CAPITULO 14

En su exterior, el edificio de la CIA presenta un aspecto monolítico; pero una sección transversal mostraría una especie de panal, de celdas y compartimientos separados entre sí por un riguroso sistema de reglas, procedimientos y restricciones. Incluso el edificio en sí fue diseñado para impedir que cualquiera de los empleados se desplace de una parcela a otra. Se ha dicho que los empleados que trabajan en el recinto de Langley no pueden telefonearse entre sí con facilidad, y es verdad; no existe una guía telefónica que contenga todos sus números. Raras veces se oyen allí los consabidos tópicos burocráticos referentes a coordinación e intercambios rutinarios de información; en lugar de esto, al personal de la Compañía se le recomienda que evite la «fertilización cruzada», «mezclarse» y «divulgar las opciones».

Arnie Pittman estaba sometido a un aislamiento sistemático, con el que se procuraba neutralizarlo en todo lo posible. Sus compañeros de la CIA habían comprendido inmediatamente que el nuevo Vicedirector del Servicio Secreto y de Contraespionaje era el satélite de la Casa Blanca que les habían introducido en el séptimo piso; para ellos, era el enemigo. No debía decírsele ni enseñársele nada sin el consentimiento del Director o de su ayudante, Simon Cappell. El nuevo y leal ayudante de Pittman, Sid Lindsey, se encargaba de informar a Cappell, minuciosamente cada día, de lo que su jefe inmediato, el Vicedirector, hacía, a quién veía y qué leía y escribía. En ausencia de Lindsey, la vigilancia corría a cargo de la secretaria de Pittman.

El despacho del Vicedirector, magníficamente amueblado, era como una caja dentro de otra; se procuraba que no tuviese conocimiento de lo que William Martin hiciera.

Su trabajo en el despacho no era en verdad abrumador. Alrededor de las cuatro de la tarde, doblaba todos los días, de manera metódica, el periódico matutino, colocando ordenadamente todas las hojas del Post en el orden original, y lo tiraba a la papelera especial de «material para quemar»; después se ponía el abrigo, cerraba su maletín de documentos, que solía estar vacío, y se encaminaba al ascensor con andares de marino. En el asiento de su limousine le esperaba el diario vespertino.

Mientras Arnie Pittman descendía en solitario del séptimo piso, el ayudante del Presidente para Asuntos del Interior se encontraba a unos quince metros de allí, inmerso desde hacía cuarenta minutos en un continuo y exasperante debate con el Director de la CIA.

—Pero, Bill — decía Duncan —, sabe usted perfectamente que el Presidente me apremia para que le lleve este material. No puedo ni quiero volver a la Casa Blanca para decirle que a la CIA le llevará dos semanas encontrar los documentos que pide. Yo no lo creo, y él no lo creerá. Si usted me dice eso, es que me está tomando el pelo.

—Y no se lo he dicho, Carl. Cuando hemos repasado juntos la lista, le he mostrado cuántas carpetas le tendremos preparadas más adelante, esta semana. Pero no hay que olvidar que en algunas de estas otras hay documentos muy delicados. Como Director de esta Agencia, tengo una responsabilidad legal, que no puedo eludir. Si yo sacara de aquí carpetas de éstas por arrobas, y las enviara como el que transporta sacos de patatas, se comprometerían seguramente las operaciones de la Compañía, y morirían algunas personas. Y yo no puedo hacer eso; ni quiero hacerlo.

—Y yo no le he pedido que lo haga; ni tampoco el Presidente — replicó Duncan un tanto excitado.

—Pues bien, he de insistir en mi derecho de examinar personalmente algunas de estas cosas antes de que sean copiadas y enviadas fuera de mi custodia — dijo Martin con no menos pasión—. Es el caso, por ejemplo, de este título que está en tercer lugar en la segunda página. En este mismo momento tenemos cien agentes en la India, y él quiere la carpeta de Kashmir, donde se identifica a alguno de nuestros enlaces —agentes— en el Parlamento, el Gabinete y en los periódicos indios. ¿Quién demonios va a ver ese material? Porque tienen ustedes ciertos elementos en la Casa Blanca a quienes yo no les dejaría ver tal información, pues no confío en ellos.

—Esto es cosa del Presidente, ¡puñeta! —afirmó Duncan señalando la lista con el dedo índice —. A quien pueda mostrárselo es asunto suyo; pero yo tengo entendido que piensa leer los documentos personalmente. Y, en último término, la cuestión de confiar o no confiar y en quién, cuando se trata de los secretos de la nación, le corresponde a él, no a usted.

—Eso está muy bien; pero creo que debo hablar personalmente de esto con el Presidente Monckton — dijo Martin, que intentaba mantener un tono bajo para evitar un enfrentamiento prematuro —. Podría usted llevarse ahora esto, que ya está preparado, y así él podría empezar a verlo. Sólo el material que se refiere al Líbano tiene por lo menos doce o catorce centímetros de grueso. ¿Qué le parece?

Duncan replicó en tono incisivo:

—Así que lo que usted quiere decir es que, aunque el Presidente de los Estados Unidos ha pedido los archivos del Gobierno sobre la guerra de Asia, los de Río de Muerte, los del alzamiento húngaro y otros veinte más, no puede tenerlos porque usted no confía en su criterio. Pero lo discutirá con él, ¿no es eso?

—Mire usted — respondió Martin en tono resuelto —. Tengo una obligación que cumplir con una gran cantidad de personas que morirían, si este material cayera en manos de quienes no saben usarlo; y si el Presidente me dice personalmente que desea cierta información, la tendrá. Eso, siempre. Ahora bien, si un puñado de ayudantes suyos va a ponerse a manosear nuestras carpetas, donde hay documentos que no ha visto nadie más, y poner en peligro a nuestros hombres y operaciones, la respuesta tendrá que ser NO. Espero que pueda usted transmitir esto al Presidente exactamente como yo se lo estoy diciendo. Quiero hablar con él personalmente, si es que puedo verle, porque empiezo a sospechar que él nunca desea verme a mí.

Esta vez, el tono de Duncan era de gran frialdad.

—Creo que le podrá conceder audiencia. Es más, sospecho que el Presidente va a tener un interés especial en hablar de esto con usted. Sí que querrá, de esto puede usted estar seguro.

Duncan fue colocando cuidadosamente en una maleta negra carpetas de rayas cruzadas, y comprobando una por una en la lista.

—Son once unidades, ¿no?

—Sí, once — confirmó Martin.

—Once, de treinta y cuatro que se pidieron — comentó Duncan de mal talante —. Con toda seguridad, alguien le llamará a usted para hablarle de la entrevista con el Presidente, y me parece que va a ser muy pronto.

Se levantó, giró sobre sus talones, y se dirigió a la sala de recepción sin dar la mano a Martin. Allí se reunió con el joven empleado de la CIA que le había recibido a la puerta de su coche y escoltado al despacho del Director, y que había de acompañarle ahora al gran vestíbulo de mármol.

Tan pronto como hubo salido Duncan, Cappell entró en el despacho de Martin por una puerta lateral.

—¿Cómo ha ido eso?— preguntó.

—Supongo que no mejor de lo que esperaba — respondió Martin, aún tenso, encendiendo un cigarrillo —. Tal vez se halla llevado más de lo que había pensado; pero es un granuja incansable.

—Bueno, pero ¿es él o su jefe el que apremia tanto?

—¡Ah! De eso puedes estar seguro: es el jefazo. Duncan no es más que el chico de los recados de Monckton. Ahora me imagino que se las arreglará para que Monckton me llame, me dé una buena reprimenda y me vapulee personalmente, por no entregar los documentos sobre Hungría, Río de Muerte, Corea y demás. Verdaderamente, la presión sobre nosotros, en lo que respecta a este asunto, no ha hecho más que empezar.

Martin apagó la colilla, y continuó hablando.

—Cuando yo vaya allí, tendré que tener una posición más fuerte. Necesito un memorándum detallado de cada uno de los temas solicitados en la lista, en el que consten los motivos por los que no deben retirarse de los archivos secretos, porqué no debemos permitir que nadie los vea, y cosas por el estilo.

—Entonces, ¿nuestra postura consiste en afirmar que nadie debe verlos? ¿Ni siquiera Monckton?— preguntó Simon.

—Ya sé —dijo Martin— que no se le puede decir al Presidente que él no puede verlos. Pero, ¡qué puñeta! Sabes de sobra que él mismo no va a leerse todo eso. Ni siquiera nuestro querido amigo Carl Duncan. Su destino será enviárselo directamente a T. T. Tallford y a los ex asesinos políticos de allí. Eso lo sabes tú, y yo, y Monckton también lo sabe. Exprimirán hasta la última gota del jugo político de ese material sin preocuparse lo más mínimo de cuántos de los nuestros mueren por su proceder. Y eso no podemos permitirlo de ningún modo.

—Ya tengo la mayor parte de los memorándums en forma de guión. Podemos presentar argumentos bastante convincentes para dejar la clasificación como está en cada uno de los documentos. ¿Y no le va apoyar a usted Tessler ante Monckton?

Martin miró a Cappell con cara de incredulidad.

—¿Crees de verdad que se enfrentará al Presidente en algo como esto? Tessler, con todo su talento y su genialidad, es, en el fondo, un cobarde, cuando se trata de luchar; y Monckton lo sabe. No, Simon, tendremos que salir adelante por nuestros propios medios.

Martin encendió otro cigarrillo.

—¿Cómo va Bernie Tibbits? Ese es el asunto más importante que ahora debe ocupar nuestra atención, Simon.

—Merrill Lynch ocupa su posición cerca del despacho de Perrine, y aguarda. Hay algo nuevo que señalar, pero no es mucho. Arthur Perrine, que se encuentra ahora en la ciudad, vive en la misma casa donde tiene el despacho. Y Bernie está seguro de que Perrine ha husmeado algo respecto a la vigilancia del FBI a periodistas.

Martin se puso en pie, y empezó a pasear por la habitación.

—¡Maldita sea! Eso lo va a estropear todo. Porque, ¿de qué me sirve la información de Tibbits si también la tiene Arthur Perrine? ¿Y si el FBI o la Casa Blanca piensan que él sabe algo? No se arriesgarán a vigilarle, si sospechan que él se ha dado cuenta de lo que están haciendo. Puede que hayamos hecho una mala inversión con los chicos de Merrill Lynch.

—¿Quiere usted que se ocupen del que señaló en segundo lugar?

—Eso es lo que va a haber que hacer. Di a Bernie que proceda de la misma manera con ese otro columnista..., ese tal Krasnak. No podemos permitirnos el lujo de equivocarnos.

Tres horas después, William Martin levantó la vista de su Martini con vodka, para ver a Tom Krasnak, quien sentado en una banqueta, al otro lado del restaurante, hablaba animadamente con una mujer menuda, de pelo gris. Por supuesto, no había nada de extraordinario en ver a un columnista político cenando en «Sans Souci», ya que aquel lugar había sido uno de los favoritos de las personas que trabajaban en la Casa Blanca desde los tiempos de Billy Curry, y los periodistas que pertenecían a la órbita de dicho departamento gubernamental acudían a sus mesas por mor de alguna ley celeste de atracción gastronómica. Krasnak tenía, ciertamente, todo el derecho a estar allí; pero era aquélla una coincidencia que crispaba los ya desquiciados nervios de Martin, pues, mientras él veía comer a aquel hombre, Bernie Tibbits montaba todo el tinglado de vigilancia en su despacho.

Aquella tenía que haber sido una feliz ocasión para el Director de la CIA. Durante la estancia de Sally Atherton en California, había hablado con ella por teléfono todas las noches, y habían planeado, varios días antes, esta noche especial en «Sans Souci». Ella había llegado al aeropuerto de Dulles a las cinco de la tarde de aquel mismo día, convertida en una mujer divorciada y asequible, por orden del Tribunal Supremo para el condado de San Diego. Cuando telefoneó a Martin desde el aeropuerto, parecía totalmente libre, y por supuesto con grandes deseos de verle.

Martin, que había ido directamente desde su despacho, fue el primero en llegar. Cuando entró, vio que en el pequeño vestíbulo estaba Paul, el cortés pero entusiasta jefe de comedor, rodeado de comensales; pero sus miradas se cruzaron, y Paul le hizo una inclinación de cabeza, al tiempo que con el fajo de minutas le hizo una seña para que se acercara. Comía con frecuencia en «Sans Souci», y esta noche Paul le había reservado una banqueta próxima a un rincón, en el lado izquierdo del piso principal, en una zona algo más tranquila del comedor. Al poco tiempo, llegó un camarero de blanca chaqueta almidonada, con una copa de licor. Mientras descansaba, y, vaciando sorbo a sorbo el contenido, pensaba en la llegada de Sally, advirtió la presencia de Krasnak al otro lado de la habitación. Y cuando vio aparecer a Sally, que precedida de Paul se dirigía hacia la mesa, su segunda copa era ya casi un recuerdo.

El se levantó sonriendo, y ella le tendió las dos manos. Estaban frías, en contraste con las encendidas mejillas de su bronceado cutis. Llevaba un vestido azul claro, de manga corta, y en su morena muñeca brillaba la ancha pulsera de oro, que era casi su sello personal. Martin advirtió que tenía el pelo más corto. Cuando hacía su entrada en un salón, nunca le decepcionaba.

Paul separó la mesa de la banqueta, para que Sally pudiera sentarse junto al Director, y murmuró:

Madame honra esta casa. Bon appétit.

Luego, después de tomar nota de lo que la recién llegada pidió para beber, subió apresuradamente las escaleras para dispensar una gentil acogida a otro nuevo grupo de clientes.

Martin sintió súbitamente la necesidad de acariciar a Sally. Puso una mano sobre la espalda de su amiga, que descansaba sobre un banco, a su lado, y expresó aquella necesidad ejerciendo presión. Ella le dio la vuelta a la mano que tenía sobre su regazo, y con una uña le hizo cosquillas en la palma.

—Me gusta cómo te han dejado el pelo — dijo él.

—Está demasiado corto. Cuando me quise dar cuenta, el peluquero se había entusiasmado con las tijeras. ¿No notas nada más?

Martin fingió sumirse en profunda reflexión, apoyando el mentón en una mano.

—El caso es que el vestido lo he visto antes...; es precioso. ¡Y no digamos su dueña...! Pues no; me doy por vencido.

—Mira.

Al decir esto, ella extendió una mano por encima de la mesa, con la palma hacia abajo y los dedos separados. Un anillo de piel blanquecina señalaba, en el dedo anular, la ausencia de la alianza.

—Te favorece mucho — dijo él sonriendo —. ¿Fue duro aquello?

—Bueno, había algunos fotógrafos y periodistas a la puerta del palacio de justicia. Pero no estuvo mal. Yo lo esperaba. Dentro, en la sala, el juez abrevió, y nos hizo sólo dos o tres preguntas. Aquello fue como una brisa.

—Ojalá hubiera terminado ya lo mío — dijo él, contrariado —. Parece como si Linda lo estuviera haciendo lo más lento y difícil posible.

—¿Cuánto tardará todavía, Bill?— preguntó ella con dulzura.

—Según me dicen, noventa días por lo menos. Dice Charley que, hasta entonces, debemos andar con pies de un acuerdo sobre el cómputo de bienes; pero ella me parece que se agarrará a cualquier excusa para ampliar su parte. Puede que nos mande vigilar, a los dos, o a cada uno por separado.

—¡Vaya! ¡Mira la arpía!...

Sally agitó el contenido de su vaso, se puso a pensar, y finalmente dijo sonriendo:

—¿Qué te parece si salgo con otros hombres, para despistarla?

Martin le respondió en un tono cómicamente amenazador:

—Ya te librarás de hacerlo... ¡Nada! Que me parece que yo también voy a hacer que te sigan a ti.

—¡Claro! Como que debes de tener un enjambre de desocupados pelotilleros en Langley... — dijo Sally, riendo.

—¿Te parece a ti eso también, verdad? Dices las mismas cosas que el Presidente. La Casa Blanca, erre que erre. ¿No te me habrás pasado al enemigo, verdad?

Súbitamente, el tono de Sally volvió a ser serio.

—¿Así estamos todavía...?

—Cada día peor. Ahora están entrando a saco en nuestros ficheros antiguos, a la caza y captura de asuntos sucios de política. No sé cuánto tiempo más voy a poder seguir así.

Ella respiró profundamente, y preguntó:

—¿Río de Muerte?

—Sí. Como puedes comprender, eso es lo peor para mí; pero hay treinta cosas más. ¡Y yo que creía que nadie podría apremiar tanto como Anderson...! Ahora, cuando lo comparo con Monckton, lo veo como un mero aficionado.

Sally le puso una mano en la cara.

—¡Pobrecito mío! Sí que pareces agotado.

—Como que entre este último asalto a los ficheros, algunas disputas encarnizadas a cuenta del presupuesto y varios problemas internacionales que acaban de surgir, las estoy pasando moradas. No me extraña que se me note. Y al tenerte a ti lejos no ha contribuido precisamente a aliviar mis pesares; no puedes imaginar cuánto te he echado de menos.

Durante la cena olvidaron sus problemas. El lenguado a la véronique estaba tierno y bien caliente, y el Montrachet gran reserva que Paul les recomendó era excelente. Antes de que hubiera terminado el vino, muchas de las mesas del pequeño restaurante habían quedado vacías.

—¿Podré pasar la noche contigo?— preguntó Martin a media voz.

Ella le miró con extrañeza.

—Pero, ¿no acabas de decirme que Charley Jones te ha aconsejado que tengamos cuidado hasta que el divorcio esté arreglado? ¿Tú crees que haríamos bien?

—Mira, Sally: yo te quiero, y me tiene sin cuidado cuántos detectives privados puedan saberlo. Necesito sentirte muy cerca de mí esta noche. ¿Qué es lo que Linda puede hacernos? No puede impedir que los trámites del divorcio sigan adelante.

—Pero tú sabes bien lo que puede ocurrirte, Bill. Esa mujer es capaz de desplumarte como a un pollo; la casa, la herencia..., todo. Y también puede buscarte la ruina con Monckton. ¿Por qué has de darle la oportunidad que está buscando?

—No tendríamos que ir a tu casa o a la mía. Podríamos encontrar un hotel tranquilo en alguna parte.

—Cariño — dijo ella haciendo un mohín —, te necesito tanto como tú a mí esta noche; pero en Baltimore no quedan hoteles para una sola noche, sin contar con que ninguno de los dos necesitamos un lugar de esos. Además, no podemos arriesgarnos.

—¡Maldita sea! — exclamó Martin entre dientes.

—Yo también estoy decepcionada... — empezó a decir Sally.

—No, si no es eso. Es que ha empezado a funcionar mi vibrador de bolsillo. Se trata del dichoso aviso de llamada telefónica. Voy a tener que telefonear. Perdona que te deje un momento.

—Mientras tú llamas, yo iré por mi abrigo.

Se levantaron de la banqueta, y atravesaron juntos el comedor. El teléfono público estaba en la pared próxima a la puerta de la cocina; Martin marcó un número de memoria.

Al primer timbrazo, alguien descolgó el teléfono al otro lado del hilo, y se oyó una voz que dijo:

«-789-2301.

—DCIA. ¿Se me ha llamado?

—Sí, señor.

—Clave «Fresa».

—Gracias. El recado es el siguiente: llame urgentemente al señor Carl Duncan, 456-1414.

—Gracias.»

Colgó, y se dirigió al vestíbulo a grandes zancadas. Sally le esperaba de pie, con el abrigo de visón puesto, y tomando, una a una, pastillas de menta de una escudilla grande de plata. Al llegar Martin junto a ella, le dio su abrigo.

—¿Se te permite jugar en la calle, o te llama tu mamá?-preguntó ella en tono festivo.

—¡Ja, ja, ja! Tiene gracia. Pues no, señora; resulta que no es mi mamá, sino mi hermano mayor quien me llama. Y yo voy a ser un nene muy malo: no pienso llamar a ese hijo de... su madre. Vamos. Tengo una idea, que es la mejor que se me ha ocurrido después de muchos meses. ¿Has estado alguna vez en Tobacco Landing, en Maryland?