CAPITULO 8

El helicóptero de la CIA volaba bajo entre nubes grises y la verde y húmeda campiña de Maryland. Los campos y las haciendas fueron dando paso primero a aglomeraciones de casas, y más adelante a bloques de rojos ladrillos y anchas carreteras. Al llegar a la base de Andrews, se mostraron a la vista docenas de aviones militares, situados en filas sobre amplias rampas, al tiempo que el helicóptero que conducía a Martin ladeó sus hélices en torno a la cóncava torre de control. El «Fuerza Aérea Uno» se encontraba delante del Edificio de Operaciones. Como si se tratara de un gran campeón de boxeo que estuviera sentado en su taburete entre asalto y asalto, el magnífico avión plata y azul era atendido por un enjambre de segundones. Un enorme camión bombeaba aire refrigerado, mediante una manguera de plástico, al costado del aparato, y otro generaba electricidad. Agentes de la policía aérea, visiblemente armados, se encontraban apostados en parejas en las dos escaleras, y hombres vestidos de blanco se movían con gran actividad ante las puertas más bajas de la carga.

A una distancia de unos treinta metros de las escaleras delanteras del avión, había un pequeño cercado de poco más de ocho metros de ancho, formado por barreras metálicas móviles, en el interior del cual, unos cuantos operadores se ocupaban en montar trípodes para instalar sobre ellos cámaras cinematográficas. Algunos reporteros contemplaban la escena mientras bebían café en tazas de plástico. Bill Martin bajó del helicóptero, y tendió la mano a un coronel de la fuerza aérea.

Caminaron hacia un coche aparcado junto a la cerca de la zona de rampa, donde esperaban Simon Cappell y su chófer, el primero con una maleta y una cartera que descansaban en el suelo, al lado del conductor, y el segundo apoyado en el parachoques del vehículo.

—Hola, Simon. ¿Algún problema?

—Buenos días, señor. Lo que no ha podido hacerse es embarcar el equipaje.

—¿Por qué? ¿Es que no figuro en la lista?

—Sí, ahora sí. El Presidente había olvidado decir que le había invitado a usted, pero hemos podido arreglarlo. En cuanto al equipaje, no puede ir a bordo si usted no responde de él. Tendrá que asegurar personalmente al servicio secreto que es suyo. Voy a buscar un agente:

El equipaje fue identificado, inspeccionado y señalado con etiquetas adhesivas, que a su vez estaban marcadas con estrellas negras y una palabra en clave. Martin y Cappell se encaminaron a la escalera principal del avión cambiando unas breves palabras sobre los compromisos que habría que suspender o aplazar...

Un guardia que tenía una carpeta buscó en el manifiesto con un dedo enguantado en blanco.

—Señor Martin, se le ha asignado a usted la escalera de popa. Dé la vuelta al extremo del ala. Pero no vaya por debajo del ala, por favor.

Martin sonrió a su ayudante.

—¡Hum! ¿Qué clase de billete sacaste, Cappell? ¿Tercera clase?

Simon siguió la broma.

—Pues no hay tanta diferencia, no crea; sólo que los asientos son más estrechos. Toda la comida la preparan en la misma reluciente cocina; y ahorra uno tanto dinero...

Los guardias situados en la escalera posterior comprobaron que el nombre de Martin figuraba en la lista de pasajeros; uno de ellos le hizo un leve saludo militar. El Director comenzó a subir las largas escaleras en tanto que los motores del avión empezaban a silbar y el helicóptero del Presidente aterrizaba en la rampa, que se encontraba a menos de cien metros de allí. Martin se detuvo un momento en los últimos escalones, para ver cómo el lustroso helicóptero, verde oliva ya en tierra, se dirigía a un círculo pintado de rojo, próximo al morro del 707, y, una vez en aquel punto, se abría en su costado una puerta con las bisagras abajo, que, al hacerlo, se convertía en una escalera flanqueada por pasamanos flexibles. El coronel que antes habla saludado a Martin llegó hasta el pie de la escalera, e hizo un saludo militar; entonces salió del interior un agente del servicio secreto agachando la cabeza, seguido de un médico de la armada vestido de paisano, y a continuación el secretario de prensa del Presidente y otro ayudante; hubo una breve pausa, tras de la cual, Esker Scott Anderson dobló su largo cuerpo al pasar por la puerta y, ya en la escalera, se enderezó antes de bajar.

Algunas personas que se habían acercado a la valla de la rampa aplaudieron, y una de ellas aclamó al Presidente; Anderson, sonriente, saludó con la mano. Seguidamente, estrechó la mano del coronel, y a continuación se encaminó con paso rápido a la escala de proa del «Fuerza Aérea Uno», mientras era saludado por la policía aérea, que permanecía en posición de firmes.

Al final de la escalera, Anderson se volvió y saludó en dirección a las cámaras de los noticiarios. Sabía tan bien como los noticieros que las películas de aquel saludo nunca se transmitirían, a menos que el «Fuerza Aérea Uno» sufriera un accidente; pero todos habían colaborado, incluso por la mañana temprano, para que el público no se privara de una última imagen del Presidente embarcando «justamente antes del trágico suceso», en el caso de que se produjera una catástrofe. Tal era precisamente la secuencia que se había filmado del Presidente Curry la noche de su fallecimiento, que pudo así transmitirse en todos los telediarios nacionales especiales, junto con imágenes del accidente iluminadas con focos. Las tomas de los saludos de despedida y la expectativa ante una posible desaparición del Presidente pertenecían a la más selecta tradición de los espacios informativos de la televisión y la política americanas.

El Presidente entró en el avión, seguido muy de cerca por dos guardias de la policía aérea. En aquel momento, los dos guardias de la escalera posterior subieron apresuradamente por ella, y al llegar junto a Martin, que se había asomado al exterior, para ver cómo se cerraba la puerta delantera, dijeron: «¡Vámonos! ¡Vámonos! ¡Cierra ya!» El Director entró en la aeronave en el momento que dos corpulentos sargentos se abrieron paso a sus espaldas a empujones. Fue retirada la escalera, el avión empezó a moverse, y un camarero cerró la puerta trasera; todo pareció funcionar como en un solo movimiento puramente rutinario.

—Perdone si le hemos empujado, pero es que al señor Anderson no le gusta quedarse sentado esperando a las personas.

—No tiene importancia, sargento —contestó Martin Espero no haber ocasionado ningún retraso.

El otro guardia sonrió.

—Pierda usted cuidado, señor Martin. Si le hubiéramos pisoteado y le hubiéramos dejado medio cuerpo fuera, el coronel Armbruster habría arrancado igualmente. En cuanto el Presidente está a bordo, salimos de estampía.

El camarero cogió el brazo de Martin, y le dijo:

—Señor, su asiento está en el compartimiento siguiente de proa. Vamos a despegar de inmediato. Por favor, abróchese el cinturón.

Martin apretó el paso al tiempo que el avión avanzaba pesadamente por la carretera de acceso a la pista. En el compartimiento de popa iban los guardias y agentes del servicio secreto, y quedaban unos cuantos asientos libres. El segundo compartimiento contenía seis filas de butacas anchas, propias de la sección de primera clase de un aparato comercial. El Director ocupó un asiento junto a una ventana en la fila de atrás, y, cuando se hubo abrochado el cinturón, miró a su alrededor. Era la primera vez que viajaba en el «Fuerza Aérea Uno», y en él percibió un ambiente y un compañerismo distintos de los de cualquier otro avión donde había montado antes.

La tapicería era profusa y costosa, y las alfombras lujosas, escogidas más por su color y textura que por su resistencia. La decoración y el alumbrado de la cabina eran complicados, hechos a mano. Los asientos estaban separados por brazos tapizados, con una pequeña mesa de madera incorporada, y en cada mesa había una bandeja de cerámica de unos veinte centímetros de longitud, que ostentaba, estampada en relieve sobre pan de oro, la inscripción «Fuerza Aérea Uno» y el sello del Presidente; en cada una de estas bandejas había bombones, cigarrillos y cerillas, primorosamente colocados. Los cigarrillos tenían una envoltura azul especial, y las cerillas estaban marcadas con el sello en color dorado. En todas las envolturas se podía leer «Fuerza Aérea Uno», incluso en el papel de celofán de los bombones.

Sólo había otros tres pasajeros en el compartimiento de Martin, cada uno en una ventana, dos de los cuales eran mujeres, probablemente secretarias. No conocía al hombre. Tan pronto como estuvieron en el aire, todos se pusieron a leer; nadie habló. Pasó un camarero de chaqueta azul ofreciendo alimentos y bebidas, y sirviendo el café en tazas blancas de plástico, que también tenían el sello del Presidente.

Cuando el avión recuperó la posición horizontal, Martin abrió su cartera, y sacó el memorándum de Simon Cappell sobre el expediente Monckton. Como esperaba ser llamado de un momento a otro a la cabina del Presidente, leyó primero las conclusiones en la última página, y luego empezó a hojear el análisis desde el principio. Cuando hubo leído rápidamente el informe, tomó algunas notas a lápiz en un bloc, y después lo releyó despacio. Al cabo de cuarenta y cinco minutos, el camarero sirvió una copiosa comida, consistente en fresas, tortitas, huevos y tocino. Ya empezaba a extrañarle que no le hubieran llamado. Fueron retiradas las bandejas de la comida, y Martin leyó el Post, el Times y un largo reportaje sobre los choques armados que se habían producido en la frontera ruso-china. Fue entonces cuando pasó por el compartimiento el secretario de citas del Presidente, y se detuvo para decirle que Anderson deseaba ver al Director cuando hubiese transcurrido aproximadamente una hora.

Pero no había hecho más que empezar una nueva lectura del memorándum cuando otro camarero abrió la puerta anterior del compartimiento, y, haciéndole una inclinación desde el pasillo, le dijo en voz baja:

—Señor Martin, el Presidente desea verle a usted ahora.

Siguió al camarero a través de un compartimiento similar al suyo, excepto por las personas que lo ocupaban en su totalidad, que eran periodistas; se trataba de un grupo seleccionado por el Secretario de Prensa para representar, en el avión del Presidente, a todo el cuerpo periodístico. El resto de los periodistas de la Casa Blanca viajaba a Oregón en un aparato alquilado, por no caber en el «Fuerza Aérea Uno». Aquellos periodistas escribían cuanto observaban; cualquier otro colega interesado en el reportaje, podía obtener una copia. Dicho reportaje, en esta ocasión particular, diría que, mientras el «Fuerza Aérea Uno» se dirigía velozmente al Oeste, el Presidente había despachado asuntos de Estado de capital importancia, como lo probaba el hecho de que había llamado a su compartimiento al Director de la CIA.

Solamente había tres filas de asientos en la pequeña sección tabicada situada más a proa que el compartimiento de prensa, todos ellos ocupados por el médico del Presidente y el personal de plantilla de la Casa Blanca.

El camarero llamó con los nudillos a la puerta anterior del compartimiento de personal, e inmediatamente la abrió; se volvió hacia Martin, y le hizo seña de que entrase en un amplio espacio abierto, destinado a alojar a Esker Scott Anderson. El Presidente se hallaba sentado en una enorme butaca, que a su vez estaba montada sobre un cilindro niquelado que desaparecía en el suelo alfombrado en un punto equidistante de las paredes de la cabina. A la derecha de su butaca, había una mesa curvada de grandes proporciones, profusamente tapizada y montada asimismo sobre dos cilindros niquelados, que se introducían en sendos manguitos a nivel del suelo. Una gran consola de teléfonos ocupaba un extremo de la mesa y parte de la pared opuesta.

Más allá de la butaca se veía una cama empotrada, un bar construido con paneles, sillas, y un vestidor de cuarto de baño recargados de adornos. Esta zona podía tabicarse y aislarse completamente del resto de la cabina oprimiendo un botón que accionaba una especie de biombo corredizo.

Anderson hablaba por teléfono y al mismo tiempo jugaba distraídamente con un cuadro de botones instalados en el ancho brazo de su butaca. Cuando apretaba uno blanco, su sillón se elevaba lentamente; si apretaba el negro descendía suavemente; el botón rojo le hacía girar a la izquierda, y el verde, a la derecha.

Hizo una seña a Martin para que se sentara en el diván que había detrás de la mesa, y éste tuvo que rodearla por su parte curvada hasta quedar situado frente a él. El camarero le sirvió una taza de café, y volvió a salir.

Anderson seguía ascendiendo, girando, volviéndose hacia el otro lado, para luego descender como un solemne y majestuoso yo-yo-presidencial, sin dejar de hablar con su invisible interlocutor sobre Ed Gilley y las elecciones.

«Son los sindicatos, Jack. Esos son los que van a tener que hacerlo. Espera que lo sepan tus dirigentes sindicales. No pueden limitarse a imprimir un montón de octavillas y esperar a que Ed sea elegido. Esta vez va a haber que trabajar de firme, ¿sabes? Tú tienes que trabajar en ello con ahínco, y ellos tienen que gastar una carretada de pasta. Diles a esos puñeteros de los sindicatos de Kentucky que, si quieren peces, tendrán que mojarse el culo, o, de lo contrario, tendrán a Monckton. Confiamos en ti... Perfectamente. Tú haz lo que te he dicho. ¡Hasta la vista, Jack!»

La gran butaca giró hasta colocarse frente a Bill Martin; la cabeza del Presidente se encontraba aproximadamente un metro más alta que la del Director de la CIA. Anderson apretó el botón negro, y descendió lentamente hasta situarse al mismo nivel que su subordinado, quien no pudo reprimir una sonrisa.

—¿Te gusta mi sillón, Bill? Piensas que es un juguete, ¿verdad? Pues no, señor; no lo es. ¿No sabes para qué sirve? Supongamos que se produce una invasión o algo por el estilo, y todo el Gabinete y altos jefes y demás tienen que huir de Washington conmigo en este avión; entonces se sacan todos esos tabiques, y los grandes jefazos se sientan en esas filas de butacas. Pero si estoy aquí en la consola, no me pueden ver ni oír, ¿verdad? Sin embargo, podrán hacerlo si estoy más arriba. Para eso se sube el sillón y la mesa. Fíjate.

Esta vez apretó dos botones blancos; inmediatamente él y la mesa se elevaron simultáneamente, y Martin tuvo que echar el cuerpo hacia atrás en su asiento, sorprendido, para esquivar la mesa.

—Y, una vez que estoy aquí arriba, tengo que hacer que se me oiga, ¿no?

Al decir esto, el Presidente llevó una mano a la parte posterior del brazo derecho de la butaca, y sacó un micrófono plateado con un cordón extensible. Dio un puñetazo sobre un botón de la consola telefónica, y preguntó con una voz que resonó en todos los altavoces del techo de la cabina:

—¿Has comprendido?

Acto seguido, desconectó los altavoces, sujetó el micrófono a la butaca, e hizo descender el asiento.

—Y ahora hablemos de otra cosa. Hay que hablar de las elecciones, porque en este momento tienen prioridad absoluta. La elección de Gilley: eso es lo único en lo que debemos pensar.

Anderson apoyó su largo cuerpo sobre la mesa, y puso una mano sobre un brazo de Martin, apretándolo cuando quería recalcar algo.

—Como debes saber, un Presidente vale lo que valgan los consejos que le den. Es imposible que averigüe en un día todo aquello que necesite saber. En algunas cuestiones, ni siquiera sé qué preguntas hay que hacer, y mucho menos las respuestas. Tengo que depender de los que me rodean, como les pasa a todos los presidentes. Ahí tienes el caso de Roosevelt. ¿Y qué me dices de Truman? Pues que eso le creó tremendos conflictos. Así que un Presidente sin buenos consejeros y colaboradores es como una tortuga boca arriba; puede moverse mucho, pero no puede ir a ninguna parte. Tenemos el ejemplo de Billy Curry. Martin empezó a comprender adonde apuntaba aquel largo monólogo. Se recostó sobre el respaldo del diván, y cruzó los brazos. Anderson, por su parte, se enderezó en su asiento, y miró al techo.

—Billy Curry únicamente conocía la situación en Santo Domingo por lo que le decían sus colaboradores. Probablemente no había estado en aquella ciénaga en su vida, y, aunque había estado en la Armada, no tenía nada de militar; en aquellos tiempos, no había sido más que un chiquillo con uniforme de marino. Así que cuando los altos jefes le decían algo, él lo creía, ¿no te parece?

Como realmente no se esperaba de él una respuesta, Martin siguió callado.

—Y cuando sucedió lo de Río de Muerte, él confió, no te quepa duda, en los altos jefes y en ese hatajo de inútiles del Departamento de Estado. Y en la CIA... en Horace y en ti; sé muy bien que fue así porque me lo dijo él. Y fue un desastre de los de padre y muy señor mío, ¿verdad? ¿Cuántos patriotas murieron? ¿Ocho mil? Diecinueve millones de dólares que se fueron a la mierda. ¿Y no se rieron de nosotros esos cerdos de los rusos en todos los puntos del globo? Porque no fue ninguna coincidencia que lograran la firma de aquel tratado con la India aquel mismo año. Eso lo sabes tú muy bien; tú mejor que nadie.

Entonces Anderson volvió a apoyarse en la mesa, bajando la voz:

—Y a fin de cuentas, ¿a quién se culpó de tan desdichado asunto? Bien lo sabes. El Presidente es el que carga con las culpas; todos están prestos a darle malos consejos; pero a esos mierdas nadie les echa la culpa. ¿Sabes, Bill? Hay mucha gente que piensa que los libros de historia deberían señalar a los verdaderos responsables de lo de Río de Muerte.

El Presidente calló un instante, miró fijamente a Martin, y continuó su larga perorata.

—No es eso, por supuesto, lo que mueve a Monckton. Ése no piensa así. Lo que quiere es infamar para siempre el nombre de Billy Curry. Me gustaría saber qué consejeros tendría, si se sentara en este sillón. No seríamos precisamente ni tú ni yo. Serían tal vez tipejos como Connaught. Y eso que no... Puede que no. Monckton es un solitario, y Connaught podría resultar un hueso algo duro de roer. Monckton necesitaría mandaderos que hicieran lo que él les dijera, no verdaderos consejeros. Sus errores serían sólo suyos.

Anderson dio un manotazo a un botón de su teléfono, y a los pocos segundos apareció el camarero.

—Yo voy a echar un trago, Bill. ¿Qué vas a tomar tú?

Martin, que intuía un peligro cierto en aquella confusa parrafada, pidió otra taza de café.

Mientras el camarero preparaba lo necesario en el bar del Presidente, éste continuó:

—Ese maldito Monckton cometerá errores garrafales, si llega aquí. Está demasiado solo. Supondrá cosas, y no se tomará el trabajo de verificarlas con nadie, porque no confía en nadie. Será voluble, y tendrá que dar marcha atrás cuando los hechos le desmientan. Si eligen a ese perro, será mala cosa para ti y mala cosa para la nación. Yo seré el único afortunado, porque probablemente habré muerto.

Una nube de compasión de sí mismo cruzó por el semblante de Anderson y se desvaneció rápidamente.

—¿Qué hacer entonces para cortarle el paso? Elegir a Gilley; ésa es la solución. Ése es el camino que hay que seguir, ¡puñeta!

Tomó un sorbo, y dejó el vaso bruscamente sobre la mesa.

—Tengo entendido que has estado toreando a Al Donnally.

«¡Cielo santo! Ya está aquí», pensó Martin, pero sólo dijo, sonriente:

—¿Toreando...?

El semblante del Presidente se ensombreció.

—Sabes perfectamente lo que quiero decir. También sabes lo que Al quiere; pero no has hecho absolutamente nada por ayudarle. Le has toreado.

Martin pesó sus palabras con exquisito cuidado.

—Señor Presidente, las fichas que Al Donnally quiere me colocan en una situación muy difícil. Si se las entrego, infringiré, por lo menos, cuatro estatutos federales.

Martin abrió el informe de Simon Cappell por una de las páginas del medio, y señaló uno de los primeros párrafos mientras hablaba.

Anderson empezó a jugar con los botones rojos y verdes, con lo que su butaca giraba lentamente de lado a lado.

—En mi tierra se crían muchas ovejas y muchas cabras al socaire de la Cadena Costera.

Hablaba en voz tan baja, que el zumbido de los motores apenas dejaba oírla, por lo que Martin tuvo que inclinarse hacia adelante para poder enterarse de lo que decía.

—Los ganaderos van a las ferias de verano de las grandes ciudades del Estado, y allí toman parte en los mejores concursos de esquilado de toda la nación. Unos creen que es más difícil esquilar una cabra, y otros creen que es más difícil una oveja; por mi parte, te diré que, donde esté una oveja, ya se pueden quitar de en medio las estúpidas cabras. Bueno; a lo que iba: los esquiladores tienen un refrán que, en cierto modo, puede aplicarse a tu situación. Antiguamente, el robar ovejas o cabras se tenía allí por un delito merecedor de la horca, si bien no faltaba quien pensaba que aquello era injusto, porque las ovejas tienen mejor carne y lana; a pesar de eso, el castigo era el mismo. Así que un individuo decidido a robar uno de estos animales no se lo pensaba dos veces, y se iba derecho a las ovejas. De ahí que se dijera: «Si me han de colgar, que sea por una oveja mejor que por una cabra». Y éste es tu caso, ¿no es así, amigo mío? Si te van a colgar de un modo o de otro, ¿por qué no metes mano a las chuletas de cordero?

La butaca giró de tal modo, que Anderson quedó esta vez frente a frente del Director.

—Y ahora, dime: ¿qué tienes para Donnally?

Martin cogió el informe de Cappell.

—Señor Presidente, he aquí una sinopsis de lo que hay en el expediente de Monckton. Pero dudo que haya gran cosa de interés para Donnally. Monckton ha hecho algunas transacciones en Australia y Nueva Zelanda de las que tal vez Al no tenga noticia, y hay algunos indicios de que ha recibido dinero de asiáticos para la campaña; pero no es nada concluyente. ¿Puede usted darle a leer esto a Donnally, y decirme después su impresión?

Esker Anderson sonrió cordialmente, y tomó el informe de las manos de Martin.

—Pues es una buena idea; sí: se lo daré a Al, y le diré que te llame. Y ahora hay otra cosa de la que quisiera hablar contigo; son sólo unos segundos. ¿Dispones de tiempo?

«¿Adónde demonios pensará que voy a ir aquí?», se preguntó Martin. Pero respondió:

—Por supuesto, señor. Estoy a su entera disposición.

—Pues bien, Bill. Se trata de lo siguiente: supongo que sabrás que, cuando un Presidente se retira, el Gobierno tiene la tendencia de olvidarse de él, y le resulta difícil conseguir ayuda para proyectos de envergadura y todo eso. Debido a ello, quisiera que le dijeras a tu gente de la CIA que me echen una mano alguna vez que otra, cuando yo lo pida, después de haber dejado el cargo. No será mucho. Pero viajaré algo, y me gustaría seguir teniendo los resúmenes del servicio secreto y, en ocasiones, alguna información especial. No será muy difícil conseguirlo, ¿verdad?

—No, señor. No veo ningún inconveniente. Pero si gana Monckton, yo también tendré que marcharme, y no sé cuánto tiempo tardaría usted en quedar totalmente desconectado...

—Sin embargo — replicó el Presidente vivamente —, si gana Gilley, continuarás en tu puesto aún mucho tiempo. Así que, ¿por qué no me introduces entre tu gente ahora, y de esta manera luego ya estará todo hecho? Y si sucede lo que dices, y llegas a retirarte, permíteme que te dé un buen consejo. Cuando te vayas, procura llevarte contigo todos los papelotes que puedas. Por mi parte, te diré que esos grandes camiones que van a entrar en la Casa Blanca por mis cosas se llevarán de allí hasta el último libro o cuaderno, ficha u hoja de papel de ese puñetero lugar; todo eso irá a Oregón, donde yo pueda vivir sin quitarle ojo. Y eso es lo que tú debes hacer cuando te marches, Bill. Es el secreto de un retiro feliz.

Una vez que Esker Anderson hubo conseguido lo que deseaba y hubo dicho lo que pretendía que Martin oyera de sus labios, no cabía duda de que la conversación había concluido. El Director regresó a su asiento, junto a la ventana del avión, e intentó leer; pero no lograba concentrarse. Algunos claros ocasionales en las densas capas de blancas nubes le permitieron divisar pequeñas poblaciones rodeadas de interminables llanos de tierras de cultivo. «Esos pobres diablos de votantes que hay ahí abajo no saben el lío en el que se han metido con la dichosa campaña electoral», pensó el Director mientras acariciaba un vaso de whisky.

La Historia parece haber confirmado el postulado de Al Donnally de que el electorado americano vota contra sus candidatos presidenciales, y no a favor de ellos. Cuando Richard Monckton se propuso llegar a ser Presidente de los Estados Unidos, se afanó, con la tenacidad que le era característica, en estudiar las elecciones presidenciales; para ello, leyó todo cuanto pudo encontrar sobre el tema. La Historia le brindaba excelentes lecciones, y decidió aprenderlas mejor que nadie. Pidió a sus investigadores que reunieran todas las encuestas de opinión pública sobre problemas de la Presidencia y popularidad de candidatos desde la fecha de su primera publicación, amén de las memorias de los políticos y las biografías de los candidatos, y en el gabinete cubierto de paneles de su casa, en Kenilworth, leyó vorazmente, desechando todo aquello que no le instruía en cuanto a lo que debía hacer o evitar.

Donald Suede y los demás comentaristas de televisión pedían en vano un debate sensato sobre los trascendentales problemas con que la nación se enfrentaba. En cambio, las investigaciones de Monckton y el aprendizaje político de casino de Donnally llevaron a los dos aliados a dar al electorado lo que éste quería y merecía, que fue una guerra sin cuartel, en lo que todos los golpes estaban permitidos.

La carrera de Ed Gilley en el Congreso había sido un deslucido trepar de caracol hacia la veteranía política; pero, según Richard Monckton y T. T. Tallford pregonaron a los cuatro vientos, había constituido un fraude al tesoro público, caracterizado por un perezoso absentismo y un constante favoritismo de los intereses especiales.

Las unidades de acción política del obrerismo organizado atacaron a Monckton incansablemente, describiendo el historial de sus votaciones en el Senado con gran precisión de detalles, y calificándolo de cruel e inhumano.

Poco antes de la víspera de las elecciones, las docenas de acusaciones formuladas habían tenido su réplica, repetición o mentís. Las encuestas de última hora pronosticaban la victoria de Monckton en las elecciones por un 3 o 4 %. En el ínterin, los contendientes reponían las energías perdidas preparándose en sus respectivas ciudades para el esfuerzo final, un tanto seguros de ellos mismos, y mostrando cierta aureola presidencial en su gravedad.

Pero, en el Despacho Ovalado, Al Donnally y Esker Scott Anderson afrontaban los hechos con el espíritu realista que sólo pueden manifestar los políticos prácticos. No cabía duda de que Ed Gilley podía darse por derrotado antes de que se emitiese un solo voto, y había llegado el momento de empezar a prepararse para la partida.