponde a mí la última palabra. Para su esparcimiento, en la terraza hay una pequeña orquesta...»

Sally Atherton se levantó de su asiento, se acercó a Martin, y le puso una mano en un brazo.

—Bill: antes de empezar a bailar, quisiera proponer un brindis en nombre de las señoras aquí presentes.

Su voz era segura, y su tono, decidido. Sacudió bruscamente su cabeza de rubios cabellos, sonrió a los comensales, y cogió su copa. En algunas de las mesas se oyeron rumores: unos, por el hecho de que una mujer se atreviera a hacer un brindis, y otros, a causa de la extraordinaria belleza de Sally.

«Las señoras aquí reunidas tienen motivos para envidiarme esta noche» — empezó a decir Sally —. «Me ha cabido la suerte de estar sentada entre los dos hombres más interesantes de esta reunión.»

Guardó silencio durante uno o dos segundos, y añadió: «Aparte de mi marido, claro está.»

Hubo algunas risas corteses. Martin miró a su esposa, que se encontraba al otro lado del comedor. Sin dejar de mirar a Sally Atherton, Linda rayaba con un tenedor el mantel, cerca de su copa, con tan concentrada energía, que iba dejando profundas marcas en el grueso lino.

«Jack les ha hablado a ustedes ya» — prosiguió Sally —«de Bill Martin. Pero no les dijo que, probablemente, Bill es el mejor bailarín de todos los presentes. Señoras, espero que Linda nos lo preste esta noche, al menos para una pieza.»

Algunos de los invitados se volvieron para mirar a Linda Martin. Esta esbozó una rápida sonrisa, levantó una mano en dirección a su esposo, y se encogió de hombros, en un ademán que entrañaba la más absoluta indiferencia.

«Pero es por el distinguido estadista de mi derecha por quien quiero proponer esta noche un brindis.»

Carl Tessler miró a Sally bruscamente, vaciló, y por fin se dibujó en su rostro una franca sonrisa.

«Desde que estudiaba en Radcliffe, he venido oyendo hablar del Dr. Carl Tessler, catedrático de Harvard. Además, mi marido fue alumno suyo. La mayoría de la gente califica de geniales las clases y conferencias del Dr. Tessler; pero yo quisiera contribuir hoy a la leyenda en torno a Tessler con algunas referencias basadas en mis propias observaciones de las últimas horas.»

Sally hizo una breve pausa, que resultó precisa y oportuna.

«Pues bien, señoras, este hombre es un sol.»

Estalló una carcajada general, y Tessler, que con la cabeza baja miraba una cuchara que tenía en la mano izquierda, rió para sus adentros.

«Ustedes tal vez pensarán que, durante la cena, hemos estado tratando de secretos de Estado, o del valor estratégico de Groenlandia. Si es así, están completamente equivocados. He descubierto que Carl Tessler tiene grandes conocimientos de arte moderno, y me ha hablado de Modigliani como un auténtico entendido en arte.»

Tessler no podía ocultar su satisfacción, al ser considerado como un hombre cuyos conocimientos y aficiones superaban su prestigio puramente profesional. Sus ojos brillaban tras sus gruesas gafas.

«Dice que dibuja y pinta cuando dispone de tiempo, y, en efecto, yo misma acabo de adquirir un Tessler auténtico: se trata de este dibujo de nuestro centro de mesa, efectuado en el dorso de mi carta. Lo conservaré siempre como un preciado tesoro.

«Hoy he cenado con un auténtico hombre del Renacimiento, señoras y caballeros.»

Sally sonrió y levantó su copa.

«¡Por el Dr. Carl Tessler!»

Al terminar el brindis, muchos de los comensales — principalmente los hombres — se quedaron de pie para aplaudir a Sally, quien se sentó, ruborizada y sonriente. Carl Tessler se inclinó hacia ella, puso una pálida mano sobre su hombro, y rozó apenas su mejilla con los labios.

Martin se sentó también, aplaudiendo todavía; se volvió hacia Sally con una sonrisa de complacencia, y le cogió una mano por debajo de la mesa.

Tessler se inclinó hacia adelante, y le dijo a Bill:

—Señor Director, estoy en deuda con usted por el sitio que me ha sido asignado en esta mesa. ¿Cuándo iba yo a soñar con tener la suerte de ser compañero de esta bella e ingeniosa señora? Nunca se me ha adulado tanto en un brindis, ni nunca me he sentido tan dispuesto a creer lo que se decía de mí.

Martin no había soltado la mano de Sally, que descansaba ahora sobre un muslo de su anfitrión; las manos, entrelazadas, correspondían a mutuos apretones discretos. Mientras, Tessler seguía hablando.

—Como iba diciendo, para concluir el tema que estaba tratando cuando empezaron los brindis, la clave está en Israel. Ya sé que se sospecha de mí por mi ascendencia judía. Pero, ante todo, soy, y creo que exclusivamente, un geopolítico. Israel es el eje. Como ustedes saben, se interpone en el camino de Rusia a las riquezas de África. También introduce occidentalismo en el mundo árabe. Su poderío aéreo domina el canal de Suez. Espero, pues, que seamos tan cautos en nuestra adquisición de información secreta en Israel y sobre Israel como lo somos cuando se trata de los países comunistas.

—Sus grandes conocimientos nunca serán subestimados, Carl — contestó Martin a media voz.

Pero el cerebro del Director de la CIA trabajaba a toda presión en dos direcciones. El comentario de Tessler era un mensaje quizás dedicado a él solamente, o tal vez destinado a transmitir algún informe, que había llegado a conocimiento del catedrático, sobre los planes o intenciones de Israel. ¿Estaría ocurriendo allí algo que se le había pasado por alto a la Compañía? Bill se esforzó en clasificar y retener el mensaje.

Pero cerca del dobladillo del mantel estaba recibiendo al mismo tiempo otro mensaje, un mensaje de pasión, añoranza y atracción magnética. Sally había doblado un dedo, y estaba arañando suavemente el hueco de la mano de Bill con un ritmo regular y fuerte, mientras presionaba con la mano sobre su muslo y la movía imperceptiblemente hacia adelante y hacia atrás, al compás del movimiento de su propio dedo. Sin dejar de mirar a Tessler, Martin cogió el dedo de Sally con dos de los suyos y, ejerciendo ligeras presiones sobre él, siguió el ritmo impuesto.

—Carl, antes de marcharse, quisiera hablar con usted unos diez minutos. Ahora, si me lo permite, voy a hacer que empiece el baile. En seguida estaré con usted.

Tessler asintió con la cabeza. Bill apretó la ancha y bronceada mano de Sally, se la llevó a los labios, y besó el dedo que había acariciado su palma; luego se puso en pie, y la condujo a la terraza, situada detrás del comedor. El cuarteto había empezado a tocar «You're The Top», pero sólo había dos parejas bailando. Una de ellas estaba formada por Jack Atherton y Linda Martin.

A Bill se le ocurrió que nunca había bailado con Sally. Sentía una extraña sensación al tenerla entre sus brazos. Linda era delgada, estrecha, ligera y de huesos finos, en tanto que Sally era más robusta, y no tan fácil de llevar. El sentirla tan cerca de sí, sujeta por él de aquel modo, le producía una emoción indescriptible.

Echó hacia atrás la cabeza, para mirarla mientras bailaban. Sus piernas se tocaban.

—¡Eres fantástica! — dijo en voz baja —. El brindis dedicado a Tessler fue magnífico. Ahora he de hablar con él; pero tengo que verte, y hablar contigo. ¿Puede ser mañana?

—No lo sé. ¿Me llamarás?

—¿De veras quieres que te llame esta vez?

—Muy de veras; las cosas se están aclarando. Dije lo que pensaba; pero, en realidad, no me refería a Carl Tessler.

La mano derecha de Martin rozó rápidamente el cabello de Sally.

—Te llamaré.

Cuando sacaba a Sally de la pista, se interpuso en su camino el embajador de Finlandia, que ofreció a Sally su mano con la palma hacia arriba; Martin la dejó en compañía del finés, y avanzó entre las mesas, saludando con la cabeza a unos invitados, y dirigiendo a otros unas palabras.

Al llegar a la puerta de la sala de estar se detuvo para mirar a Sally, que bailaba despacio, con la cabeza hacia atrás, hablando animadamente; cuando ella le vio, ambos cambiaron una larga y significativa mirada hasta que su pareja se interpuso entre los dos.

Reprimiendo apenas una sonrisa, Martin atravesó la recargada sala de estar victoriana, luego el vestíbulo, y llegó finalmente al salón, donde le esperaba Tessler sentado, sin compañía alguna, en un pequeño confidente, con una taza de café sobre las rodillas, que sostenía con sus delicados dedos.

Aquel hombre era físicamente anómalo. De cabeza grande, aunque no desproporcionada en relación con el cuello y los hombros, ni tampoco con su creciente obesidad, brazos y piernas delgados, y manos y pies pequeños, casi diminutos. Tenía unos dedos cortos y finos, de yemas rosadas y descarnadas, en los que las uñas habían sido segadas una y otra vez por los dientes en algún momento de angustia secreta e irrefrenable. Las falanginas de sus dedos centrales aparecían ensanchadas y rojizas, como consecuencia de los constantes y nerviosos ataques de sus dientes.

El rostro era totalmente redondo. El pelo, rizado y descuidado, casi ocultaba sus orejas. En su gran nariz cabalgaban unas gafas redondas y de ancha montura, con gruesas lentes. La boca, pequeña, casi de querubín, parecía aún menor, por efecto de las carnosas mejillas y la triple barbilla. Su cutis era imberbe y sonrosado, lo que le confería un aspecto juvenil, que no correspondía a sus años. Sonreía con facilidad y a menudo, y, al hacerlo, mostraba una dentadura regular, aunque amarilla.

Había nacido en Viena, y, aún niño, tuvo que huir de los nazis, junto con su familia. Los años de la guerra los pasó en Inglaterra, donde se refugió con sus padres. Se trasladó más tarde a los Estados Unidos, para hacer el doctorado en Harvard. La Universidad le proporcionó un ambiente adecuado, si no perfecto, para desplegar su brillante inteligencia, y nunca se separó de ella. Su cavernosa voz habría podido ser gutural, de no haber recibido la influencia tímbrica de los Midlands británicos, y asimismo de la muy peculiar de Cambridge (Massachusetts).

Sus reacciones eran unas veces rápidas, y otras, lentas. Aprehendía las ideas, las clasificaba en lo más profundo de su ser, y luego seleccionaba, con extremado cuidado y atención, lo que retenía de ellas en un plano más superficial. Solía mostrarse ante los demás con un férreo dominio de sí mismo; únicamente las uñas, los nudillos y ciertos hábitos de hombre huraño constituían las pruebas involuntarias de la faceta oculta de su personalidad.

—Ha sido usted muy amable esperándome. En primer lugar, le aseguro que voy a tener muy en cuenta su sugerencia respecto a Israel; la agradezco en todo lo que vale. Se hace tarde, y sin duda querrá usted marcharse.

Martin, que estaba sentado en una pequeña silla forrada de felpa, al lado de Tessler, hizo una señal a un camarero para que les sirviera más café.

—Deseaba hablar con usted porque conoce muy bien a Forville, el gobernador. Como es obvio, el Director de la CIA nunca se inmiscuye en política de partidos; pero estoy justamente preocupado por la Compañía y su futuro, en especial por la posibilidad de que las elecciones tomen un sesgo adverso. Quizás debiera prever algo.

Martin hablaba con suavidad y desenvoltura.

—Pensé que acaso usted podría ayudarme a comprender la situación actual en el bando republicano, para poder contar con más elementos de juicio y desempeñar mejor mi labor profesional.

Tessler arqueó sus pobladas cejas.

—Señor Director, la verdad es que no sé mucho de política nacional. Si bien es cierto que actualmente trabajo para Forville — en realidad, para la Fundación Forville —, lo hago tan sólo en el campo de la política exterior. Apenas me hablan de la Convención ni de las elecciones.

Martin hizo un gesto de asentimiento.

El ilustre catedrático empezó a hablar de prisa, con secreta fruición.

—Francamente, señor Director, estoy tan preocupado como usted. El vicepresidente Gilley me parece un necio charlatán sin ninguna preparación, a pesar de los años que lleva en Washington. Claro que podría resultar eficiente en política interior; eso no lo sé. En cuanto al senador Monckton, es un hombre muy inteligente, a la vez que entendido en mi especialidad; últimamente me he carteado algo con él. Creo que carece del menor atractivo personal, y además es anti-intelectual; lo que se dice un político pragmático, no un estadista. A mi modo de ver, su actuación en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado fue, en gran parte, la de un hombre irresponsable. Es el maestro de los golpes bajos en política; se podría predecir que, si fuese Presidente, su política exterior estaría siempre supeditada a sus intereses políticos nacionales. Forville, por otra parte, carece de Sitzfleisch,[1] pero es, sin duda, el mejor de los tres.

Martin comprendió la alusión hecha por Tessler a la falta de capacidad propia de un erudito de que adolecía el Gobernador para estudiar un problema a fondo, hasta el fin. ¿Sería esto una señal de que Tessler no era en absoluto partidario de Forville, o simplemente el juicio frío y objetivo de un intelectual sobre la personalidad de un político?

Se inclinó hacia adelante, y preguntó:

—Pero, ¿podría ser elegido Forville?

—Eso no es de mi incumbencia. Como dije antes, no sigo tan de cerca la política nacional. Forville tiene dinero suficiente, ¡bien lo sabe Dios! Y cuenta, además, con buenas ayudas. Pero es un liberal dentro de un partido conservador, ¿comprende? Sé que le inquieta más la Convención Republicana que las elecciones de noviembre. En realidad, me lo ha dicho él mismo — confesó el erudito sonriendo.

Martin se inclinó hacia adelante, y bajó la voz.

—Escuche, Carl, voy a decirle algo que no debe usted repetir a nadie. Confío en su discreción.

—Por supuesto.

—Yo no sólo le aprecio a usted, sino que le admiro. Si creo que la nación saldría beneficiada con Forville de Presidente, es porque él le pediría a usted que se hiciera cargo de la política exterior.

Tessler inclinó con lentitud la cabeza, expresando de este modo, inconscientemente, su conformidad con la premisa de su interlocutor, aunque no tanto por egoísmo como por considerarlo un hecho obvio y objetivo.

—Usted sabe que no puedo serles útil a usted y a Forville de una manera abierta — continuó Martin —. Si así lo hiciera, sería perjudicial para el Gobernador, y fatal para mí. Pero deseo colaborar en la medida de mis posibilidades. ¿Sorprendido?

—Señor Director, yo, en estas cosas, soy tan realista como usted. Y sé, además, que la Compañía, y también el FBI, ejercen cierta influencia en la política interior; así ha sido siempre. No, señor, no estoy sorprendido. Hasta puede que resulte muy conveniente para la nación. No obstante, no pienso decir nada de esto a Forville ni a sus colaboradores; debe quedar como un entendimiento entre nosotros dos. ¿De acuerdo?

Martin miró al profesor.

—Totalmente de acuerdo — dijo —. ¿Qué tipo de información le interesaría a usted más?

Tessler cerró los ojos, y calló un momento. Luego empezó a animarse, enumerando sus peticiones con los dedos de una mano, como solía hacer en sus clases.

—Por supuesto, quisiéramos tener cualquier informe que Gilley o Monckton consigan sobre la guerra. Dado que estoy haciendo un trabajo sobre política económica internacional, desearía obtener también toda la información inédita posible de las juntas de ministros de Finanzas del presente año. Tropiezo con dificultades para obtener datos exactos en materias tales como el oro ruso, la producción de petróleo del Oriente Medio y la tecnología de la generación eléctrico-atómica. Las relaciones entre el Irán y Rusia, la reunión del Presidente Anderson con los egipcios... En fin, que podría darle a usted una lista tan larga como la de los invitados a esta fiesta.

—¿Y por qué no hace usted una?— preguntó Martin—. Eso facilitaría mi trabajo.

El profesor le miró, asombrado de que diera tanto en tan corto espacio.

—¿Cómo podría yo hacerle llegar una lista sin comprometerle? El servicio postal, desde luego, es... O... ¿debo llevársela a su casa?

—No, eso sería poco aconsejable.

El Director guardó silencio un momento, al cabo del cual, tuvo la impresión de que las piezas del rompecabezas encajaban a la perfección. Se inclinó hacia delante otra vez, y habló sosegadamente.

—Creo que puedo sugerirle algo. Podríamos escoger un intermediario que no tuviera ninguna relación aparente con ninguno de los dos, ni tampoco intereses políticos, es decir, un correo. Alguien que no infundiera sospechas. ¿Qué le parece nuestra compañera de mesa, Sally Atherton?

—¡Hombre, sería muy agradable! — dijo Tessler sonriendo —. Verdaderamente agradable. Pero, ¿haría tal cosa la esposa de un diputado? Su marido es republicano, ¿verdad?

Martin asintió.

—¿Tendríamos que ponerla al corriente del contenido? Da la impresión de pertenecer a esa clase de personas que se empeñarían en saberlo.

—Quizás. Estoy seguro de que se podría confiar en, ella — contestó Martin —. Es muy independiente de su marido. No sé cuáles son sus ideas políticas, pero lo averiguaré. Sin embargo, no hay ninguna razón para ponerla al corriente de todo, ¿no cree usted? ¿Qué le parece si hablo primero con ella, y luego le comunico a usted el resultado?

Tessler se puso en pie, y estiró la arrugada chaqueta de su esmóquin. El pico izquierdo del cuello de su camisa asomaba por encima de la solapa.

—Muchas gracias por la velada, señor Director. Espero su llamada. Le ruego que me despida de la señora Martin y le dé en mi nombre las gracias.

Martin le acompañó al vestíbulo, y esperó a que el erudito profesor rebuscara en varios bolsillos hasta encontrar la placa del guardarropa. Mientras se ponía el abrigo con la ayuda del mayordomo, miró a Martin y le dijo:

—No olvide lo que le dije de Israel, señor Director. Espero que la señora no le distrajera demasiado. Lo dije completamente en serio.

—Le oí bien, Carl.

Cuando la puerta se cerró, Bill sonrió, divertido. Al Herr Doktor no se le escapaba nada. Era para él un placer tratar con una inteligencia de primer orden.

Martin regresó al baile, y cumplió con su deber de anfitrión valsando con unas cuantas señoras de más edad que, hasta entonces, no habían sido invitadas a hacerlo. Cuando apenas había transcurrido media hora, la mayoría de los bailarines empezaron a abandonar la pista, y, acercándose a los Martin, se despidieron de ellos, no sin antes darles las gracias. Los Atherton fueron los últimos en marcharse; Jack se mostró emocionado, cordial y profuso en su gratitud; Sally tendió su mano a Bill, quien la estrechó con efusión, al tiempo que entrecruzaron una mirada que transmitía un íntimo y elocuente mensaje.

Seguidamente, los Martin salieron del Club. Su coche, con el chófer al volante, se encontraba aparcado en doble fila delante de la escalinata, con las luces encendidas. Linda apenas había dicho una palabra a su marido en toda la noche; cuando se oyó el golpe seco de la puerta que se cerraba, volvió la cara hacia la ventanilla del coche, y dijo en tono sarcástico:

—No hay que decir que lo has pasado bomba esta noche. Me alegro por ti.

—A casa, Rudy — indicó Martin en tono tranquilo al conductor, cuando éste embragó.

Rudy, empleado de la Compañía, no desempeñaba el cargo de guardaespaldas, pero iba armado y era un buen tirador. Había estado al servicio de Horace McFall, cuando éste desempeñaba el cargo de Director, y Martin dio por descontada su lealtad y discreción, del mismo modo que un sinnúmero de personas, en Washington, confiaban en la probidad de sus chóferes. No es de extrañar, pues, que en las limousines de la capital norteamericana se dijeran e hicieran tantas cosas de carácter confidencial.

Se consideraba, por tanto, improbable que Rudy faltara a la confianza que sus pasajeros ponían en él, de la que, por otra parte, se hacía merecedor por su exquisito tacto; tan pronto como advirtió el tono personal y airado de la conversación que se desarrollaba en el asiento posterior, preguntó si tendrían inconveniente en que encendiera la radio. Siempre era un alivio para los pasajeros imaginar que el conductor no podía oír sus palabras desde su asiento.

Martin le respondió a su esposa:

—En realidad, lo he pasado bien. ¿Qué tiene de malo que uno se divierta en su propia fiesta? Y tú, ¿te divertiste?

—¡Vaya, hombre! Eres muy amable preguntándome — dijo ella con los dientes bien apretados —. También podías haber tenido la amabilidad de bailar con tu mujer. Pero ya comprendo que estabas distraído con Sally. ¿Y quién soy yo para competir con esa bronceada piel y esos rubios cabellos?

El fingió no haber oído la pulla.

—Vamos, cariño. Yo lo único que hacía era dedicar las debidas atenciones a la esposa del invitado de honor. ¿Y qué tal te fue a ti en la mesa con el diputado?

—Ya que me lo preguntas, te diré que es un solemne pelmazo. Lo que no me cabe en la cabeza es por qué tuvimos que dar una cena tan costosa en su honor. No tiene sentido político..., no es más que un miembro destacado, y además con muy pocos atractivos. ¿Cuál fue el verdadero objetivo... su esposa?

El exhaló un suspiro.

—Mira, Linda, algún día te lo explicaré. No es nada que tenga que ver con Sally.

—¡A otro perro con ese hueso! No estoy ciega. Te pareció maravilloso su pequeño brindis, ¿verdad? Si yo hubiera intentado hacer algo semejante, tú habrías estado toda la vida recordándome cuál es mi sitio. Y supongo que te darías cuenta de que éramos prácticamente las únicas personas que bailamos. ¡Vaya una manera de tirar el dinero!

Martin estalló al fin.

—¡Ya está bien! ¡No te gustó la puñetera fiesta, no puedes aguantar a Jack, tienes celos de Sally, hice mal dando un baile...! ¿Tienes alguna otra cosita agradable que manifestar antes de llegar a nuestro dulce nido de amor?

—¡Bah! Estás chiflado — dijo ella, apartándose de él en el asiento —. ¡Me das asco!

Guardaron silencio el resto del viaje, con la música de la radio como contrapunto de su tácito odio y repulsión.

Más tarde, ya acostados y con la luz apagada, él boca arriba y Linda de espaldas, Martin pensó en Sally Atherton; más que pensar en ella, repasó mentalmente las experiencias que habían vivido juntos aquella noche. Su voz ronca, aquella caricia con el dedo, su manera de mirarle de reojo desafiante, provocativa... No era mala idea el convertirla en correo; más aún, era una brillante idea. Sería algo que harían juntos, al margen de la atracción física que, a todas luces, sentían el uno por el otro. Decididamente, pondría en funcionamiento, al día siguiente, el conducto que le comunicaría con Tessler.

Unos minutos después, la respiración regular y profunda de Martin indicó a su insomne esposa que estaba sumido en el más plácido de los sueños.