Capítulo 33

—Despierta, señorita.

Cuando abro los ojos, tiene la nariz pegada a la mía.

Doy a mi cerebro unos momentos para ponerse en marcha y a mis ojos tiempo para adaptarse a la luz del día. Cuando al fin veo algo, resulta que distingo un brillo de alegría en sus ojos verdes. Yo, por mi parte, quiero seguir durmiendo. Es sábado y ni siquiera mi necesidad de arrancarle la piel a tiras va a hacer que me mueva de esta cama en un buen rato.

Lo aparto y le doy la espalda.

—No te hablo —murmuro, y me acurruco otra vez en mi almohada. Me da una palmada en el culo y a continuación me coloca panza arriba y me sujeta por las muñecas—. ¡Me ha dolido! —le grito.

Las comisuras de sus labios se curvan, pero no estoy de humor para el Jesse arrebatador esta mañana. ¿Por qué está tan contento? Ah, sí. Claro que sé por qué. Ha hecho pedazos el vestido tabú y me tiene para él antes de las ocho de la mañana.

Estoy envuelta en él de pies a cabeza y me mira. ¡Debería levantar la rodilla y darle donde duele!

—Hoy pueden ocurrir dos cosas —me informa—: puedes ser razonable y pasaremos un día encantador, o puedes seguir siendo una seductora rebelde y entonces me veré obligado a esposarte a la cama y hacerte cosquillas hasta dejarte inconsciente. ¿Qué prefieres, nena?

¿Que sea razonable? ¿Más? La mandíbula me llega al suelo y él me mira con interés. ¿De verdad cree que no voy a discutir esa propuesta suya?

Levanto la cabeza para estar lo más cerca posible de su cara sin afeitar y tan atractiva que casi me molesta.

—Que te jodan —digo despacio y con claridad.

Retrocede con los ojos como platos ante mi osadía. Yo también estoy bastante avergonzada de mí misma, pero Jesse y sus exigencias desmedidas sacan lo peor de mí.

—¡Cuidado con esa puta boca!

—¡No! ¿Por qué demonios tienes porteros que te informan de mis movimientos? —Ese pequeño detalle acaba de aterrizar en mi cerebro medio dormido. Pero, si estoy en lo cierto y está pagando a los porteros para que me vigilen, voy a entrar en erupción.

—Ava, lo único que quiero es asegurarme de que estás a salvo. —Deja caer la cabeza y empieza a morderse el labio—. Me preocupo, eso es todo.

¿Que se preocupa? ¿No hace ni un mes que me conoce y ya se ha puesto en plan protector y posesivo? Pisotea a quien haga falta, me desbarata los planes, corta mis vestidos y me prohíbe beber.

«¡Que yo sea razonable!»

—Tengo veintiséis años, Jesse.

Me mira a los ojos. Se le han oscurecido de nuevo.

—¿Por qué te pusiste ese vestido?

—Porque quería cabrearte —respondo con sinceridad. Me retuerzo un poco en vano. No voy a ninguna parte.

—Pero pensabas que no ibas a verme. —Frunce el ceño.

¿Cree que me lo puse para otro?

—Lo hice por principios —digo entre dientes. Quería tener la última palabra aunque él no se enterara—. Me debes un vestido.

Sonríe y casi me deslumbra.

—Lo pondremos en la lista de cosas que hacer hoy.

¿Qué hay en esa lista? Ahora mismo, lo único que quiero es dormir. O que me despierte de otra manera. Me contoneo debajo de él y arquea las cejas sorprendido.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta intentando descaradamente ocultar una sonrisa.

Vale, sé a la perfección a qué está jugando. No va a tocarme, igual que hizo anoche e igual que hizo ayer antes de que saliera. Ése va a ser mi castigo por haberle plantado cara. Es lo peor que podía hacerme.

—No es necesario que me protejas —rezongo; me agito debajo de él y consigo liberarme. Puede retarme todo lo que quiera.

—Es señal de lo mucho que me importas —dice cuando ya me he ido y lo he dejado en la cama.

¿Que le importo? No quiero importarle, quiero que me quiera. Cruzo el dormitorio, entro en el baño y cierro la puerta. Le importo. ¿Como a un hermano o algo así? Noto que el corazón se me parte lentamente.

Utilizo el retrete y me lavo las manos antes de colocarme frente al enorme espejo que hay detrás del lavabo doble. Suspiro, agotada. ¿Qué voy a hacer? Le importo. Si importarle significa tener que aguantar todo esto, entonces que se lo meta por donde le quepa.

Me lavo la cara y hago ademán de coger el cepillo de dientes de Jesse, pero entonces me doy cuenta de que justo ahí está mi cepillo de dientes. ¿Perdona? Le pongo pasta con cara de no comprender nada y empiezo a cepillarme los dientes. Miro el reflejo de la ducha en el espejo y veo mi champú y mi acondicionador, junto con mi cuchilla y mi gel de ducha. ¿Me ha mudado aquí? Continúo cepillándome los dientes, abro la puerta que conduce al dormitorio y me encuentro a Jesse despatarrado boca abajo en la cama con la cabeza enterrada en la almohada. Paso junto a él de camino al vestidor y casi me atraganto con la pasta de dientes cuando veo colgada una selección de mi ropa.

¡Me ha mudado a su apartamento! Esto es pasarse tres pueblos, ¿no? ¿Es que yo no tengo ni voz ni voto? Puede que lo quiera, pero sólo lo conozco desde hace unas semanas. ¿Mudarme a vivir con él? ¿Qué significa esto? ¿Quiere tenerme aquí para protegerme? Si es así, que le den, y mucho. Más bien me quiere aquí para controlarme.

—¿Algún problema?

Me vuelvo con el cepillo de dientes colgando de la boca y ahí está Jesse, en la puerta del vestidor, un tanto nervioso. Es una expresión que no le había visto nunca. Mi mirada desciende por su torso y se deleita en el movimiento de sus músculos cuando se coge al umbral del vestidor con las dos manos. Pero rápidamente desvío la atención de la distracción de su pecho y de repente recuerdo por qué estoy en el vestidor. Farfullo una ráfaga de palabras ininteligibles con el cepillo y la pasta de dientes en la boca.

—Perdona, vas a tener que repetírmelo. —Las comisuras curvadas de los labios le delatan, y yo me saco el cepillo de dientes de la boca de un tirón.

Sabe perfectamente lo que me pasa. Vuelvo a farfullar. Mis palabras resultan algo más comprensibles sin el cepillo, pero la pasta sigue impidiéndome hablar con claridad.

Pone los ojos en blanco, me coge en brazos y me lleva al cuarto de baño.

—Escupe —me ordena cuando me deja en tierra.

Me vacío la boca de pasta y vuelvo la cara para mirar a mi controlador exigente.

—¿Qué es todo esto?

Trazo un círculo con el brazo para señalar mis cosas.

Jesse aprieta los labios para reprimir una sonrisa y se inclina hacia adelante y lame los restos de pasta de dientes de mis labios. Se toma su tiempo en mi labio inferior.

—Ya está. ¿Qué es qué?

Me pasa la lengua por la sien y me suelta en el oído su aliento suave y tibio. Me tenso cuando me toma el sexo con la mano y los escalofríos de placer me recorren en todas direcciones.

—¡No! —Lo aparto de mí de un empujón—. ¡No vas a manipularme con tus deliciosas habilidades divinas!

Sonríe. Es su sonrisa arrebatadora.

—¿Crees que soy un dios?

Resoplo y vuelvo a mirar al espejo. Si su arrogancia sigue aumentando a este ritmo, voy a tener que saltar por la ventana del cuarto de baño para no morir aplastada.

Me rodea la cintura con el brazo y me atrae hacia sí. Apoya la barbilla en mi hombro y estudia mi reflejo en el espejo. Presiona su erección contra mis muslos y mueve las caderas en círculo. Tengo que agarrarme al lavabo con las manos.

—No me importa ser tu dios —susurra con voz ronca.

—¿Por qué están mis cosas aquí? —pregunto a su reflejo. Obligo a mi cuerpo a comportarse y a no caer en la tentación de su encantadora divinidad.

—Las he recogido antes de casa de Kate. Pensé que podrías quedarte aquí unos días.

—¿Puedo opinar?

Vuelve a mover las malditas caderas y me saca un gritito.

—¿Te he permitido hacerlo alguna vez?

Niego con la cabeza mientras observo su reflejo. Esboza una media sonrisa traviesa y vuelve a mover las caderas. No voy a reaccionar a sus malditos contoneos porque sé que va a volver a dejarme con las ganas. ¿Y a qué está jugando Kate dejando que cualquiera curiosee entre mis cosas? Hay ropa para más de dos días en el vestidor. ¿Qué se propone este hombre?

—Arréglate, señorita. —Me besa el cuello y me da un azote en el culo—. Vamos a salir. ¿Adónde te gustaría ir?

Lo miro, pasmada.

—¿Me dejas decidirlo a mí?

Se encoge de hombros.

—Tengo que dejar que te salgas con la tuya alguna vez.

Lo dice impasible. Está muy serio.

Debería aceptar su oferta con los brazos abiertos y aprovechar que está siendo razonable, pero experimento cierto recelo. Después de su reacción de anoche, de la masacre del vestido tabú y de que se negara a hablarme, no entiendo por qué se ha levantado tan equilibrado y tolerante.

—¿Qué te apetece hacer? —pregunta.

—Vamos a Camden —sugiero, y me preparo para recibir un no por respuesta. Todos los hombres odian el ajetreo y el ir de un lado para otro mirando puestos y tiendas.

—Vale.

Se vuelve para meterse en la ducha y me deja en el lavabo preguntándome dónde está don Controlador. Ahora sí que sospecho que trama algo.

Llego al pie de la escalera y oigo que Jesse está hablando con alguien por el móvil. Voy a la cocina y babeo un poco. Está magnífico con unos vaqueros gastados y un polo azul marino con el cuello levantado, al estilo Jesse. Se ha afeitado y se ha puesto fijador en el pelo. Es guapo más allá de lo razonable y nada razonable en todo lo demás.

—Iré mañana, ¿va todo bien? —Se vuelve en el taburete y me da un repaso con la mirada—. Gracias, John. Llámame si me necesitas.

Guarda el móvil sin quitarme los ojos de encima y se cruza de brazos.

—Me gusta tu vestido. —Su voz es grave y ronca.

Miro mi vestido de estampado floral. Me llega a la rodilla, así que probablemente apruebe el largo. Me sorprende que Kate lo haya escogido, es un tanto veraniego, con la espalda al aire y sin mangas. Sonrío para mis adentros. Aún no ha visto la espalda y tampoco voy a enseñársela. Me obligaría a cambiarme. Lo sé.

Me pongo un cárdigan fino de color crema y luego me cuelgo, cruzado, el bolso de terciopelo.

—¿Estás listo? —pregunto.

Salta del taburete y se me acerca de mala gana. Espero un buen morreo, pero nada. En vez de eso, se pone las Wayfarer, me coge de la mano y me lleva hacia la puerta. ¿Voy a pasar todo el día con él y no va a darme ni un beso?

—No vas a tocarme en todo el día, ¿verdad?

Mira nuestras manos entrelazadas.

—Te estoy tocando.

—Ya me entiendes. Me estás castigando.

—¿Por qué iba a hacerlo, Ava? —Me mete en el ascensor. Sabe perfectamente a qué me refiero.

Lo miro.

—Quiero que me toques.

—Ya lo sé.

Introduce el código.

—Pero ¿no vas a hacerlo?

—Dame lo que quiero y lo haré. —No me mira.

No me lo puedo creer.

—¿Una disculpa?

—No lo sé, Ava. ¿Tienes que disculparte? —Sigue mirando al frente. Ni siquiera me mira en el reflejo de las puertas.

—Lo siento —escupo. No doy crédito a lo que está haciendo y tampoco a lo desesperada que estoy por sus caricias.

—Oye, si vas a disculparte, que al menos parezca que lo sientes.

—Lo siento.

Su mirada se encuentra con la mía en el espejo.

—¿De verdad?

—Sí. Lo siento.

—¿Quieres que te toque?

—Sí.

Se vuelve hacia mí de prisa, me empuja contra la pared de espejos y me cubre por completo con su cuerpo. Me siento mejor al instante. No ha sido tan difícil.

—Empiezas a entenderlo, ¿verdad? —Sus labios están a punto de rozar los míos y sus caderas me presionan la parte baja del vientre.

—Lo entiendo —jadeo.

Me toma la boca, encuentro sus hombros con las manos y le clavo las uñas en los músculos. Sí, esto está mucho mejor. Doy con su lengua y me fundo en él por completo.

—¿Contenta? —pregunta cuando pone fin a nuestro beso.

—Sí.

—Yo también. Vámonos.

Paramos a desayunar en Camden después de que Jesse se haya salido con la suya y hayamos ido en coche. Hace un día precioso y estoy pasando calor con el cárdigan, pero lo soportaré un ratito más. Todavía es capaz de llevarme a casa, caída en desgracia, y obligarme a cambiarme.

Me espera junto a la portezuela del coche y cruzamos la calle en dirección a un café pequeño, adorable y singular.

—Te va a encantar. Nos sentaremos fuera. —Aparta un sillón grande de mimbre para que me siente.

—¿Por qué me va a encantar? —pregunto ya sentada en el cojín con estampado de lunares.

—Hacen los mejores huevos a la benedictina. —Me dedica una sonrisa resplandeciente cuando ve que se me iluminan los ojos.

La camarera se acerca babeando al ver a Jesse en toda su divina masculinidad, pero él no se da ni cuenta.

—Dos de huevos a la benedictina —dice señalando el menú—. Un café solo y un capuchino con extra de café, sin azúcar y sin chocolate, por favor. —Mira a la camarera y la destroza con una de sus sonrisas reservadas sólo para mujeres—. Gracias.

Da la impresión de que la mujer se tambalea un poco. Me río para mis adentros. Sí, tuvo ese mismo efecto en mí la primera vez que lo vi. Al final consigue encontrar la voz.

—¿Van a querer salmón o jamón con los huevos?

Jesse le pasa el menú y se quita las Wayfarer para que reciba de lleno el impacto de su impresionante rostro.

—Salmón, por favor.

Sacudo la cabeza, alucinada, y miro el teléfono mientras la camarera se toma su tiempo para tomar nota de nuestro pedido, que es bien sencillo. Me pregunto si Victoria y Drew habrán congeniado. Tom no me preocupa tanto, seguro que está enamorado otra vez de su alma gemela más reciente.

—¿Pan blanco o integral?

—¿Perdona? —Levanto la vista del móvil y veo que la camarera sigue ahí.

—¿Quieres pan blanco o integral? —me repite Jesse con una sonrisa.

—Ah, integral, por favor.

Vuelve a mirar a la camarera languideciente con sus gloriosos ojos verdes.

—Integral para los dos, gracias.

Ella le lanza su sonrisa más dispuesta antes de marcharse al fin. La reacción que ha tenido con Jesse me recuerda la cantidad de mujeres que debe de haber habido antes de que me conociera. Se me revuelve el estómago. ¿Era igual de controlador y exigente con todas las demás? Dios bendito, apuesto a que ha estado con unas cuantas. Dejo mi móvil en la mesa y miro a Jesse, que me observa con atención y se muerde el labio. ¿Qué estará tramando?

—¿Qué tal las piernas? —pregunta, pero sé que ése no es el motivo de que se muerda el labio.

—Bien. ¿Sueles correr a menudo? —Ya me sé la respuesta. Nadie se levanta en plena noche para correr veinticuatro kilómetros si no es una práctica habitual.

—Me distrae. —Se encoge de hombros y se reclina contra su asiento, pensativo.

—¿De qué?

No me quita ojo.

—De ti.

Me río. Está claro que últimamente no sale mucho a correr, porque se pasa casi todo el tiempo pasando por encima de mis planes.

—¿Por qué necesitas distraerte de mí?

—Ava, porque… —Suspira—. No puedo estar lejos de ti y, lo que es aún más preocupante, no quiero. —Su tono transmite frustración. ¿Está frustrado conmigo o consigo mismo?

La camarera nos sirve los cafés y se queda un momento a la espera, pero no recibe otra sonrisa devastadora como premio. Jesse sólo tiene ojos para mí. Su afirmación es agridulce. Me encanta que no pueda estar lejos de mí, pero me ofende un poco que parezca resultarle molesto.

—¿Y por qué es preocupante? —pregunto como si no me importara mientras remuevo mi capuchino y rezo mentalmente para que me dé una respuesta satisfactoria. Pasan unos instantes y no hay respuesta, así que levanto la mirada y me doy cuenta de que sus engranajes mentales están trabajando a toda velocidad y de que su labio inferior está recibiendo mordiscos a diestro y siniestro.

Al rato, exhala con fuerza y baja la vista.

—Me preocupa porque siento que no lo controlo. —Vuelve a levantarla y me penetra con su mirada verde e implacable—. No llevo bien lo de no tener el control, Ava. No en lo que a ti respecta.

¡Ja! ¿Está reconociendo que es un controlador y exigente más allá de lo razonable? Es obvio que no le gusta nada que le lleven la contraria, lo he visto con mis propios ojos.

—Si fueras más razonable no tendrías la sensación de no tener el control. ¿Eres así con todas tus mujeres?

Abre los ojos como platos y luego los entorna.

—Nunca me ha importado nadie lo suficiente como para hacerme sentir así. —Coge la taza de café—. Es típico que vaya y me busque a la mujer más rebelde del planeta para…

—¿Intentar controlarla? —Arqueo las cejas y Jesse me pone mala cara—. ¿Y tus relaciones pasadas?

—No tengo relaciones. No me interesa comprometerme con nadie. Además, no tengo tiempo.

—Has dedicado bastante tiempo a pasar sobre mí y a fastidiarme —contesto rápidamente por encima de mi taza de café. Si esto no es ir en serio, yo no sé lo que es.

Sacude la cabeza.

—Tú eres distinta. Te lo he dicho, Ava. Pasaré por encima de quien intente interponerse en mi camino. Incluso de ti.

Lo sé. Ya lo hizo cuando me negué a quedarme. Me alegro de que el ritual sea distinto al de otros que hayan tenido el placer de sufrirlo. Me viene a la cabeza el pobre Petulante. ¿No le interesan las relaciones? Entonces ¿adónde va esto?

Nuestro desayuno aterriza en la mesa y huele a gloria. Lo ataco con el tenedor y medito sobre lo que ha dicho acerca de no tener el control. La solución es muy sencilla: deja de ser tan exigente y tan difícil. Va a darle un infarto por culpa del estrés si sigue por ese camino.

—¿Por qué soy distinta? —pregunto, casi sin atreverme.

Está con el salmón.

—No lo sé, Ava —responde con calma.

—No sabes gran cosa, ¿no? —Es lo único que me dice, el muy capullo, cuando intento encontrar una razón para su manía de controlarlo todo. Despierto «toda clase de sentimientos». ¿Cómo se supone que debo tomarme esta situación?

—Sé que nunca he querido follarme a una mujer más de una vez. De ti, sin embargo, no me canso.

Me echo hacia atrás, horrorizada, y casi me atraganto con un trozo de tostada.

Tiene la decencia de parecer arrepentido.

—Eso no ha sonado bien. —Deja el tenedor en el plato, cierra los ojos y se masajea las sienes—. Lo que intentaba decir es que… en fin… nunca me ha importado una mujer lo suficiente como para querer algo más que sexo. No hasta que te conocí. —Se frota las sienes con más fuerza—. No puedo explicarlo pero tú también lo sentiste, ¿verdad? —Me mira y creo que desea con desesperación que se lo confirme—. Cuando nos conocimos, lo sentiste.

Sonrío.

—Sí, lo sentí.

No lo olvidaré nunca.

Su expresión cambia al instante: vuelve a sonreír.

—Tómate el desayuno. —Señala mi plato con el tenedor y me resigno a vivir ignorando lo que tanto ansío saber. Si él no lo sabe, no es muy probable que yo llegue a enterarme. ¿Sería más fácil aguantarlo si supiera qué hace que se ponga en marcha su compleja cabecita?

En cualquier caso, me ha dicho, aunque no con esas palabras, que quiere algo más que sexo, ¿no? Así que le importo. ¿Que le importe equivale a que me controle? ¿Y nunca ha tenido una relación? No me lo creo ni de coña. Las mujeres se le echan encima. No es posible que se las tire sólo una vez, ¿no? Jesús, si nunca se ha follado a una mujer más de una vez, ¿con cuántas se habrá acostado? Estoy a punto de preguntárselo, pero me freno en cuanto abro la boca. ¿Quiero saberlo? He estado acostándome con este hombre sin protección y, aunque me ha dicho que nunca lo ha hecho sin condón —excepto conmigo—, ¿debería creerlo?

—Tenemos que comprarte un vestido para la fiesta de aniversario de La Mansión —me dice. Está claro que es una táctica para distraerme y hacer que me olvide de mis preguntas y cavilaciones. Estoy segura de que sabe lo que estoy pensando.

—Tengo muchos vestidos. —No podría haberlo dicho con menos entusiasmo, lo cual es bueno, porque es como me siento. Sólo me consuela un poco saber que Kate estará allí para ayudarme a sobrevivir a la velada con Sarah observándome y lanzándome pullas. ¿Se habrá tirado a Sarah? Supongo que es posible, ya que sólo se las folla una vez. La idea hace que clave el tenedor a mi desayuno con demasiada violencia.

Frunce el ceño.

—Necesitas uno nuevo.

Es ese tono de voz que me reta a desafiarlo.

Suspiro ante la idea de otra discusión sobre ropa. Tengo muchas prendas entre las que elegir sin necesidad de comprarme un vestido nuevo y, aunque no las tuviera, encontraría cualquier cosa con tal de evitar ir de compras con Jesse.

—Además, te debo un vestido. —Estira el brazo por encima de la mesa y me sujeta un mechón rebelde detrás de la oreja.

Sí, me debe un vestido, pero no lo quiero porque dudo que me deje elegirlo u opinar sobre el que me compre.

—¿Puedo elegirlo yo?

—Por supuesto. —Deja el tenedor en el plato—. Tampoco soy tan controlador.

Casi se me caen los cubiertos. ¿Me está tomando el pelo?

—Jesse, eres verdaderamente muy especial. —Pongo en mi voz toda la dulzura que la frase merece.

—No tanto como tú. —Me guiña el ojo—. ¿Lista para Camden?

Asiento y cojo el bolso de la silla. Me observa desconcertado. Pongo un billete de veinte bajo el salero de la mesa y él lanza un resoplido exagerado, se saca la cartera del bolsillo y sustituye mi dinero por el suyo. Me quita el monedero de las manos y vuelve a meter el billete dentro.

«¡Don Controlador!»

Mi móvil empieza a bailar sobre la mesa, pero antes de que pueda decirle a mi cerebro que lo coja, Jesse me lo birla delante de las narices.

—¿Hola? —saluda al interlocutor misterioso. Lo miro sin poder creérmelo. No tiene modales en lo que a los teléfonos se refiere. ¿Quién será?—. ¿Señora O’Shea? —dice tan tranquilo. Abro la boca todo lo que me da de sí. ¡No! ¡Que no sea mi madre! Intento que me devuelva el teléfono, pero se aparta de mí con una sonrisa pérfida plasmada en ese rostro tan endiabladamente atractivo—. Tengo el placer de estar en compañía de su preciosa hija —informa a mi madre. Me revuelvo en la mesa y él se vuelve en dirección contraria, mirándome con el ceño fruncido. Aprieto los dientes y hago gestos desesperados con la mano para que me devuelva el teléfono, pero se limita a levantar las cejas y a sacudir la cabeza—. Sí, Ava me ha hablado mucho de usted. Tengo muchas ganas de conocerla. —¡Cretino metomentodo! No le he contado gran cosa sobre mis padres y, desde luego, ellos ni siquiera saben de su existencia. Por Dios, esto es lo que me faltaba. Lo miro con odio, me levanto y estiro el brazo para quitarle el móvil, pero él da un salto hacia atrás—. Sí, se la paso. Ha sido un placer hablar con usted.

Me pasa el teléfono y se lo quito con un tirón furibundo.

—¿Mamá?

—¿Ava, quién era ése? —Mi madre parece desconcertada, como me imaginaba. Se supone que soy joven, libre y soltera en Londres, y ahora un hombre desconocido contesta mi móvil. Entorno los ojos y miro a Jesse, que parece estar muy orgulloso de sí mismo.

—Sólo es un amigo, mamá. ¿Qué pasa?

Jesse se lleva las manos al corazón e imita a un soldado herido, pero su expresión de enfado no casa para nada con su juguetona pantomima. Mi madre emite un bufido de desaprobación. No me puedo creer lo que el cabrón arrogante acaba de hacer. Y con todo lo que tengo que aguantar ahora mismo, sólo me faltaba el bonus añadido de mi madre ensañándose con que me haya metido en otra relación demasiado pronto.

—Me ha llamado Matt —me dice impasible.

Doy la espalda a Jesse para intentar ocultar mi cara de sorpresa. ¿Por qué habrá llamado Matt a mi madre? ¡Mierda! No puedo hablar de esto ahora mismo, no con Jesse delante.

—Mamá, ¿podemos hablar luego? Estoy en Camden y hay mucho follón. —Los hombros me llegan a las orejas cuando noto la mirada de acero de Jesse clavada en la espalda.

—Claro. Sólo quería que lo supieras. Fue muy cortés, no me gustó. —Parece furiosa.

—Vale, te llamo luego.

—Bien, y recuerda: diversión sin compromiso —añade sin tapujos al final para recordarme mi estatus, sea el que sea.

Me vuelvo para mirar a Jesse y lo encuentro tal y como era de esperar: nada contento.

—¿Por qué has hecho eso? —le grito.

—¿Sólo es un amigo? ¿Sueles permitir que tus amigos te follen hasta partirte en dos?

Dejo caer los hombros en señal de derrota. Me está dejando el cerebro frito con tanto cambiar el modo en que habla de nuestra relación. Me folla; le importo; me controla…

—¿Es que el objetivo de tu misión es complicarme la vida todo lo posible?

Su mirada se suaviza.

—No —dice en voz baja—. Lo siento.

Dios mío, ¿hemos hecho progresos? ¿Acaba de disculparse por ser un capullo? Me ha dejado más a cuadros que cuando me ha robado el teléfono y ha saludado a mi madre como si la conociera de toda la vida. Él mismo ha dicho que no se disculpa a menudo pero, teniendo en cuenta que no le gusta hacerlo, comete un montón de locuras que merecen disculpas.

—Olvídalo —suspiro, y guardo el móvil en el bolso. Empiezo a caminar por la calle hacia el canal. Me pasa el brazo por los hombros en cuestión de segundos. Mi pobre madre estará provocándole a mi padre un buen dolor de cabeza en este instante. Sé que me va a someter a un tercer grado. En cuanto a Matt… Sé a qué está jugando. Ese gusano taimado está intentando ganarse a mis padres. Se va a llevar una gran decepción. Ahora mis padres ya no se molestan en ocultar que lo detestan; antes lo aguantaban por mí.

Pasamos el resto de la mañana y buena parte de la tarde vagando por Camden. Me encanta, la diversidad es uno de los mayores atractivos de Londres. Podría pasarme horas en las callejuelas adoquinadas de los mercados. Jesse me sigue cuando me paro a mirar los puestos, no se separa de mí y no me quita las manos de encima. Me alegro mucho de haberme disculpado.

Caminamos por la zona de restaurantes y ya no puedo aguantar más el calor. No es un día especialmente caluroso, pero, con tanta gente y tanto turista, estoy agobiada. Me quito el bolso y luego la chaqueta para atármela a la cintura.

—¡Ava, a tu vestido le falta un buen trozo!

Me vuelvo con una sonrisa y lo veo mirándome atónito la espalda descubierta. ¿Qué va a hacer? ¿Desnudarme y cortarlo a tiras?

—No, está diseñado así —lo informo tras anudarme el cárdigan a la cintura y ponerme de nuevo el bolso. Me da la vuelta y me sube la chaqueta todo lo que puede para intentar ocultar la piel expuesta.

—¿Quieres parar? —Me río y me aparto.

—¿Lo haces a propósito? —salta. Me coloca la palma de la mano en la espalda.

—Si quieres faldas largas y jerseys de cuello alto, te sugiero que te busques a alguien de tu edad —murmuro cuando empieza a guiarme entre la multitud. Me gano unas cosquillas por descarada. Lo siguiente que hará será ponerme un burka.

—¿Cuántos años crees que tengo? —pregunta con incredulidad.

—Resulta que no lo sé, ¿recuerdas? —contraataco—. ¿Quieres sacarme de la ignorancia?

Resopla.

—No.

—Me lo imaginaba —murmuro. Algo me llama la atención. Me desvío hacia un puesto lleno de velas aromáticas y cosas hippies. Jesse maldice detrás de mí y se abre paso entre la gente para no perderme.

Consigo acercarme y el hippy new age me saluda. Luce unas rastas indómitas y muchos piercings.

—Hola. —Sonrío y estiro el brazo para coger una bolsa de tela de un estante.

—Buenas tardes —responde—. ¿Te ayudo con eso?

Se acerca y me ayuda a sacar la bolsa.

—Gracias. —Noto la palma tibia de Jesse en la espalda, abro la bolsa de tela y saco el contenido.

—¿Qué es eso? —me pregunta Jesse mirando por encima de mi hombro.

—Son unos pantalones tailandeses —le digo mientras los estiro.

—Creo que necesitas unas tallas menos. —Frunce el ceño y mira el enorme trozo de tela negra que tengo en las manos.

—Son talla única.

Se ríe.

—Ava, ahí dentro caben diez como tú.

—Te los enrollas a la cintura. Le valen a todo el mundo. —Hace meses que quiero cambiar los míos, ya gastados, por unos nuevos.

Se aparta sin quitarme la mano de la espalda y mira los pantalones; no está del todo convencido. La verdad es que parecen unos pantalones hechos para el hombre más obeso del mundo, pero cuando les coges el truco son lo más cómodo que hay para estar por casa en un día perezoso.

—Se lo enseñaré. —El dueño del puesto me coge los pantalones y se arrodilla delante de mí.

Noto que la mano de Jesse se tensa en mi espalda.

—Nos los llevamos —escupe a toda velocidad.

Vaya, empieza la estampida.

—Necesita una demostración —dice Rastas alegremente. Sonríe y abre los pantalones a mis pies.

Levanto un pie para meterlo en los pantalones, pero Jesse tira de mí hacia atrás. Levanto la vista y le lanzo una mirada de advertencia. Está haciendo el tonto. El hombre sólo intenta ser amable.

—Tiene unas piernas estupendas, señorita —comenta Rastas con alegría.

Me da un poco de vergüenza.

—Gracias. —«¡No lo provoques!»

—Dame eso. —Jesse le quita los pantalones a Rastas antes de colocarme contra un estante lleno de velas. Menea la cabeza y farfulla algo incomprensible, hinca una rodilla en tierra y abre los pantalones. Sonrío con dulzura a Rastas, que no parece haberse dado cuenta del numerito a lo apisonadora de Jesse. Probablemente esté demasiado colocado como para eso. Me meto en los pantalones y me los subo mientras Jesse sujeta las dos mitades, con la arruga muy marcada en la frente. ¡Dios, cómo lo quiero!

Rápidamente, me hago con las cintas por miedo a que Rastas intente cogerlas.

—Así, ¿lo ves? —Doblo los pantalones por encima y las ato a un lado.

—Maravilloso —se burla Jesse, que los mira confuso. Su mirada encuentra la mía y sonrío de oreja a oreja. Sacude la cabeza, le brillan los ojos.

—¿Los quieres?

Empiezo a desatármelos y a bajármelos bajo la atenta mirada de Jesse.

—Los pago yo —lo aviso.

Pone los ojos en blanco y se ríe con sorna mientras saca un fajo de billetes del bolsillo.

—¿Cuánto cuestan los pantalones extragrandes? —le pregunta a Rastas.

—Sólo diez libras, amigo mío.

Los doblo y los meto en la bolsa.

—Voy a pagarlos yo, Jesse.

—¿Sólo? —Jesse se encoge de hombros y le da el billete a Rastas.

—Gracias. —Rastas se lo guarda en la riñonera.

—Vamos —dice, y coloca de nuevo la mano sobre la piel expuesta de mi espalda.

—No tenías que pasar por encima del pobre hombre —gimoteo—. Y yo quería pagar los pantalones.

Me sitúa a su lado y me besa en la sien.

—Calla.

—Eres imposible.

—Y tú preciosa. ¿Puedo llevarte ya a casa?

Hago un gesto de negación con la cabeza. Qué difícil es este hombre.

—Sí. —Los pies me están matando y tengo que felicitarlo por lo tolerante que ha sido con mi vagabundeo ocioso de hoy. Se ha mostado bastante razonable.

Dejo que me guíe entre la multitud hasta la salida del bullicioso callejón, donde el sonido de los altavoces y la música tecno me asalta los oídos. Levanto la vista y veo luces de neón destellando entre la oscuridad del edificio de una fábrica y un montón de gente en la puerta. Nunca he estado en ese sitio, pero es famoso por la ropa de club estrafalaria y los accesorios extremos.

—¿Te apetece ir a verlo?

Miro a Jesse, que ha seguido mi mirada hasta la entrada de la fábrica.

—Pensé que querías irte a casa.

—Podemos echar un vistazo. —Cambia el rumbo hacia la entrada y me conduce hacia ese lugar poco iluminado.

La música me taladra los oídos al entrar. Lo primero que veo es a dos gogós en un balcón suspendido en el aire, vestidas con ropa interior reflectante y realizando movimientos para quedarse con la boca abierta. No puedo evitar mirarlas embobada. Cualquiera pensaría que estamos en un club nocturno a primera hora. Jesse me lleva a una escalera mecánica y bajamos a las entrañas de la fábrica. Al llegar al fondo, mis ojos sufren el ataque del brillo de prendas fluorescentes de todos los tipos y colores. ¿De verdad que la gente se pone eso?

—No es precisamente encaje —musita cuando me ve mirando patidifusa una minifalda amarillo chillón con pinchos de metal en el bajo.

—No es encaje —asiento. Es horroroso—. ¿De verdad la gente se pone eso?

Se ríe y saluda a un grupo de personas que parecen a punto de desmayarse de la emoción. Deben de llevar como un millón de piercings entre todos. Me guía por el laberinto de pasillos. Estoy alucinada con lo que veo. Es ropa de noche de infarto para los amantes de la noche cañeros.

Vagamos por los pasillos de acero y bajamos más escalones. De repente estamos rodeados por todas partes de… juguetes para adultos. Me pongo roja. La música es muy ruidosa y absolutamente vulgar. Flipo al escuchar a una demente gritando algo sobre chupar pollas en la pista de baile mientras una dominatrix embutida en cuero restriega la entrepierna arriba y abajo por una barra de metal negra. No soy una mojigata, pero esto escapa a mi comprensión. Vale, estamos en la sección de adultos y me siento muy, muy incómoda. Nerviosa, levanto la vista hacia Jesse.

Le brillan los ojos y parece estar divirtiéndose mucho.

—¿Sorprendida? —me pregunta.

—Más o menos —confieso. No es tanto por los productos como por la chica llena de piercings, tatuajes y semidesnuda que hay en el rincón. Lleva plataformas de dieciséis centímetros y ejecuta movimientos que se pasan de descarados. Eso es lo que me tiene con la mandíbula tocando el suelo.

«¡Madre de Dios, joder!» ¿A Jesse le mola esta mierda?

—Es un poco exagerado, ¿no? —musita, y me lleva a una vitrina de cristal. Respiro de alivio al oírle decir eso.

—¡Vaya! —exclamo cuando me encuentro cara a cara con un vibrador enorme cubierto de diamantes.

—No te emociones —me susurra Jesse al oído—. Tú no necesitas de eso.

Trago saliva y se ríe con ganas en mi oído.

—No lo sé. Parece divertido —respondo pensativa.

Esta vez es él quien traga saliva con dificultad, sorprendido.

—Ava, antes muerto que dejarte usar uno de ésos. —Mira con asco el objeto ofensivo—. No voy a compartirte con nadie ni con nada. —Me aparta—. Ni siquiera con aparatos a pilas. —Me río. ¿Pasaría por encima de un vibrador? Sus exigencias escapan a toda razón. Me mira y me dedica su sonrisa arrebatadora. Me derrito—. Aunque es posible que acepte unas esposas —añade.

«¿Sí?» ¿Esposas?

—Esto no te pone, ¿verdad? —Señalo la habitación que nos rodea antes de levantar la cabeza hacia él.

Me mira con ternura, me atrae hacia sí y me da un besito en la frente.

—Sólo hay una cosa en el mundo que me pone, y me gusta cuando lleva encaje.

Me derrito de alivio y miro al hombre al que amo tanto que me duele.

—Llévame a casa.

Me dedica una media sonrisa y me planta un beso de devoción en los labios.

—¿Me estás dando órdenes? —pregunta pegado a mis labios.

—Sí. Llevas demasiado tiempo sin estar dentro de mí. Es inaceptable.

Se aparta y me observa detenidamente; los engranajes de su cabeza se disparan y aprieta los dientes.

—Tienes razón, es inaceptable. —Vuelve a morderse el labio y a centrarse en el camino que tenemos por delante. Me saca de la mazmorra y me lleva de vuelta a su coche.