CAPÍTULO 3
El Ala Oeste de la Casa Blanca es un edificio que parece una pequeña caja, raras veces advertida por el turista que pasa por allí. La atención del visitante se siente atraída por la conocida fachada de la residencia, las columnas, la bandera, y la calzada elipsoidal; después, su vista se dirige a la siguiente estructura, de vastas dimensiones, que es el Edificio de la Oficina Ejecutiva, el gran conjunto victoriano de pórticos y buhardillas grises, columnas dóricas, diez clases distintas de ventanas apiñadas hasta los grises tejados inclinados, y chimeneas y más chimeneas.
Casi nadie ve el Ala Oeste, embutida entre las dos estructuras. Parece agachada, con el segundo piso a nivel de la calzada, y el tercero oculto por un parapeto blanco, que a su vez está tapado por un bajo tejado convexo de un verde indeterminado. El turista de la Avenida de Pennsylvania no puede, en realidad, ver el despacho del Presidente por la parte posterior de este pequeño edificio, pues sus gruesas ventanas, a prueba de balas, miran al sur, hacia los tupidos céspedes.
Cuando Theodore Roosevelt hizo construir el Ala Oeste, no necesitaba el tercer piso, ya que no disponía de tantos colaboradores a quienes alojar. Pero a raíz del mandato de su primo Franklin Roosevelt, dicha planta fue utilizada para despachos. También al Presidente Esker Scott Anderson le gustaba tener a todo su equipo muy cerca de él, para que cualquier miembro pudiera acudir inmediatamente a su llamada. Al personal de la Casa Blanca, por su parte, le agradaba disfrutar del prestigio de encontrarse en el Ala Oeste. En numerosas ocasiones, a lo largo del mandato presidencial, las anfitrionas, los periodistas y los cabilderos de Washington adoptan una especie de norma para distinguir qué personas de la Casa Blanca son de mayor rango. Por regla general —según el aforismo —, cuanto menor es la distancia del despacho de un miembro de dicho personal a la mesa del Presidente, mayor es la categoría de su ocupante.
Como la mayor parte de las leyendas de ese género, inventadas por los periodistas de Washington, se puede demostrar que no es cierto; pero casi todos creen en ella en la capital.
Durante el primer año de permanencia de Anderson en la Casa Blanca, la fe en esta leyenda hizo que la población por metro cuadrado del Ala Oeste se elevara a la cota más alta de toda su historia. La tercera planta del edificio se convirtió en un laberinto de minúsculos cubículos, a alguno de los cuales sólo se tenía acceso atravesando el despacho de otra persona. Se proveyó al personal de ciertos muebles y objetos, tales como una mesa de despacho, dos sillas, un teléfono de diez botones; además, en cada habitación había una fotografía dedicada y firmada por el Presidente Esker Scott Anderson. En las entrañas del enorme edificio gris, se hallaba instalado un moderno laboratorio fotográfico, encargado de reproducir, a todo color, la efigie del Presidente en cerca de cincuenta posturas distintas.
El Presidente casi siempre interrumpía lo que estuviera haciendo en su despacho para fijar su atención en el montón de retratos que le llevaban, con el fin de que estampara su autógrafo. Cada fotografía iba acompañada de una tarjeta sujeta con un clip, en la que podía leerse, escrito a máquina, el apellido del destinatario del autógrafo, el nombre o apodo, si había que utilizarlo, una breve reseña de su relación con el Presidente (aunque, en realidad, no hacía falta para hacerse merecer de una dedicatoria manuscrita), y unas sugerencias en cuanto al texto de la dedicatoria. Los empleados gubernamentales de mediana categoría se afanaban largas horas en la redacción de estas dedicatorias, que escribían a máquina, para que sirvieran de guía al Presidente. El taller de la Casa Blanca producía en serie los marcos de color marrón y oro que se ponían a las fotografías.
Entre el Ala Oeste y el imponente edificio de la Oficina Ejecutiva — de color gris — hay una calle estrecha, que en los confines del recinto de la Casa Blanca tiene una puerta custodiada por la guardia personal del Presidente. Dado que en ella la circulación se efectúa en un solo sentido, los coches deben entrar por la puerta del sudoeste, y salir por la del noroeste. Cuando la limousine del Director entró por la puerta del sudoeste, Bill Martin puso la mano en el brazo de Jack Atherton, y dijo:
—¡Hasta la vista, Jack! Harás el favor de tenerme al corriente de lo que se decida con el presupuesto de la NASA, ¿verdad?
—Por supuesto — contestó el diputado —. Y gracias por la comida y por traerme.
El chófer dejó a Martin a mitad de camino entre las dos puertas, ante la entrada de la planta baja del Ala Oeste. Un guardia que había sentado ante una mesa, en el atestado vestíbulo, justamente detrás de las contrapuertas, reconoció a Martin, sonrió, y anunció su nombre a media voz por teléfono. Mientras lo hacía, rellenó un impreso de papel blanco, y lo introdujo en la ranura de una placa metálica.
Un momento después, se abría la puerta de un ascensor situado frente al guardia, y una señorita alta y atractiva, con falda de cuadros, sujetó la puerta y se asomó al exterior.
—¿El señor Martin? ¿Tiene la bondad de subir?
El ascensor, vetusto y de reducidas proporciones, inició su ascenso con una lentitud majestuosa. A su debido tiempo, se abrió la puerta despacio, revelando el inefable tercer piso. A la derecha del vestíbulo, tableteaban tres teletipos para el servicio telegráfico, protegidos por un parapeto de madera; en la pared opuesta había una vieja fuente de agua refrigerada, para beber; a lo largo del suelo se extendía una alfombra de un verde descolorido. En esa misma zona, se sucedían seis o siete puertas abiertas. Mientras era conducido al final del vestíbulo, Martin echó una ojeada al interior de las habitaciones abiertas, y se llevó una rápida impresión de mesas llenas de papeles, grandes teléfonos, fotografías de Anderson a todo color...; en uno de los cuartos había una bandera. Sonaban los teléfonos, y hombres y mujeres iban de un lado a otro apresuradamente, dando la sensación de estar abrumados de trabajo urgente, de disponer de poco espacio, poca colaboración, poco tiempo...
La señorita de la falda de cuadros dejó a Martin en una habitación de altas ventanas, desde las que no podía disfrutarse de ninguna vista agradable. En el estrecho tejado se alzaba un parapeto blanco, que impedía ver la zona sur del recinto, y por encima de esta pared apenas se divisaban las cornisas más altas de la Casa Blanca. En lo que parecía, a todas luces, una oficina, había tres secretarias sentadas ante mesas metálicas; al entrar Martin, apenas levantaron la vista de su trabajo, y continuaron escribiendo a máquina. Clavadas en las paredes había listas mecanografiadas y calendarios; estos objetos y tres fotografías dedicadas de Esker Scott Anderson eran los únicos adornos de la habitación. No había sillas, por lo que Martin tuvo que esperar de pie a que le anunciaran.
Pasados unos instantes, se abrió una puerta a su derecha, y el Secretario de Trabajo, Al Donnally, apareció en el vano con la camisa arrugada y la corbata torcida.
Donnally tenía unos cincuenta y ocho años; era bajo de estatura, y le sobraban cerca de diez kilos, acumulados sobre todo en la cintura y en la cara. Su rizoso pelo negro comenzaba a encanecer, y unas gafas de fino aro metálico le daban un aire de dignidad profesional que, de otro modo, el mentón huidizo le habría negado. Al Donnally era un producto de los casinos demócratas de Hartford. Aunque ahora ejercía el cargo de Secretario de Trabajo, no había llegado a aquel puesto a través de una sala de contratación sindical. Durante años, había trabajado silenciosamente, entre bastidores, como operario político y de dedicación plena de Anderson; últimamente, en un rasgo desusado en él, había pedido y logrado un puesto en el Gabinete. La confirmación de su cargo por parte del Senado había sobrevenido tan sólo tres semanas antes. Esta serie de chiribitiles para despachos constituían sus dominios antes de su confirmación, y todavía no había trasladado a sus colaboradores y efectos personales al regio despacho del Departamento de Trabajo. Aún manejaba la política de la Casa Blanca, función que no podía desempeñarse fuera del recinto. En cambio, el Departamento de Trabajo podía dirigirse desde cualquier parte.
La propuesta de Al Donnally para el Gabinete coincidió aproximadamente con la primera visita del Presidente al Hospital Walter Reed, y no faltó quien viera en tal hecho el verdadero significado de la propuesta. Ahora, al dirigir al asunto una mirada retrospectiva, existía en él una mayor lógica, pues se consideraba como un presente de despedida a un dirigente político leal. Aunque, por aquellos días, el nombramiento había sido criticado por algunos articulistas ofuscados, la AFL-CIO no había protestado. El partido laborista comprendió muy bien que el estrecho contacto de Donnally con el Presidente reforzaría su avanzada en la rama ejecutiva.
Martin no conocía personalmente a Donnally; pero éste le saludó como a un viejo amigo, lo que era característico en él.
—¡Adelante, Bill! Siéntese aquí. Lamento haber tenido que cambiar así el plan de esta tarde; pero es que han surgido algunas cosas que el Presidente necesita tratar con usted, y que no admiten espera.
Donnally fue a su mesa, cogió una hoja grande de papel con membrete de la Casa Blanca, y se sentó junto a Martin.
—Hay dos asuntos que quiere exponerle a usted hoy. Si usted tiene alguna cosa más, dígamelo antes de que bajemos, para añadirlo a este guión de la entrevista. El primero es una queja del FBI.
Bill Martin sacudió la cabeza lentamente.
—¡Vaya, hombre! ¿Esas tenemos ahora? ¿Por qué demonios no me habrá llamado Elmer Morse directamente, en lugar de quejarse aquí?
Donnally sonrió irónicamente.
—Cualquier diría que su coordinación con el FBI deja mucho que desear.
—Para no decir más —contestó Martin en un tono visiblemente sarcástico —, hemos seguido un proceso formal para informarnos mutuamente, hablándonos los unos a los otros. Pero, hace unos ocho meses, Morse destinó a los encargados de esa coordinación a otros puestos, y suprimió sin más el contacto con nosotros. ¿Qué mosca le ha picado ahora?
—Morse le dijo al Presidente ayer que la CIA está operando en Nueva York, violando así el Decreto. Algo relacionado con un embajador de la ONU. Según él, sus hombres se interpusieron en el camino de un agente doble que ellos habían preparado.
—Sí, conozco muy bien la situación — dijo Martin, al tiempo que exhalaba un profundo suspiro —. La verdad es que la abordamos la semana pasada en la Junta de Interagencias de Información; pero, desde hace algún tiempo, Morse rehúsa mandar a alguien del FBI a esas reuniones, por lo que no es extraño que no tenga ni puñetera idea de lo que allí se cuece. Si quiere, puedo darle todos los detalles. ¿O es mejor esperar a que estemos abajo?
Donnally sonrió, y movió la cabeza en sentido negativo.
—No necesito saber nada de eso. La última cosa que haría sería interponerme entre usted y Elmer.
—Pero usted no tiene culpa de nada.
Donnally carraspeó.
—El Presidente está muy preocupado por las posibilidades de Ed Gilley, y espera que todos colaboremos. Ese es el segundo asunto en el orden del día.
Martin frunció el entrecejo.
—Señor Secretario, ¿cómo puedo tomar esto? Yo soy un funcionario de carrera y apolítico, lo mismo que la Compañía. Eso lo especifica la ley muy claramente. No hay...
El único botón rojo de los treinta existentes en el mueble donde estaba instalado el teléfono de Donnally se iluminó súbitamente, y en el extremo más alejado de la habitación se oyó el sonido fuerte e insistente de una campanilla. Su tintineo le recordó a Martin el de las campanillas que se usaban antaño para llamar a las puertas.
—Perdone usted — musitó Donnally, mientras alargaba la mano a la mesa para pulsar el botón rojo y coger el auricular.
La campanilla dejó de oírse inmediatamente.
—¿Diga, señor?
Con el auricular en el oído, escuchó unos instantes, y después colgó.
—Quiere que bajemos allí ahora. Nos reuniremos en el vestíbulo.
Antes de que Martin pudiera terminar su explicación, Donnally se levantó bruscamente, se dirigió a la puerta, entró en la oficina contigua y abrió un armario.
Martin no tuvo otra alternativa que coger su abrigo y su cartera, y abandonar el despacho. Encontró al Secretario de Trabajo con la chaqueta puesta y la corbata enderezada, bebiendo agua en la fuente del vestíbulo. En vez de coger el ascensor, torcieron a la derecha, atravesaron un corto corredor, y bajaron por una escalera estrecha. Ya en la planta baja, caminaron por un pasillo casi dos veces más ancho que el del piso de encima. El suelo estaba totalmente enmoquetado, y de las paredes pendían cuadros al óleo, con marcos dorados, de paisajes de América. En medio del vestíbulo había un pequeño busto de bronce de Lincoln. El tono silencioso de esta zona contrastaba vivamente con el de la conejera ubicada un piso más arriba.
Torcieron treinta grados a la izquierda, y en seguida se toparon con un guardia, sentado, a la derecha, ante una mesa y junto a una puerta de paneles blancos, quien, impasible, hablaba por teléfono. Al acercarse Donnally y Martin, puso una mano debajo del cajón central de la mesa. Martin oyó rechinar el pestillo de la puerta y el suave zumbido de un timbre. Entonces Donnally empujó la puerta, y tras de él entró en el Despacho Ovalado el Director de la CIA.
Con anterioridad, Bill Martin había estado en aquella habitación tal vez una docena de veces, pero, siempre que entraba en ella, se sentía impresionado. En verdad no era regía: tan sólo las cinco altas banderas de las fuerzas armadas, con sus brillantes gallardetes de batalla, coronadas por águilas doradas, daban una sensación de grandeza. Los muebles, a su vez, no eran nada extraordinarios. Sin embargo, era uno de los lugares históricos que dejan una huella indeleble en la imaginación y sensibilidad de los hombres reflexivos, al igual que Runnymede, el Little Round Top, de Gettysburg, y la Abadía de Westminster. El solo hecho de estar en el Despacho Ovalado emocionaba a Martin.
A su izquierda, podía ver el Jardín de las Rosas a través de las puertas vidrieras. Junto a las ventanas, sobre altos pedestales, había dos enormes búcaros con flores de primavera, procedentes del invernadero.
El Presidente estaba encorvado sobre su mesa, ante un plato blanco de porcelana, colocado sobre una bandeja cubierta con un mantel. Comía con energía concentrada, como si tuviera prisa, leyendo al mismo tiempo un periódico doblado y apoyado en el teléfono. No había otros papeles sobre la mesa; pero ésta se encontraba atestada de objetos de significado político, que formaban un verdadero batiburrillo.
La mirada de Martin se paseó por el tablero de la mesa presidencial, deteniéndose en cada uno de los símbolos que reposaban sobre ella. Una pequeña bandera americana con un diminuto mástil de oro y un sello de la Legión Americana como base, un asno de latón, un elefante de porcelana, oriundo del Vietnam, una maqueta de plástico de un proyectil de los milicianos de la Revolución Americana, otra de un módulo lunar, un trozo de madera — perteneciente tal vez a la cabaña de troncos de Abraham Lincoln — encerrado en una pequeña caja de cristal, e identificado con una placa de latón, un gran soporte de plumas, con un reloj de oro montado en el centro, una bala...
Los hombres del Congreso (con quienes todavía, cuando le convenía, Esker Scott Anderson tenía a gala identificarse) eran muy dados a tales colecciones sobre la mesa de despacho, en cierto modo como signo externo de lo que cada uno creía ser, o deseaba ser, o al menos pretendía que las visitas creyeran que era.
A pesar de haber sonado el timbre, Anderson seguía con la vista fija en su periódico, por lo que Donnally, al fin, dijo:
—Señor Presidente, aquí está Martin.
Entonces, el Presidente los miró, les señaló con la cabeza las sillas próximas a su mesa, se limpió la boca con una servilleta, y pinchó con el tenedor el último trozo de filete que quedaba en el plato. Sin dejar de masticar, miró a su Secretario de Trabajo.
—Ese condenado Alcalde de Nueva York me echa a mí las culpas de su puñetera basura, Al. Y yo no recojo su puñetera basura. ¿Me quieres decir qué es lo que yo tengo que hacer con la basura de ese sinvergüenza en Bedford-Stuyvesant?
—Lo he leído, señor Presidente — dijo Donnally en tono tranquilizador—, y me parece un golpe bajo. Hay un plan federal para la recogida de materiales de desecho; pero él no puede acogerse a él porque la Ciudad de Nueva York vierte, mediante gabarras, toda su basura en el Atlántico. Por eso le suelta a usted toda la andanada.
Anderson dio un puñetazo en la mesa.
—¿Es que vamos a permitir que ese cochino liberal se salga con la suya?
Donnally trató de usar un tono conciliador.
—Veré lo que se puede hacer, señor Presidente. Sólo hace un rato que leí ese suelto.
El Presidente miró directamente a Bill Martin.
—Piensas que tienes que bregar con mala gente, ¿no, Bill? Entre los enemigos de fuera y los de dentro del país, yo prefiero siempre tratar con los de fuera. Aquí estoy como un pelele de feria, esperando a que los políticos, buscadores de titulares en los periódicos en este puñetero país, ensayen su puntería sobre mí por una razón u otra. Y entre tanto, mi personal anda por ahí con las manos en los bolsillos.
Súbitamente pareció relajarse. En sus labios se dibujó una cordial sonrisa, y miró a Martin.
—Gracias por acudir a una llamada tan precipitada, Bill. Voy a decirte lo que he pensado.
Martin carraspeó.
—Señor Presidente, en primer lugar, quisiera decirle cuánto siento su enfermedad. Sinceramente, estoy preocupado, y lamento su retirada forzosa.
Mientras hablaba, Anderson le miraba inexpresivamente, como si no le oyera. Y después, sin prestar atención a las palabras de Martin, prosiguió
—Elmer Morse estuvo aquí ayer, hecho un basilisco. Dijo que te has metido en su terreno en Nueva York. Mira, Bill, si es verdad que tu gente obstaculiza allí la labor del FBI, eso tiene que acabar. Morse me está haciendo allí algunos servicios, y no quiero que nadie los dificulte.
—Señor Presidente, yo sé... — empezó a decir Martin.
Anderson se encorvó hacia adelante, apoyándose en su mesa.
—Ya sé que sabes, porque hemos hablado de esta cuestión del FBI antes. Morse tiene razón: cuando dos agencias de información compiten, se arma un embrollo de mil demonios. La verdad es que no sé por qué diablos hemos de tener dos. ¿Por qué puñetas no podrán combinar sus esfuerzos?
—Señor Presidente, si me permite que le explique, la CIA puede, está dispuesta, tiene deseos de cooperar. Pero si hay que ser justo...
—¡Paparruchas! No se trata de ser justo. Se trata de dejar el campo libre al FBI cuando tiene entre manos una operación. Es cuestión de obtener unos resultados, y no de herir los sentimientos de nadie. Repito que esta maldita competencia tiene que acabar.
—Estoy totalmente de acuerdo en que no debe haber conflictos, señor Presidente — contestó Martin apaciblemente.
—Bien, hombre, entonces no hay problema. ¿No es así? Tras estas palabras, Anderson se recostó en su enorme butaca.
—El otro problema que tenemos que tratar es la situación del Vicepresidente. En los pocos meses que me restan de mandato, no voy a poder seguir ocupándome de problemas tales como la organización de nuestro servicio de información secreta — un claro ejemplo es el asunto que acabamos de mencionar—. Eso lo dejo para mi sucesor. Es sumamente importante que el próximo Presidente que se siente en esta butaca sea la persona idónea, por muchas razones. Pero estoy seguro de que esto no hace falta decírtelo.
—Por supuesto, señor Presidente.
—La cuestión estriba en saber quién debe ser. Te voy a hablar confidencialmente, Bill. Sólo Al — aquí presente — está al corriente de lo que pienso hacer respecto a este asunto. Pero también tú debes conocerlo, porque te interesa de modo muy especial colaborar para que mi sustituto sea el mejor. Estoy seguro de que puedo contar contigo.
—Bueno, en cuanto a eso, señor Presidente...
—Puedo contar contigo para que esto no salga de entre nosotros, ¿no?
—Naturalmente, señor.
—Pues bien, Bill. Lo he sopesado, lo he meditado, y he decidido que mi hombre es Ed Gilley. Conozco sus virtudes y defectos, y, pensándolo bien, es el mejor. ¿Estás de acuerdo?
Martin carraspeó.
—Bueno, lo cierto es, señor, que la Compañía no debe intervenir en política...
—¡Bah! ¡Zarandajas!
Anderson dio un puñetazo en la mesa.
—Todo el mundo es político en este Gobierno, y tú Io sabes bien. La política es la que lo mueve todo aquí. Si todos cruzaran las manos piadosamente, diciendo «¡Oh, no! ¡Qué horror! Yo no me meto en ese estercolero que es la política», ¿sabes lo que ocurriría? Pues que el próximo que se sentara aquí sería ese bastardo de Richard Monckton, eso es lo que ocurriría. ¿Y qué os parecería a vosotros, los puritanos de la CIA, que Monckton llevara la batuta? Si crees que esto es política, espera a que ese hijo de perra se meta aquí, y verás como os tendréis que comer su basura política en el desayuno, el almuerzo y la cena.
Martin terminó por asentir con la cabeza.
—Tiene usted mucha razón, señor.
—Por supuesto que tengo razón. Entiéndase bien que yo, personalmente, saldría ganando más con que fuera Monckton, y no Gilley, quien estuviera aquí, sobre todo en lo tocante a mi bienestar social. Porque has de saber que, si los ex presidentes son debidamente atendidos, no se debe al hecho de que sus sucesores los adoren; lo que crea el precedente es el puro amor propio. Eso, y sólo eso.
Martin y Donnally asintieron al unísono.
—Así que, personalmente, obtendría mayores beneficios con un tipo venal, como Monckton, que se da cuenta de que, si se preocupa de mi bienestar, creará un precedente que, más adelante, le beneficiará a él mismo. En cambio, el buenazo de Ed Gilley probablemente nunca lo comprendería. Quien no saldría ganando serías tú, y el país, si Monckton triunfara.
—Señor Presidente — dijo Al Donnally— el amor por su patria y por su pueblo es la cualidad que le hará pasar a la Historia.
Esker Anderson fingió no haber oído.
—Por eso, Bill — continuó —, tienes que ayudar a Ed Gilley. Sabrás que no ha asistido a muchas de las reuniones del servicio de información del extranjero.
Pareció que Martin iba a decir algo, pero el Presidente continuó.
—Sí, ya sé: no fue invitado, debido a su gran indiscreción. Pero hay algunas cosas que sí puedes comunicarle, y que pueden serle útiles en esta campaña; cuestiones que, en caso de que le preguntaran, no debiera ignorar. Al fin y al cabo, es el Vicepresidente.
—Por supuesto, señor Presidente. Con su permiso, tendré sumo gusto en mantener informado al Vicepresidente.
Martin, en su fuero interno, esperaba que esto fuera lo único que le pedirían que hiciese.
—Como usted bien dice, es un funcionario constitucional, y...
—¡Estupendo, Bill, estupendo! Esa es una buena excusa. Pero ten cuidado con lo que le dices. Hazte la cuenta de que repetirá cualquier cosa que le cuentes a los diez minutos de haberte ido. Y ahora, a otra cosa. ¿Qué te parece de lo que Al precisa?
Martin dio muestras de desconcierto.
—¿Cómo dice, señor?
Al Donnally se agitó nerviosamente, y dijo:
—No tuvimos tiempo de hablar de eso antes de que usted nos llamara.
—Entonces, dile tú lo que necesitas — dijo el Presidente en tono enérgico.
Donnally se dirigió a Martin.
—Según tengo entendido, la CIA contabiliza todas las actividades y contactos de Forville y Monckton en el extranjero. Pues bien, para empezar, quisiera echar un vistazo a los documentos.
Martin sintió que se sonrojaba.
—Pero eso es dinamita pura, señor Presidente — dijo, pronunciando las palabras lentamente —. No veo en qué puede...
—Al — dijo Anderson, levantando una de sus manazas para hacer callar a Martin —, creo que Bill y yo podemos tratar del resto inter nos. Te llamaré, si te necesito.
—Como usted quiera.
Donnally se levantó, y salió rápidamente por una puerta próxima a las puertas vidrieras. Cuando la abrió, se oyó el tableteo de las máquinas de escribir en la habitación contigua.
El Presidente, con las manos entrelazadas y levantadas, y los codos apoyados en el tablero, se inclinó sobre la ancha mesa.
—Vamos a pensarlo bien, Bill. Hace mucho tiempo que te protejo. Eres mi Director. En todo el tiempo que llevo aquí, no he dejado que vayan por ti. Eso lo sabes tú, ¿no?
—Le agradezco mucho todo lo que ha hecho por mí, señor Presidente.
Martin estaba tenso.
—Muy bien. Pues ahora es cuando precisas demostrar tu agradecimiento.
—Pero, señor, si una cosa así llega a saberse, puede perjudicarle a usted también.
—¡Qué puñetas va a perjudicarme! Tú deja de preocuparte por mí. Lo que ahora importa es que podría perjudicarte a ti.
El tono del Presidente se tornó ahora paternal.
—En el informe Primula es en lo que deberías pensar, Bill, y sólo en eso. Hasta los pollinos de la ciudad saben que hay un informe. Pero únicamente una o dos personas conocen su contenido. Y así continuará sucediendo. Ahora bien, para poder hacer que todo quede igual, necesitamos aquí a nuestro hombre. Monckton te haría trizas a los pocos días de estar aquí, mientras que Gilley hará lo que yo le diga. Así que él también cuidará de ti; puedes confiar en mí en lo que a esto respecta.
Anderson se puso en pie, indicando que la entrevista estaba tocando a su fin. Martin le imitó, experimentando una extraña sensación de ridículo e impotencia.
—Señor Presidente... — empezó a decir.
—Y piensa en Linda también.
Las palabras del Presidente envolvieron a Martin como una densa niebla.
—Sabes que una investigación del Congreso sobre ese asunto de Santo Domingo sería un duro golpe para tu mujer, que no debe pasar un trago así. Lo que ella debiera hacer es tener hijos y disfrutar de la vida. Mira, hijo, los años no pasan en balde. Y a propósito: ¿cuándo va a tener Linda un bebé? ¡Coño! Quiero ser padrino antes de irme al otro barrio.
Martin se esforzó en pesar sus palabras para disimular su cólera.
—Pues no, señor, no hay planes por el momento. En cuanto a los archivos...
—¡Qué planes ni qué niño muerto! Esa es la manía de la gente de hoy.
El Presidente cogió por el brazo a Bill con su enorme mano, y empezó a andar, llevándole así sujeto hasta la puerta.
—Y es que está todo tan puñeteramente planificado... En cuanto a Linda, es una chica ardiente. ¡Ve a casa y hazle un bebé! Y, si es un chico, llámale Esker. Me gustaría.
Su mano ya había accionado el picaporte de la puerta. Martin se volvió hacia él; pero Anderson tenía el propósito definido de dejarle fuera de la sala ovalada antes de que pudiera poner objeciones a la petición de Donnally.
—Tú, tranquilo, Bill. Gilley y yo cuidaremos de ti. Sólo tienes que hacer esa insignificancia por nosotros. Dale muchos recuerdos a Linda.
La puesta estaba abierta, y el timbre sonaba ininterrumpidamente.
—Y gracias por venir.
Se cerró la puerta tras de Martin, y el incesante repiqueteo cesó. El guardia del vestíbulo seguía en su puesto, ocupado en hablar en voz baja por teléfono. Miró a Martin, y dejó de hablar.
—¿Sabe usted el camino, señor Director?
—Sí, gracias.
Martin, a un tiempo furioso y frustrado, entró en el ascensor y oprimió el botón correspondiente. Una vez más se sentía dominado por el asco irresistible que le producía la llaneza y ordinariez de Esker Anderson.
Al salir por la puerta oeste de la planta baja, encontró su coche esperándole. El chófer le entregó las cartas y documentos que le había confiado un mensajero de la oficina. Martin abrió un sobre grande, de color pardo, y se puso a hojear mecánicamente los papeles; pero estaba abstraído, pensando únicamente en sus problemas más inmediatos. Colaboraría con Gilley, desde luego. ¿Qué otra alternativa le quedaba? El Presidente podía hundirle con el Informe Primula; y, además, sin correr ningún riesgo.
Mientras el coche cruzaba el puente, Martin ordenó metódicamente todo lo que tenía que hacer. Podía suministrar informes al Presidente, que le harían ganar su confianza. Gilley había estado tanto tiempo excluido de las informaciones que aprovecharía cualquier oportunidad.
Martin sabía que era arriesgado dar a Donnally los documentos que quería sobre Monckton y Forville. ¿Qué ocurría si uno u otro resultaban elegidos? La venganza que caería sobre Martin, y también sobre la Compañía, sería terrible. Mas, ¿cómo podía decirle a Donnally: «De eso, ni hablar»? Con el pie derecho dio, nerviosamente, unos golpecitos sobre la alfombra gris del coche. Decidió aguantar y esperar.
Pero, ¿significaban todas aquellas muestras evidentes de preocupación por Gilley que los políticos de la Casa Blanca pensaban ahora que el Vicepresidente podía ser vencido por uno de los republicanos? Martin se dio cuenta de que había llegado el momento de dirigir sus pasos en aquella dirección, hacia el Gobernador Forville. E incluso hacia Richard Monckton, en la medida de lo posible; por desgracia, muy escasa por el momento.
Martin se preguntaba cómo podría acercarse a Forville. De los hombres que rodeaban al Gobernador, quien mejor se prestaba a sus propósitos era Tessler. Súbitamente, encontró el modo de conseguirlo: haría que Tessler fuera a Washington, a la fiesta que iba a celebrar en honor de Jack Atherton. Martin sabía que Tessler se tenía por una celebridad muy solicitada en sociedad; la lista de invitados, era muy selecta, y Tessler no rehusaría.
Cuando el coche se detuvo junto al bordillo de la acera, delante de su casa, los papeles, que no había leído, seguían sobre sus rodillas. Pero se sentía más tranquilo. Sabía que Tessler podía proporcionar mejor información que la que le suministraba Foretel. Cuando el chófer le abrió la puerta, Martin apostó mentalmente consigo mismo que podría comprar al astuto catedrático de Harvard. Con la cartera bajo el brazo, salió del coche, y empezó a caminar por el sendero de adoquines. Al introducir la llave en la cerradura, se quedó inmóvil por un momento, deseando ardientemente que Linda no se encontrara en casa.