Capítulo 24
Me siento a mi mesa soñando despierta, con la mente ocupada en The One y en los distintos tipos de polvo. Si —en mi pequeño mundo perfecto— acabo teniendo una relación con Jesse, ¿será siempre así? ¿Él dará las órdenes y yo a obedecer? Es eso, o que me folle con diferentes propósitos o que me someta a una cuenta atrás y me torture hasta que ceda o me supere físicamente y me obligue a hacer lo que él quiere. No niego que en la cama tiene su gracia, pero ha de haber cierto toma y daca, y no estoy segura de que Jesse sepa dar, a menos que se trate de sexo. La verdad es que en eso es muy bueno. Me encrespo cuando llego a la conclusión de que, sin duda, se debe a que ha tenido mucha práctica. Rompo el lápiz. ¿Qué? Miro el trozo de madera partido en dos que tengo en la mano. Huy.
—Qué pronto has llegado, Ava.
Sally entra en la oficina y me echo a reír para mis adentros. Ayer vi a una Sally que no conocía.
—Sí, me he levantado temprano. —Me quedo con ganas de añadir que es porque un capullo neurótico me hizo ponerme un jersey de invierno para dormir y me he despertado sudando a mares.
Se sienta a su mesa.
—Intenté llamarte ayer después de que te fueras.
—¿Sí?
Frunzo el ceño, pero entonces me doy cuenta de que debí de borrar la llamada perdida de Sally junto con las decenas de llamadas perdidas de Jesse.
—Sí. El hombre furibundo vino a la oficina al poco de que te marcharas.
—¿Vino?
Debí de imaginármelo.
—Sí, y no estaba de mejor humor.
Me hago una idea. Sonrío.
—¿Le diste un achuchón?
Suelta una carcajada y se deja caer hacia atrás en la silla sin parar de reír. No puedo evitar unirme a ella y me río a gusto. Se está desternillando en su mesa.
Patrick llega y nos mira a las dos, exasperado, antes de entrar en su despacho y cerrar la puerta tras de sí.
«¡Mierda!»
—¿Estaba Patrick? —pregunto.
Se quita las gafas y las limpia con la manga de su blusa marrón de poliéster.
—¿Cómo? ¿Cuándo vino el lunático? No, estaba recogiendo a Irene en la estación de tren.
Dejo escapar un suspiro de alivio. Pero ¿en qué estaba pensando Jesse? Es un cliente. No puede venir a mi oficina y usar su influencia para mangonear a todo el mundo. A duras penas puedo excusar su comportamiento como la clásica queja de un cliente. Ya me ha sacado una vez a rastras de la oficina.
La puerta del despacho se abre y la repartidora de flores entra con dificultad —otra vez la chica del Lusso— con dos voluminosos ramos.
—¿Entrega para Ava y Sally?
Sally casi se desmaya en su mesa. Apuesto a que nadie le ha enviado flores nunca. Aunque yo ya sé de parte de quién son. Es un cabrón lisonjero.
—¿Para mí? —dice Sally cuando coge el colorido ramo de las manos de la chica de reparto. Lo agita en dirección a mi despacho.
—Gracias —sonrío, y cojo el ramo de calas antes de firmar por las dos. Sal tiene cara de que va a pasarse el resto del día soñando despierta.
—¿Qué dice la tarjeta, Sal? —le pregunto cuando veo que la recorre de izquierda a derecha con la mirada.
Se reclina y se pone la mano en el corazón.
—Dice: «Por favor, acepta mis disculpas. Esa mujer me vuelve loco». ¡Ay, Ava! —Me mira emocionada—. ¡Cómo me gustaría a mí volver así de loco a un hombre!
Pongo los ojos en blanco y saco de entre las flores la tarjeta dirigida a mí. Apuesto a que no es una disculpa. Sally no opinaría lo mismo si tuviera que aguantar el comportamiento neurótico e irracional de Jesse. ¿Que yo lo vuelvo loco? Es de traca.
Abro la tarjeta.
ERES LA MUJER A LA QUE LLEVO ESPERANDO TANTO TIEMPO… UN BESO, J.
Mi lado cursi babea un poco, pero la parte sensata de mi cerebro —la que no está completamente loca por Jesse— grita en seguida que la mujer de su vida es la que se pone de rodillas y cumple todas sus órdenes, instrucciones y exigencias. Soy consciente de que, aunque eso es exactamente lo que he hecho en muchas ocasiones, también he de mantener mi identidad y mi forma de pensar. Es tremendamente duro, porque este hombre me afecta muchísimo. Ya se he hecho con mi cuerpo… Más bien, se ha apoderado de él.
Suena el teléfono e ignoro la punzada de decepción que siento cuando oigo el tono estándar, pero no puedo pasar por alto la de pánico cuando veo el nombre de Matt en la pantalla. ¿Qué querrá?
—Hola —saludo con todo el aburrimiento que quería aparentar.
—Ava, pensaba que no lo cogerías. —Su tono es de cautela, como no podría ser de otra manera después de la que me armó. Ni yo sé por qué he contestado.
—¿Y eso? —Mi voz destila sarcasmo. El gusano tiene agallas para llamarme, después de lo que me dijo y de cómo se portó.
—Perdona, Ava. Me pasé mucho. Fue un cúmulo de cosas. Mi jefe me dijo que van a recortar personal y, en fin, me puse de los nervios.
Adorable. ¿Por eso quería volver conmigo? ¿Quería tener estabilidad económica por si perdía su trabajo? ¡Capullo insolente! ¿Es consciente de lo que me ha dicho?
—Lamento la situación —contesto con sequedad.
—Gracias. He puesto las cosas en perspectiva. Te he perdido y ahora quizá pierda el trabajo. Todo está patas arriba. —La voz le tiembla de emoción.
Suspiro.
—Todo irá bien —intento consolarlo—. Eres muy bueno en tu trabajo.
Lo es. Tiene la confianza en sí mismo —demasiada confianza en sí mismo— que debe tener un comercial.
—Ya. En fin, sólo quería hacer las paces contigo.
Me parece bien siempre y cuando no empiece otra vez con el discurso de «quiero que vuelvas conmigo». ¿En qué estaba pensando?
—Está bien. No te preocupes. Ya nos veremos, ¿vale?
—Sí. Podríamos volver a comer juntos… Como amigos —añade a toda velocidad—. Todavía tengo algunas cajas con tus cosas.
—Las recogeré la semana que viene. Cuídate, Matt. —Ignoro su sugerencia de quedar para comer.
—Tú también.
Cuelgo y lanzo el teléfono sobre la mesa. Por muy cretino que sea, no le deseo que se quede en paro. Le irá bien. Me quito a Matt de la cabeza y me concentro en sacar algo de trabajo adelante. Finjo que no miro el móvil cada diez minutos para comprobar que está encendido y con el volumen alto. ¿Por qué no me ha llamado?
Voy caminando por nuestra calle después de haber comprado una botella de vino y diviso a Kate a lo lejos, saltando en medio de la calzada como la loca pelirroja que es. Al acercarme, me fijo bien. Aparcada junto a Margo hay otra furgoneta rosa chillón, pero nuevecita y reluciente. ¡Por fin ha invertido en una furgo nueva! Ya era hora.
—Bonita furgo —le digo cuando me aproximo.
Se da la vuelta, los ojos azules le bailan y tiene las mejillas pálidas sonrojadas.
—¿Tú sabes algo de esto?
«¿Yo?»
—¿Por qué iba a saber algo?
—Acabo de llegar a casa y estaba ahí aparcada. Me he quedado un rato contemplándola, luego he entrado en casa y he tropezado con las llaves junto a la puerta. Mira.
Me pone las llaves delante de las narices, lo que me obliga a mirar la nota que cuelga de un hilo en el llavero.
NI UN MORATÓN MÁS EN EL CULO, POR FAVOR.
«¡No!» No habrá sido capaz. Recuerdo lo tremendo de su reacción al ver mis maltrechas posaderas.
—¿Has hablado con Sam? —pregunto.
—Sí. Dice que hable con Jesse.
—¿Por qué te habrá dicho eso? —quiero saber.
—Está claro: porque cree que Jesse es el comprador misterioso. —Pone los ojos en blanco—. Si el señor me ha comprado una furgoneta para que no vuelvas a hacerte cardenales en el culo, pues… ¡tengo que decir que me encanta que tengas la piel tan delicada como un melocotón!
Esto no está bien.
—Kate, no puedes aceptarla.
Me mira disgustada y sé que no habrá forma humana o divina de obligarla a que devuelva la furgoneta. Su mirada dice que está encantada.
—¡Ni de coña! No intentes hacer que la devuelva. Ya la he bautizado.
—¿Qué? —A mi voz le falta mucha paciencia.
Pasa los dedos, largos y pálidos, por el capó.
—Te presento a Margo Junior.
Se recuesta sobre la furgoneta y acaricia el metal rosa.
Sacudo la cabeza, exasperada, y me voy a casa. Ahora todavía le gusta más ese tonto imposible. ¿De qué va? ¿Flores para Sally y una furgoneta para Kate? Ah, ¿y qué hay de arrojar las divisas de su majestad la reina de Inglaterra sobre la mesa de la cocina como si fueran trapos de cocina?
—¡Me la llevo a dar una vuelta! —grita Kate.
No le contesto, sino que subo la escalera y me voy directa a la cocina para meter las flores en un jarrón y descorchar la botella de vino. Me termino la primera copa y me voy a la ducha. ¿Le ha comprado una furgoneta a Kate?
Me tomo mi tiempo para quitarme el día de encima y me dejo la crema suavizante en el pelo cinco minutos mientras me paso la cuchilla. Cierro el grifo, escucho la canción de The Stone Roses que llevo todo el día desesperada por oír y casi me parto el cuello al salir de la ducha para echar a correr por el descansillo. El teléfono deja de sonar y la pantalla se ilumina: ocho llamadas perdidas.
No, no, no. Debe de estar tirándose de los pelos. Lo llamo mientras cruzo el descansillo hacia el salón. Miro por la ventana para ver si Kate ha vuelto.
No está, pero Jesse sí está dando vueltas por el sendero del jardín con el mismo aspecto divino de siempre. Lleva vaqueros y un jersey fino azul marino. Sonrío, un hormigueo me recorre el cuerpo de pies a cabeza con sólo mirarlo. Pulsa los botones del teléfono como un poseso y, tal y como esperaba, mi móvil se me ilumina en la mano.
«¡Ajá!»
—¡Hola! —digo tranquila y como si no pasara nada.
—¿Dónde diablos estás? —me ladra por teléfono. No hago caso de su tono de voz.
—¿Y dónde estás tú? —contraataco. Por supuesto, sé perfectamente dónde está. Me quedo de pie junto a la ventana, viendo cómo se pasa la mano por el pelo. Pero entonces desaparece de mi vista en el rellano de la puerta principal.
—Estoy en casa de Kate, echando la puerta abajo a patadas. ¿Es mucho pedir que me cojas el teléfono a la primera?
—Estaba ocupada con otra cosa. ¿Por qué no me has llamado en todo el día? —pregunto mientras bajo hasta la puerta principal.
—Porque, Ava, ¡no quiero que sientas que te estoy agobiando! —Está totalmente exasperado y eso me hace sonreír. Me encantan todos y cada uno de sus rasgos de locura.
—Pero aun así me estás gritando —le recuerdo. Miro por la mirilla y me derrito cuando lo veo apoyarse contra la pared.
—Lo sé —dice ya más tranquilo—. Me estás volviendo loco. ¿Dónde estás?
Lo veo deslizarse hacia abajo por la pared hasta que toca el suelo con el culo. Deja las rodillas dobladas e inclina la cabeza a un lado. Ay, no puedo verlo así.
Abro la puerta.
—Aquí.
Me mira y suelta el teléfono, pero no intenta levantarse. Sólo me mira, con el rostro inundado de alivio. Salgo y me deslizo por la pared de enfrente, de tal modo que quedamos sentados uno frente al otro, rodilla con rodilla. Esperaba que me cogiera y me obligase a entrar en casa, ya que voy medio desnuda, pero no lo hace, sino que alarga el brazo y me pone la mano en la rodilla. No me sorprende que provoque chispas de fuego en todo mi ser.
—Estaba en la ducha.
—La próxima vez, llévate el móvil al baño —me ordena.
—Vale. —Le hago un saludo militar.
—¿Y tu ropa? —Me recorre el cuerpo, cubierto por una toalla, con la mirada.
¡Ja! No iba a tenerlo esperando mientras me vestía. Me lo habría encontrado muerto de un ataque al corazón.
—En mi armario —respondo con sequedad.
Su mano desaparece bajo la toalla, me coge por encima de la cadera para hacerme cosquillas y la toalla se afloja.
—¡Amigo mío!
Miro hacia el sendero y veo a Sam. Cuando vuelvo a mirar a Jesse, parece como si… En fin, como si fuera a darle un ataque. Se pone de pie y tira de mí. No sé cómo lo hace, pero consigue mantenerme cubierta con la toalla.
—¡Sam, no te muevas, joder! —le grita.
Me coge en brazos y cruzamos la puerta a la velocidad de la luz. Oigo a Sam reírse a nuestras espaldas mientras Jesse sube la escalera corriendo conmigo en brazos y murmurando algo acerca de arrancar los ojos a los curiosos. Me arroja sobre la cama.
—Vístete, vamos a salir.
Levanto la cabeza de golpe. No pienso ir a La Mansión. Me pongo de pie, sin la toalla, y me dirijo al tocador.
—¿Adónde?
Recorre con la mirada mi cuerpo desnudo.
—He salido a correr y mientras tanto se me ha ocurrido que aún no te he llevado a cenar. Tienes unas piernas increíbles. Vístete.
Señala mi armario con la cabeza.
Si se refiere a cenar en La Mansión, yo paso. Evitaré el lugar a toda costa si ella va a estar allí y, dado que ya sabemos que trabaja para él, lo más probable es que esté.
—¿Adónde? —vuelvo a preguntar mientras empiezo a aplicarme manteca de coco en las piernas.
—A un pequeño italiano que conozco. Anda, vístete antes de que me cobre mi deuda.
De pie, me masajeo lentamente con la crema.
—¿Qué deuda?
Levanta las cejas.
—Me debes una.
—¿Cómo que te debo una? —Frunzo el ceño, pero sé exactamente a qué se refiere.
—Claro que me la debes. Te espero fuera, no sea que me dé por cobrármela antes de tiempo. —Me lanza una sonrisa picarona—. No quiero que pienses que es sólo sexo.
Me deja con ese pequeño comentario antes de irse.
Ah, ¿no es sólo sexo? Esas palabras me han alegrado el día. Quizá esta noche descubra qué trama esa maravillosa y compleja cabecita suya. De repente, me inunda la esperanza.
Tras darle muchas vueltas a qué voy a ponerme —me sorprende que no lo haya decidido por mí—, me decanto por unos pantalones capri beige, una camisa de seda en nude y unas bailarinas color crema. Me aseguro de ponerme un conjunto de ropa interior de encaje color coral; le encanta verme vestida de encaje. Me hago un recogido informal, me pinto los ojos ahumados y termino con un brillo de labios sin apenas color.
Salgo al descansillo y me encuentro a un Jesse irritado dando vueltas de un lado a otro. Frunzo el ceño.
—Tampoco he tardado tanto.
Levanta la vista y me dedica una sonrisa gloriosa, reservada sólo para mujeres, y vuelvo a sentirme segura. Me acerco a él y me mira de arriba abajo con satisfacción. En cuanto estoy lo bastante cerca, tira de mí hacia su cuerpo musculoso.
—¿Cómo es posible que seas tan bonita? —susurra en mi pelo.
—Lo mismo digo. ¿Dónde está Sam?
—Kate le está dando un paseo en la furgoneta.
Ah, casi me había olvidado de Margo Junior. Me aparto y le lanzo una mirada llena de sospecha.
—¿Le has comprado tú esa furgoneta a Kate?
Sonríe satisfecho.
—¿Estás celosa?
«¿Qué?»
—¡No!
Se pone serio.
—Sí, se la he comprado yo.
—¿Por qué?
¿Acaso no le parece raro? ¿Está intentando sobornar a mi amiga para que pase por alto su comportamiento irracional?
—Pues, Ava, porque no quiero que vayas dando tumbos en esa chatarra sobre ruedas, por eso. Y no tengo por qué darte explicaciones —me bufa, y cruza los brazos para mantenerse alejado de mí.
Me entra la risa.
—¿Le has comprado una furgoneta a mi mejor amiga para que no me lastime cuando sujete una tarta? —Es para morirse.
Me mira y adopta una expresión muy digna.
—Como ya he dicho, no tengo por qué darte explicaciones. Vámonos.
Me coge de la mano y me conduce hasta abajo, al coche.
—Le has alegrado el día a Sally —comento mientras corro para poder seguir el ritmo de sus largas zancadas.
—¿Quién es Sally?
—La criatura desvalida de mi oficina —le recuerdo. Empiezo a sopesar si la mala memoria es también un síntoma de la edad.
—Ah, ¿me ha perdonado?
—Del todo —musito.
Kate nos ve y se lanza a los brazos de Jesse.
—¡Gracias! —le repite una y otra vez en la cara.
Jesse se abraza a ella con la mano que tiene libre y ella continúa lanzando grititos de emoción junto a su oído. Pongo los ojos en blanco y miro a Sam, que sacude la cabeza. Me reconforta saber que él también opina que se ha pasado un poco.
—El que sale ganando soy yo, Kate, no tú —le dice.
Ella lo suelta.
—¡Lo sé! —Sonríe y me mira con sus brillantes ojos azules—. ¡Lo adoro!
—Eh, ¿y a mí no? —grita Sam. Kate va corriendo a abrazarlo.
Pongo los ojos en blanco otra vez. Estoy rodeada de locos.
Aparcamos en la puerta de un pequeño restaurante italiano del West End. Salgo del coche y Jesse viene a por mí. Me coge de la mano y me lleva a lo que sólo puede describirse como una sala de estar. La iluminación es tenue y todo está lleno de trastos italianos. Es como si me hubiera trasladado en el tiempo a la Italia de la década de los ochenta.
—Señor Jesse, me alegro de verlo —dice un hombrecillo italiano que se acerca a nosotros de inmediato. Luce una expresión de felicidad natural.
Jesse le estrecha la mano con afecto.
—Luigi, yo también me alegro de verte.
—Venga, venga. —Luigi nos hace gestos para que nos adentremos más en la estancia.
Nos sienta a una pequeña mesa en un rincón. El mantel es de color crema y lleva bordado la «Italia Turrita». Es muy bonito.
—Luigi, ésta es Ava. —Jesse nos presenta.
El italiano me hace una reverencia con la cabeza.
—Un nombre precioso para una dama preciosa, ¿sí? —Es tan directo que me siento un poco avergonzada—. ¿Qué desea el señor Jesse?
—¿Me permites? —me pregunta Jesse señalando el menú con la cabeza.
¿Me está pidiendo permiso?
—Es lo que sueles hacer —murmuro.
Arquea una ceja y pone morritos, como diciéndome que no tiente mi suerte. Lo dejo a lo suyo. Está claro que sabe cuáles son los mejores platos del menú.
—Muy bien, Luigi. Tomaremos dos de fettuccini con calabaza, parmesano y salsa de limón con nata, una botella de Famiglia Anselma Barolo 2000 y agua. ¿Lo tienes todo?
Luigi toma nota a toda velocidad en su cuaderno y da un paso atrás.
—Sí, sí, señor Jesse. Ahora me voy.
Jesse sonríe con afecto.
—Gracias, Luigi.
Miro el restaurante, que está lleno de trastos.
—A esto sí que se le llama mierda italiana —murmuro pensativa. Cuando mi mirada se encuentra con la de Jesse, veo una sonrisa de oreja a oreja sobre un labio mordido—. ¿Vienes a menudo?
Su sonrisa se hace más amplia y entramos en el territorio de las rodillas que se vuelven de gelatina.
—¿Estás intentando seducirme?
—Por supuesto —sonrío, y él cambia de postura en su silla.
—Mario, el barman de La Mansión, insistió en que lo probara y eso hice. Luigi es su hermano.
—¿Luigi y Mario? —suelto, más bien con poca educación. Jesse levanta las cejas y me lanza una mirada—. Lo siento. ¡Es que ésa sí que no me la esperaba!
—Ya lo veo. —Frunce el ceño cuando Luigi se acerca con las bebidas. Jesse me sirve vino a mí y agua para él.
—¿No habrás pedido una botella entera para mí? —le suelto—. ¿Tú no vas a beber nada?
Por Dios, voy a acabar como una cuba.
—No. Tengo que conducir.
—¿Y a mí me permites beber?
Aprieta los labios hasta convertirlos en una línea recta, pero veo que está intentando reprimir una sonrisa ante mi descaro.
—Te lo permito.
Sonrío, cojo la copa y bebo con cuidado mientras él me observa. El vino está espectacular.
Cuando miro al hombre guapísimo y neurótico que tengo al otro lado de la mesa, al que me ha jodido los planes pero bien, mi cerebro sufre de repente un bombardeo de preguntas.
—Quiero saber qué edad tienes —digo segura de mí misma. Ese asunto de la edad se está convirtiendo en una estupidez.
Acaricia el borde de la copa con la punta del dedo y me mira.
—Veintiocho. Háblame de tu familia.
¿Eh? ¡Ah, no, no, no!
—Yo he preguntado primero.
—Y yo te he contestado. Háblame de tu familia.
Sacudo la cabeza de desesperación y me resigno ante el hecho de que estoy enamorada de un hombre cuya edad desconozco, y posiblemente nunca la sepa.
—Se jubilaron y viven en Newquay desde hace unos años —suspiro—. Mi padre dirigía una empresa de construcción y mi madre era ama de casa. Mi padre tuvo un amago de infarto, cogió la jubilación anticipada y se fueron a Cornualles. Mi hermano está viviendo sus sueños en Australia. —Ahí tiene los titulares—. ¿Por qué no hablas de los tuyos? —le pregunto. Sé que me estoy metiendo en terreno pantanoso, sobre todo después de lo que contestó la última vez que le pregunté.
Espero con cautela, casi con recelo, su reacción. Me deja más que sorprendida cuando bebe un sorbo de agua y se lanza a responder.
—Viven en Marbella. Mi hermana también está allí. No hablo con ellos desde hace años. No aprobaron que Carmichael me dejara La Mansión y todas sus posesiones.
¿Eh?
—¿Te lo dejó todo a ti? —Entiendo que eso pueda causar una reyerta familiar, y más cuando también hay una hermana de por medio.
—Eso es. Estábamos muy unidos y no se hablaba con mis padres. No les gustaba.
—¿No les gustaba vuestra relación?
—No. —Empieza a mordisquearse el labio.
—¿Había algo reprobable? —Ahora sí que siento curiosidad.
Suspira.
—Cuando dejé la universidad me pasaba todo el tiempo con Carmichael. Mi madre, mi padre y Amalie se fueron a vivir a España y yo me negué a irme con ellos. Tenía dieciocho años y me lo estaba pasando como nunca. Me fui a vivir con Carmichael cuando se marcharon. No les hizo mucha gracia. —Se encoge de hombros—. Tres años después, Carmichael murió y yo me hice cargo de La Mansión. —Lo cuenta sin emoción. Bebe otro trago de agua—. La relación se resintió después de aquello. Me exigieron que vendiera La Mansión, pero yo no podía, era el legado de Carmichael.
Jesús. He descubierto más sobre este hombre en cinco minutos que en todo el tiempo que ha pasado desde que lo conozco. ¿Por qué está tan hablador esta noche? Decido aprovecharme, no sé cuándo volverá a presentarse la ocasión.
—¿Qué sueles hacer para divertirte?
Sus ojos verdes se iluminan y sonríe con malicia.
—Follarte.
Abro los ojos como platos y trago saliva con dificultad. ¿Me considera una diversión? Ahora me siento como una mierda. Me revuelvo en la silla y doy un sorbo al vino para apartar la mirada. Odio este bajón que me entra de vez en cuando últimamente. Un instante estoy en el séptimo cielo de Jesse y, al siguiente, cualquier comentario hace que me dé de bruces contra la cruda realidad. No puedo con tantas señales contradictorias.
—Te gusta el poder en el dormitorio —le digo sin sonrojarme ni un poquito. Estoy orgullosa de mí misma. Su habilidad y la influencia que tiene sobre todo mi ser me ponen nerviosa.
—Sí. —Contemplo su rostro impasible cuando mi mirada vuelve a la suya.
—¿Eres un dominante? —Suelto, y me clavo mentalmente en las posaderas el elegante tenedor plata. ¿De dónde ha salido eso?
Se atraganta y está a punto de escupirme el agua encima. ¿Por qué habré preguntado eso?
Deja la copa sobre la mesa, coge la servilleta, se limpia la boca y sacude la cabeza con una media sonrisa.
—Ava, no necesito esa clase de arreglo para conseguir que una mujer haga lo que yo quiero en el dormitorio. No tengo ni tiempo ni ganas de practicar ese tipo de mierda.
Me relajo un poco.
—Parece que me estás dedicando mucho tiempo.
—Supongo que sí.
Comienza a mirar al vacío, pensativo.
—Eres muy controlador —afirmo con frialdad sin apartar la vista de mi copa. Voy a poner también ese tema sobre la mesa.
—Mírame —exige con suavidad y, como la esclava que soy, lo miro. Sus ojos verdes se han suavizado. Se reclina, relajado, en la silla—. Sólo contigo.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Se da un breve mordisco en el labio—. Me vuelves loco.
¿Qué? En fin, eso lo aclara todo. ¿Se cree que necesito una especie de padre? Estoy hecha un lío. Suspiro en el interior de la copa de vino. ¿Que lo vuelvo loco? «¡Lo mismo te digo, Ward!»
—Aquí está tu pasta —dice. Alzo la vista y veo a Luigi, que se acerca cantando. He perdido el apetito.
—Gente encantadora —coloca dos generosos cuencos ante nosotros—, buon appetito!
—Gracias, Luigi —sonríe Jesse con educación. Me lanza una mirada inquisitiva, pero la ignoro y sonrío agradecida a Luigi. Es igualito que Mario.
Revuelvo la pasta con el tenedor. Huele a gloria, pero estoy tan confusa que se me ha cerrado el estómago. Jugueteo con ella un momento y luego pruebo un bocado.
—¿Está buena? —pregunta Jesse.
Asiento poco convencida, a pesar de que está deliciosa. Comemos un rato en silencio, mirándonos de vez en cuando. La comida es maravillosa, y me siento culpable por no estar disfrutándola como se merece.
—¿Cuándo compraste el ático? —pregunto.
Detiene el tenedor de camino a su boca.
—En marzo —me contesta. Se toma el último bocado y aparta el cuenco antes de coger el vaso de agua.
—Nunca me has dicho por qué pediste que fuera yo personalmente quien se encargara de la ampliación de La Mansión.
Me rindo con la pasta y aparto el cuenco.
Jesse mira mi plato a medias y luego me mira a mí.
—Compré el ático y me encantó lo que habías hecho con él. Te garantizo que no esperaba que aparecieras contoneando tu silueta perfecta, con esa piel aceitunada y esos ojazos marrones. —Sacude la cabeza como intentando borrar el recuerdo.
Me siento mejor sabiendo que se quedó tan sorprendido de verme como yo de verlo a él.
—No eras exactamente el señor de La Mansión que me esperaba —le digo. Yo también me estremezco al recordar el efecto que me produjo; el efecto que todavía tiene sobre mí—. ¿Cómo sabías dónde estaba aquel lunes al mediodía, cuando tropecé contigo en el bar?
Se encoge de hombros.
—Tuve suerte.
—Ya, claro.
Me seguiste, más bien.
Alzo la vista y detecto una sonrisa en la comisura de sus deliciosos labios.
—Cuando te fuiste de La Mansión no podía pensar en otra cosa.
—Así que me perseguiste sin descanso —le respondo con calma.
—Tenías que ser mía.
—Y ya lo soy. ¿Siempre consigues lo que deseas?
Me observa desde el otro lado de la mesa y se inclina hacia adelante, muy serio.
—No puedo contestar a eso, Ava, porque nunca he deseado nada lo suficiente como para perseguirlo sin descanso. No del modo en que te deseaba a ti.
Habla en pasado.
—¿Aún me deseas?
Se reclina en la silla y me estudia mientras acaricia su copa.
—Más que a nada.
Se me escapa un pequeño suspiro. No sé si es de alivio o de deseo. Ya no sé nada.
—Soy tuya —digo con decisión.
Ya está. Acabo de ponerle el corazón en bandeja a este hombre.
Se pasa la lengua lentamente por el labio inferior.
—Ava, eres mía desde que apareciste por La Mansión.
—¿Sí?
—Sí. ¿Pasarás la noche conmigo?
—¿Es una pregunta o una orden?
—Una pregunta, pero si das la respuesta equivocada estoy seguro de que pensaré en algo para hacerte cambiar de idea. —Sonríe un poco.
—Pasaré la noche contigo.
Asiente con aprobación.
—¿Y la noche de mañana?
—Sí.
—Tómate el día libre —me ordena.
—No.
Entorna los ojos.
—¿Y el viernes por la noche?
—He quedado con Kate para salir el viernes por la noche —le informo. Resisto la tentación de alargar la mano, cogerme un mechón de pelo y retorcerlo entre los dedos. No puede esperar que esté siempre a su disposición. Confío en que Kate no tenga planes.
Sus ojos, entrecerrados, se oscurecen.
—Cancélalo.
Esto es algo que tengo que aclarar cuanto antes: sus neurosis son poco razonables.
—Voy a tomar unas cuantas copas con mis amigos. No puedes impedirme que los vea, Jesse.
—¿Cuántas copas son unas cuantas?
Noto que frunzo el ceño.
—No lo sé. Depende de cómo me encuentre. —Lo miro, acusadora. Sospecho que es posible que el viernes esté hecha polvo si sigue portándose como un loco. Me da dolor de cabeza y hace que el cuerpo me duela de deseo.
Empieza a mordisquearse el labio inferior otra vez, la cabeza le va a mil por hora. Está intentando averiguar cómo salirse con la suya. Con la que pillé el sábado pasado no me he hecho ningún favor. Fue culpa suya. ¿Debería decírselo?
—No quiero que salgas a beber sin mí —dice con firmeza.
—Pues qué mala suerte. —Dios, estoy siendo valiente ¿Qué graduación tiene este vino?
—Ya veremos —dice para sí.
Permanecemos sentados en silencio, mirándonos el uno al otro, él enfadado y yo ocultando una sonrisilla. A los pocos instantes, se reclina en su silla como si nada, un poco de lado, con una intención clara en la mirada. No me aparto tímidamente de ella, sino que igualo su intensidad. Es un desafío a cara descubierta. Lo deseo con desesperación a pesar de que es un tanto difícil.
Luigi se acerca para recoger los platos e interrumpe el momento.
—¿Les ha gustado? —dice señalando los platos.
Jesse no rompe la conexión.
—Estupendo, Luigi. Gracias. —Su voz es gutural y está dando golpecitos en la mesa con el dedo corazón. Noto que me roza la pierna con la suya y no hace falta más para que se me acelere la respiración y mis terminaciones nerviosas cobren vida. Estoy ardiendo de pies a cabeza… Y lo sabe.
—Luigi, la cuenta, por favor. —Su tono amigable ha pasado a ser apremiante.
Parece que el italiano capta el mensaje porque no nos ofrece la carta de postres. Se marcha y vuelve, casi de inmediato, con un plato negro con caramelos de menta y un trozo de papel. Sin siquiera mirarla, Jesse se levanta, saca un fajo de billetes del bolsillo de sus vaqueros y deja varios encima de la mesa.
Estira el brazo hacia mí y me coge de la mano.
—Nos vamos.
Me levanta de la silla y apenas me da tiempo a coger el bolso y a dejar la servilleta encima de la mesa. Me lleva a toda velocidad hacia la puerta.
—¿Tienes prisa? —pregunto mientras me conduce hacia el coche por el codo.
No hace el menor intento de aminorar el paso.
—Sí.
Cuando llegamos al coche, me da la vuelta y me empuja contra la puerta. Su frente encuentra la mía y nuestros alientos, profundos, se funden en el escaso espacio que separa nuestras bocas. Su erección resulta dolorosamente dura contra la parte inferior de mi abdomen.
Por Dios, lo quiero aquí y ahora. Me da igual si a la gente le da por mirar.
—Voy a follarte hasta que veas las estrellas, Ava. —Su voz es áspera cuando mueve las caderas contra las mías. Lanzo un gemido—. Mañana no vas a ir a trabajar porque no vas a poder ni andar. Sube al coche.
Lo haría, pero ya me cuesta andar. El suspense me ha dejado inmóvil.
Pasan unos segundos y sigo sin poder convencer a mis piernas de que se muevan, así que me aparta, abre la puerta y, con cuidado, me deposita en el asiento del copiloto.