CAPÍTULO 7
Martin no se equivocaba al creer que, por medio de Tessler, estaba comprando a Forville, por ello expreso al primero, en repetidas ocasiones, su gratitud y satisfacción.
Dado que las entrevistas subrepticias de Martin y Sally Atherton tenían un fin más elevado que el interés amoroso de los conspiradores, ambos podían considerar sus acciones como algo lógico y natural, ya que estaban ayudando a Tessler, Forville, y — de un modo discutible — a la Compañía; además, hacían algo importante juntos, aparte del aliciente que aportaba la fascinante sensación de peligro y la necesidad de guardar secreto que encerraban sus entrevistas.
Sally experimentaba un extraño placer en cumplir su misión de correo, consistente en llevar sobres de papel Manila, en su gran bolso de cuero, de Washington a Boston, trayecto que recorría en el tren tranvía de las Líneas Aéreas del Este. Solía efectuar las entregas durante un almuerzo elegante en el Ritz. Una buena comida y la compañía de una persona tan ingeniosa y culta como Tessler hacían sus viajes extraordinariamente agradables.
El erudito profesor devoraba literalmente la información que se le suministraba; pero esto, lejos de calmar su sed de saber, la acentuaba aún más; experimentaba, de este modo, un estímulo en sus procesos mentales, corrigiendo sus hipótesis. Como consecuencia de ello, en los discursos electorales y en los artículos sobre asuntos exteriores y economía internacional de Forville pudo apreciarse una nueva cualidad, basada en un mayor dominio del tema,
Medio en broma, medio en serio, bautizaron su intriga con el nombre cifrado de «Canal de Cambridge». El flujo de información continuó con regularidad hasta la convención republicana de agosto, en que Monckton derrotó a Forville en la nominación, y el «Canal», por consiguiente, secó de manera súbita.
William Martin nunca había presenciado antes una convención política desde el principio hasta el fin; pero, aquel año, prácticamente no se perdió un minuto de ninguna de las dos convenciones de Filadelfia. La demócrata que se celebró a últimos de julio, estuvo muy dividida, y resultó especialmente decepcionante para él. Había supuesto que el vicepresidente Gilley obtendría la nominación, y vencería en noviembre a Monckton o Forville; pero, a las pocas horas de las solemnes pompas inaugurales de la convención demócrata sus esperanzas habían empezado a disiparse.
En Washington, el Presidente Anderson sabía que Ed Gilley se encontraba en dificultades antes incluso de la nominación; sin embargo, a diferencia de lo que le ocurría a Martin, conocía los motivos.
Para elegir a un burro de carga político como el locuaz y simpático Gilley, hacía falta una amplia coalición obrera, basada en una organización de carácter étnico y ciudadano; y la convención demócrata dio pruebas incontrovertibles de que no habría tal coalición. El vicepresidente Gilley obtendría la nominación con la ayuda del discurso de confirmación — televisado en diferido — del Presidente Anderson a la convención; pero antes de que tuviera lugar la nominación, las serias diferencias ideológicas de los demócratas en cuanto a las reformas de la convención y al programa político debilitaron la nominación de Gilley de manera descorazonadora.
Apenas concluido el segundo día de la convención, los comentaristas se refirieron a los demócratas como un partido seriamente escindido, tal vez incapaz de elegir a cualquier candidato. Y el Presidente, que se encontraba sentado en el Despacho Ovalado en compañía de Al Donnally, estaba de acuerdo con aquel diagnóstico; después haber visto el programa de televisión, sacudió la cabeza, y empezó a hacer todo lo posible por salvar algo para su partido, y, de paso, para Ed Gilley.
Mientras tanto, en Langley, en la CIA, Bill Martin estaba también al corriente de los acontecimientos, y empezaba a considerar la posibilidad de que Monckton pudiera derrotar a Gilley en noviembre.
El curtido departamento de policía de Filadelfia tuvo que trabajar de firme para dispersar a los numerosos grupos organizados de jóvenes manifestantes, que habían llegado de todo el país para protestar contra el vicepresidente Gilley como candidato demócrata previsto para la Presidencia.
Los manifestantes no actuaban en nombre de «ningún candidato, ningún partido político ni ningún individuo». Su joven representante periodístico aseguró apaciblemente a los pocos reporteros que le hicieron preguntas que las manifestaciones eran consecuencia «espontánea» de una decepción.
Al segundo día de la convención demócrata, los equipos de televisión trasladaron cámaras adicionales al exterior del Salón de Convenciones. Al anochecer, tan pronto como se encendieron los focos de televisión y los operadores ocuparon sus puestos en las cámaras, estalló una batalla campal entre los manifestantes y la policía de Filadelfia, en la que resultaron gravemente heridos algunos jóvenes. La sesión de noche, que iba a ofrecer a los telespectadores los discursos de la nominación presidencial, hubo de ser suspendida durante noventa y cinco minutos, mientras el gas lacrimógeno que se había utilizado para dispersar a los manifestantes era disipado del salón por medio de grandes ventiladores del servicio de bomberos.
Aquellos noventa y cinco minutos los dedicó la televisión a dar información detallada de los disturbios, que incluía escenas grabadas en las que podían verse a policías golpeando a gente joven, e imágenes de corresponsales atacados con gases.
La directiva del partido demócrata, ya debilitada políticamente por las luchas intestinas de los dos días anteriores, no pudo contrarrestar la reacción del público, horrorizado por la brutalidad de la policía con los manifestantes. Cuando el vicepresidente Gilley — que no era un gran orador — pronunció su discurso de aceptación la última noche, el deterioro del prestigio de su partido era ya irreparable.
La paz de espíritu de Martin se había basado en la posibilidad de que el Vicepresidente fuese elegido Presidente bajo la constante influencia de Anderson; pero en aquellas largas noches de julio vio cómo su esperanza se carteaba, derrumbaba y desvanecía. Para el Director, el problema se centraba claramente en la alternativa republicana de elegir a Forville o a Monckton.
Tres semanas después, en aquella misma Ciudad del Amor Fraterno, Richard Monckton recibió la nominación a la Presidencia por su partido; y el contraste entre la caótica convención demócrata y la disciplinada y bien organizada concentración republicana permitía augurar también el resultado de las elecciones.
Desde sus comienzos, la convención pareció ser propiedad particular de Monckton.
Sus hombres prácticamente acapararon durante tres días y tres noches los espacios televisivos transmitidos desde el Salón de Convenciones a todo el país. Durante nueve semanas había operado en aquel punto de Filadelfia un equipo de televisión de Monckton; uno de los componentes del grupo era Tony Allen, veterano realizador de programas transmitidos en cadena, quien sabía que los realizadores de televisión, situados en las cabinas de control del Anexo del Salón, podrían, previsiblemente, distribuir las misiones informativas, y los directores, tomar sus decisiones. El antiguo realizador trabajaba con un miembro de la plantilla de televisión del senador, junto a expertos en logística, delegados, y un especialista en asuntos propios de una convención. Desempeñaban su tarea en dos grandes remolques, que habían sido instalados en el aparcamiento que había detrás del Salón de Convenciones, junto a la gran puerta posterior, tres días después de la partida de los demócratas. Los remolques no mostraban ninguna marca ni señal, y estaban custodiados constantemente por tres oficiales uniformados; de ellos partían miles de metros de cable telefónico a puestos de mando de los hemiciclos, teléfonos situados en las gradas destinadas al público, y cada una de las cabinas de control de la red de televisión; de una centralita montada en uno de los remolques salían líneas directas hacia una enorme central del cuartel general de Monckton, situado en el Hotel Sheraton, en el centro de la ciudad.
Uno de los remolques era un puesto de mando político de T. T. Tallford y los encargados de reclutar y persuadir a diputados para la convención.
El otro era exclusivamente para el equipo de televisión de Monckton. Frank Flaherty tenía la teoría de que la convención ofrecía a su candidato dos oportunidades únicas: una consistía en alcanzar la nominación; y la otra, de igual importancia, en dominar la televisión nacional durante tres días y tres noches completos, prácticamente sin gastos para la campaña. Con cierta planificación y una actuación hábil, Monckton debería sacar partido de la presencia de todas aquellas cámaras, ya que, de lo contrario, nunca podría pagar por asomarse a la televisión de aquel modo. Y tenía razón Flaherty.
Un perspicaz historiador contemporáneo puso de relieve que los hombres de Monckton que trabajaban en el remolque de televisión manejaban las tres redes de emisoras de aquella convención como si estuvieran tocando el clavicordio. El único detalle que al historiador se le pasaba por alto era, quizás, el más importante: que el director de la operación televisiva era el propio Monckton.
En una vistosa suite del último piso del Hotel Sheraton estaban Monckton y Flaherty, sentados uno junto al otro en butacas recargadas de cojines, ante cuatro grandes televisores que sintonizaban las tres emisoras y la alimentación de reserva del hemiciclo de la convención. Flaherty tenía en la mano un teléfono conectado directamente al de la mesa de Tony Allen, en el remolque de televisión. A medida que iba transcurriendo la convención, Flaherty arrancaba hojas de un grueso guión que había sobre sus rodillas, y las tiraba al suelo.
8.07 — 8.10: Música por Trovadores de Martinsville, Kentucky. (Nota: Emisoras precisarán sólo primeros 30 segundos. (Nuestro remolque ofrecerá una entrevista de 2,5 minutos.)
8.10: Fin del intermedio musical.
8.11: Presidente presenta Senador Harly Parton, Presidente, Comité del Programa Político de la Convención, para informe.
8.12: Senador Parton informa. (A las 4 nuestro remolque ofreció Bob Bailey, Dorothy Wilson y el Diputado Curtis [del Congreso] con hombres de confianza de emisoras, y sumario programa político desde punto de vista Monckton mientras informe continúa.)
8.30: Remolque notifica a emisoras señora Monckton se dirige a Salón.
8.34: Salida señora Monckton de Hotel Sheraton.
8.44: Señora Monckton llega a Salón, Puerta 2.
8.45: Señora Monckton entra Puerta 2.
8.47: Señora Monckton sentada, Palco 11, Sección 2. Únese Alma Covington (esposa astronauta), Melissa Connaught (esposa gobernador Massachusetts), Rdo. Sherman Smith (Pastor, Primera Iglesia Congregacionalista, Chicago).
9.00: Fin informe programa político. (Descanso emisoras y anuncios comerciales.)
9.03 — 9.30: Film: «Hacia una nueva era de progreso». (Emisoras llevarán sólo 1m. 30s. de film, luego corte a cabinas.)
Monckton y Flaherty conocían las simpatías y antipatías que inspiraban entre los diputados de convención. El clima de partido vencedor que querían crear era reforzado mediante entrevistas televisadas favorables con diputados que se habían pasado de Forville a Monckton.
«¿Es Sherm? Soy Tony, desde el remolque de Monckton. He pensado que podría interesarte; el Senador Allwyn dice que ocho de los diputados de la delegación de Ohio El senador se encuentra en el número veintiuno del pasillo tres. Te puede conceder una entrevista corta, si lo deseas.»
«Hola, Bob. Aquí, Tony. La señora Monckton va a salir del Sheraton dentro de tres minutos. Entrará en el salón por la puerta dos exactamente a las ocho cuarenta y cinco. Eso es. Me alegro de poder serte útil.»
«Mary, soy Tony, y te llamo desde el remolque de Monckton. Estupendamente. ¿Y a ti como te va? Tengo el texto del discurso que va a pronunciar el Gobernador Connaught en la nominación de Monckton. Tiene una duración de cinco minutos y cuarenta segundos. Eso es: cinco, cuarenta. Los dos últimos minutos son muy polémicos. Me pareció que debía decírtelo. De nada.»
Monckton y Flaherty desplegaban una actividad febril, estimulando a Allen para que consiguiera mejores resultados, criticando los intentos fallidos, repartiendo elogios entre unos y otros, y exigiendo hasta imposibles durante toda la convención.
En el remolque de Forville, que se hallaba aparcado junto a otra puerta del Salón, se prestaba escasa atención a los espacios televisados. La fuerza de diputados del gobernador había empezado a mermar unos diez días antes de la convención en números insignificantes y casos esporádicos; pero, a medida que pasaban los días, los informes que recibía de los hombres encargados de «cazar» diputados señalaban cada vez más defecciones. La gente de Monckton ejercía fuerte presión personal sobre los diputados de Forville por toda la nación; cada diputado y su suplente habían recibido una larga carta personal de Monckton, muchas de las cuales tenían una posdata manuscrita la cual avalaba que, en alguna ocasión, había habido un contacto personal entre el destinatario y el candidato, y algunos incluso recibían llamadas telefónicas personales del senador; antes de salir para Filadelfia, cada diputado de convención y su suplente habían recibido, en su domicilio, una nutrida colección de recuerdos de la convención, todos ellos esmaltados con la «M» mayúscula de Monckton en azul. La máquina triunfalista había empezado a funcionar mucho antes de que los diputados salieran de sus puntos de destino.
Las huestes del senador y una banda de música a su servicio saludaban a todos los diputados cuando bajaban del avión en el aeropuerto de Filadelfia; sus autobuses transportaban gratis a los diputados y sus equipajes a los hoteles; en los autobuses se regalaban flores a las señoras, plumas y gemelos con el nombre de Monckton a los caballeros, y refrescos a todos. En los televisores de los hoteles de Filadelfia funcionaban dos canales del circuito cerrado de Monckton, que transmitían noticias de la convención, películas de la campaña Monckton, consejos para las excursiones turísticas y las compras, y entrevistas en directo con partidarios de Monckton.
La organización Forville fue sencillamente arrollada en todos los frentes. Poco antes de que terminara la sesión inaugural de la convención, se decía en la prensa que la fuerza de Forville había disminuido hasta tal punto, que no podría negar a Monckton la nominación en la primera votación.
En la segunda mañana, el intento de Forville fracasó estrepitosamente, y como consecuencia de lo cual, los dos rivales celebraron una entrevista secreta en una casa de Bala Cynwyd, un barrio elegante de Filadelfia. Posteriormente, aquel mismo día, Forville anunció, por medio de su secretario de prensa, que apoyaría la nominación de Richard Monckton. Lo demás fueron puros formalismos. Aquella noche, Monckton alcanzó la nominación por unanimidad; a la noche siguiente, pronunció un emocionante discurso de aceptación, por el que fue aclamado entusiásticamente, y a continuación se trasladó a Arizona, para rematar los planes pendientes de su campaña.
En la CIA, Bill Martin seguía, paso a paso, el triunfo de su temible enemigo con inquietud creciente. No podía negarse que Monckton tenía fuertes posibilidades, mientras que las de Gilley y los demócratas eran desconsoladoramente débiles; la suerte favorecería al primero, a menos que Esker Scott Anderson pudiera salvarle de algún modo.
En la Casa Blanca, Anderson y su Secretario de Trabajo Al Donnally desplegaban una gran actividad en la tarea de compostura que se habían impuesto, y que habían iniciado incluso antes de que terminara el discurso de aceptación de Monckton. Donnally estaba por completo convencido de que la mayoría de los electores votan contra los candidatos, y no a favor de ellos, por lo que su táctica en una campaña era siempre atacar, sin más fin que el aplastamiento de la oposición; había asumido totalmente la dirección de la campaña de Gilley entre bastidores, desde el primer día, y su objetivo era Richard Monckton; sus órdenes, ataques inmediatos y frecuentes.
Así pues, el personal a las órdenes de Donnally se especializó en todo lo que concernía a Monckton; no había nada en su vida que careciera de importancia, ni posible fuente de información que fuera desestimada. El Presidente le dio carta blanca para que hiciera todas las averiguaciones precisas en la Delegación del Servicio de Contribuciones, y en agencias jurídicas federales, así como en otras fuentes estatales.
Un par de días después de la nominación de Monckton, Donnally llamó a Martin a su despacho de la CIA para recordarle amablemente que el Presidente estaba esperando las fichas de Monckton; pero, en los días subsiguientes, sus demandas se hicieron directas. Un día sofocante de verano, en que flotaba una viscosa bruma sobre los árboles de Langley, Simon Cappell avisó al Director de que Donnally estaba al teléfono.
—¡Dios bendito! ¿Otra vez?
Pulsó otro botón, y dijo con mal disimulada frialdad:
—¡Hola, Al! ¿Cómo te va?
La afabilidad de Donnally se había esfumado.
—Escuche, Bill: el Presidente cree que ha tenido tiempo de sobra para reunir todos esos documentos sobre Monckton y traerlos aquí; le parece que alguien se está haciendo el remolón.
—Pues yo le aseguro que ese no es el caso, señor Secretario — replicó Martin con firmeza—. Usted sabe tan bien como yo que ese hombre ha estado muchas veces en el extranjero y ha establecido infinidad de contactos. No es tarea tan fácil ordenar un paquete así.
Donnally estalló.
—¿Por qué coño puede el FBI y ustedes no? Monckton está en todas partes en este país, más de lo que ha estado en el extranjero. Lo que pasa es que Elmer Morse coopera, y ustedes no cooperan, y me gustaría saber por qué.
En el despacho del Director la temperatura era sólo de veintiún grados, pero Martin sentía calor.
—Sentiría que fuesen ustedes injustos conmigo, aunque en realidad confío en que no piensen así de mí. Lo que se me ha pedido que haga va probablemente contra la ley. Por supuesto que quiero colaborar con el Vicepresidente, pero es algo que ha de hacerse con la máxima cautela; debe usted comprenderlo. De veras que lo siento.
—Muy bien. Le repetiré al Presidente palabra por palabra lo que acaba usted de decir. Y le aseguro que se va a poner por las nubes. Pero lo que pueda ocurrir después no me concierne a mí.
Martin pesó sus palabras antes de replicar.
—Mire, Al: hará usted el favor de decirle que quiero cooperar con el Vicepresidente. Ya le he pasado dos informes, y además tiene en su poder otro material que le he suministrado. Lo cierto es que hago todo lo que puedo.
—No lo suficiente, me parece a mí — replicó Donnally —. Quiere que yo tenga esos documentos sobre Monckton de inmediato. Entregarlos o no es cosa suya.
Y el secretario colgó el teléfono bruscamente.
Martin apretó el botón de intercomunicación con su secretaria.
Alice: era el Secretario de Trabajo, señor Donnally; registre la llamada, haga el favor.
Sabía que le presionarían cada vez más. Gracias a las cintas, podría tener constancia por escrito de que le habían obligado verdaderamente a entregar material confidencial de archivo de la CIA bajo órdenes directas del Presidente de los Estados Unidos.
En los últimos días se había producido un nuevo roce de la CIA con el FBI; y Martin se había visto obligado a examinar los archivos personalmente. Había asignado a Cappell la misión de revisar todo lo que tenían de Monckton, con la esperanza de que, si no había nada desfavorable, tal vez Donnally se diera por vencido.
Desde el momento en que Anderson había anunciado su retirada, Elmer Morse — el venerable Director del FBI — había estado intrigando en muchos sitios para ganar posiciones políticas. En sus inspecciones, Martin descubrió que muchos jefes de negociados y de agencias estatales estaban nerviosos porque el FBI usurpaba deliberadamente sus prerrogativas y funciones; él sabía que Elmer era un maestro consumado en tácticas burocráticas; pero nunca podía haber imaginado las presiones que iba a desencadenar aquel verano. Morse sabía muy bien que Anderson no tenía el menor deseo de arbitrar rencillas jurisdiccionales y burocráticas entre el FBI y sus competidores de Hacienda, Defensa, Asuntos Exteriores y la CIA; sabía igualmente que, con el Presidente fuera de combate y los flancos del FBI en el Congreso bien seguros, había llegado el momento de dar el primer paso; y era evidente que ya se habían puesto en movimiento.
El mismo día que Donnally hizo su última llamada de advertencia a Martin, se le comunicó a éste, por medio de una orden procedente del Vicepresidente de los Asuntos de Seguridad Nacional, que el Presidente había aumentado casi en un 200 % el número de agregados (agentes del FBI) en las embajadas europeas y del hemisferio occidental. Se dispuso que la CIA coordinara desde entonces con el FBI toda su vigilancia de súbditos de EE. UU. en dichas zonas del extranjero.
A la semana siguiente, el Director del FBI atacó a la CIA en una entrevista exclusiva para el U.S. News and World Report.
Dicha entrevista se la había mostrado, antes de su publicación, al oficial de prensa de la CIA un reportero de la revista, que esperaba complementar el artículo con una dura respuesta de la Compañía. Cuando Martin la leyó, convocó una reunión con el oficial de prensa y tres subdirectores, para decidir lo que se había de decir y hacer.
Era fácil comprender que la Compañía podía hacer muy poco ante el ataque de Morse. Aunque había motivos para indignarse, lo mejor sería abstenerse de replicar. Cuando su hombres lo indicaron así, el Director estalló en uno de sus raros accesos de ira; atacó primero al oficial de prensa, que era el que había comunicado la mala noticia, y luego intercambió voces airadas con un subdirector que trataba de defenderlo. La reunión terminó cuando Martin salió enfurecido de la sala de juntas.
El Subdirector de Proyectos, Bud Corelli, le siguió a su despacho.
—Bill: creo que debo decirle algo que he observado.
—Ahora no. No estoy precisamente del mejor humor —bramó Martin.
—Tiene algo que ver con eso. Parece usted muy fatigado estos días. ¿No tiene ningún descanso?
El Director soltó una carcajada sarcástica.
—¡Descanso! ¿Cómo demonios voy a descansar? No he podido aflojar el ritmo de trabajo ni un solo instante. Y es que estoy rodeado de idiotas. Bueno..., eso no es verdad, lo sé; pero estoy excitado. Me parece que acabo de demostrarlo. Debe de ser porque no duermo bien.
Martin se hundió, en una actitud de total abandono, en su butaca de trabajo.
Corelli se acercó a la mesa, y habló con toda seriedad.
—Escuche: ¿por qué no pasa este fin de semana en la casa de Tobacco Landing? Ahora no hay nadie, y aquello es una balsa de aceite. Seguro que allí descansaría.
El Director le miró, y esbozó una sonrisa.
—Me parece una magnífica idea. Gracias, Bud. Agradezco de veras su interés. Un par de días alejado de aquí podría dar resultado.
Cuando Corelli salió del despacho, Martin apretó un botón, y en seguida entró Simon Cappell.
—Voy a usar la casa pequeña de Tobacco Landing esta noche y la de mañana. Trataré de descansar un poco.
—Creo que ha tenido una buena idea. Y en cuanto al personal y servicios, ¿qué se hace?
—Comeré en la casa grande, que tiene personal fijo. No hace falta que vengas. Voy a intentar dormir algo.
—Está bien. Me ocuparé de todo lo que necesita. ¿Cuándo quiere el helicóptero?
—No lo necesitaré. Me llevará Rudy en el coche hoy, después del trabajo. Telefonea a Linda y dile que he tenido que ausentarme, pero no le digas dónde; no necesito su compañía. Que nadie sepa dónde estoy.
Simon entró en su despacho a telefonear al agente encargado de regir la casa de transacciones secretas de la CIA, para avisarle de la llegada del Director.
Tobacco Landing (Maryland) dormita a orillas de una ensenada de la Bahía de Cresapeake, a treinta y tantos kilómetros al sur de Washington. Su única tienda de importancia abastece las pequeñas haciendas y grandes fincas que bordean la bahía. Esparcidas por el condado, hay casas de piedra del siglo XVIII, aún en uso, algunas de las cuales son hoy retiros para los fines de semana, o residencias de verano primorosamente restauradas.
A mediados de los años cincuenta, la CIA compró secretamente una finca de doscientos ochenta acres; lo hizo a nombre de la viuda inexistente de un industrial inexistente. Como esta resuelta pero ficticia señora exigía un aislamiento total, la finca fue provista de verjas, cercas y perros guardianes, a poco de efectuada la compra. Las personas residentes en la localidad dejaron de enterarse de lo que pasaba en la antigua mansión; ninguna de las personas del servicio procedían de aquella zona, y, debido a la situación de la verja de entrada a la propiedad, resultaba casi imposible a los vecinos fiscalizar las llegadas y salidas de gente a la finca. En alguna ocasión se vio algún yate que otro atracar allí por un breve espacio; pero aquello no era raro en aquel paraje. De vez en cuando llegaban y se marchaban los invitados en pequeños helicópteros, lo que no dejaba de ser extravagante incluso para las personas de las fincas próximas. Claro que se podía esperar cualquier cosa de las señoras ricas y excéntricas; incluso los helicópteros.
Martin se encontraba en el fondo de una sima, y era izado mediante una cadena. La cadena hacía un ruido muy fuerte al caer sobre la cubierta de acero... Pero no; no era una cadena lo que sonaba. Era un timbre. Mientras ascendía lentamente, alguien estaba tocando un timbre... Era el timbre de un teléfono... Tenía que contestar el teléfono. Alargó la mano en la oscuridad, pero no encontró ninguna mesa. Desorientado, siguió buscando a tientas aquel sonido persistente, hasta que al fin dio con él.
—¿Diga?
—¿El señor Martin?
Pugnó por despertarse.
—Sí, yo soy.
—Perdone que le moleste, señor. Soy el telefonista de la Casa Blanca. ¿Está usted bien despierto?
—Supongo que sí. ¿Qué hora es?
—Las cinco y diez. El Presidente mandó que se le llamara a usted a la una y cuarto esta madrugada, pero se retiró antes de que pudiéramos localizarle. Ahora mismo está despierto y haciendo otra llamada. En cuanto termine, le volveré a llamar a usted. ¿Le parece bien?
—Supongo que sí — contestó Martin, todavía medio dormido —. ¿Qué ocurre?
—No tengo ni idea, señor Director. Espero que tenga usted la línea libre para que podamos comunicarnos.
—Muy bien. De acuerdo. Buenas noches.
Colgó el auricular y se dio la vuelta en la cama. El teléfono estaba en la pared, junto a la cama, mientras que la mesilla de noche y la lámpara se encontraban al otro lado del lecho, lo cual resultaba un tanto curioso.
Había tomado dos píldoras para dormir al terminar de deshacer la maleta, y estaba atolondrado. Los sedantes habían hecho que se durmiera en cuanto se acostó en aquella gran cama de la casa para invitados. Y ahora se durmió en seguida otra vez hasta las 6.20, en que el teléfono volvió a sacudirle de su modorra.
—¿El señor Director? Aquí, la Casa Blanca. El Presidente está libre ahora mismo. ¿Está usted despierto?
—Sí..., supongo que sí.
Estiró la mano para encender la luz, hecho lo cual, se incorporó y sacudió la cabeza.
—¿Qué hora es?
—Las seis y veinte. Le pongo con el Presidente, ¿eh?
Se oyeron por el auricular varios chasquidos débiles, y luego otro más fuerte; a continuación, la misma voz, que decía: «Señor Presidente, el Director de la CIA, señor Martin, está al teléfono». Y entonces resonó por el teléfono la voz de Esker Anderson.
—¿Te desperté, Bill?
—Sí, señor, pero no tiene importancia.
—Óyeme, Bill: esta mañana he hablado con Al Donnally. Creo que debemos vernos hoy. Me voy en avión a Oregón a las diez. Irás a Andrews a reunirte conmigo en el aparato. ¿De acuerdo?
Martin asestó un puñetazo al colchón.
—De acuerdo, señor Presidente.
—Gracias. Hasta luego entonces.
Se dejó caer cansadamente sobre la almohada, y se puso a estudiar la situación. Después cogió el teléfono, para organizar todo lo necesario. Le diría a Simon que llevara su sinopsis de los archivos Monckton a la base de las Fuerzas Aéreas en Andrews poco antes de que despegara el avión, y que dispusiera un helicóptero para recogerle a tiempo para el viaje; su ayudante podría reunir las cosas que necesitaba, que eran una cartera con los documentos urgentes del despacho y ropa para cambiarse.
A Sally Atherton no podía llamarla a aquella hora, pues había decidido aparecer en público por última vez, para su marido, en la campaña electoral, y el matrimonio se había ido al Oeste el domingo anterior. Como aún no eran en San Diego las cuatro de la mañana, quizás pudiera verla mientras los dos permanecieran en la costa occidental — pensó Martin —. Así, al menos, podría disfrutar algo en lo que, por lo demás, se presentaba como un viaje especialmente desagradable.